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Me llevo el cabriolet de Amanda y conduzco hasta mi casa. Aparco al comienzo de mi camino de entrada.

La última vez que estuve aquí, una lluvia torrencial caía de un cielo ennegrecido, mi esposa estaba siendo introducida en contra de su voluntad en un coche y únicamente fui capaz de escapar de un grupo de sicarios rusos arrojándome de cabeza desde el balcón de una primera planta. Esta mañana, el jardín se ve alegre y soleado, la casa inmaculada. Idéntica a cualquier otra plácida vivienda de los suburbios: el marco perfecto para unos niños, jugar al cróquet en el césped y dejar galletas recién horneadas en el alféizar de la ventana de la cocina.

El agente Mitchell no ha llegado. Lo que significa que aún tengo tiempo para hacer la llamada que he estado retrasando todo lo posible.

Marco el número de memoria. Cuando Gordon Kramer responde, digo:

—Gordon, aquí Jimmy.

—¿Qué ha pasado? —gruñe a modo de saludo—. Una llamada de Jimmy Thane a las ocho de la mañana solo puede significar que necesitas que alguien se haga cargo de tu fianza. ¿Cuánto es la broma?

—No necesito fianza —digo.

—¿Estás borracho?

—No.

—¿Colocado?

—No, Gordon. —Lo cual es, técnicamente, cierto. Técnicamente. Es decir: no estoy colocado en este preciso momento.

—¿Me vas a hacer comprar un billete de avión para ir a buscarte?

—No —digo—. No se trata de eso. Es otra cosa.

—Te escucho.

—Son… asuntos policiales.

—¿Asuntos policiales? —repite Gordon. No le gusta el sonido de esa expresión. Es como si hubiera dicho «asuntos de bailarina de ballet»—. ¿Qué significa eso de «asuntos policiales»?

—Gordon, tengo que contarte una cosa. Y necesito que me escuches. Prométeme que me escucharás. Prométeme que me dejarás que te lo explique todo.

—De acuerdo.

—¿Prometes que me vas a escuchar? ¿Qué me vas a dejar terminar?

—Lo prometo.

—De acuerdo. —Respiro hondo—. La empresa que me contrató… es en realidad una tapadera para un mafioso ruso. Está dirigida por un traficante de meta…

—¡Maldita sea, Jimmy! —chilla Gordon—. ¡Hijo de puta! ¡Te estás metiendo!

—Has prometido que me dejarías terminar.

—Te he mentido, cabronazo. Igual que me mentiste tú al decir que ibas a seguir limpio.

Estoy limpio —digo—. ¿Quieres hacer el favor de escucharme? Por favor, Gordon. Déjame terminar.

—Termina.

—El ruso se llama Ghol Gedrosian. ¿Has oído hablar de él?

—¿Cómo has dicho que se llama?

—Ghol Gedrosian —repito.

—No. Nunca.

—Está desfalcando fondos de mi empresa. Me paga para que haga la vista gorda. Está chantajeando a Libby. Obligándola a tenerme controlado. Tiene intervenida la casa.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Micros, Gordon. Grabadoras. Cámaras. Me han estado vigilando. Me espían. Están…

—Jimmy —dice Gordon, cortándome en seco—. Jimmy, tengo que ser sincero contigo. Esta conversación… no me resulta particularmente tranquilizadora. Esto no es lo que yo llamo una conversación tranquilizadora.

—Tiene a Libby, Gordon.

—¿Cómo que tiene a Libby?

—La ha raptado.

—Oh, vamos, vete a la mierda, Jimmy —dice Gordon, en voz muy baja. Parece triste. Decepcionado—. Vas ciego.

—No —digo yo—. Todo lo que te he contado es cierto. Estoy a punto de entrevistarme con el FBI. Hay aquí un agente que anda detrás de Gedrosian. Pertenece a la Unidad de Crímenes Especiales, en Tampa. Puedes comprobarlo. Lo sabe todo sobre Ghol Gedrosian. Responderá por mí. Se llama Tom Mitchell.

Miro al otro lado de la calle.

—Aquí llega —digo. De hecho, le habría mentido a Gordon y habría fingido que Tom Mitchell acababa de llegar solo para poder terminar con esta conversación, pero da la casualidad de que, efectivamente, el Chevy Impala del agente Mitchell acaba de aparcar al otro lado de la calzada. Viene solo. Cuando me ve, saluda con la mano a través de la ventanilla—. Tengo que dejarte, Gordon. Solo hazme un favor.

—¿Qué, Jimmy?

—Averigua todo cuanto puedas sobre el tal Ghol Gedrosian. Necesito saber con quién me las estoy viendo.

—Jimmy…

—Por favor, Gordon, solo por esta vez… confía en mí.

Llaman a la ventanilla de mi coche. El agente Mitchell está de pie junto a la puerta.

—Vale, está bien —dice Gordon, y suspira. No suena demasiado confiado—. Jimmy, ¿por qué tengo la sensación de que todo esto no va a terminar bien para ti?

—Porque nunca lo hace, Gordon.

—No —conviene él—. Nunca lo hace.

—Llámame a este número —digo—. Mi otro teléfono estaba… En fin, tuve que librarme de él.

Gordon se ríe. Está convencido de que he vendido el otro móvil. O que lo he canjeado. A cambio de una bolsita de plástico llena de cristales amarillos.

—Vale, está bien, Jimmy —dice—. Lo que tú digas. —Y cuelga.

—Caramba, señor Thane —dice el agente del FBI cuando salgo del coche—. Tiene usted un aspecto lamentable.

—¿Ah, sí? —Me palpo la cara—. Supongo que es cierto eso que dicen: ponerte hasta el culo de anfetas no es bueno para el cutis.

—Me alegra ver que todavía conserva el sentido del humor —dice—. Temía que lo hubiera perdido.

Me ofrece la mano y se la estrecho. Después añade:

—Y ahora, hábleme de su esposa.

—La han secuestrado.

—¿Quién?

Señalo hacia la casa del vecino, donde los rusos tienen instalado su canal de televisión «Jimmy Thane las 24 horas del día». El camino de entrada está vacío, las cortinas echadas. No hay luz en las ventanas.

—Me han estado espiando. Escondieron cámaras en mi casa. Me han estado vigilando a mí y a Libby desde que nos mudamos a Florida.

Mitchell ladea la cabeza y me observa fijamente. Parece precavido. ¿Le estaré gastando una broma diseñada para hacerle quedar en ridículo?

—¿Vigilando? —repite.

—Se lo enseñaré.

Le guío hasta la entrada de mi casa. La puerta no está cerrada con llave. Abro y entramos. El vestíbulo está fresco y a oscuras.

—Mire —digo, conduciéndole hacia la sala de estar—. El reloj de carillón es en realidad…

Pero en la sala de estar el reloj de carillón, golpeado y destrozado la última vez que lo vi, ha desaparecido. No hay muelles ni esquirlas de cristal ni pedazos de metal deformado en el suelo. Solo queda una pequeña marca sobre la moqueta, apenas visible, remedando la forma de la base del reloj.

—Estaba justo aquí —digo.

—¿Qué, señor Thane?

No respondo. Subo corriendo las escaleras hasta el dormitorio. El ventilador del techo también ha desaparecido: ya no está tirado en el suelo, donde lo dejé yo. El boquete sobre la cama también ha sido reparado: revestido, pintado, perfectamente seco.

—¿Señor Thane? —pregunta Mitchell detrás de mí. Me vuelvo para verle en el umbral de la puerta, sosteniendo un papel—. ¿Es esto lo que andaba buscando?

Me lo entrega. Es una hoja del bloc de notas magnético que pegó Libby en la nevera. Muestra la imagen de un caricaturesco oso que brinca intentando alcanzar una colmena rezumante de miel, sin llegar a conseguirlo. Bajo el dibujo, un mensaje en letra impresa indica: «Si no lo consigues a la primera, no hagas el oso y esmera».

Debajo de tan inspirador lema hay una nota escrita con letra de mujer.

Jimmy:

Ya no aguanto más. No puedo seguir viviendo con tu violencia. Primero Cole. Ahora esto. Me das miedo. Necesito pasar algún tiempo a solas. No me busques. Volveré cuando esté preparada

—Estaba sobre la encimera de la cocina —explica Mitchell—. ¿Es su letra?

—Sí —digo—. Pero ella no la ha escrito. Se la llevaron. Los vi hacerlo.

—¿Quién se la llevó?

—Los rusos.

—¿Quién es Cole, señor Thane?

—Mi hijo.

—¿Tiene usted un hijo?

—No —digo. Y a continuación—: No me cree.

No obtengo respuesta.

—Le enseñaré su casa —digo—. Acompáñeme. Podrá verlo con sus propios ojos. —Pero incluso mientras estoy pronunciando las palabras, noto que mi seguridad flaquea. Sé exactamente lo que vamos a encontrar en casa de los rusos.

Pero en cualquier caso guío al agente Mitchell escaleras abajo, a través del vestíbulo y de regreso al calor infernal. Atravieso el patio y cruzo la calle, en dirección a la casa del velociraptor.

—¿Adónde vamos, señor Thane? —grita Mitchell detrás de mí.

—Confíe en mí —digo, intentando sonar seguro de mí mismo.

Espero a que el agente se reúna conmigo en el porche de los rusos. Mitchell camina despacio. Parece incómodo y receloso.

Llamo a la puerta de los rusos. No hay respuesta.

—Entremos —digo.

—Oiga, señor Thane, no puedo entrar en casa de alguien así como así…

Tiro del picaporte. La puerta se abre sin presentar resistencia, desplazándose sobre sus bien engrasadas bisagras, revelando un vestíbulo oscuro y vacío. No se ve mobiliario alguno.

Mitchell curiosea a través de la puerta abierta.

—Parece vacía.

Entro. La habitación está recalentada. No hay aire acondicionado. Mitchell permanece en el umbral, valorando sus opciones. Finalmente se encoge de hombros y me sigue. El vestíbulo y todas las estancias visibles desde allí se encuentran completamente vacías. Ni muebles ni ningún otro indicio de habitación. Ni rusos. Ni Libby.

—Vivían aquí —insisto.

—¿Quiénes, señor Thane?

—Los hombres de Ghol Gedrosian.

Mitchell arquea las cejas melodramáticamente.

—¿Los hombres de Ghol Gedrosian? ¿Vivían todos juntos? ¿En esta casa? ¿Como en una especie de colegio mayor? —Su voz suena cargada de ironía—. ¿Por qué demonios iban a hacer eso?

—Para vigilarme.

—¿Para vigilarle?

Me dirijo hacia la sala de estar, donde tan solo ayer vi numerosos aparatos de grabación e hileras de pantallas planas en la pared.

—¿Lo ve? —digo, señalando triunfalmente la pared, donde todavía quedan señales inconfundibles de agujeros y tacos en el yeso, en el mismo lugar en el que estaban fijados los televisores.

—Si veo ¿qué?

—Los agujeros. Aquí estaban las abrazaderas para los monitores.

—Señor Thane, creo que deberíamos marcharnos. En primer lugar, no tengo orden de registro, y en segundo… —Se encoge de hombros—. En fin, en segundo, aquí no hay nada, joder.

Me agarra del hombro y me conduce hasta el exterior de la casa, cerrando la puerta al salir. Volvemos a estar en el calor.

—Y ahora, señor Thane —dice—, voy a ser sincero con usted. Porque me cae bien. De verdad se lo digo. Lo cual me sorprende de la leche. No estoy seguro de qué estará pasando ni estoy seguro de por qué me ha hecho venir aquí. Pero tengo que decirle algo: hoy parece usted un tanto… peculiar.

—Le estoy diciendo la verdad. Los hombres de Ghol Gedrosian han raptado a mi esposa.

—Lo sé —dice Mitchell—. Es lo que lleva diciendo toda la mañana. Pero esta nota parece insinuar otra cosa —añade, mostrándome la nota de Libby.

—¿Cree que le miento?

—No sé qué pensar. Creo que huele usted muy mal y que tiene los ojos más rojos que el diablo. Conociendo su historial, ¿qué pensaría usted en mi lugar?

Antes de que pueda responder, el móvil de Mitchell suena en el bolsillo de su camisa. Lo saca, consulta el número entrante y levanta un dedo frente a mí.

—Tengo que cogerlo —dice, y responde al teléfono—. Sí. —Una pausa—. Sí, está aquí conmigo. ¿Un Mercedes negro? —Otra pausa, mientras escucha a su interlocutor—. Sí, de acuerdo. ¿Cómo se llama? —Escucha en silencio, asintiendo—. Está bien. Me parece buena idea. Enseguida vamos.

Cuelga. Me mira pensativo.

—¿Dónde está el coche de su esposa, señor Thane? ¿Aquel hermoso Mercedes nuevo que compró para ella?

Estoy a punto de responder que lo dejé en la estación de autobuses Greyhound de Fort Myers, pero algo en su rostro y en su tono de voz me aconsejan que no lo haga.

—No lo sé —digo—. No estaba aquí cuando he llegado.

—Bueno, pues lo han encontrado —dice Mitchell—. En Pine Island. —Me mira escrutadoramente—. El problema es que había tres personas dentro. Dos mexicanos muertos en el asiento trasero y una prostituta con la garganta cortada en el maletero.