Por la mañana, cuando la luz del sol me despierta, Amanda no está en la cama. La encuentro en su diminuta cocina americana, friendo beicon.
—He llamado al trabajo —dice animadamente— para avisar de que llegaría tarde. ¿Crees que a mi jefe le molestará?
—No si compartes el beicon con él.
Me acerco a ella. Estoy desnudo. Amanda lleva una camiseta blanca y calzoncillos bóxer. Parece cansada y tiene ojeras. Probablemente yo no tenga mucho mejor aspecto. La boca me sabe a basura; la cabeza me arde como una bengala.
—¿Qué vas a hacer? —pregunta Amanda. Cuando ve mi expresión de desconcierto, añade—: Respecto a tu esposa.
Los recuerdos vuelven a mí: la tormenta, el sistema de escuchas y las cámaras en mi despacho y en mi casa, los rusos de la acera de enfrente, el grito de Libby, el sedán negro perdiéndose en la distancia con Libby en su interior.
—Tengo que hablar con la policía.
—Sí —dice Amanda, rígidamente.
—¿No estás de acuerdo?
Se encoge de hombros.
—Quizá deberías —dice en un tono que sugiere que quizá no debería.
Entro apretadamente en su cocina americana y me pongo a su lado. No estoy seguro de nuestro nivel de intimidad. Anoche follamos diez veces y compartimos una pipa, pero ahora que ha llegado la mañana no sé si tengo permitido tocarle el hombro.
—¿Qué pasa? —pregunto, acariciándole la nuca con los dedos. Siento alivio al ver que no me rehúye. Amanda se pega a mí y aprieta sus senos contra mi pecho.
—Solo quiero que tengas cuidado. No le conoces como yo.
—Creía que habías dicho que nadie lo conoce.
—Por supuesto, así es. Aun así. He oído historias. Historias terribles.
Amanda me da la espalda.
Se me ocurre insistirle, preguntarle qué es lo que sabe sobre Gedrosian que no me está contando. Pero no lo hago.
—¿Puedo usar tu teléfono? —pregunto.
Amanda se dirige al salón en busca de su bolso. Saca el móvil de su interior y me lo acerca.
Extraigo la tarjeta de visita del agente Mitchell de mi cartera, todavía húmeda y deformada por el agua, pero legible. Marco el número y me sorprende que responda personalmente.
—Soy Jim Thane —digo.
—Señor Thane —dice él. Suena aliviado—. ¿Dónde diablos está?
—En casa de una amiga —digo. Después añado—: Necesito su ayuda, agente Mitchell. Ha sucedido una cosa.
—¿Qué es lo que ha pasado?
—Mi esposa. Gedrosian la ha secuestrado.
—¿Gedrosian? —Parece incrédulo—. ¿La ha… secuestrado?
—Sus hombres. No él en persona… —digo, como si esto bastara para que mis palabras suenen menos improbables—. Viven en la casa de enfrente. Lleva espiándome, vigilándome, desde que llegué a Florida.
Al otro lado de la línea oigo un ruido, un resuello repentino. ¿Acaso se está riendo?
—Señor Thane, a ver si lo he entendido bien: Ghol Gedrosian vive en la casa de enfrente. Con todo el tiempo que he dedicado a buscarlo, pateando trece estados y cuarenta y seis condados con una unidad especial compuesta por una docena de hombres… y resulta que durante todo este tiempo eran ustedes vecinos que se pedían prestado el azúcar.
—No —digo.
—Y ahora se presenta y… ¿qué es lo que dice que ha hecho, raptar a su esposa?
—No —repito—. No, no es eso lo que he dicho. No ha sido él quien ha raptado a mi esposa. No en persona. Han sido sus hombres.
—Ya veo. Les ha pedido a sus hombres que rapten a su mujer —dice Mitchell.
—Sí. Y puedo demostrárselo.
—¿En serio? De acuerdo, entonces.
—Reúnase conmigo en mi casa.
—Llegaré en una hora.
Devoro tres lonchas de beicon. Amanda me da una barrita de cereales que me embuto en la boca, con la esperanza de amortiguar el martilleo que siento en la cabeza. No sirve de nada. Vuelve a ser como en los viejos malos tiempos. Ahora lo recuerdo: la sensación que experimentas después de haberte colocado, la manera en que el cristal pasa a ocupar todos y cada uno de tus pensamientos, la necesidad de volver a fumarlo ya solo para volver a sentirte normal. No es como la heroína o el Percocet —drogas que puedes abandonar tras un par de colocones, dolorido pero todavía sobrio—, que te otorgan una o dos semanas de tranquilidad para decidir si quieres comprometerte a fondo con el estilo de vida del adicto.
No, la metanfetamina es distinta. Es agresiva, exigente. Como una novia celosa, como una amante enloquecida. Reclama toda tu atención y además de manera exclusiva. Quiere un compromiso. Ahora mismo.
—Jim —dice Amanda, tras desaparecer momentáneamente de la cocina y regresar acunando algo entre las manos, cuidadosamente, como a un frágil pajarillo recién nacido—. Llévate esto.
Bajo la mirada. Es una pistola. Negra y angulosa, con el perfil de una avispa.
—¿Qué es? —pregunto.
—Es una pistola, tonto. Se usa para disparar a la gente.
—Yo no uso pistolas para dispararle a la gente.
—No sabes con quién te las estás viendo. Mira.
La sostiene delante de ambos, apartando el cañón.
—Este es el seguro —explica, rozando una palanca negra junto a la culata—. Hazlo bajar con el pulgar antes de disparar.
—No voy a disparar.
—Hay una bala en la recámara —dice, ignorándome—. Lo único que tienes que hacer es quitar el seguro y tirar del gatillo. ¿Lo has entendido?
—Amanda…
—Quitas el seguro, después disparas —dice ella.
—Amanda…
—Llévatela —insiste ella, empujando la pistola contra mi mano. La cojo. Me sorprende lo pesada que es.
—¿De dónde has sacado un arma?
—Me la dio un amigo —dice ella—. Para protegerme.
—En caso de que él venga a por ti.
—No «en caso de». Cuando.
Me guardo la pistola en el bolsillo. Encaja cómodamente y noto su peso contra el muslo.
—No tardaré mucho —digo—. Quédate aquí. Espera a que vuelva.
Le doy un casto beso en la mejilla, tal como besaría uno a su tía. Cuando me separo, Amanda levanta los brazos, me agarra de la nuca y me vuelve a atraer hacia sí. Me besa con la boca abierta, abrazándome con fuerza. Es un beso desesperado y enloquecido, el beso de una mujer que nunca volverá a verte. No me resulta particularmente alentador.
—Me estás acojonando un poco —reconozco, cuando consigo librarme de ella.
—Llévate también esto —dice, entregándome su móvil—. Si hay cualquier problema, me llamas.
—Solo voy a hablar con la policía, Amanda. La policía. Son los buenos.
—Sí —replica ella—. Ya lo sé.