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A continuación llegan las drogas.

Supongo que debería sorprenderme que una muchacha que encontró a Jesucristo en el sótano de una iglesia, que se tatuó en cirílico sobre el pecho que Él murió por sus pecados, que tanto insistía en lo mucho que había cambiado su vida después de haber encontrado la religión… supongo que debería sorprenderme cuando saca una pipa de cristal y un encendedor a gas de una estantería en su armario, y cuando me guía hasta su dormitorio y pone música en su ordenador y dice:

—¿Podemos? ¿Solo una vez?

Para la gente como yo y como Amanda no existe el «solo una vez». Tampoco hay una última vez. Solo hay pausas y treguas e intermedios. Por eso siempre resulta fácil recaer, porque consumir forma una parte tan integral de la vida como dejarlo. Para el adicto, no son dos polos opuestos de la existencia (dejarlo frente a drogarse, el bien frente al mal), sino más bien dos modos distintos de expresar una única verdad interior. Drogarse, dejarlo. Colocado, sobrio. Todo es lo mismo, simplemente un espacio abierto sobre el que bailamos y jugamos.

Amanda prende una serie de velas de cera de abeja en la cómoda próxima a su cama y apaga la lámpara del techo. La habitación queda a oscuras salvo por los suaves círculos dorados de los cirios.

Por primera vez, me doy cuenta de que es hermosa y de que la amo. Su edad siempre ha sido un misterio para mí, desde el primer día que la vi. Dependía de la luz, de sus ropas, del maquillaje, del ángulo desde el que la viera. A veces parecía cansada, de ojos ancianos; otras, sensual, astuta y resabiada: una mujer de mundo que lo ha visto todo, imposible de sorprender y dispuesta a probar cualquier cosa al menos una vez.

Esta noche, a la luz de las velas, con el rubor del sexo recién consumado, con la anticipación de lo que está por llegar, me parece eterna, resplandeciente; el rostro colmado por la expectación; el cuerpo tenso, vibrante como la cuerda de un arco.

Amanda desenvuelve un pequeño rebullo de papel higiénico, descubriendo unas escamas de cristal amarillo, como de sal, que introduce en el cuenco de la pipa. Después sostiene esta con pericia y cautela, agarrándola del aflautado cuello de cristal. Enciende el mechero y pasa la llama por debajo durante casi un minuto. En el interior del cuenco se produce un sonido crepitante y las volutas de humo blanco comienzan a llenarlo. Amanda me tiende la pipa. Cuando la cojo, me quemo las puntas de los dedos con el cristal, pero ni siquiera parpadeo. Me llevo la boquilla a los labios e inhalo.

Toso un carraspeo químico y musito:

—Ah, joder, sí. Joder, sí. Joder, sí.

No hay palabras que le hagan justicia. Es felicidad pura. Es lo que siente uno de niño al verse acunado entre los brazos de su madre, y creo que probablemente sea lo mismo que se siente en el momento de morir, cuando llegas a la conclusión de que será agradable poder descansar al fin. Es paz, la sensación de que todo va bien, de que el mundo puede seguir girando perfectamente sin ti.

¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que me sentí así? ¿Años?

El peso desaparece de mis hombros. Las preocupaciones sobre mi carrera y mi matrimonio, sobre el bienestar de Libby e incluso sobre la mafia rusa y Ghol Gedrosian, desaparecen aleteando como insectos de alas transparentes a la luz de la luna, pequeños destellos reflectantes apenas visibles durante un instante que luego desaparecen.

El placer me recorre como un líquido. Es un orgasmo que nunca cesa.

Amanda coge la pipa de entre mis manos y se la lleva a la boca. Observo sus ojos, la manera en la que sus pupilas se dilatan hasta convertirse en dos botones negros como los de una muñeca. Después cae de lado, con el cristal caliente todavía entre los dedos, sin sentir dolor.

—Oh, Dios —dice, y no estoy seguro de si está gimiendo o invocando.

Se acurruca a mi lado y me besa. Su boca y su lengua saben a productos químicos y a mentol rancio y recalentado.

Una particularidad del cristal de metanfetamina (la particularidad más importante) es que te entran ganas de follar. Es lo único que estás capacitado para hacer correctamente mientras vas ciego y lo único que deseas.

Recuerdo la primera vez que fumé meta. Estaba a solas en un hotel, en viaje de negocios, lejos de Libby. Calenté la pipa, inhalé y no pude parar de tener orgasmos. Fue como si alguien hubiera accionado un interruptor y lo hubiera dejado atascado en la posición de encendido. Abrí el portátil, busqué una página porno, me puse una película y me masturbé en un minuto. A continuación pulsé la tecla de refrescar y volví a ver la misma película y me volví a correr; y después hice lo mismo una tercera vez, y una cuarta.

Eso es la meta. Eso es lo que te provoca. Un orgasmo descomunal que te recorre una y otra vez sin que seas capaz de dejar de correrte. ¿Quieren saber por qué la gente fuma cristal a pesar de que les destruya? La próxima vez que se corran, imaginen cómo sería experimentar esa misma sensación multiplicada por diez. Ahora, imagínense prolongándola durante tres horas. Ahora ya lo saben.

Tumbado con Amanda en su apartamento, en su cama, la idea del tiempo, de ese implacable movimiento continuo hacia delante, desaparece reemplazado por corrientes ascendentes y descendentes de placer. Cuando vuelvo a ser consciente del mundo a mi alrededor, puede que minutos más tarde, puede que horas, Amanda está sentada a mi lado sobre el colchón. Está desnuda y tiene el pelo empapado en sudor. Está usando el largo pasador de metal de su horquilla para raspar el interior de la pipa, barriendo los residuos pegados al cristal hasta juntarlos en una diminuta pila de polvo. Después vuelve a prender la pipa. Esta vez no hay lugar para cortesías y es la primera en llevarse la pipa a la boca, inhalando avariciosamente. Veo su orgasmo. Su cuerpo se estremece una y otra vez, sin un final a la vista, mientras exclama:

—Oh Dios Dios Dios.

Cuando remite, cojo la pipa de entre sus manos y chupo. Y después yo también desaparezco y no sé qué sucede a continuación hasta que me despierto horas más tarde, desnudo, en su cama, entre sus brazos.