40

Cuando llego, Amanda no está en casa.

Exhausto y destemplado, me tumbo frente a su puerta, en el suelo del pasillo de su edificio de apartamentos. El ruido de pisadas arrastradas sobre los escalones y un tintineo de llaves me despiertan, y Amanda se cierne sobre mí, sin que parezca sorprenderse demasiado de verme, como si fuera perfectamente razonable llegar a casa para encontrarte a tu jefe acurrucado en posición fetal junto a tu puerta.

—Jim —dice—. ¿Qué hace tirado en el suelo?

—No había sofá.

Amanda se arrodilla y me coge de la mano. Su voz es amable.

—Entre —dice, ayudándome a levantarme. Hace girar la llave en la cerradura y abre la puerta empujando con el hombro. En el interior, la estancia está helada, tal como a ella le gusta; el aire acondicionado ruge junto a la ventana.

Amanda me conduce hasta el sofá, donde me derrumbo entre los cojines.

—Joder, qué frío —musito.

—Ahora mismo lo apago.

Amanda se acerca al aparato y lo desconecta. La habitación queda repentinamente sumida en el silencio.

—Cierra la puerta —digo.

—Sí, claro —dice ella, en ese tono conciliador reservado para las personas nerviosas o mentalmente perturbadas. Regresa junto a la puerta, echa el cerrojo y vuelve al sofá conmigo. Me toca el hombro—. ¿Por qué está tan mojado, Jim?

—Necesito un lugar donde refugiarme, Amanda.

—Sí, por supuesto.

—Algo le ha pasado a Libby.

—¿Libby? —Entonces se acuerda—. Ah, su esposa. ¿Qué ha pasado?

—Ha sido raptada.

—¿Raptada? —Veo el primer destello de duda en sus ojos—. Jim, no lo entiendo. ¿Quién ha… raptado a su esposa? —dice tropezando con la palabra «raptado», como si no fuera capaz de obligarse a pronunciarla.

Le agarro la mano.

—Escucha. Tengo que contarte una cosa.

Amanda permite que sostenga sus dedos, pero estos permanecen lasos. Reacios a comprometerse.

—Tao Software es una fachada —digo—. La empresa está siendo usada por un mafioso para blanquear dinero. Saca el dinero de un sitio para luego…

Llegado este punto me interrumpo. Ahora que intento explicarlo, me doy cuenta de que no tengo ni idea de lo que estoy diciendo. ¿Qué es lo que están haciendo los rusos exactamente? No soy capaz de construir ni una sola narración (financiera, legal, logística) que tenga sentido y explique lo que están haciendo los rusos en Tao. ¿Blanqueando dinero? ¿Vendiendo drogas? Ninguna de ambas cosas es cierta, que yo sepa. Así pues, ¿qué están haciendo? ¿Por qué se ha inmiscuido el ruso llamado Ghol Gedrosian en mi empresa? ¿Qué es lo que quiere?

Tras un largo silencio, termino torpemente:

—Bueno, el caso es que Libby trabajaba para ellos. Trabaja para los gángsteres.

—Entiendo —dice Amanda. Pero no es así. Parece nerviosa. Sus ojos bailan hacia la puerta, calculando la distancia y sus posibilidades de huida. Me percato, demasiado tarde, de que se está preguntando si no le habré hecho daño a Libby. Se pregunta si la he matado.

—Amanda —digo, soltándole la mano—. No le he hecho daño a mi esposa, si eso es lo que estás pensando. Hay un tipo. Un criminal. Es ruso. Asesinó a Charles Adams y asesinó a Dom Vanderbeek. Me ha tendido una trampa. Quiere que parezca que fui yo quien lo hizo. No estoy seguro del motivo. Se llama Ghol Gedrosian. No sé por qué quiere…

Pero me interrumpo. Amanda se ha puesto repentinamente blanca.

—Conoces ese nombre —digo.

—Sí —susurra ella.

—¿Cómo?

—Fue él.

—¿Él? —Pero incluso mientras lo estoy diciendo, conozco la respuesta. Él fue el hombre que secuestró a Amanda cuando era una niña. El hombre que la mantuvo prisionera y la trajo hasta este país. El hombre que le hizo todo tipo de cosas inenarrables.

—Fue él —repite Amanda.

Me mira la mano. La toma en la suya y la contempla.

—Mire.

Coloca su mano sobre la mía.

Solo tiene nueve dedos. Le falta el meñique. Lo que queda es un muñón rojo y grotesco, alforzado y mutilado, igual que el mío.