Cuando llego a casa está lloviendo.
Ha comenzado suavemente (apenas un par de gotas sobre el parabrisas mientras salía del aparcamiento de la oficina), pero cuando salgo del coche en nuestro camino de entrada, cae con firmeza y amenaza con más. Miro el cielo. Acaban de dar las doce del mediodía, pero está completamente negro. Las gotas golpean la gravilla frente a mis pies, aventando un aroma a cálido polvo veraniego. En la distancia se oye un retumbar de truenos.
El Mercedes de Libby no está. Pero tampoco esperaba encontrarla en casa. ¿Cómo vas a permanecer en casa esperando a tu marido cuando en realidad llevas una vida secreta, trabajando para otro? ¿Follándote a otro?
En el interior, subo las escaleras hasta nuestro dormitorio. Comienzo por el cajón de su ropa interior, porque ese es el lugar en el que esconden sus secretos las mujeres. Paso las manos por toda su ropa. No estoy seguro de qué ando buscando: el rugoso borde metálico de un envoltorio de condón o el suave contorno de un diario secreto o el crujiente papel de una carta enviada por un amante. A lo mejor una carta escrita por Tad. O a lo mejor una carta en cirílico.
No encuentro ninguna de esas cosas. Simplemente ropa interior, y ni siquiera demasiada.
Paso al armario. Comienzo por las estanterías superiores, palpando entre los jerséis. Después me arrodillo y escudriño sus bolsos y las cajas de zapatos. No encuentro nada: ni notas ni cartas ni secretos.
Bajo las escaleras sin hacer ruido hasta la cocina, donde abro todos los cajones en rápida secuencia, rebuscando entre todos los trastos que suelen acumularse en las cocinas: abrebotellas, abrelatas, cuchillos de untar, espátulas, un ovillo de bramante. A continuación reviso los armarios, en los rincones por detrás de los platos y los vasos. Vuelco en el fregadero los contenidos de un tarro de cerámica lleno de harina. Un Tupperware con azúcar.
En el exterior comienza a diluviar. Las gotas tamborilean sobre el tejado. Destella un relámpago y segundos más tarde un trueno retumba sobre la casa, haciendo bailar los cristales de las ventanas.
Justo mientras estoy mirando a través del ventanal, cae un segundo relámpago que ilumina el huerto y, más allá, el cobertizo del jardín.
El cobertizo. Por supuesto.
Salgo por la puerta principal de casa, dejándola abierta, y avanzo pesadamente bajo la lluvia. Cae con mucha fuerza, asestándome dolorosos coscorrones en la cabeza, empapándome la camisa, limpiándome el sudor de la cara, encharcándome los zapatos.
Mis pies se hunden en el barro. Arroyuelos de agua pasan rápidamente junto a ellos.
Alcanzo el otro extremo del jardín. El cobertizo no está cerrado con llave. Tiro del picaporte. La puerta de metal ondulado chirría sobre sus oxidados goznes.
Lo encuentro donde sabía que estaría, en el estante inferior junto al que sorprendí a Libby arrodillada aquel día: un pequeño paquete, envuelto en papel blanco de estraza.
La mano me tiembla al cogerlo. Sé que he encontrado la respuesta, a pesar de que todavía ignoro la pregunta. Intento desenvolver el paquete. Mis dedos mojados empapan el papel y este se desgarra bajo mis pulgares. En el interior hay un juego de tres DVD grabables estampados con el logo de Hewlett-Packard y el lema de dicha empresa: «Inventa».
Cada DVD muestra una fecha garabateada con rotulador indeleble: «2 de junio», «12 de julio» y «19 de julio».
De nuevo en la sala de estar, introduzco en el reproductor de DVD el primer disco, el marcado «2 de junio».
Comienza de inmediato. Incluso sin título reconozco al instante el género al que pertenece. Las pistas son evidentes: imagen altamente contrastada, tonos de piel saturados, respiración entrecortada y trabajosa en los micrófonos. He visto lo mismo cientos de veces, como cualquier otro varón norteamericano.
Pero algo en este vídeo pornográfico —pues sin duda se trata de pornografía— me inquieta. Tiene algo distinto.
Es demasiado real.
En el vídeo aparece una joven, puede que de quince años. Su rostro me resulta familiar. La he visto con anterioridad, aunque no consigo recordar dónde. Tiene el pelo pegado al cráneo. Está echada sobre un plástico, empapada en sudor, desnuda, despatarrada; probablemente tiene los miembros atados a los postes de una cama que no llegan a salir en el encuadre. En la boca, una mordaza —parece una corbata de nailon—. Una brutal cantidad de cinta aislante negra le cubre la frente, inmovilizándole la cabeza. Tiene los ojos anegados en lágrimas.
Una voz masculina habla fuera de encuadre.
—¿Sabes lo que va a pasar contigo? —dice la voz con suavidad y suma parsimonia. Tiene acento ruso—. Te vamos a cortar. Te vamos a hacer daño. ¿Es eso lo que quieres?
La muchacha intenta negar con la cabeza frenéticamente, pero la cinta aislante se lo impide. Sus movimientos se quedan en pequeñas y violentas contorsiones.
—Qué callada estás, Lisa. Di algo para la cámara.
Los ojos de la muchacha se desplazan hacia un costado para mirarme de frente. Nunca había visto una mirada como esa. Espero no volver a verla jamás.
El ruso dice lánguidamente:
—Pronto habrá más, querida.
Fundido a negro.
Me quedo un largo rato mirando el televisor sin imagen. Una parte de mí no quiere introducir el siguiente DVD en el reproductor, porque ya sé lo que voy a ver y no tengo las más mínimas ganas de verlo. Quiero envolver los DVD en el papel de estraza, devolverlos al cobertizo y nunca volver a mirarlos ni pensar en ellos.
Pero no puedo. Porque tengo que descubrir el secreto de Libby.
El siguiente DVD es peor. La misma muchacha, el mismo cuarto… incluso el mismo ángulo de cámara, pero ha transcurrido algún tiempo. Tiempo suficiente para que hayan sucedido varias cosas horribles. La muchacha ha dejado de estar asustada. Apenas queda vitalidad en ella. Parece catatónica. Sigue atada e inmovilizada a la cama. Aunque está viva y tiene los ojos abiertos y respira regularmente, no se mueve en lo más mínimo. Su cara está cubierta por una costra de mocos y sangre y Dios sabrá qué otras cosas. Tiene las mejillas magulladas, los pequeños senos rojos e hinchados. La inmaculada piel blanca que vi en el último vídeo está ahora cubierta de círculos negros que rezuman pus. Quemaduras de cigarrillo, intuyo de algún modo.
El ruso vuelve a hablar.
—Pobre chica —dice, y chasquea los labios—. Pobre, pobre chiquilla. Si nos hubieras hecho caso, estaría a salvo. Estaría en la escuela, haciendo los deberes o saliendo con chicos, tal como te prometimos. Pero no has hecho bien tu trabajo. Te dimos instrucciones y no las cumpliste. Eres una estúpida. Él no te cree. No confía en ti. Debes hacerlo mejor. La próxima vez, no te gustará lo que veas.
La predicción del ruso es terriblemente certera. El tercer y último vídeo es la cosa más perturbadora que he visto en mi vida. La muchacha sigue viva (al parecer se han esforzado por mantenerla así, algo que no puede haber sido fácil). No queda mucho de ella, ni física ni mentalmente. No se parece en nada a la bonita joven del primer vídeo. Apenas si parece humana. En lo que en otro tiempo fue su rostro, sus ojos siguen abiertos de par en par, pero ya no parecen ver nada.
El ruso, fuera de campo, dice:
—¿Ves lo que has hecho? ¿Sabes por qué la hemos hecho daño? Por tu culpa. Todo por tu culpa. Él sigue sin creerte. Esta es tu última advertencia. Nuestra próxima película tendrá una nueva protagonista. La protagonista serás tú.
Detrás de mí suena la voz de Libby, sobresaltándome.
—¿Qué has hecho, Jimmy? —pregunta.
Me giro. Libby está de pie en el umbral del salón, agarrándose a la pared para no perder el equilibrio. Está empapada y tiene el pelo apelotonado. No suena enfadada. Simplemente agotada. Quizá incluso aliviada al comprobar que por fin lo he encontrado.
—No deberías haber hecho eso —dice—. No deberías haberlo visto.
—¿Quién es esa chica? —digo señalando el televisor, como si pudiera haber duda alguna acerca de a qué chica me refiero; pero el vídeo ha terminado y la pantalla está en negro.
—No lo entiendes —dice Libby—. No entiendes lo que has hecho.
—¿Quién es?
—Por favor, basta.
—¿Quién es?
—Jimmy…
—¿Quién coño es? —grito.
Libby abre la boca para responder, después se interrumpe. Me mira, reconcentrada, y después se da la vuelta y se marcha.
La encuentro arriba, en el dormitorio. Está mirando por la ventana.
—He descubierto el marco de la foto —le digo—. Sé que trabajas para Tad.
Libby permanece inmóvil, de espaldas a mí, sin girarse, sin hablar.
—¿Quién era esa chica? —pregunto.
Cuando no obtengo respuesta, digo con amabilidad, con más amabilidad de la que se merece:
—Libby, por favor. Dímelo. ¿Quién era?
Libby se vuelve. Está pálida. Su piel es como papel y puedo ver venas azules bajo sus ojos. Aprieta los labios con fuerza. Parece distante. Responde en un susurro:
—Mi hija.
—¿Tu… hija? —Niego con la cabeza—. No tienes ninguna hija. Nunca tuviste… —me detengo—. Tuviste una hija antes de conocerme.
Libby no dice nada.
—¿Por qué le estaban haciendo eso? —pregunto.
—Es una larga historia, Jimmy. Y no creo que nos quede tiempo.
—Yo tengo tiempo de sobra.
—No —dice Libby—. No lo tienes.
—Todo era mentira —digo, entendiéndolo al fin—. Tu pasado… todo lo que me contaste… todo era mentira. ¿Verdad, Libby? —Cuando pronuncio su nombre recuerdo aquella noche en el restaurante y a aquella mujer que insistió en llamar a mi esposa de otra manera—. Dios mío. ¿Te llamas así siquiera? ¿Libby?
Sus ojos se desplazan lentamente por la habitación como invitándome a seguir su mirada, hasta detenerse sobre el ventilador del techo. Este gira perezosamente sobre nosotros, removiendo el aire estancado.
—Dímelo —exijo—. Dime qué está pasando. A lo mejor puedo ayudarte.
—¿Ayudarme? —Se ríe—. No, Jimmy, estoy bastante segura de que no puedes ayudarme.
—¿Quién grabó esos vídeos? Te están chantajeando. ¿Por qué? ¿Qué es lo que quieren?
Libby no responde, pero no importa. Ahora lo entiendo.
—No trabajas para Tad —digo—. Trabajas para Ghol Gedrosian. Siempre has trabajado para él. ¿Dónde está? Está aquí, ¿verdad?
Libby se lleva un dedo a los labios.
—Chis —sisea, tan suavemente que apenas puedo oírla por encima del matraqueo de la lluvia sobre el tejado—. No digas su nombre.
—¿Dónde está? —pregunto, alzando la voz—. ¿Dónde está Ghol Gedrosian?
Silencio.
—Confiaba en ti. ¿Cuánto tiempo llevas trabajando para él? ¿Cuántos años?
Libby me mira fijamente con una expresión extraña, inescrutable. ¿Qué es, exactamente? ¿Rabia? ¿Odio? ¿Miedo?
No, me doy cuenta con creciente inquietud. No.
Es compasión. Se compadece de mí.
—Sigues sin tener ni idea de lo que te han hecho —dice—. ¿Verdad?
—¿Por qué te está chantajeando? ¿Qué es lo que quiere?
Libby se acerca y me coge una mano. Se pega mucho a mí. Noto su aliento en mi oreja. Sé que este es nuestro último momento de intimidad, nuestro último momento como marido y mujer.
—Tenemos que marcharnos de aquí —susurra—. Si quieres vivir, tenemos que salir de esta casa. Ahora mismo. Tienes que confiar en mí.
Le doy un empujón en el pecho. Libby retrocede tambaleante.
—¿Confiar en ti? —grito—. ¡Aléjate de mí!
Libby parece decepcionada y, por primera vez, asustada. Sus ojos regresan al ventilador del techo.
Ese ventilador tiene algo… algo maligno. Es como un ojo. Un ojo perezoso, obsceno y burlón, espiando el sórdido espectáculo, esta discusión entre marido y mujer, probablemente la última.
—¿Qué estás mirando? —pregunto—. ¿Por qué no dejas de mirar el…?
Me interrumpo.
Voy hasta la mesilla de noche y agarro el primer objeto de peso que veo: un sujetalibros de hierro en forma de cabeza de elefante del tamaño de un ladrillo, una baratija que ya estaba en la casa cuando llegamos. Me subo a la cama, alzándome sobre un extremo del colchón, y me inclino hacia el ventilador.
—¿Qué estás haciendo? —pregunta Libby.
Blando el sujetalibros y golpeo el centro del ventilador con todas mis fuerzas. El ojo de plástico se agrieta. Todo el aparato (hojas de teca, eje central, monturas de metal) queda arrancado de sus abrazaderas y cae unos cinco centímetros hasta quedar suspendido de varios cables eléctricos. Una polvareda de yeso blanco cae a mi alrededor. Escudriño el centro del ventilador. No hay duda de lo que veo. En el centro, tras lo que solía ser plástico ahumado, la lente de una cámara me observa sin parpadear.
—¿Qué coño está pasando aquí? —grito, blandiendo nuevamente el sujetalibros. Los cables se parten. El ventilador cae al suelo, dejando a su paso una fina nube de polvo blanco—. Es él, ¿verdad? —Señalo acusadoramente hacia la ventana del dormitorio, más allá de la lluvia, hacia la oscura casa al otro lado de la carretera—. Él es el responsable.
—Jimmy, escucha. Deja que te explique lo que está pasando.
—Él es Ghol Gedrosian —digo, entendiéndolo al fin.
—No, Jimmy. Te equivocas. Escucha… ¡Tenemos que salir de esta casa! Vienen para acá. Pueden oírte.
La ignoro. Bajo de la cama de un salto, la aparto de un empellón de mi camino y salgo corriendo de la habitación con el pesado elefante de hierro todavía en la mano.
Libby grita detrás de mí:
—¡Jimmy, no lo hagas! ¡Te matarán!
Bajo apresuradamente las escaleras y entro en el salón. Ahora, allá donde mire, veo cámaras ocultas. El reloj de carillón de la esquina. ¿Cuántas veces nos hemos echado Libby y yo en el sofá, directamente delante de él?
Escudriño el reloj. El cristal refleja mi rostro: ojeras oscuras, pelo mojado, el bulto de mi nariz rota. En vez de ver una cámara me encuentro con un lunático poseído por la rabia. Levanto el sujetalibros de hierro y lo estampo contra la esfera del reloj.
El cristal se astilla. Una esquirla sale volando y me araña la mejilla, a un centímetro del ojo. Como en un dibujo animado de los sábados, varios muelles salen literalmente volando del interior del reloj. Entonces la veo. Detrás de las manillas, detrás del contorsionado revestimiento metálico: el ojo fijo y oscuro de la lente de una cámara.
—Jimmy, escúchame. —Libby ha aparecido al pie de las escaleras. Mira de reojo el sujetalibros que llevo en la mano—. Ahora me matarán. Has firmado mi sentencia de muerte.
—¿Quién va a matarte?
—Ya sabes quién.
—Di su nombre.
Libby menea la cabeza.
Paso a su lado, hacia el vestíbulo, y me encamino hacia la puerta principal. Ella grita a mi espalda:
—¡Jimmy, no!
Salgo airadamente al porche y a la lluvia.
Paso junto al Mercedes de Libby, de lado, torcido en el camino de entrada, aparcado con prisas detrás de mi Ford. Libby ha dejado la capota bajada y la lluvia cae a mares en su interior. Sigo caminando. Las gotas me golpean el cráneo, el rostro y los párpados con tanta fuerza que apenas soy capaz de mantener los ojos abiertos para ver por dónde voy. Avanzo en línea recta, bajo los truenos y la lluvia torrencial, y cruzo la calle. En la distancia, veo unos faros que atraviesan la cortina de agua. Los ignoro. Atravieso el patio del jardín, hundiendo los pies hasta los tobillos en el barro.
Subo las escaleras y alcanzo el porche del vecino. Al menos aquí estoy a resguardo de la tormenta. Golpeo la puerta con el sujetalibros de hierro. Produce un sonido intenso y violento, como una llamada de la Gestapo a media noche. El metal deja marcas profundas en la madera.
—¡Abre! —grito—. ¡Déjame entrar!
La puerta se abre. Mi vecino el velociraptor llena todo el marco de la puerta. Me observa con curiosidad. Lleva puesta una camiseta imperio. Visto de cerca, parece fuerte y fibroso, mucho más musculoso de lo que recordaba; tiene el torso bien tallado de un atleta profesional.
—¿Sí? —dice—. ¿Puedo ayudarle? —Su acento es ruso.
—Soy tu vecino, Jim Thane —digo, sin sonar particularmente vecinal—. Déjame entrar de una puta vez. —Le doy un empellón en el pecho con el puño, lo cual le sorprende tanto como a mí y retrocede dando tumbos, permitiéndome la entrada.
Su casa es como una imagen invertida de la mía, con la sala de estar a la izquierda del vestíbulo en vez de a la derecha y una escalera de caracol que asciende hacia los dormitorios.
Miro más allá del velociraptor. Parece dubitativo, quizá incluso temeroso. Reparo en su sala de estar. No puedo creer lo que ven mis ojos.
En mi versión de la casa (la del otro lado de la calzada, aquella en la que vivo) la sala de estar está abarrotada con: un sofá, un equipo de música, un televisor, un reloj de carillón en el rincón y una mesita para el café en la que en ocasiones apoyo una lata de Sprite y un crucigrama.
En esta casa invertida, la habitada por mi fiero y carnívoro vecino, la sala de estar está abarrotada con un equipo audiovisual.
Simplemente, un equipo audiovisual.
Una hilera tras otra de máquinas y pantallas, suficientes como para llenar un pequeño estudio de grabación. Porque eso es exactamente lo que estoy viendo: un estudio de grabación. La sala está bordeada por mesas de mezclas. Doce enormes pantallas, todas ellas de alta definición, cubren las paredes mostrando distintas imágenes.
—¿Qué coño…? —empiezo a decir, pero no llego demasiado lejos, porque dejo de hablar en el instante en el que veo las imágenes en las pantallas.
En ellas salgo yo. Y Libby. Y nuestra casa.
Congelada en uno de los monitores, a lo mejor en pausa para ser admirada, veo la imagen de Libby de rodillas, haciéndome una mamada. Recuerdo la noche en la que sucedió, hace semanas: lo extraño de aquellos acontecimientos, el modo en el que el sexo se volvió violento y mecánico, para nada erótico. En otras pantallas veo imágenes más recientes: un primer plano mío, que reconozco como tomado desde el punto de vista del reloj de carillón, hace apenas unos minutos, justo antes de que lo destrozase. Otra pantalla proyecta un vídeo con un código de tiempo que cuenta los segundos en la esquina inferior derecha: imágenes infrarrojas en las que se me ve registrando nuestro dormitorio, hace una hora. Una versión verde y fantasmal de mí mismo rebusca en el cajón de la ropa interior de Libby y a continuación se dirige hacia el armario para continuar el registro.
Me vuelvo hacia el velociraptor, que ahora me observa con una expresión extraña, de divertida expectación, como si estuviera genuinamente interesado en ver cuál va a ser mi reacción ante todo esto.
—¿Quién eres? —pregunto—. ¿Eres Ghol Gedrosian?
Él se echa a reír.
—Señor Thane, por favor. Se equivoca de cabo a rabo. Puedo explicárselo todo.
—De acuerdo —digo—. Explícamelo todo. Empieza por explicar esto. —Hago un aspaviento con la mano, señalando las pantallas. Enarbolo con fuerza el sujetalibros de hierro y doy un paso al frente. El velociraptor ni siquiera parpadea. Me observa, completamente inmóvil, vigilante pero en absoluto temeroso.
A través de la puerta me llegan ruidos del exterior. Un golpe, después un grito de mujer. Es Libby.
—¡Jimmy, ayúdame! —chilla.
Atravieso a la carrera el vestíbulo y salgo por la puerta principal.
El ruso me sigue, diciendo tranquilamente:
—Señor Thane, escúcheme, por favor. Todo esto no es más que un simpático malentendido. Quiero explicárselo antes de que se haga una idea equivocada.
Salgo corriendo de su porche, a la lluvia. Al otro lado de la calle, en mi camino de entrada, los haces de unos faros cortan la penumbra. Alcanzo a ver dos siluetas que introducen a una tercera a empellones en el coche. Un grito amortiguado me revela que se trata de Libby. Echo a correr por el patio del vecino, en dirección a mi casa. Resbalo en el barro y caigo de culo. El dolor retumba en mis costillas. Me hundo en la tierra empapada y me quedo allí tirado, recuperando el aliento. Un arroyuelo de agua me cubre las manos y las piernas. Lucho por volver a ponerme en pie mientras los neumáticos ruedan sobre mi camino de entrada, despidiendo gravilla, y veo salir el coche. Corro hacia lo que resulta ser un sedán negro y anónimo, pero este acelera al tiempo que pasa a mi lado, tan cerca que habría podido tocarlo, alejándose calle arriba.
—¡Alto! —grito. Pero el coche desaparece bajo la lluvia.
—Señor Thane, por favor, vuelva a entrar —dice una voz a mi espalda.
Me vuelvo para ver al velociraptor. Está de pie en su porche. Me doy cuenta de que se ha puesto un anorak de la marina. Su mano derecha descansa en el interior del bolsillo del impermeable.
—Se ha producido un terrible malentendido —grita por encima de la lluvia—. Y me gustaría aprovechar esta oportunidad para explicarle exactamente lo que está pasando.
Mientras habla se va acercando a mí. Lo hace con gran lentitud, de un modo casi imperceptible.
Miro hacia mi casa. La puerta está abierta y la luz del vestíbulo —amarilla y acogedora— se derrama sobre el porche. El velociraptor sigue descendiendo lentamente las escaleras del patio, cada vez más cerca.
—Verá, todo esto es muy interesante —dice—. Me gustaría explicárselo delante de una buena taza de café caliente, ¿sí? Como buenos vecinos, ¿sí?
Su mano sigue dentro del anorak, pero ahora está lo suficientemente cerca como para que pueda darme cuenta de que el bolsillo abulta demasiado para contener únicamente su mano.
Me doy la vuelta y echo a correr, calle a través, hundiendo los pies hasta los tobillos en el agua que desborda las alcantarillas; después asciendo la pendiente de mi propio patio. Miro por encima del hombro y veo que el ruso ha echado a correr detrás de mí. Pues vaya con la conversación entre buenos vecinos. Resbalo sobre la hierba mojada, patino, me tambaleo. Estoy a punto de caer de culo por segunda vez, pero en el último momento recupero el equilibrio y consigo seguir avanzando a trompicones. Subo corriendo los escalones de madera del porche y entro en la casa. Cierro la puerta justo en el preciso instante en que el ruso llega junto a ella.
Echo el cerrojo. Apoyo la espalda contra la puerta, jadeante, y entonces recuerdo el bulto en el bolsillo del anorak. Me desplazo lateralmente hasta separarme de la madera.
Pero los golpes de llamada, cuando llegan, son amables, casi cordiales. El ruso grita a través de la puerta:
—Señor Thane, no voy a hacerle daño. Solo quiero hablar con usted, ¿de acuerdo? Tiene mi palabra de caballero.
Inspecciono el vestíbulo. Las mojadas llaves del coche de Libby reposan sobre la mesa. Las cojo y me las meto en el bolsillo.
—Señor Thane —dice la voz al otro lado de la puerta—. Sentémonos y bebamos algo juntos, ¿sí?
—Márchate —grito a través de la puerta—. No quiero beber. Déjame en paz.
Sé que mientras el ruso permanezca al otro lado de esta robusta puerta estoy a salvo; mientras siga oyendo su voz y mientras sepa exactamente dónde está.
—¡Márchate y punto! —grito de nuevo.
Esta vez no obtengo respuesta.
Me acerco a la puerta y oteo por la mirilla. El porche está vacío. El ruso se ha marchado.
Hago un rápido repaso a la planta baja. En la cocina veo ventanas, cerradas y acerrojadas. Pero en la sala de estar, la puerta del patio está ligeramente abierta. Echo a correr a través del vestíbulo, entro en el salón, sorteo el sofá, agarro el picaporte y cierro la puerta. Oigo el chasquido del diminuto cerrojo. En el exterior, un relámpago atraviesa el cielo e ilumina al ruso, de pie a escasos centímetros de mí, al otro lado del cristal. Sus dedos están sobre el picaporte. Tira de él.
—Por favor, señor Thane —dice con la voz amortiguada por el cristal—. Déjeme entrar.
Veo otra silueta rodeando el huerto. Y al otro lado de la casa, un tercer hombre pasa frente a la ventana de la cocina. Son al menos tres (puede que más) y en apenas unos momentos habrán entrado como un enjambre en la planta baja de la casa.
Regreso corriendo al vestíbulo. Al pasar frente a la puerta principal, veo temblar el picaporte. Subo corriendo las escaleras, entro en el dormitorio y cierro la puerta. Mis dedos recorren nerviosamente el pomo, buscando un cerrojo. Pero no hay cerrojo.
Oigo voces procedentes del vestíbulo.
—Está arriba —dice alguien—. En el dormitorio.
Me pregunto cómo diablos lo habrán averiguado tan rápido. Miro por toda la habitación. El ventilador está destrozado y probablemente ya no funcione, pero veo al menos otros dos objetos sospechosos. El reloj despertador en la mesilla de noche de Libby: extrañamente voluminoso y de una marca de nombre chino con la que no estoy familiarizado. Una estantería llena de libros, cualquiera de los cuales podría albergar una cámara o un micrófono. Cojo el teléfono de su soporte sobre la cómoda. Mis dedos, mojados por la lluvia, patinan sobre el teclado. Marco el 9-1-1.
En la línea se oye un timbrazo, un chasquido y a continuación una voz. Masculina. Con acento ruso.
—Señor Thane, por favor, escuche: ahora vamos a entrar en el dormitorio. No queremos que se haga daño…
Cuelgo violentamente el teléfono y retrocedo, como si los rusos pudieran sacar la mano a través del auricular para agarrarme. Pero resulta que no tienen necesidad de recurrir a trucos de magia cuando pueden hacerlo perfectamente a la antigua: el pomo de la puerta del dormitorio gira y esta se abre.
Corro hacia la veranda y abro de un tirón la puerta corredera. Es pesada y se queda atascada en su raíl, dejando el espacio justo para permitirme pasar apretadamente. Una vez en el balcón, bajo la lluvia, vuelvo a cerrar la puerta. Miro a través del cristal cubierto de gotas. Dos hombres recorren pesadamente el dormitorio, escudriñando a uno y otro costado.
El balcón es pequeño, tiene el espacio justo para dos tumbonas y una pequeña mesa de cristal. Seis metros más abajo aguardan las baldosas del patio y la piscina. No hay salida.
—Aquí está —dice uno de los rusos, y lo veo al otro lado del cristal, señalándome tranquilamente, como si estuviera hablando con un colega sobre un informe que hubiera perdido en su escritorio.
Los rusos se acercan a mí. Los dos son grandotes, musculosos, a punto de reventar sus camisetas y vaqueros mojados. El más voluminoso de ambos abre la puerta corredera de la veranda unos cinco centímetros, mete los dedos por la rendija y sujeta con ellos el borde.
—Señor Thane… —empieza a decir.
Yo agarro la puerta y la cierro de un tirón con todas mis fuerzas. El pesado marco le aplasta los dedos. Oigo un espantoso crujido húmedo y el ruso chilla.
Me encaramo a la balaustrada, escurriéndome sobre el cemento húmedo, resbaladizo debido a la lluvia, y me pongo de pie sobre la barandilla en precario equilibrio, a medio metro por encima del balcón que queda a mi espalda y a seis metros por encima de las baldosas que veo abajo, delante de mí. La lluvia sigue cayendo y el agua enturbia mi visión, por lo que apenas puedo ver lo que estoy a punto de hacer. Lo cual probablemente sea para mejor.
Salto.
Una zambullida larga y elegante, con los brazos extendidos, las piernas completamente derechas; probablemente hermosa.
Me sumerjo en el agua y el ardiente cloro me inunda la nariz. Mis dedos se despellejan contra el cemento y me golpeo los nudillos con tanta fuerza contra el fondo de la piscina que es posible que me haya roto la mano, pero a continuación salgo a por aire y me levanto cuan largo soy, vivo y entero.
Camino sobre el suelo de la piscina, notando el peso de la ropa empapada que tira de mí como una armadura, hasta llegar al extremo menos profundo, donde me aúpo al patio.
—Está ahí abajo —grita una voz por encima de mi cabeza. Miro hacia arriba para ver a un ruso asomado remilgadamente al balcón. Es musculoso, astuto y se encuentra en perfecta forma física: un depredador natural. Pero no es un suicida. Se limita a inclinarse sobre la barandilla y a mirar hacia abajo—. ¡Alexi! —grita, probablemente para el velociraptor, que debe de hallarse en algún lugar cercano de la planta baja—. ¡Está atrás, dónde la piscina!
Huyo a través de la portezuela del patio, por un costado de la casa, y me dirijo hacia el Mercedes de Libby, que sigue recibiendo acogedoramente la lluvia con la capota bajada.
—¡Le veo! —grita una voz detrás de mí. Oigo ruido de pisadas sobre la grava, jadeos y gruñidos.
Corro. La ropa empapada y los zapatos encharcados me frenan y las costillas me duelen, y me siento como si estuviera corriendo sobre melaza. Como una escena sacada de una pesadilla: corriendo con todas mis energías, pero sin avanzar apenas. Y detrás de mí, una respiración entrecortada y un ruido de enérgicas pisadas cada vez más cerca. Cada vez más cerca.
En cualquier momento espero notar una mano cayendo sobre mi hombro, un agarrón en la empapada camisa para arrojarme al suelo. Abro pesadamente la puerta del Mercedes, me arrastro sobre el asiento, meto la llave en el contacto y la giro.
Nunca he querido tanto a los alemanes como en este momento. ¿Todas aquellas desavenencias que tuvimos con ellos entre 1914 y 1945? Estoy dispuesto a pasarlas por alto. Ninguna nación es perfecta, y… joder, desde luego saben fabricar un coche. A pesar de que las alfombrillas, el salpicadero y los asientos están empapados y a pesar de que el suelo está cubierto por dos centímetros de agua, como un acuario exótico en el vestíbulo de un hotel de Las Vegas, el Mercedes arranca con un ronroneo.
El motor cobra vida rugiendo, piso el acelerador, las ruedas giran y el coche sale disparado marcha atrás por el camino de entrada justo en el momento en el que el ruso estira el brazo para agarrar la puerta del coche. Bajo la mirada para ver la enorme mano del velociraptor descansando sobre el chasis, a escasos centímetros de mi hombro. Es un momento de extraña y petrificada intimidad que ocupa únicamente el instante anterior a que él retire la mano y yo salga de naja. Pero en ese momento, miro sus dedos y me fijo en algo curioso: que le falta la última falange del meñique. Tiene un muñón enrojecido, igual que el mío.
El ruso levanta la mano, enseñándome la palma, y mientras me alejo grita:
—¡Espere, espere, señor Thane! ¡Por favor, regrese! —Su petición es absurda, como si de verdad existiera la posibilidad de que fuese a detener el coche y a darme la vuelta para decir: «Ah, ¿es que quería contarme algo?».
Un segundo ruso corre hacia el primero y se detiene en seco a su lado. Allí se quedan los dos, uno al lado del otro, observándome en silencio. Mi coche salta de un brinco a la calzada, arañando el asfalto. Giro bruscamente el volante, meto la primera y piso a fondo el acelerador. Las ruedas patinan. Aflojo un poco y los neumáticos se aferran al asfalto.
A pesar de que nadie me sigue, voy encadenando una empapada carretera secundaria tras otra hasta llegar a la autopista. Me niego a reducir. Me niego a parar. Simplemente sigo conduciendo, convencido de que el movimiento, cualquier movimiento, es más seguro que quedarse quieto.