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Todas las veces que he hablado con Tad Billups desde que llegué a Florida he sido yo quien ha recibido la llamada.

Ahora me ha llegado el turno de pasar a la ofensiva, el turno de sorprenderle. Ni siquiera estoy del todo seguro de lo que le voy a decir. A lo mejor: «¿Qué tal te lo pasas follándote a mi esposa?». O puede que nada por el estilo. No me preocupa. Ya sabré qué decirle a mi viejo amigo tan pronto como oiga su voz.

Consulto en mi ordenador el número de su despacho y marco. La recepcionista que me atiende tiene ese tono de voz ronco y resabiado que los fondos de inversiones adoran oír en sus cancerberas: sensual, sí; ligeramente afable, pero tampoco demasiado; con un perpetuo matiz de suspicacia. Gracias por su llamada, pero ¿quién diablos es usted exactamente?

—Hola, gracias por haber llamado a Bedrock Ventures. Le atiende Alicia. ¿Con quién desea hablar?

—Tad Billups, por favor.

Un largo silencio. Finalmente:

—¿Quién le llama?

—Jimmy Thane.

Otro silencio. Lo cual me lleva a pensar que se impone añadir más detalles. Como quién soy.

—Alicia, soy Jim Thane, de Tao Software. Estoy seguro de que sabrás que soy el director ejecutivo de una de vuestras empresas. —Mi voz pretende transmitir certeza, seriedad y más que una pizca de impaciencia—. Ponme con Tad, por favor.

Otra pausa, como si acabara de decir que llamo desde el planeta Marte en nombre del General Mixilplc, para discutir la posibilidad de recalibrar mi pistola de rayos cósmicos.

Finalmente, tras lo que se me antoja una eternidad, la voz ronca responde:

—Un momento, por favor.

Su voz se ve sustituida por una musiquilla (el «Penny Lane» de los Beatles reinterpretada en clave muzak con una zampoña). Al cabo de un minuto, la música se interrumpe abruptamente y una voz de hombre habla al otro lado de la línea.

—Soy Tench. ¿Con quién hablo?

Tench «Guarrington», el socio de Tad. Todos los fondos de inversiones tienen un Tench, un tipo capaz de hablar el idioma de los berzotas adinerados cuyo dinero necesitan para especular. No puedes enviar a un hindú de piel morena ni a un chino misterioso a la sede de una empresa familiar en lo más profundo de los bosques de Akron, por mucho que luego vayan a ser estos exóticos especímenes quienes manejen el dinero en nombre de la cuarta generación de barones del acero de Ohio.

Necesitas a un Tench. Cualquier empresa lo necesita. Un verdadero alcornoque, pero con un linaje que se remonta al Mayflower, un graduado en Yale y un máster en empresariales en Harvard. Y un buen drive jugando al squash.

—¿Tench? —digo, intentando aparentar algo de entusiasmo por el muy cabrón—. Soy yo, Jimmy.

—¿Jimmy? —dice, como si no tuviera ni la más remota idea de quién soy.

—Jimmy Thane. ¿Anda Tad por ahí?

—¿Tad?

Joder, pienso para mí, yo aquí intentando hablar con el hombre que me ha puesto los cuernos y Tench quiere jugar a las veinte preguntas.

—Sí, Tad. Tad Billups. Le he pedido a tu recepcionista que me pasara con él. No sé por qué ha desviado la llamada. ¿Qué tal estás, Tench?

—¿Con quién hablo?

—Jimmy Thane.

Al otro lado de la línea, oigo un ruido, una explosión repentina de aliento. Suena sospechosamente parecida a una risa. Una risa de incredulidad. En cualquier caso, continúo:

—Eso es. Director ejecutivo de Tao Software. Una de vuestras empresas, Tench. Seguro que te suena aunque sea de algo.

Este último comentario pretende ser una broma (o al menos contener tanto sarcasmo como soy capaz de reunir, teniendo en cuenta las circunstancias), porque incluso el más perezoso de los inversores conoce todas y cada una de las empresas que tiene en cartera. Las conoce al dedillo, igual que conoce a todos y cada uno de los directivos que trabajan en ellas, pues a todos los efectos trabajan para él. Después de todo, gran parte del patrimonio neto del fondo de inversiones queda en manos de esos directivos, que son los que intentan convertir al inversor en millonario.

Pero Tench Worthington no recibe mi comentario como una broma. De hecho, guarda silencio durante un largo rato. Estoy a punto de preguntarle si sigue ahí cuando finalmente dice:

—¿Jimmy Thane el borracho?

Si no estuviera bien sentado en la silla, retrocedería tambaleándome por todo el despacho. En cambio, simplemente experimento un mareo, como si algo en el mundo acabara de cambiar; algo fundamental, como la dirección en la que gira la Tierra alrededor del Sol o el propio hecho de que exista una órbita. Pero intentando parecer afable, digo:

—El borracho, claro. Y no te olvides de putero y cocainómano, Tench. ¿Puedes pasarme con Tad, por favor?

—Jimmy, pero ¿qué estás diciendo? ¿Dónde estás?

—Vamos a ver, gilipollas —digo, perdiendo finalmente la paciencia—. Estoy en Florida, en el puto culo del mundo. Sudando la gota gorda por culpa de tu rastrero y traicionero socio. Y estamos a treinta y ocho grados. ¿Me estás diciendo que ni siquiera se ha molestado en decirte que ahora trabajo para vosotros?

—Jimmy Thane —musita Tench para sí mismo, como maravillado—. Nunca imaginé que hablaría nuevamente contigo. No después de lo que sucedió. —Se aclara la garganta—. Jimmy, dimos a Tao Software por imposible el año pasado. Era un peso muerto. Decidimos cortar por lo sano y cerrar la empresa. ¿Se trata de… no sé, una especie de broma?

—Vete a la mierda, Tench —digo, y solo tras haber pronunciado las palabras me doy cuenta de que no estoy bromeando. En lo más mínimo—. Pon al hijoputa de tu socio al teléfono. Pásame con Tad.

—Tad —dice él, como si fuese un nombre interesante que mereciera la pena ser repetido varias veces—. Tad, Tad, Tad. Pues resulta, Jimmy…

—¿Qué resulta, Tench?

—Resulta que Tad está de baja voluntaria. Desde hace mucho tiempo. La solicitó a primeros del año pasado. No trabaja en Bedrock desde 2009. Ya sabes, después de aquel incidente, a todo el mundo le pareció lo más apropiado.

—¿Qué incidente?

—Seguro que oíste hablar de ello. ¿Lo de aquella canguro? ¿La muchacha que acabó estrangulada con su propia ropa interior?

—No.

—Bueno, hasta que el tribunal decida, no lo sabremos con seguridad. Pero todos convinimos de mutuo acuerdo que, hasta que un jurado haya dictaminado un veredicto de inocencia o culpabilidad…

—¿Qué jurado? ¿De qué coño estás hablando? ¿Dónde está Tad? ¡Él me contrató, joder!

—No sé dónde está, Jimmy. Hace más de un año que no hablo con Tad. No trabaja aquí. Hace tiempo que dejó de trabajar aquí. Y puedo asegurarte que a nadie en mi empresa se le ocurriría contratarte jamás. Ni para dirigir empresas ni para dirigir el tráfico. —Hace una pausa y después añade—: Sin ánimo de ofender.

—No me has ofendido, gilipollas.

—Pero si le veo —dice Tench—, lo cual dudo, ya que no tengo pensado ir de visita a la cárcel, ¿quieres que le diga que has llamado?