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Vuelvo al trabajo.

Me duele cuando respiro, pero al menos no sangro y Amanda apenas si me mira mientras atravieso cojeando la recepción y me refugio en mi despacho.

Soy vagamente consciente de que así era como se comportaba Charles Adams durante sus últimos días sobre la faz del planeta: reuniéndose con hombres aterradores, regresando temeroso a su despacho, cerrando la puerta y ocultándose en su interior.

Cierro la puerta. Me dejo caer sobre la silla.

«Él desea protegerle», ha dicho el rubio. Me palpo las costillas. No parecen protegidas, al menos no en este momento. Me saco la camisa de los pantalones y observo las magulladuras negras y moradas que me han brotado en el pecho. Toco una. Me duele. No, no me siento protegido.

Pero no me ha matado. A lo mejor esa es la idea de «protección» que tiene Ghol Gedrosian. No matarte.

Abro el cajón de la mesa, saco la tarjeta de visita del agente Tom Mitchell. La estudio cuidadosamente, como si el número de teléfono y la dirección fuesen antiguas runas que debieran ser descifradas, respuestas a preguntas largo tiempo pronunciadas pero jamás respondidas. Miro de hito en hito el teléfono que descansa sobre la mesa. Durante exactamente tres segundos me planteo levantar el auricular y llamar al agente Mitchell. Hablarle de Dom Vanderbeek y del cadáver en la casa, decirle que trabajo para un mafioso ruso y que he recibido millones para hacer la vista gorda mientras Ghol Gedrosian roba dinero en la empresa que supuestamente dirijo.

Pero, por supuesto, no lo hago. No le cuento nada de todo esto. Ni siquiera levanto el auricular.

Me guardo la tarjeta del agente Mitchell en la cartera. Una vez más, pienso en la historia que me contó, la del fiscal del distrito de California y lo sucedido con él y con sus dos hijos. Sé que si cojo el teléfono, seguiré su mismo destino. Eso era lo que quería decirme el tipo rubio: «Si alguna vez me vuelve a ver, significa que he venido a matarle».

Si cojo el teléfono, volveré a ver al rubio. Quizá esta noche, en mi casa, inclinado sobre mi cama, cuando abra los ojos por última vez. O a lo mejor en Tao, esta tarde, en recepción, sentado en una butaca como si fuera el comercial de una empresa de fotocopiadoras, esperando a que salga de la oficina. O quizá en mi coche, mañana por la mañana, mientras salgo por mi camino de grava.

Si levanto este auricular para hablar con el FBI, Ghol Gedrosian lo sabrá de alguna manera. Tal como sabe todo lo que he hecho desde que llegué a Florida.

Pero ¿cómo ha sabido el rubio que estaba en Sanibel? No le he dicho a nadie que pensaba pasarme por el 56 de Windmere. Ha sido una decisión improvisada… tomada en el preciso instante en el que Pete Bland entró en mi despacho y cerró la puerta para decirme que yo era el propietario de la casa.

Vuelvo a oír las palabras del rubio: «Se acabaron las visitas a las viudas. Se acabó lo de pedirle expedientes secretos a su pequeña secretaria».

También sabía eso. Lo de mi visita a la viuda de Charles Adams. Lo de mi conversación con Amanda, la conversación que tuvo lugar justo aquí, en este despacho, con la puerta cerrada, estando los dos a solas…

Y también Dom Vanderbeek. Fue aquí donde me amenazó, aquí mismo, de pie en el umbral de mi despacho.

Noto un escalofrío. Estoy bajo vigilancia. Mantengo el cuerpo completamente inmóvil. Mis ojos pasean por toda la estancia. Buscando.

Buscando.

«Lo oye todo», me dijo la señora Adams. «Tiene oídos».

Los delirios de una lunática.

¿O puede que algo más?

Me levanto de la silla, lentamente, intentando conseguir que el gesto parezca natural, como si únicamente estuviera estirando las piernas. Miro de reojo, como quien no quiere la cosa, hacia el techo, hacia el detector de humos, hacia el colgador para ropa de la puerta, hacia los enchufes de las paredes. Cien rincones en los que esconder una grabadora. Mil lugares en los que ocultar un micrófono.

Pero no está oculto, ¿verdad? No está escondido. Está justo aquí. Justo delante de mis narices.

Levanto la fotografía con el ornado marco plateado que descansa sobre la mesa. La fotografía mía y de Libby con Satanás. La del marco pesado, peculiar y exageradamente grande.

La contemplo, por última vez: esta imagen tan curiosa que siempre me ha parecido errónea, puede que preparada o manipulada. La deposito en el suelo, levanto el pie y doy un fuerte taconazo. El cristal se hace pedazos.

Me arrodillo a su lado. El marco se ha agrietado. Después de todo, ni siquiera era de metal sólido. De su interior asoman cables negros unidos a un armatoste que se parece enormemente a un micrófono con una cámara y una fina antena metálica.

Ahora recuerdo aquella mañana lejana, nada más llegar a Tao, cuando Libby insistió en que me trajera esta fotografía —esta y no otra— al despacho. «Porque salimos juntos», explicó, y yo la creí. Tal como he creído a Libby durante todos estos años.

Ahora todo parece cobrar sentido: sus reprimendas, sus mohínes. El hecho de que haya permanecido a mi lado a pesar de que es seguro que me odia.

Trabaja para Tad Billups. Siempre ha trabajado para Tad.

A lo mejor también se acuesta con él. Eso explicaría muchas cosas. Mi esposa y mi mejor amigo follando juntos y conspirando en mi contra.

Y entonces me asalta una idea. Llega sin avisar y me sorprende con su claridad y su pureza.

La idea es: Te lo mereces, Jimmy.

Todo lo que te está sucediendo, te lo has buscado con creces. Todo lo que te está pasando, te lo mereces.