Cuando miro en el espejo retrovisor, veo a un hombre sentado a mi espalda, sosteniendo una pistola contra mi cabeza. Es joven, de quizá unos treinta años, con el pelo rubio cortado al rape. Una rabiosa cicatriz morada le recorre la mejilla desde el nacimiento hasta la oreja. Destaca desagradablemente y fue cosida siguiendo un patrón de sucesivas X, como un guante de jugar a béisbol barato.
—Deje el motor en marcha —dice—. Salga del coche.
Cuando no reacciono, amartilla la pistola y aprieta el cañón con fuerza contra mi nuca.
—Ahora.
Hago lo que me ordena. Abro la puerta y salgo del coche, dejando el motor en marcha. El tipo sale detrás de mí, manteniendo la pistola pegada contra mi columna.
—Deje la puerta abierta —dice—. Entre en la casa conmigo.
Sé que si hago lo que me dice, si dejo el coche en marcha con la puerta abierta y entro en la casa, moriré. Igual que Charles Adams. Igual que Dom Vanderbeek.
—No quiero dispararle —dice. La conclusión de esta frase es tácita, pero perfectamente evidente: «pero lo haré». Su pistola me aguijonea como un dedo huesudo, impulsándome hacia delante, hacia la entrada de la casa. Cuando llegamos a la puerta, dice—: Abra.
Miro por encima del hombro hacia la calle, a nuestras espaldas. No hay nadie en la acera. Ningún coche de paso. Nadie a quien rogar auxilio. El tipo dice:
—Nadie le va a ayudar, señor Thane. Entre en la casa.
En el interior, la peste es peor que antes. A lo mejor el ruso no se lo estaba esperando, porque cierra la puerta y exclama:
—¡Puaj!
En cualquier caso, si el hedor le refrena, es únicamente de manera momentánea, porque de inmediato vuelve a hundirme el cañón de la pistola y me espolea en dirección al cadáver. Al final del pasillo vemos a Vanderbeek tirado sobre la moqueta. El ruso se inclina sobre el cuerpo y lo estudia con una especie de interés científico. Golpea una vez el costillar de Vanderbeek con la punta de su zapato, después una segunda. Cuando comprueba que el cadáver no se mueve, parece satisfecho.
Levanta la mirada hacia la portezuela del desván, todavía abierta. Dice:
—No debería haber abierto esa puerta. Estaba cerrada por un motivo.
—Lo siento.
El rubio saca un móvil, marca y se lo lleva a la oreja en su manaza. Dice algo en ruso y finaliza la llamada cerrando bruscamente el teléfono. Se vuelve hacia mí.
—Vamos a tener que librarnos del cuerpo. Y usted no puede volver aquí nunca más. ¿Lo entiende?
No parecen las palabras que fuera a decirle un asesino al hombre al que está a punto de matar.
—Sí —respondo.
—El señor Vanderbeek era demasiado curioso. ¿Ha visto lo que le pasa a la gente curiosa? ¿A la gente que hace demasiadas preguntas?
Asiento.
Antes de que el tipo pueda seguir desarrollando su razonamiento, se ve interrumpido por el sonido de un motor de coche delante de la casa. Al cabo de un momento, la puerta principal se abre y desde el recibidor nos llegan dos estrepitosas voces, riendo y bromeando en ruso. Por el otro extremo del pasillo aparecen dos individuos (dos individuos grandotes, con cara de estúpidos) que acarrean entre ambos una alfombra enrollada. Cuando nos ven a mí y al rubio, cortan la cháchara de raíz. Asienten respetuosamente en dirección al tipo de la pistola. Este les hace un ademán con el arma, instándoles a que se acerquen.
Los sicarios dejan la alfombra junto a Vanderbeek y la desenrollan. Agarran el cadáver de mi jefe de ventas, cada uno por un extremo, lo colocan sobre la alfombra y la vuelven a enrollar con él dentro. Salen de la casa sin pronunciar otra palabra.
Cuando se han marchado, el tipo rubio se gira hacia mí. Vuelve a encajarse la pistola en el cinturón y abre ambas manos para mostrarme las palmas, un gesto que asumo como de paz y perdón.
—Mi jefe me ha enviado para que le transmita un mensaje —dice.
—¿Quién es su jefe?
—Ya sabe para quién trabajo.
—Sí —digo—. Trabaja para Ghol Gedro…
Me asesta un puñetazo en el estómago. Caigo, agarrándome la panza y diciendo «uuff» o algo por el estilo, lo cual suena absurdo incluso a mis oídos mientras me derrumbo como un saco. Mis rodillas golpean el suelo. No hay ningún tipo de acolchado bajo la moqueta, simplemente hormigón, y un calambrazo de dolor me recorre las piernas. Me inclino hacia delante y toso, apoyando un puño sobre el suelo, intentando recuperar el aliento. El rubio saca un enorme cuchillo de sierra de una funda prendida a su cinturón (¿de dónde diablos ha salido eso?), me agarra del pelo con fuerza y me obliga a levantar la cabeza, dejando expuesta la garganta. Me coloca la hoja bajo la barbilla.
—Nunca diga su nombre —susurra—. Nunca.
—Lo siento.
Me suelta y me vengo abajo. Él se yergue. Por un momento, me siento aliviado. Por desgracia, el alivio no dura mucho, porque el rubio me da una patada en las costillas.
—Desagradecido —dice, y me da otra patada—. ¡Desagradecido!
Otra patada. Me encojo en posición fetal, me cubro la cabeza con las manos y espero el siguiente golpe.
Cuando este no llega, miro a través de una rendija entre los dedos. El rubio se ha acuclillado a mi lado, con cara de preocupación, como si únicamente pasara por aquí y me hubiera encontrado en tal estado.
—¿Está herido? —pregunta amablemente—. ¿Puede sentarse?
Lo hago. Me duelen las costillas. El rubio me planta el rostro a escasos centímetros del mío, tan cerca que puedo estudiar la cicatriz que le cruza la mejilla.
—¿Sabe que le ha hecho un regalo, señor Thane?
—¿El dinero?
—Más que el dinero. Su casa, su dinero, su esposa. Todo lo que un hombre podría desear.
—¿Libby? —digo, sorprendido.
—Él se la ha entregado. ¿Ha disfrutado de ella?
—En realidad… —empiezo a decir, pero después me lo pienso mejor.
—Todo lo que usted tiene, fue en otro tiempo suyo. Todo lo que usted tiene, él se lo puede quitar. Incluso la vida. ¿Lo ha entendido?
Asiento.
—Dígalo. Diga que lo ha entendido.
—Lo he entendido.
—Debe aceptar sus regalos —dice el rubio—, y sentirse agradecido.
—Sí.
—Dígalo.
—Acepto sus regalos. Se lo agradezco.
—Su poder es vasto. Más vasto de lo que usted pueda imaginar.
—Sí —digo.
—Dígalo.
—Su poder es vasto. Más vasto de lo que yo pueda imaginar.
—Eso es. —El rubio asiente. Se pone de pie. Me observa—. Mírese bien. Patético. Gordo. Desagradable. Débil. Y sin embargo, él desea protegerle.
—¿Protegerme?
El rubio devuelve el cuchillo a su vaina.
—Vanderbeek no volverá a molestarle —dice—. Evidentemente.
—Evidentemente.
—En cuanto a usted —dice—, se acabaron las investigaciones. Se acabaron las preguntas. Se acabaron las cavilaciones. ¿Ha entendido estas palabras? Se acabaron las cavilaciones, señor Thane. —Me da unos golpecitos en la sien con su enorme pulgar, recalcando qué es lo que no debo usar—. Cavilar es para los muertos.
—No soy nada fan de cavilar —reconozco.
—Se acabaron las visitas a las viudas. Se acabó lo de pedirle expedientes secretos a su pequeña secretaria. ¿Entiende lo que le estoy diciendo?
Para ayudarme a entender lo que me está diciendo, me asesta una última patada en las costillas, con fuerza, y oigo un crujido en el momento en el que su puntera conecta con el hueso. Caigo de espaldas, chillando:
—¡Ah, mierda! ¡Joder! ¡Basta, por favor!
—¿Le ha dolido? —pregunta el rubio.
—Sí.
—Bien. Eso me alegra. Vuelva al trabajo. Si alguna vez me vuelve a ver, significa que he venido a matarle.