Pero el agente Mitchell se equivoca. Solo hay una persona en el mundo cuya ayuda necesito. Solo hay una persona en el mundo con la que deseo hablar.
Libby y yo hemos tenido nuestros problemas, eso es cierto. Hemos sufrido. La he traicionado. He arruinado su vida. He destruido todo lo que amaba. Y sin embargo, a pesar de todo, sigue siendo mi esposa y seguimos siendo compañeros. Somos compañeros pase lo que pase.
Cuando llego a casa, sin embargo, mi compañera no está. Su Mercedes no está en el camino de entrada. Entro en casa y la llamo a voces.
—¿Libby?
Mi voz resuena en el vestíbulo vacío.
Solo pasan unos minutos de las cuatro de la tarde. No me espera tan temprano y dudo que me haya dejado una nota, pero de todas maneras busco una por si acaso: en la mesa de la cocina, en la puerta de la nevera, en cualquier parte en la que hubiera podido dejar una pista.
No hay nota. No hay pista.
Intento recordar mis últimas conversaciones con Libby. ¿Puede que me hubiese mencionado algún plan para esta tarde?
Ahora, de pie en mitad de la cocina, se me ocurre una cosa. Se me ocurre que, de hecho, no tengo ni idea de en qué ocupa Libby ninguna de sus tardes. Vive sola en una casa en una ciudad desconocida, en un estado desconocido. No tiene trabajo ni amigos ni familia.
Vive en una casa. Es lo único que sé sobre mi mujer y a qué dedica el tiempo.
Es como si Libby fuera atrezo en una obra de Broadway. Cuando el público llega y se encienden los proyectores —es decir, cuando regreso a casa del trabajo—, el telón se alza y su vida comienza. Pero cuando el público se marcha al final de la función —cuando salgo de casa por la mañana—, las luces se apagan y su historia se detiene.
Salgo afuera, al porche. Al otro lado de la calle, mi vecino el de la frente protuberante y los dientes saltones aguarda en su porche. Me mira.
Le saludo con la mano.
Una pausa. Una expresión de incertidumbre. Me devuelve el saludo, indeciso.
Por un momento, me planteo cruzar la carretera con la mano extendida y presentarme, quizá incluso preguntarle si ha visto a mi esposa. Llevamos meses siendo los residentes de las dos únicas casas en este desierto callejón sin salida, y sin embargo nunca hemos intercambiado ni un saludo.
Antes de que pueda hacer nada, sin embargo, el vecino saca un móvil del bolsillo, pulsa un botón y se lo lleva a la oreja. Dice algo que no puedo oír. Me da la espalda y desaparece en el interior de su casa, cerrando la puerta.
De nuevo en el salón, me siento en el sofá. A esperar.
Escucho el tictac del reloj de carillón. Pienso en la conversación con el agente Mitchell, sobre el hecho de que mi nombre haya aparecido en la lista de clientes de Ghol Gedrosian.
Antes de aceptar el empleo en Tao, jamás había oído el nombre de Ghol Gedrosian. De eso estoy seguro. Y sin embargo, según Tom Mitchell, fui cliente suyo, durante mucho tiempo y manejando grandes sumas.
¿Cómo es eso posible?
Ser adicto no implica vivir en una continua neblina, inconsciente de tus actos, ajeno a las personas que te rodean. Todavía hoy tengo recuerdos vívidos de aquellos años terribles, aquellos años en los que me colocaba; recuerdos ardientes y deslumbrantes, como capturados con un viejo flash de magnesio en una película de los años cuarenta: me veo esnifando rayas de cocaína sobre los jóvenes y lisos abdómenes de dos prostitutas; de pie a la puerta de una sucursal de Wells Fargo a las diez en punto de la mañana, con las manos temblorosas, esperando a que abrieran para poder sacar diez de los grandes y saldar antes del mediodía mi deuda con un aterrador corredor de apuestas; atravesando un patio trasero en Woodside, bajo una carpa de camuflaje, donde una caravana alojaba el laboratorio de metanfetaminas ambulante en el que compraba al por mayor (la peculiar versión de ahorro de un drogadicto).
Todos ellos recuerdos muy reales, indelebles e intensos. Cada recuerdo va unido a nombres específicos: Héctor, el corredor de apuestas; Johnnie Deadpan, que se jactaba de haber tocado con Dylan en el Festival Folk de Newport y que cuarenta años más tarde me vendía «meta» en su caravana; Angel, la prostituta que habría hecho cualquier cosa —y me refiero a cualquier cosa— para compartir mis anfetas. Muchos recuerdos y muchos nombres de aquel largo y no demasiado glorioso catálogo.
Pero un nombre permanece conspicuamente ausente de dicha lista.
Su nombre es tan peculiar —con su curioso batiburrillo de consonantes y vocales— y suena tan ajeno y foráneo, como si fuera una maldición en una lengua milenaria, que ciertamente lo recordaría de haberlo oído alguna vez durante todos aquellos años.
Antes de venir a Florida, nunca había oído el nombre de Ghol Gedrosian. Así pues, ¿cómo puedo ser cliente suyo? ¿Cómo puede el nombre de Jimmy Thane aparecer en sus archivos?
Y otra cosa.
¿Desde cuándo los mafiosos tienen hojas de cálculo? ¿Acaso es normal que tras pasarse un duro día rompiendo piernas y vendiendo a jóvenes en esclavitud, abran el Excel y tracen pequeños gráficos con distintos colores para cada rama del negocio (digamos rojo para las metanfetaminas, azul para las prostitutas y verde para los prestamistas) como afanosos consultores de McKinsey encorvados en la sala VIP del aeropuerto mientras sorben Chivas con hielo? ¿Y cuántos criminales guardan listas de clientes en sus ordenadores? ¿Cuántas de esas listas son descubiertas por la policía?
Ninguna, por supuesto.
A menos que la lista haya sido creada para ser hallada. A menos que sea falsa y haya sido diseñada para incriminar a alguien.
Oigo un tintineo de llaves en la puerta principal y a continuación Libby aparece en el umbral, agarrando una sola bolsa de la compra. Se asoma al salón.
—¿Qué haces en casa? —pregunta, no precisamente encantada de verme.
—¿Dónde estabas?
—Haciendo la compra —dice levantando la bolsa entre los brazos, como para corroborar el hecho.
Algo en la manera en que lo hace consigue que me entre una intensa curiosidad por examinar los contenidos de dicha bolsa. Me levanto del sofá y me acerco a Libby. Pero antes de que pueda llegar a su lado, ella se aleja en dirección a la cocina, llevándose consigo la bolsa.
La sigo.
—Necesitábamos leche —explica, sacando una garrafa de cuatro litros para demostrarlo y encaminándose hacia la nevera.
Guarda la leche en su interior. Mis ojos saltan de inmediato hacia la balda superior, donde descansa otra garrafa, casi llena.
—Libby —digo—, tenemos que hablar.
Ella se vuelve hacia mí.
Digo:
—Me están tendiendo una trampa.
Libby me observa con la expresión vacía del que no entiende nada. Continúo:
—Este trabajo. Esta ciudad. Esta casa… —Levanto las manos para abarcarlo todo—. Nada es real.
—¿No es… real?
—Es una estafa, Libby. Y voy a ser el chivo expiatorio.
Libby parece atónita.
Me doy cuenta de que nuestro matrimonio ha alcanzado un nuevo y dudoso punto bajo. Por primera vez en diez años, diez años de errores, disgustos y traiciones…, por primera vez he hecho algo completamente nuevo. He dejado pasmada a mi mujer.
—¿Eres un… chivo? —dice ella, sin llegar a burlarse del todo de la palabra, pero a punto de hacerlo.
—Han arrestado a un tipo. Un traficante en California. ¿Adivina qué nombre han encontrado entre sus papeles? ¿Adivina qué nombre estaba en su lista de clientes?
—El tuyo —dice Libby de inmediato, sin un atisbo de sorpresa.
—¿Cómo lo has sabido?
—Eres un adicto, Jimmy. Compras drogas.
—Compraba.
Libby se encoge de hombros.
—Comprabas.
—Nunca fui cliente del hombre al que han arrestado. Y su jefe… un tal Ghol Gedrosian —escupo el nombre—. A él tampoco le compré nunca. Estoy completamente seguro.
—¿Cómo vas a recordar a quién le comprabas entonces? Al parecer eres incapaz de recordar a quién te follabas.
—Sí que me acuerdo —digo, y añado—: de a quién le compraba. Me acuerdo de todos y cada uno de ellos.
Lo cual es cierto. Cuando eres drogadicto, una de las cosas que nunca olvidas es a tu camello. Puede que se te olvide pagar las facturas, llamar a la familia o incluso aparecer por casa una noche, pero esa colección de números de teléfono, llamadas en clave y nombres que debes mencionar… todo eso no lo olvidas jamás. Jamás.
—Han intercalado mi nombre, Libby. ¿Cómo si no iba a ser cliente de alguien a quien ni siquiera conozco?
—Me encanta vestir Gucci, pero nunca me han presentado a Tom Ford.
—Sé seria.
—De acuerdo. —Pone una expresión adusta—. Seré seria.
—Hay otra cosa. Algo que no te he contado.
La cojo de la mano y la guío hasta el salón. Nos sentamos en el sofá, delante del reloj de carillón. Suena como un metrónomo.
—Me dieron dinero —digo.
Libby parece desconcertada.
—¿Quién te dio dinero?
—Tad. Tad y sus socios. Me dieron dinero. Mucho dinero. Lo acepté. No hice ninguna pregunta. Simplemente lo acepté.
—¿Cuánto dinero?
—¿Importa?
—Yo diría que sí.
—Dos millones de dólares.
—¿Te dieron dos millones de dólares? —Libby no consigue mantener la sorpresa alejada de su voz—. ¿Para qué?
—Dímelo tú.
—Dos millones de dólares —repite, principalmente para sí misma, reflexionando.
Me mira. Entorna los ojos y veo algo nuevo en ellos, algo que había dejado de percibir en mi esposa. Algo que hace años que no veía. ¿Qué es exactamente? Respeto. Sí, de eso se trata.
—Dos millones de dólares —repite.
—¿No lo entiendes? El dinero está en nuestra cuenta corriente. Cualquiera que mire lo encontrará. Tad me ha tendido una trampa. Ha jugado conmigo. Ha dejado pistas para que parezca culpable. Ha ingresado dinero en mi cuenta para que parezca que soy yo quien lo ha robado de Tao. Se ha asegurado de que mi nombre quede vinculado a la casa de un traficante de metanfetaminas para que parezca que soy un adicto.
—Eres un adicto.
—Me han tendido una trampa.
—Pareces paranoico, Jimmy.
—Libby —digo, intentando mantener un tono de voz lo más calmado posible. Es difícil no sonar paranoico cuando alguien te acaba de decir que lo estás—. Libby. Escúchame. —Hablo lentamente—. Tenemos que sopesar todo esto con sumo cuidado. Tenemos que recurrir a la policía. Tenemos que devolver el dinero. Tenemos que contarles todo lo que sabemos. Tenemos que explicarles lo que trama Tad. Que le está robando a la empresa. Con quién está asociado. Tenemos que hablarles de Ghol Gedrosian.
—¿La policía? —repite Libby. Al parecer sigue atascada en la primera parte de mi plan.
La cojo de la mano. La tiene extrañamente fría.
—Escucha. Esto es lo que creo que deberíamos hacer —digo—. Creo que deberíamos volver a casa. Me refiero a nuestra auténtica casa. Creo que deberíamos volver a California.
Apenas si me había planteado la idea antes de este momento, pero ahora, antes incluso de haber pronunciado todas las palabras, me emociono con la perspectiva. Otros detalles se abalanzan sobre mí. Los espeto casi sin aliento:
—Vámonos esta misma noche. Nos subimos a un avión y nos largamos de aquí. A la mierda el trabajo. A la mierda esta casa. Nos vamos y punto. No hacemos ni las maletas. Conducimos hasta el aeropuerto, ahora mismo, y tomamos el primer vuelo. Cuando lleguemos a casa, buscaremos un abogado. Iremos a la policía. Afrontaremos lo que venga. Lo afrontaremos juntos. Lo que venga.
Libby reflexiona.
—¿Qué te parece, Libby? —digo. Me siento aliviado. Aliviado por habérselo contado. Aliviado por haberme librado de la carga del secreto que estaba guardando. Aliviado, sobre todo, ante la perspectiva de marcharme; ante la idea de salir por la puerta principal, echar la llave y no volver a tener que ver jamás esta casa. No volver a poner un pie en Florida. Volver a casa—. ¿Qué te parece, Libby? Tomemos un avión. Marchémonos y punto. Ahora mismo. Vamos.
Libby me mira de hito en hito. Por un momento, creo que la he dejado impresionada, que está ponderando seriamente este nuevo plan, quizá incluso planteándose aceptarlo: salir por la puerta principal, subir a un avión, volver a casa, contárselo todo a la policía. Comenzar una nueva vida juntos.
—Piensa en lo agradable que sería —digo—. Volver a casa. ¿No te parece una idea atractiva, Libby? ¿Volver a empezar?
Libby libera sus dedos de mi mano. Se levanta y se dirige hacia el reloj. Observa su inmutable esfera de cristal, de espaldas a mí. No puedo ver su expresión.
—¿Libby? —digo en voz baja—. ¿Qué piensas?
—Jimmy —susurra ella, negando con la cabeza.
Parece estar dándole vueltas a sus siguientes palabras durante un largo rato. Finalmente, cuando se vuelve hacia mí, dice:
—No quiero tener que amenazarte nunca. Nunca he querido ser ese tipo de esposa.
—¿Qué tipo de esposa? —pregunto, a pesar de que lo sé, porque en realidad sí que es ese tipo de esposa.
—He esperado mucho tiempo. No eres un hombre fácil de amar. Lo sabes, ¿verdad?
—Sí —susurro.
—¿Cuántas veces tengo que perdonarte? ¿Perdonar tu incompetencia? ¿Tu estupidez? ¿Cuántas veces tengo que decir: «No pasa nada, Jimmy. No pasa nada porque hayas destruido todo lo que nos ha sido dado»?
—No estoy destruyendo nada.
—¿Ah, no? Dos millones de dólares en el banco. Un buen empleo. Y quieres arrojarlo todo por la borda.
—No. —Meneo la cabeza—. No. Estoy trabajando para unos gángsteres.
—¿Desde cuándo eres tan puro?
—Yo nunca he matado a nadie.
—¿En serio? —Un destello de odio centellea en sus ojos. Puedo leerle el pensamiento. Está recordando aquella noche. La noche que llegó a casa y me encontró de pie en mitad del dormitorio de Cole. La noche que me encontró gritando incoherencias, llorando, de pie junto a nuestro hijo muerto.
Después, con la misma rapidez con la que ha aparecido, el odio se desvanece. Libby habla en voz baja.
—Mírate —dice, estudiándome con expresión inmisericorde—. Tienes cuarenta y siete años. Si renuncias a esto, asumiendo que te permitan renunciar, ¿qué crees que sucederá a continuación? Dime qué crees que sucederá.
Tan pronto como lo dice, sé exactamente lo que sucederá. Volveremos a California con el rabo entre las piernas y yo volveré a estar en el paro. Probablemente sin perspectivas de empleo. Sin los dos millones de dólares, pronto me quedaré sin ahorros y volveré a la droga. Libby me abandonará. Lo más probable es que me abandone (eso es lo que está diciendo, ¿no?), y un día me despertaré otra vez en un motel, con el sol haciéndome daño en los ojos, y me preguntaré en qué momento se torció todo. Y esta vez lo sabré: justo aquí, en esta habitación; justo ahora, hablando con Libby mientras el reloj de carillón marca implacablemente los segundos. Este fue el momento en el que sucedió. Este es el momento en que todo se torció. Justo ahora. Aquí.
Como si supiera lo que estoy pensando, Libby dice:
—¿Lo ves? No puedes arrojar todo esto por la borda. Esta vez no. Otra vez no. Nuestra última oportunidad no.
—Pero está mal —digo—. Todo esto está mal.
—Por supuesto que está mal —dice Libby. Tiene el rostro pálido y macilento. Me doy cuenta, quizá por primera vez, de que sus ojos son finos y despiadados. Lo cual es algo que francamente deberías haber percibido en tu mujer antes de llegar a los diez años de matrimonio—. Por supuesto que está mal, Jimmy. Pero esa no es una cuestión de la que personas como nosotros podamos preocuparnos. Las personas sin adicciones, ellas sí que pueden preocuparse por lo que está bien y lo que está mal. Las personas capaces de encontrar otro trabajo, ellas pueden preocuparse por lo que está bien y lo que está mal. Las personas sin hijos muertos, ellas pueden preocuparse por lo que está bien y lo que está mal. Las personas como nosotros…
Libby niega con la cabeza. Deja que el pensamiento quede en suspenso, inconcluso.
Estoy atónito. Soy literalmente incapaz de pronunciar una sola palabra. El aire ha abandonado mis pulmones. Mi cuerpo está rígido. Inmóvil.
Su voz se ablanda.
—Jimmy —dice con suavidad—. Eres un buen hombre.
—¿Lo soy? —susurro.
—Lo suficiente —dice, no sin cariño—. Te mereces algo mejor. Por fin tienes una oportunidad. Dios sabrá cómo la has conseguido, pero por fin la tienes. Acéptala. Por una vez, acepta lo que se te ofrece.
—Pero es una trampa, Libby. Me están preparando una encerrona.
Libby se sienta a mi lado. Me agarra la mano. Su piel es fría y reptiliana.
—Por supuesto que es una encerrona —dice—. Por supuesto que sí. Y cuando llegue el momento, serás tú quien caiga. Así será. Pero puede que ese día tarde mucho en llegar. O puede que no llegue nunca. Y hasta entonces… —se interrumpe.
—Hasta entonces… ¿qué?
—Hasta entonces, podemos estar juntos. Podemos intentar ser felices. Yo puedo intentar ser tu esposa. Te están ofreciendo un regalo. ¿No te das cuenta?
—¿Un regalo?
—Una segunda oportunidad. ¿Cuántas personas llegan a obtenerla después de haberlo echado todo a perder la primera vez? Este es tu reinicio. Tu segunda oportunidad. Una nueva vida. Una nueva casa. Dinero. Una esposa que te quiere.
—¿Es eso cierto?
Libby me mira durante un largo rato, como si estuviera intentando decidirse. Cuando por fin vuelve a hablar, responde a otra pregunta.
—Esto es lo que quiero —dice—. Quiero que me prometas una cosa.
—¿Qué?
—Prométeme que no echarás a perder esto también. Prométeme que no irás a la policía.
—Pero, Libby…
—Prométemelo —dice ella.
—Libby…
—¡Prométemelo! —grita, con tanta fuerza y de manera tan repentina que su grito levanta eco en las paredes, el techo y el reloj de carillón, sobresaltándome.
Ahora con suavidad, con mucha más suavidad, pero con la misma insistencia, dice:
—Prométemelo. Prométemelo.
—Libby…
—Prométemelo —susurra ella—. Prométemelo.
Me roza la cara. Me besa en los labios.
—Libby… —digo.
—Prométemelo. Prométemelo.
—Te lo prometo —digo al fin. No tengo otra elección. Después de todo lo que le he hecho, de todos estos años, ¿cómo iba a decirle otra cosa? ¿Cómo podría alguien?