32

Los problemas empiezan un martes por la tarde, en septiembre.

Estoy sentado a mi mesa cuando suena el teléfono. Respondo y es Amanda.

—Oh, Jim, todavía está aquí —dice, como sorprendida de oír mi voz—. No estaba segura de si le iba a encontrar.

Es una pequeña pulla en referencia al nuevo horario de oficina de Jimmy Thane. Es verdad que estas últimas semanas me lo he estado tomando con calma, llegando tarde por las mañanas y marchándome pronto por las tardes; y cuando me molesto en aparecer, le digo a Amanda con afectación que no me pase «ninguna llamada». Reconozco que es un comportamiento hipócrita, viniendo del mismo director ejecutivo que abroncó a sus empleados la mañana de su llegada por aparecer veinte minutos después de las nueve. Pero eso fue antes de que entendiese mi verdadero trabajo. Mi verdadero trabajo es sencillo y no requiere de ningún esfuerzo. De hecho, ni siquiera requiere mi presencia. Mi trabajo es el siguiente: cállate, acepta el dinero y no hagas preguntas.

—Tiene una visita —dice Amanda—. ¿Le digo que pase?

Antes de que pueda preguntar de quién se trata, oigo que le dice al visitante:

—Adelante. Dice que quiere verle.

Un momento más tarde llaman a mi puerta y una voz anuncia:

—¡Entrega urgente!

Pete Bland aparece en el umbral, cargando una bolsa de plástico. La levanta.

—Un regalo para ti, Jimmy —dice alegremente. Entra sin esperar una invitación. Deja caer la bolsa sobre mi mesa. Cruje como si estuviera llena de cubitos de hielo—. Una docena de bueyes de mar de The Gator Hut —dice—. Ahora estamos en paz.

—La última persona que me obsequió con unos bichos fue una furcia llamada Angel que me pegó ladillas. Todavía no me he resarcido.

—¿Te importa si me siento? —pregunta Pete, sentándose.

—Sí —digo—. Lo cierto es que estaba a punto de salir.

Pete mira su reloj. Arquea las cejas.

—¿A las tres de la tarde?

Retiro la bolsa de cangrejos de la mesa, dejándola con cuidado junto a mis pies. Un efluvio de su contenido llega hasta mis orificios nasales. Huele a muelle en hora de marea baja.

—Ya sabes cómo funciona esto —digo—. Intento no quemarme. Horas razonables. Equilibrio entre el trabajo y la vida. Toda esa mierda.

—Oh, vale —dice Pete, en un tono de voz que indica que se está esforzando por no juzgar—. De acuerdo. Entonces iré rápido. He venido por dos motivos. —Levanta dos dedos—: Uno, para agradecerte todas las horas facturables. Tao Software ha pasado a ser oficialmente mi cliente más importante. Todos esos contratos… Por el amor de Dios, ¿cómo lo estáis consiguiendo? ¿Haciendo una oferta que no pueden rechazar? —Se ríe.

—Algo por el estilo.

—Ya solo mi comisión por el contrato con White Rock bastará para pagarle la carrera a Ashley. Quiere empezar a llamarte tío Jimmy, por cierto: No te importará, ¿verdad? —Antes de que pueda responder, continúa—: No sufras un infarto cuando veas la factura de agosto. Es abultada, Jimmy. Muy abultada. Podréis pagarla, ¿verdad?

—Siempre pago mis deudas —digo. Lo cual no es exactamente cierto. Involuntariamente, me toco el muñón del meñique, donde Héctor, el corredor de apuestas, me educó en una ocasión acerca de la importancia del pronto pago.

—Número dos —dice—, y el verdadero motivo de mi visita. Quiero decir, aparte de mi empeño por obsequiarte con bichos. —Hace una pausa—. He averiguado algo que podría interesarte.

—¿Oh?

Pete se vuelve en su silla para mirar hacia atrás. Alarga el brazo hacia la puerta (mi despacho es tan pequeño que no debe esforzarse demasiado) y la empuja para cerrarla. Vuelve su mirada hacia mí y dice:

—¿Recuerdas cuando me pediste que investigara aquella casa?

«¿Qué casa?», estoy a punto de decir, pero entonces me acuerdo. Antes de la intrusión de Ghol Gedrosian en mi vida, antes de los dos millones de dólares obsequio de Tad Billups, antes del despido masivo en Tao, antes de todo eso, hubo un momento en el que realmente me preocupaba quién podría ser el individuo que le estaba desfalcando dinero a mi empresa. Fue cuando pensaba que mi trabajo era salvar la empresa. Ahora tengo un mejor conocimiento del mismo: mi verdadero trabajo es mantener las cosas en silencio y seguir cobrando cheques.

Quienquiera que estuviese robando en Tao usaba una casa en Sanibel como base de operaciones, la casa del desván de techo bajo con preponderancia de rusohablantes. Le pedí a Pete Bland que hiciera algunas indagaciones y averiguase quién era el propietario.

—Bien —continúa Pete—. Hicimos ciertas pesquisas, tal como nos solicitaste. Y averiguamos quién es el propietario de la casa situada en el 56 de Windmere. Supongo que la carpeta debió de traspapelarse con todo el jaleo del ERE, de modo que nunca llegué a enseñártela. En realidad, yo tampoco la había visto hasta esta mañana.

—De acuerdo. ¿Quién es el propietario?

Pete parece incómodo.

—Quiero ser sincero contigo, Jimmy. Tengo la impresión de que somos amigos. ¿Somos amigos?

—Claro que somos amigos, Pete. Amigos que resulta que se facturan mutuamente. Pero amigos al fin y al cabo.

—Por eso me ha desilusionado un poco. Me he sentido como si quizá no lo fuéramos. Como si me estuvieras poniendo a prueba.

—¿A prueba?

—O a lo mejor esto es lo que se entiende por sentido del humor en Silicon Valley. Ya sabes: hacer bailar un poco al abogado de pueblo mientras vosotros os echáis unas risas en la sala de juntas.

—No te entiendo. ¿De quién es la casa, Pete?

—Vamos, Jimmy.

—En serio —digo—. ¿Quién es el propietario?

—¿Quieres unas campanillas antes de que haga el anuncio? ¿Un redoble de tambor?

—Pete…

—De acuerdo. Agárrate los machos, Jimmy. —Pete abre su maletín, extrae una carpeta y la echa sobre mi mesa—. La casa en el número 56 de Windmere es propiedad de… no te lo pierdas, Jimmy: mister James Thane, de Palo Alto, California. Eso es. Recoge la mandíbula del suelo, Jimmy. eres el dueño. Eres el dueño desde hace tres años. La compraste mediante un pago en efectivo en el año 2007. Como si no lo supieras.

Salgo dando tumbos de mi despacho. Oigo la voz de Pete a mis espaldas, preguntando:

—¿Estás bien, Jimmy? Jimmy, ¿qué te pasa? ¡Jimmy, te dejas los cangrejos! ¡Has de guardarlos en la nevera!

Le ignoro. Necesito salir de aquí. Necesito llegar a casa. Necesito encontrar a Libby. Necesito contárselo.

Antes de este momento, podía inventar excusas, podía contarme cuentos (cuentos cada vez más elaborados, lo reconozco) sobre mi función en Tao. No es que me sintiera orgulloso de mi papel, pero lo había aceptado: ser la tapadera legal para las actividades criminales de otros individuos. Cuando me acostaba por las noches, podía convencerme de que, a pesar de todo lo que estaba sucediendo a mi alrededor, me estaba esforzando al máximo por dirigir una empresa legítima. Me estaba esforzando al máximo por salvar a Tao.

Pero ahora sé la verdad. No estoy aquí para rescatar esta empresa. No estoy aquí para ser la fachada.

Estoy aquí para pagar el pato. Soy el chivo expiatorio. Voy a caer con todo el equipo.

Atravieso trotando la oficina hacia la recepción. Delante de mí veo a Amanda a través de la puerta. Está hablando con alguien. Parece nerviosa.

Pero apenas soy consciente de ello. Me muevo con rapidez, desesperado por salir de este lugar y regresar a casa junto a mi mujer. Apenas he dado tres pasos por la recepción cuando oigo la voz del tipo: familiar, chorreando melaza sureña; un acento tan espeso que podrías untarlo sobre pan de maíz con un tenedor.

—¡Señor Thane! —me llama el agente Tom Mitchell. Entonces lo veo, de pie en un rincón, prácticamente oculto a mi vista—. ¡Ahí le tenemos! Cómo me alegra haberle pillado —dice con énfasis en la palabra «pillado». O a lo mejor me lo he imaginado—. Tengo que tratar un par de cuestiones con usted. ¿Qué tal si charlamos en privado?

Mitchell me lleva a rastras hasta la sala de juntas, donde toma asiento a la cabeza de la mesa de conferencias. Yo permanezco de pie, como para demostrarle que no estoy ni mucho menos a gusto, y que en cualquier momento podría marcharme.

El agente Mitchell se recuesta contra la silla. Estira las piernas y junta las manos por detrás de la nuca, revelando oscuros óvalos de sudor bajo las axilas.

—¿Qué tal le han ido las cosas últimamente, señor Thane? —pregunta, alzando la nariz.

—No muy mal —digo.

—Parece usted… —se interrumpe y me contempla fijamente. Cavila. Finalmente dice—: Despechado.

—Sí —digo—. Hemos tenido unas jornadas muy estresantes por aquí.

—Me ha sorprendido no saber nada de usted. No desde la última vez que hablamos.

—He estado ocupado.

—¿Ah, sí? —Sonríe—. Simplemente pensé que quizá me llamaría. En el caso de que hubiera recordado algo. Ya sabe, sobre nuestro amigo.

—¿Nuestro amigo?

—Nuestro amigo el ruso. El hombre al que estoy buscando. Se acuerda de su nombre, estoy seguro. ¿Ha sabido algo de él?

—No.

—En caso contrario me habría llamado —dice Mitchell—, ¿verdad?

—Por supuesto.

—Sabía que podía contar con usted, señor Thane. Es usted un verdadero caballero. —Su rostro cambia, se nubla—. En realidad, he venido por otro motivo. Ando buscando a uno de sus empleados. Un tal Dom Vanderbeek.

Tardo un momento en procesar esto. Estaba esperando —incluso temiendo— una pregunta sobre la casa de Sanibel. O sobre el dinero en mi cuenta corriente. Una combinación de ambas cosas, como: «¿Encontró dinero en un desván de Sanibel y lo ingresó en su cuenta corriente?».

Pero no es eso lo que me ha preguntado el agente Mitchell. Me ha preguntado acerca de Vanderbeek.

—Según tengo entendido, el señor Vanderbeek es su jefe de ventas, señor Thane —añade amablemente, como si mi silencio hubiera sido fruto de la desmemoria.

—Sí —digo—. Lo era. Pero tuve que suprimirle.

—¿Suprimirle? —Levanta una ceja. Se echa hacia delante en la silla—. Solo por asegurarme, señor Thane. Cuando dice que lo «suprimió», quiere decir que lo despidió. ¿Tengo razón?

—Por supuesto.

—Porque el señor Vanderbeek ha desaparecido.

—¿Desaparecido?

—Se ha esfumado —dice Mitchell, chasqueando los dedos—. Así sin más. Hace diez días. Su mujer encontró el coche en el camino de entrada, con el motor en marcha. Pero ni rastro de Dom Vanderbeek. —Y como si pudiera leer mis pensamientos, añade—: Sí, es toda una coincidencia. Tantas personas que dejan su coche en marcha. Como si no tuviéramos una crisis de combustible.

—No lo he visto —digo.

—¿No desde que lo suprimió?

—Desde que lo despedí.

—Desde que lo despidió —acepta él afablemente—. Precisamente estaba hablando hace un momento con esa muchacha de su oficina. ¿La hispana? ¿Una chica oronda?

—Rosita.

—Esa misma. Me ha contado que cuando despidió a Vanderbeek, tuvieron algunas palabras. Usted lo amenazó.

«Gracias, Rosita».

—Eso no es cierto —digo sin levantar la voz—. Dom estaba muy alterado cuando lo despedí. Pero no le amenacé.

—¿Por qué lo despidió, señor Thane?

«Porque sentía demasiada curiosidad por las finanzas de mi empresa», pienso.

—Porque no me caía bien —digo, mirando a Mitchell directamente a los ojos.

Este sonríe.

—Respeto su sinceridad —dice—. Supongo que no es de mi incumbencia a quién despide o por qué. Lo más probable es que el señor Vanderbeek simplemente se haya tomado unas largas vacaciones y se le haya pasado por alto comunicárselo a su mujer. Sucede más a menudo de lo que uno podría pensar. Normalmente el marido aparece en los Cayos, con una jovencita, bebiendo margaritas y cantando a Jimmy Buffett.

—Espero que tenga razón.

—Estoy seguro de que sí. De hecho, si me fuera el juego, apostaría dinero por ello. Por cierto, señor Thane… ¿es usted aficionado al juego?

Su sonrisa, que hace un momento era amistosa, se ha agriado. Ahora es lupina y astuta.

—No —digo.

Del bolsillo de su camisa, Mitchell saca un bloc de espiral y se golpea con él la mano. Lo lleva abierto por una de las páginas.

—Verá, esa respuesta sí que no me la esperaba. ¿Recuerda, señor Thane, que la última vez que nos vimos le pregunté acerca de Ghol Gedrosian?

—Sí.

—Me dijo usted que no lo conocía.

—Y no le conozco.

—No es eso lo que ha llegado a mis oídos. —Mitchell se acerca más a mí—. El pasado jueves hicimos un arresto. En California. Un armenio pequeño y desagradable. Ni siquiera voy a intentar pronunciar su nombre. Solo serviría para dejarme en evidencia. Este individuo era el responsable de supervisar las operaciones de juego y préstamos de Ghol Gedrosian. Un contable. Como el director de finanzas de su empresa, por así decir.

Imagino a la tímida Joan Leggett con sombrero de fieltro y una metralleta entre las manos, vistiendo un traje de Donna Karan. No, dudo mucho que el armenio se parezca a la directora de finanzas de mi empresa.

—Hemos encontrado documentación —dice Mitchell—. Archivos digitales. Había muchos nombres en esos archivos. Gente que debe dinero. Gente que ha pagado dinero. Hablando en términos generales, cuando uno trata con un hombre como Ghol Gedrosian, si estás en la primera lista, más te vale rezar por estar también en la segunda. ¿Entiende lo que quiero decir?

—Sí.

Mitchell me está contemplando con expresión franca y afable, como invitándome a confesar algo. La sala de juntas, que normalmente tiene el aire acondicionado puesto con tanta fuerza que parece un congelador de carne, parece repentinamente calurosa y por primera vez se me ocurre que podría llegar a perder el sentido, allí de pie, e ir a dar con la cabeza contra el brillante tablero de la mesa de conferencias.

—¿Sabe ya adónde quiero ir a parar con esto, señor Thane?

—No.

—Su nombre ha aparecido en esa lista. Le debía dinero a Ghol Gedrosian. Le pagó dinero. Y no estamos hablando de calderilla. Cientos de miles de dólares. Cantidades dignas de recordar. Es usted un buen cliente suyo. Apuestas, prostitutas y, por lo que he podido intuir (en realidad no leo demasiado bien el ruso, así que podría equivocarme en esto), también cantidad de droga. ¿Empieza a sonarle familiar algo de todo esto, señor Thane? ¿O debería decir —consulta su bloc— «J. R. Thane de Waverly Drive, 22»? Esa era su dirección en California, ¿verdad? ¿Waverly Drive, 22?

—Sí —digo. Alargo la mano hacia la mesa en busca de apoyo y agradezco encontrarla ahí.

—¿Alguna cosa que quiera contarme? Este sería un buen momento. Un muy buen momento.

—No.

—¿Es usted drogadicto, señor Thane?

Tan pronto como me lo pregunta, todas las viejas sensaciones regresan en oleada. No le respondo, no con palabras, pero mi cuerpo me traiciona y noto cómo me desinflo delante de sus ojos. Tantos meses intentando parecer fuerte, intentando impresionar a todas las personas que me rodean —Tad, Libby, Gordon Kramer, la doctora Curtis, el doctor Liago, incluso a mí mismo—, fingiendo ser alguien que no soy, y finalmente, en este momento, en esta habitación recalentada, con un policía de pueblo que me observa escrutadoramente mientras me acusa de algo, aunque no estoy seguro exactamente de qué, todo acaba por venírseme al fin encima y lo único que deseo es refugiarme en mi dormitorio a oscuras y tomarme una copa, a lo mejor fumarme una pipa, y hacerme un ovillo y olvidarme de todo por hoy.

—¿Apuestas? —me pregunta, suavemente.

—Claro que sí, apuestas —admito con voz ronca—. Y alcohol. Y drogas. Y putas también, si es que tiene alguna a mano. ¿Es una invitación? —Miro de reojo hacia la puerta para asegurarme de que está cerrada, de que nadie afuera pueda oírnos—. Llevo limpio dos años.

—Le felicito —dice Mitchell, aunque no suena demasiado congraciador—. Dígame dónde puedo encontrar a Ghol Gedrosian, por favor, señor Thane.

—No se lo puedo decir.

—¿No puede o no quiere?

—No lo conozco. Nunca nos hemos visto. Y ciertamente no sabría dónde encontrarlo. Se lo juro por Dios.

Mitchell me mira de hito en hito. A lo mejor me cree, después de todo, porque se encoge de hombros, cierra el bloc y se lo vuelve a meter en el bolsillo. Se levanta.

Cuando habla, su voz vuelve a tener un tono afable:

—Mi padre estaba en Alcohólicos Anónimos, de modo que conozco en parte lo que está padeciendo.

A menos que su padre se despertara alguna vez en el barrio chino con la cartera vacía y una pipa de crack entre las manos, probablemente ignore lo que estoy padeciendo. Pero me parece decente por su parte que lo haya intentado.

Mitchell se inclina por encima de la mesa y me entrega su tarjeta de visita.

—Debería guardarla, señor Thane —dice—. Consérvela a mano. Creo que pronto le entrarán ganas de llamarme. Va a necesitar mi ayuda. Probablemente antes de lo que a usted le gustaría.