Pasa agosto.
El agente Mitchell no vuelve a aparecer y casi me olvido del FBI y de su búsqueda del traficante de metanfetaminas ruso. Casi me olvido también de Charles Adams y de su lunática esposa.
He apartado todas estas cosas de mi mente. Ahora no son sino manchitas borrosas en un horizonte lejano; siguen ahí, pero apenas perceptibles.
Además me ha resultado sorprendentemente fácil olvidarlas. Sorprendentemente fácil centrarme en mis triunfos.
Triunfos.
Qué sensación tan extraña esta de ser un triunfador. He pasado tantos años fracasando, tantos años encadenando desastre tras desastre, que casi se me había olvidado cómo era.
Ser un triunfador.
Cuando llegué a Tao, la situación parecía desesperada, los problemas de la empresa insalvables. Ahora, a pesar de todo, he conseguido darle un giro de ciento ochenta grados a la compañía. Fui despiadado, es cierto: reduje la plantilla, recorté gastos, cambié la orientación del producto. Pero mis actos, aunque hayan perjudicado a algunos, han salvado a la empresa para todos los demás.
Y a pesar de que todavía no sea algo seguro —ni mucho menos—, ahora puedo notar el éxito a mi alcance.
La revista del ramo Banking Times publica un pequeño artículo sobre las pruebas beta de nuestro software en Old Dominion y el acuerdo casi simultáneo con White Rock. Este uno-dos es la validación que estábamos esperando. Las compuertas se abren. Ahora, cada día recibo nuevas llamadas: Wells Fargo, Chase, HSBC; parece que todo el mundo quiere trabajar con Tao; todo el mundo quiere iniciar su propio programa piloto utilizando la asombrosa tecnología P-Scan de Tao en las sucursales de sus bancos. Ninguna institución financiera quiere ser la última en pasarse a la tecnología biométrica punta.
Mi respuesta a cada nueva solicitud por parte de ejecutivos sin aliento es la misma. Explico lo complicado que sería redactar un nuevo acuerdo, ya que Old Dominion ha adquirido los derechos exclusivos para el sudeste de Estados Unidos. Oh, ¿cómo dice? ¿Si sería posible estructurar un trato que excluya el sudeste? Vaya, no se me había ocurrido. Supongo que sí.
Lo único que me impide echarme a reír gozosamente a carcajadas durante todas y cada una de estas llamadas es el intermitente recuerdo de Stan Pontin, el optimista tecnólogo de Old Dominion, cuyo imprevisto fallecimiento tuvo lugar justo antes de la firma del primer acuerdo.
Pero ese perturbador pensamiento nunca persiste demasiado, no cuando todo lo demás va tan bien.
Con la de dinero que está entrando en la cuenta corriente de Tao, nadie se preocupa ya sobre el que pueda estar saliendo. Joan Leggett ha dejado de preguntarme sobre las cantidades desfalcadas durante el mandato de Charles Adams, lo cual me resulta tranquilizador, ya que lo más probable es que se trate del mismo dinero que ahora descansa en mi cuenta, el mismo dinero del que ahora vivo, el mismo dinero del que me sirvo para pagar nuestro alquiler, las salidas a restaurantes con Libby y los regalos cada vez más absurdos que le hago: el Mercedes, los pendientes de diamantes, el colgante de oro, el reloj de Cartier, las sortijas de David Yurman.
Las llamadas telefónicas de Tad Billups son siempre iguales. Pequeñas muestras de ánimo, en realidad: buen trabajo, Jimmy, sigue así; ante todo discreción, Jimmy; mis socios te están observando, Jimmy, y… chico, los tienes impresionados. Nunca pregunto qué socios, si los ejecutivos de Silicon Valley o los narcotraficantes de Europa del Este con nombres extraños. No quiero saberlo.
Incluso la vida en casa ha mejorado. Los lloros nocturnos de Libby y sus enfurruñamientos han remitido. Libby no es la alegría de la huerta —nunca lo ha sido—, pero al menos últimamente no parece odiarme, no me contempla como si fuera un desconocido que hubiera aparecido una buena mañana, sin invitación previa, en su cama.
Veo al doctor Liago una vez por semana, respetando escrupulosamente nuestras citas, no porque me caiga bien —ni siquiera porque me parezca competente—, sino para no despertar las iras de Gordon Kramer. El pequeño y susurrante doctor despliega sus abracadabras y su hipnoterapia («Relájese y respire, señor Thane; no consuma drogas, señor Thane; encierre los recuerdos de su hijo en un lugar seguro, señor Thane»), y aunque sus sesiones son ridículas y tediosas, son mejores que la alternativa: una visita por sorpresa de Gordon y acabar esposado a una tubería de aparcamiento mientras este me grita y me asesta puñetazos y me dice lo asquerosamente inútil que soy.
Me gusta esta nueva sensación. Me gusta ser feliz. Me gusta ser un triunfador. Es algo tan nuevo y tan agradable y tan adecuado que ignoro la voz, esa voz suave y casi imperceptible que en ocasiones me azuza. Normalmente llega de noche, con la oscuridad, mientras me voy quedando dormido junto a Libby y el ventilador de teca chirría sobre nuestras cabezas. Es una voz diminuta. «Eres Jimmy Thane», me dice. «Eres Shivá, el destructor. Eres el demoledor. Eres la muerte. No puedes cambiar quién eres. No puedes empezar de cero».
Pero es una voz muy endeble. Y por lo general puedo ignorarla. Y puedo dormir.