30

Esa noche, Libby y yo vemos la tele en el salón, echados sobre el sofá. Pronto pierdo el interés en los reality shows que le gustan a ella y cuando musito que ojalá cambiase de canal, Libby me ignora. Me levanto del sofá, me estiro y vago hasta la puerta corredera que conduce al patio.

—¿Adónde vas? —pregunta Libby, fijándose en mí al fin.

—A tomar un poco el aire.

Salgo al exterior antes de que pueda discutírmelo. Cierro la puerta al salir.

La piscina está iluminada desde abajo y en la oscuridad de la noche arroja una trémula luz amarillenta sobre los palmitos que nos protegen de la mirada del vecino.

La piscina resulta atrayente, pero me siento demasiado perezoso como para volver a subir al dormitorio a por un bañador, de modo que me despojo allí mismo de mis ropas sudadas, dejándolas en una arrugada pila en el suelo del patio, y me sumerjo, desnudo, en el agua. Nado cinco largos.

Termino sin aliento, pero me noto revigorizado. Salgo de la piscina y llevo mis ropas al interior de la casa.

—Estás goteando —dice Libby, sin ni siquiera mirarme.

—¿Ah, sí?

—Y estás desnudo.

Bajo la mirada.

—No me había fijado.

La moqueta se va oscureciendo con el agua acumulada bajo mis pies.

—Hoy te estás portando muy raro, Jimmy.

—¿Ah, sí? —Quizá mi encuentro con la señora Adams me haya perturbado más de lo que había querido admitir—. Me vestiré.

Estoy a punto de dejarla para subir a la primera planta cuando suena mi móvil. El trino es brusco y agudo. Veo el teléfono brillar sobre una mesa cercana, junto a mi portátil.

Me acerco a la mesa, todavía goteando. Abro el teléfono y lo mantengo a un centímetro de distancia de la oreja.

—Eh, machote —dice la voz cuando respondo.

—¿Tad?

—¿Qué estás haciendo ahora mismo?

—Pasear desnudo por la casa.

—Bien, bien —dice Tad, ignorándome—. Acabo de mantener una charlita telefónica con alguien muy interesante. ¿A ver si adivinas?

Se me ocurre decir «Ghol Gedrosian». En cambio, únicamente pregunto:

—¿Quién?

—Adivina.

—En serio, Tad. No se me ocurre nadie.

—Dan Yokelson.

Tad pronuncia el nombre con orgullo, como si debiera saber quién es y debiera mostrarme profundamente impresionado. El nombre me resulta familiar, pero no consigo ubicarlo.

—Vamos, Jimmy —dice Tad cuando mi silencio empieza a prolongarse demasiado—. Sabes quién es, ¿no?

—No.

—White Rock.

—¿White Rock? —digo.

Y entonces me acuerdo. White Rock es uno de los principales fondos de inversión libre de la costa Oeste. Una compañía que casualmente está dirigida por un amigo de Tad. Un viejo compañero de empresariales en Harvard, o eso me ha contado Tad una docena de veces. Un multimillonario. Uno de los hombres más ricos del mundo según el Top 50 de Forbes.

—¿De qué habéis hablado? —pregunto.

—De ti, socio.

—¿De mí?

—Bueno, no de ti personalmente —reconoce—. Pero sí de Tao. Quiere cerrar un trato.

—¿Un trato?

—Va a licenciar vuestra tecnología. ¿Cómo la llamáis de un tiempo a esta parte? ¿P-Scan?

Lo que me está contando Tad me deja perplejo, pues no comprendo qué utilidad puede tener la tecnología de Tao para un fondo de inversiones. Los fondos de inversiones tratan con clientes millonarios. Manejan grandes cantidades para grandes instituciones. Llevan a cabo sus reuniones mientras almuerzan en el Four Seasons. No trabajan con sucursales en las que pueda entrar gente desconocida de la calle a la que sea necesario identificar facialmente. No se me ocurre ni una sola manera en la que la tecnología de Tao pudiera resultar útil para una empresa como White Rock.

—Pero son un fondo de inversiones —digo.

—Es cierto —reconoce Tad, a regañadientes—. Es cierto. Pero Dan quiere hacerlo. Y me ha dado su palabra. Está hecho, Jimmy. La va a licenciar por cinco millones. ¿Qué te parece?

—¿Que qué me parece? Me parece… una locura.

Miro de reojo hacia el sofá y sorprendo a Libby observándome fijamente. Ella aparta rápidamente la mirada. Le digo a Tad:

—¿Qué va a hacer con nuestro programa?

—¿Y yo qué cojones sé? ¿Quién te crees que soy, Carnac el Magnífico? Quiere pagarte cinco millones. Acepta el dinero.

Pienso en ello. Algo no me huele bien. Pero, por otra parte, ya no hay nada de mi trabajo en Tao que me huela bien.

Renuncio a seguir intentando mantener seco el teléfono y me lo encajo entre la oreja y el hombro. Me apoyo en la mesa, goteando sobre la madera, y despierto a mi portátil moviendo el dedo sobre el pad. Tecleo un nombre en Google: DAN YOKELSON.

La búsqueda me devuelve una avalancha de resultados.

En la parte superior, veo una sección que anuncia: «Noticias recientes sobre Dan Yokelson» y una colección de titulares.

Ahora entiendo por qué el nombre me ha resultado tan familiar: últimamente Dan Yokelson ha salido mucho en las noticias, y no solo en la prensa financiera.

Los titulares de la parte inferior me ponen en antecedentes: «Ejecutivo de White Rock denunciado por fraude», y después: «Yokelson podría ir a la cárcel por abuso de información privilegiada».

Son noticias de hace cuatro meses.

En la parte superior de la página veo noticias más recientes, fechadas hace tan solo veintitrés horas: «Desaparece testigo clave de la acusación en el caso contra White Rock». «La SEC anunciará en breve su renuncia a seguir el proceso contra Yokelson».

La voz de Tad al otro lado del teléfono me devuelve al presente.

—¿Jimmy? ¿Estás ahí?

—Sí, aquí estoy.

—No pareces demasiado agradecido. ¿Sabes lo que he tenido que hacer para convencerle?

—No —digo—. ¿Qué has tenido que hacer?

—Una caja de Latour. Una caja, Jimmy. ¿Sabes cuánto cuesta ese puto vino?

—No.

—Yo tampoco —dice Tad, y se ríe—. Probablemente debería haber preguntado antes de pedir que la cargasen en mi tarjeta. Pero lo que quiero decir es lo siguiente: esto es lo que hace una junta directiva. Conseguimos cerrar tratos para ti. Al precio que sea. Recuérdalo.

—Lo haré, Tad. Lo recordaré.