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Más tarde no recuerdo haber salido huyendo de la casa.

Pero debo de haber escapado a la carrera. Si he llegado a despedirme o me he limitado a quitarle los cerrojos a la puerta y a poner pies en polvorosa, no lo sé.

No es hasta que me encuentro en el coche, conduciendo, pisando el acelerador a fondo, cuando me doy cuenta de dónde estoy y de a qué velocidad estoy circulando. Demasiado rápido —el cuentakilómetros marca ochenta en una zona de cincuenta y cinco—, de modo que reduzco y me integro en el flujo del tráfico, dejando atrás McDonald’s y Walgreens y Macaroni Grill.

Estaba loca, por supuesto que sí. Ahora me doy cuenta. Su marido era un pedófilo que sufrió un chantaje a manos de un mafioso ruso.

La señora Adams ha oído hablar de mí. Ha oído hablar de Jim Thane. Eso al menos está claro. Se obsesionó conmigo. En algún lugar leyó sobre mi llegada, me investigó, descubrió mi secreto. Sabía lo de Cole, lo que sucedió aquella noche en la bañera. A lo mejor lo leyó en los periódicos; aquel chaparrón de noticias que se publicaron cuando el fiscal del distrito desestimó los cargos en mi contra. O a lo mejor se había enterado a través de radio macuto. La comunidad tecnológica es pequeña y la gente habla, y sé que todavía bisbisean sobre lo que sucedió aquella noche. «Su hijo se ahogó», murmuran cuando entro en una habitación y creen que no puedo oírles. «Estaba colocado y su hijo se ahogó».

Es la única explicación posible: me culpa por lo que le sucedió a su marido. Quiere hacerme daño, pues soy el hombre que ha reemplazado a su esposo.

Una parte de mí lo entiende. Puede que estuviera casada con un depravado, pero lo amaba. Y tuvo que ver cómo lo torturaban frente a sus ojos, sufriendo el chantaje a manos de alguien lejano e inaprensible. Como fue incapaz de castigar al verdadero culpable, al hombre que destruyó a su marido —Ghol Gedrosian—, ha recurrido a desquitarse con el único hombre al que ha podido encontrar. Y ha reservado todo su odio para ese hombre; para mí, Jimmy Thane.