28

Mi GPS me guía en dirección sur hacia Bonita Springs, un viejo vecindario de los ochenta que vivió sus mejores momentos hace dos burbujas inmobiliarias.

Como individuo que también vivió sus mejores momentos hace dos burbujas, siento un aprecio automático por el lugar.

Quizá «aprecio» sea una palabra demasiado fuerte, pues ¿cómo podría alguien apreciar sinceramente las calles desiertas, los patios erizados con desesperados carteles de SE VENDE – PARTICULAR o los jardines de hierba marchita y palmeras endebles que no arrojan sombra alguna? «Comodidad» es una palabra más adecuada. Me siento cómodo aquí. Este es el barrio en el que debería vivir, quizá el barrio en el que acabaré viviendo el día que Libby me deje o cuando pierda mi trabajo. Las casas son pequeñas y amontonadas. Los caminos de entrada albergan camionetas, anchos coches americanos, barcas de fibra de vidrio apoyadas sobre bloques de hormigón, remolques sin enganchar. La casa de Charles Adams es la menos llamativa en una nada llamativa manzana. Hace una semana que nadie corta el césped. Las paredes de estuco están descoloridas por el sol y muestran manchas de humedad. Las tejas del tejado trazan una sonrisa rota e irregular. Es la casa de un hombre que perdió toda su fortuna de repente.

Aparco en el camino de entrada, quizá en el preciso lugar en el que Charles Adams aparcó su coche hace meses, el día que desapareció. Mientras abro la puerta y salgo al abrasador asfalto, recuerdo la historia que me contó Tad Billups: una mañana de miércoles, Charles Adams salió marcha atrás del garaje, detuvo el coche dejando el motor en marcha y ya nunca se volvió a saber más de él.

Recorro un corto sendero de cemento hasta llegar a la entrada principal y llamo al timbre. La puerta se abre de inmediato, solo una rendija, con tanta rapidez que estoy seguro de que he sido observado, de que alguien ha estado estudiando mis movimientos desde el preciso instante en el que me interné por el camino de entrada.

—¿Sí? —Una mujer escudriña a través de la rendija, desde detrás de una cadena de latón, todavía enganchada. Veo piel blanca, un ojo azul claro y un mechón de pelo moreno.

—¿Señora Adams?

—¿Sí? —dice el ojo azul claro.

—Me llamo Jim Thane. Soy el nuevo director ejecutivo de Tao Software.

—Ya sé quién es usted.

La puerta se cierra, tan cerca de mi cara que siento un golpe de aire y parpadeo. Permanezco allí inmóvil sin saber muy bien si quedarme o marcharme. Pero entonces la cadena resuena y la puerta se abre de par en par.

La mujer que tengo delante de mí es alta, de unos cuarenta años. En otro tiempo fue bella, con su pelo oscuro, sus ojos azules y una tez como la nieve. Pero ahora su belleza ha desaparecido. Sus brazos son escuálidos como los de un espantapájaros, los pómulos sobresalen como conos. Su palidez ha pasado a ser mórbida y cadavérica. Su pelo está entreverado de gris. Es como si alguien se hubiera colado en su casa una noche de madrugada, mientras dormía, y hubiera aflojado una diminuta válvula en su cuerpo para que todo el color, la energía y la vida escaparan de su interior.

—Pase —dice.

Entro en la casa. Antes de cerrar la puerta, la mujer asoma la cabeza y otea los alrededores furtivamente, como un animal nervioso. Sea lo que sea que busque, no lo encuentra. Cierra la puerta y echa la cadena. Pasa un cerrojo. Después un segundo cerrojo.

Me guía hasta un salón hundido en la penumbra. La decoración es «Miami 1985», completamente monocromática. Todo es blanco: las paredes, los techos, la moqueta, la mesa moderna y elegante, incluso el jarrón que descansa sobre dicha mesa y que contiene una única orquídea blanca, probablemente de plástico.

Mis ojos se van acostumbrando a la media luz y alcanzo a distinguir un color distinto en la pared más lejana —un cuadro abstracto—, una pequeña nota de beis. En la blancura de la habitación, incluso tan pequeña irrupción resulta llamativa, hasta chocante.

La mujer señala un sofá moderno y anguloso.

—Siéntese —ordena.

Obedezco. Mis muslos aterrizan con un golpe seco sobre lo que resulta ser plástico, uno de esos sofás que parecen un asiento del metro.

—¿Quiere beber algo? —me pregunta la mujer.

—No, gracias.

Atraviesa el cuarto. Sus pisadas son remilgadas y silenciosas, como si flotara sobre la moqueta. Se detiene frente a un mueble bar, un pequeño botellero decorado con teselas blancas, inapreciable en el fulgor de la habitación hasta que ha llamado mi atención sobre él. Hay una botella de cristal tallado. La mujer se llena un vaso.

—Son las cinco en alguna parte —farfulla, más que nada para sí misma. Levanta el vaso, me da la espalda y se lo echa entero al coleto. Lo rellena y repite la operación. Adecuadamente revigorizada, regresa junto a mí armada con un tercer vaso y se sienta en la silla blanca más cercana.

Está muy cerca de mí y puedo oler el alcohol. Jerez. Puede que sean las cinco en alguna parte, pero aquí en Florida no son ni las once de la mañana. Se trata, decido, de una mujer de las mías.

La señora Adams me clava sus ojos claros y dice en un tono no particularmente amigable:

—¿Qué hace usted aquí, señor Thane?

En la mesa, cerca de nosotros, veo la fotografía de una niña pequeña, con el pelo recogido en coletas. Lleva un sombrero de papel y está soplando tres velas de una tarta de cumpleaños. Digo:

—¿Es su hija? Es muy guapa.

Ella mira la fotografía, sorprendida, como si hubiera olvidado que estaba ahí. No responde. Confundido, percibo que he dicho algo inapropiado, pero no estoy seguro de qué.

—¿Le importaría que hablemos sobre su esposo? —pregunto.

—¿Mi esposo? —La señora Adams se endereza en la silla, retrocediendo, como si no hubiera previsto semejante tema, ni por asomo; como si, de hecho, ni siquiera hubiera pensado en él desde hace mucho tiempo—. Mi esposo está… desaparecido.

—Sí, lo sé —digo—. Y lo lamento muchísimo. —Esto suena demasiado parecido a un pésame, por lo que añado rápidamente—: Pero estoy seguro de que aparecerá.

No. Eso es mucho peor. Igualmente podría haber dicho: «Estoy seguro de que aparecerá flotando en el río. O desenterrado por un coyote».

La señora Adams no parece percatarse de mi falta de tacto. Me clava sus ojos azul claro y dice:

—Sí, quizá tenga razón.

Ahora que me está observando tan fijamente, percibo algo extraño en su mirada. Me recuerda a alguien. ¿A quién, exactamente? La estudio, intentando distinguir las similitudes. Y entonces, de repente, me doy cuenta. A Libby. Me recuerda a Libby. De hecho, pónganle un pelo castaño en vez de canoso y devuélvanle las curvas y la carne que seguramente debió de perder con la desaparición de su marido, y ambas mujeres serían muy parecidas. Los mismos ojos azul claro. La misma delicada estructura ósea. El mismo porte elegante, la misma altura. Es increíble.

La señora Adams interrumpe mi ensoñación.

—¿Qué quiere saber exactamente?

Lo que quiero saber exactamente es cuál era la relación de su marido con un individuo llamado Ghol Gedrosian. Según el FBI, Charles Adams y Ghol Gedrosian eran «socios». Al parecer la asociación terminó de mala manera cuando el marido de la señora Adams desapareció de la faz de la Tierra.

No es solo curiosidad morbosa lo que me ha traído hasta la casa de su viuda. También hay un elemento de autopreservación. Esta última semana se me ha ocurrido (y ahora se me vuelve a ocurrir, con más intensidad, mientras contemplo a su esposa que tanto se parece a la mía) que he estado siguiendo muy de cerca los pasos de mi predecesor. Excesivamente cerca.

Hoy en día estoy haciendo precisamente lo mismo que hacía Charles Adams en las semanas anteriores a su desaparición: dirigir una compañía en nombre de un mafioso ruso. Ignorar desembolsos y recibos. Intentar que todo siga en calma en beneficio de mi empleador.

—¿Solía hablar su marido con usted sobre su trabajo? —pregunto.

—Estábamos casados, señor Thane —dice ella—. Maridos y mujeres lo comparten todo.

—Por supuesto que sí —corroboro. Pienso en Libby, en sus secretos y sus misterios.

—Pero sí —dice la mujer, suavizando la voz—. Hablábamos de su trabajo. Bastante.

—¿Alguna vez mencionó que algo… inusual hubiera sucedido en Tao?

—¿Inusual?

«Ilegal», quiero decir, pero me contengo. En cambio, pregunto:

—¿Le comentó algo acerca de los problemas que estaba teniendo?

—¿Problemas? Oh, mi esposo tenía problemas. Pero no de la clase que usted cree.

—¿Qué clase de problemas tenía?

—Era un adicto, señor Thane. ¿Lo sabía? A las metanfetaminas.

No lo sabía, no. Lo sospechaba, quizá, a partir de lo que me contó Joan Leggett cuando le pregunté sobre Charles Adams. Pero esta confirmación de boca de su esposa y descubrir su droga predilecta (la misma que la mía), me provoca una extraña sensación. Me siento como si me hubiera visto transportado al cuerpo de Charles Adams. No, eso no es del todo correcto. Me siento como si yo fuera Charles Adams, sentado en mi casa, contemplando a mi esposa. Tantas cosas en común. Nuestro amor por las drogas. Las mujeres tan parecidas con las que nos casamos. Nuestros empleos y nuestra asociación (o lo que sea) con un individuo llamado Ghol Gedrosian.

—También me era infiel a menudo —añade la señora Adams.

Otra cosa que tenemos en común.

—Creo que con esa recepcionista del trabajo —dice—. ¿Cómo se llamaba?

Me mira como si debiera conocer perfectamente el nombre. Yo no digo nada.

—Pero ¿sabe? —continúa la señora Adams, con una repentina y sorprendente ternura en la voz—. Cuando amas a alguien, perdonas muchas cosas.

—Sí, así es —digo. Y pienso en Libby, perdonándome la muerte de Cole. Y tantas otras cosas que he hecho—. Sí, así es.

—Pero para responder a su pregunta… —dice la mujer. Le asesta un trago al jerez y se seca los labios con el dorso de la mano—. que hablaba sobre el trabajo. Estaba muy deprimido con cómo iban las cosas. Ventas insuficientes. Demasiados gastos. Ese tipo de cosas.

—Es un negocio complicado —digo—. Lo estoy aprendiendo de primera mano.

—Estoy segura de ello. —La señora Adams me mira de forma significativa. ¿Qué habrá querido decir con eso?—. Era una fuente constante de estrés para Charles. A lo mejor por eso recurría a las drogas. Para escapar.

—A lo mejor —digo—. ¿Alguna vez le mencionó algún nombre?

—¿Algún nombre? —Parece desconcertada.

—¿Algún nombre poco corriente?

—¿Poco corriente? —Me dedica una mirada bovina. Demasiado bovina. Y es en ese preciso instante cuando sé que está mintiendo. Lo sabe todo sobre el ruso. El hombre con el nombre menos corriente de todos. La señora Adams ha oído hablar de él. Y no piensa decírmelo.

—Por ejemplo, ¿mencionó el nombre de alguno de sus inversores?

—Deje que lo piense. —Sus ojos bailan por toda la habitación. ¿Qué está buscando? Cuando su mirada vuelve a mí, dice—: No, nunca lo hizo.

Espero un intervalo considerable para darle tiempo a que añada algo más, pero no lo hace.

Me levanto del sofá.

—Bueno, le agradezco su tiempo, señora Adams. Ahora debería irme.

—Sí —dice ella, completamente de acuerdo—. Imagino que sí. —Me ofrece la mano—. Buena suerte, señor Thane.

Se vuelve y se dirige hacia la puerta del salón. Pero yo remoloneo, con el aspecto distraído de alguien que acaba de recordar algo repentinamente. Chasqueo los dedos y digo:

—Ah, una última cosa.

La señora Adams está en el umbral del salón, sobre el escalón que conduce de vuelta al vestíbulo. Se vuelve hacia mí.

—Estoy interesado en un nombre en particular —digo—. Me pregunto si lo habrá oído alguna vez. Es un nombre ruso. ¿Mencionó alguna vez su esposo el nombre…?

Pero incluso antes de que pueda terminar la frase, la señora Adams sufre un cambio. Su cuerpo se agarrota. Su rostro, que ya era pálido antes, parece perder absolutamente toda la sangre. Su piel adopta el tono gris moteado de la nieve fundida. Cuando termino de formular la pregunta, mis palabras son superfluas; mi pregunta ya ha quedado respondida.

—¿Mencionó alguna vez su esposo el nombre de Ghol Gedrosian? —es lo que digo.

La señora Adams intenta reponerse. No mueve ni un solo músculo. Me clava los ojos y dice:

—No. Nunca había oído ese nombre. Nunca.

Se vuelve y se dirige hacia la puerta de entrada. La sigo. Desengancha la cadena y después descorre los dos cerrojos —slip clac clac— y abre la puerta.

—Adiós, señor Thane.

—Adiós, señora Adams. Gracias otra vez.

Pero justo cuando estoy a punto de salir de la casa, me agarra del brazo. Yo la miro, sorprendido. Se lleva el índice con fuerza a los labios. Tiene los ojos saltones y mirada de loca. Mete una mano en el bolsillo, saca una hoja de papel y me la entrega.

La desdoblo. Una letra de mujer ordena:

No hable. Finja que se ha marchado.

La señora Adams cierra la puerta violentamente y echa de nuevo los cerrojos y la cadena, encerrándome con ella. Vuelve a tocarse los labios con el índice y me hace un gesto para que la siga.

Lo hago. Subimos las escaleras hasta la primera planta. Recorremos un corto pasillo, pasando junto a un cuarto de niña pequeña, todo rosa y a cuadritos. La cama está hecha pulcramente y una colección de muñecas se sienta ordenadamente sobre las almohadas. Hay juguetes apilados en un rincón: un perro de peluche, un gato, un unicornio. Sobre la mesa hay otra instantánea de la misma niña a la que he visto en la fotografía de abajo.

La señora Adams se vuelve hacia mí, se asegura de que voy pisándole los talones y se lleva nuevamente un dedo a los labios.

Pasamos junto a otro dormitorio vacío. Y un tercero. La visita nos ha llevado por delante de todas las habitaciones de esta pequeña casa y resulta evidente que no hay nadie más con nosotros, ni un alma. Nadie salvo yo y la señora Adams. Así que, ¿por qué esa insistencia en que guarde silencio?

La mujer abre la última puerta del pasillo. Es un cuarto de baño. Yo me detengo en el umbral, preguntándome si debería seguirla.

He seguido a cantidad de mujeres extrañas a cantidad de extraños cuartos de baño; es lo que sueles hacer cuando quieres drogarte. Pero este día, este baño y esta mujer tienen algo distinto. Algo peculiar. Peligroso.

Me asomo al interior. La señora Adams se halla inclinada sobre la bañera. Me mira por encima del hombro y con la mano me indica que me acerque.

Obedezco. Ella abre al máximo los dos grifos de la bañera. El agua brota ruidosamente.

Después pasa rozándose junto a mí hasta llegar a la pila del lavabo y abre al máximo también ese grifo. Cierra la puerta del baño y echa la llave.

El ruido del agua manando colma el diminuto cuarto de baño con el estruendo de un avión a reacción. De la bañera surge una humareda de vapor. Cuando la señora Adams se dirige por fin a mí, lo hace en un tono de voz tan bajo que apenas si soy capaz de distinguir las palabras.

—Tiene oídos —susurra.

—¿Quién?

—Chis.

Repito con más suavidad:

—¿Quién?

—Ya sabe quién.

La miro escrutadoramente. ¿Está borracha? Se ha pulido dos vasos de jerez. Por otra parte, no parece afectada y, más importante aún, parece ser una bebedora profesional, no aficionada, alguien capaz de haberme seguido el ritmo en los viejos malos tiempos.

—¿Le ha hecho regalos? —pregunta.

—¿Quién?

—Basta. Ya sabe de quién le estoy hablando. ¿Le ha hecho regalos?

Pienso en ello. ¿Dos millones de dólares? ¿Un empleo? ¿Podrían considerarse regalos?

—Hay un precio —susurra la señora Adams—. Eso era lo que quería decirle. Eso es lo que usted todavía no es capaz de ver. No al principio. Pero le exigirá un precio. Eso se lo puedo garantizar.

Antes de que pueda decir nada, la señora Adams me toca el brazo.

—Quédese aquí —dice.

Abre la puerta y sale del baño. Una corriente de aire fresco entra en el cuarto, arremolinando el vapor. Este se condensa sobre mi piel, dejándomela pegajosa. La señora Adams regresa medio minuto más tarde con una caja de zapatos entre las manos. La parte inferior muestra los rayos del arcoíris. La superior es morada, con el logo de Stride Rite trazado mediante grandes letras infantiles. La caja me resulta dolorosamente familiar; el armario de mi hijo estaba lleno de cajas de zapatos como esta.

—Esto es lo que le dio a Charles.

—¿Zapatos?

Me tiende la caja.

—Ábrala.

Cojo la caja. Levanto ligeramente la tapa para inspeccionarla, con precaución. Solo veo oscuridad.

—Ábrala —dice de nuevo la señora Adams.

Retiro la tapa. En el interior hay fotografías de doce por veinte. Saco un fajo. Son fotos en color de niños de nueve o diez años, prepubescentes, desnudos sobre una cama. A medida que voy ojeando el fajo, las imágenes van empeorando, cada vez más explícitas: muchachos participando en actos sexuales con hombres maduros. Actos horribles. Algunos de los chicos lloran y tienen el rostro manchado de lágrimas. Otros parecen confundidos y perdidos, sus miradas muertas. Los hombres (aquellos cuyos rostros resultan visibles) exhiben expresiones extrañamente mudas. ¿Qué es lo que veo en ellas? ¿Lujuria? ¿Miedo? Es difícil saberlo.

—No —digo, empujando las fotos hacia la señora Adams.

—¡Chis! —me sisea ella. Se niega a cogerlas—. Mírelas —susurra—. Esto es lo que le dio a mi marido. Estos fueron sus regalos.

—¿Regalos?

—Incluso antes de casarnos, lo sabía. En el fondo lo sospechaba. El modo que tenía Charles de mirar a los chicos. Algunas de las cosas que decía. Pero nunca llegó a consumar sus impulsos. Nunca, señor Thane. Tiene que creerme. Era un hombre amable, un hombre bueno. Era débil, lo reconozco. Tenía impulsos. Pero nunca llegó a consumarlos. Nunca. Por favor, créame. Por favor.

La señora Adams me mira con los ojos abiertos de par en par, rogando una especie de perdón, una especie de misericordia que no puedo ofrecer.

—¿Cree que eso convierte a alguien en malvado? —pregunta—. ¿Tener impulsos pero mantenerlos encerrados en lo más hondo? ¿Si nunca se deja llevar por ellos?

—No lo sé —digo.

—Ese era Charles. Había otro en su interior. Pero siempre lo mantuvo encerrado bajo llave. Hasta que un mal día ese hombre entró en nuestras vidas. Y destruyó a mi marido.

—¿Quién?

—Ya sabe de quién estoy hablando. ¿Por qué finge lo contrario? El hombre que supo lo que se ocultaba en el corazón de Charles. El hombre que conocía su secreto. El hombre que le dio a Charles lo que deseaba. Esa es su especialidad. Darle a la gente lo que más desea.

—Cójalas —digo, tendiéndole las fotos.

—Mire la siguiente.

—No quiero.

—Por favor —insiste ella.

Miro la siguiente foto. A través del vapor, veo a un hombre de mediana edad, de calva incipiente, besando el pecho desnudo de un muchacho.

—Ese es Charles —dice la señora Adams. No me caben demasiadas dudas de a cuál de los dos se refiere: al que no tiene diez años—. Eso fue al final. Tan pronto como le hubieron hecho esta foto, fue suyo. Charles tenía que hacer todo cuanto se le ordenase.

—¿Que era qué? ¿Qué fue lo que le ordenaron que hiciese?

—Dejarlo todo listo.

—¿Listo?

—Para su llegada, señor Thane. Le ordenaron que lo dejara todo listo para usted.

Ahora se me ocurre, por primera vez, en mitad de este cuarto de baño lleno de vaho, que la mujer que tengo a mi lado está loca de remate. Lo cual explicaría un montón de cosas. Las miradas atemorizadas. Los cerrojos de la puerta. La nota que me ha puesto en la mano.

Ahora lo sé. Ya no puede haber duda posible. Está loca.

—Ahora tengo que dejarla, señora Adams —digo amablemente, y le devuelvo las fotografías. Esta vez las acepta.

—Iba a entregarse —dice—. Hablamos sobre ello una noche en nuestro dormitorio. Pensamos que estábamos solos. Que nadie podría escucharnos. Lo decidimos. Charles iba a hablar con la policía. Iba a contárselo todo. Las fotos. El dinero que le habían dado. Iba a hablarles de… —se interrumpe—. De ese hombre. Iba a contarles todo lo que sabía sobre él.

—¿Y lo hizo?

—No. El hombre lo descubrió. Nos castigó.

—¿Les castigó?

—Lo oye todo. Conoce tus pensamientos. Conoce tus secretos. Es Satanás.

—¿Asesinó a su esposo? —pregunto.

—No —dice ella—. No asesinó a Charles. No de inmediato. No es su estilo. Primero te hace sufrir. —Me mira a los ojos. Parece muy triste, muy anciana—. ¿Ha visto la foto de abajo? —dice—. ¿La de mi hija?

—Su hija… —me interrumpo en seco.

Ahora recuerdo lo que me dijo Joan Leggett el día que llegué a Tao, cuando le pregunté sobre Charles Adams. «Hubo una tragedia personal en la familia», dijo. No le pregunté a qué se refería, pero todo encaja: la casa sumida en el silencio. El pasillo oscuro. El dormitorio vacío, preservado como un mausoleo. Ni pisadas ni risas infantiles.

La señora Adams dice:

—Dejé a mi nena con Charles. Mi pequeña. Era de noche. Solo fue una hora. Cuando regresé a casa, me encontré a Charles en el sofá. Desvanecido.

—¿Qué le pasó a su hija? —pregunto. Noto que el pavor me asciende por todo el cuerpo.

—A lo mejor estaba borracho o a lo mejor estaba drogado. O a lo mejor le hicieron dormir. Ese hombre habría sido capaz de hacerlo, ¿sabe usted? Y encontré a mi nena aquí.

—¿Dónde?

Aquí —dice la señora Adams, volviéndose hacia la bañera, a punto de desbordarse—. Entraron en casa y agarraron a mi nena. Y la subieron aquí. La mantuvieron bajo el agua hasta que se ahogó. Cuando la encontré estaba completamente azul. Ese es el detalle que jamás seré capaz de olvidar. Lo azul que estaba. Y que tenía los ojos abiertos. Como si me estuviera buscando. Y no pudiera encontrarme. Estaba muy azul. Muy azul.