26

¿Alguna vez han hecho esto?

¿Alguna vez han enfilado el camino de entrada de su casa en un Mercedes SL550 Roadster nuevecito, con la capota bajada, tras haber pasado exactamente treinta y dos minutos en el concesionario negociando la compra? ¿Una negociación que ha consistido exactamente en preguntar el precio, asentir como un estúpido y rellenar un cheque al portador por un importe de seis cifras?

Si nunca lo han hecho, deberían hacerlo alguna vez. Es agradable ver cómo vive la otra parte de la humanidad. Por «la otra parte de la humanidad» me refiero a los desatinadamente ricos, a los grandes profesionales del crimen o a aquellos que residen en la intersección entre ambos, el lugar en el que curiosamente me encuentro yo ahora mismo.

Aparco el nuevo Mercedes en el camino de entrada, apago el motor y uso el móvil para llamar a Libby.

—Te he traído una sorpresa —le digo—. Sal.

Pronto la puerta se abre y Libby sale al porche. Cuando ve el coche, retrocede un par de pasos, a lo mejor por la sorpresa. O a lo mejor es solo por el calor; son las tres de la tarde y el sol brilla incandescente en lo alto.

—Pero ¿qué diantres? —dice, aunque por supuesto sabe exactamente qué diantres.

Baja pesadamente las escaleras. Salgo del coche, dejando la puerta abierta.

—Para ti.

—¿Para mí?

—Mi manera de decir gracias… por soportarme. Con todos mis problemas. Todas mis mierdas.

—Oh, Jimmy —dice Libby—, no tienes que darme las gracias. —Me doy cuenta de que no se muestra en desacuerdo con la parte de los problemas y las mierdas, solo con las gracias.

Ha pasado una semana desde aquella noche en el restaurante y desde la llamada telefónica de Tad. Las cosas han estado tranquilas desde entonces; tranquilas en el trabajo y más tranquilas incluso en casa. Ni rabia ni conflictos, solo una especie de aturdimiento, como si la casa en la que vivimos Libby y yo estuviera bañada en una neblina de anestesia.

Libby me toca el brazo y se sube al coche. El asiento de cuero cruje bajo su vestido de algodón y Libby agarra con sus esbeltos dedos el volante cosido a mano.

—Es precioso —murmura. Se recuesta en el asiento y se mira en el retrovisor. Casualmente, como si fuese una ocurrencia tardía, añade—: ¿Cómo lo has pagado?

—Un extra de Tad.

Libby me mira de reojo.

—¿Qué tipo de extra?

Un extra «Jimmy-debería-mantener-la-boca-cerrada», pienso. Pero en voz alta, digo:

—Reservas.

—¿Significa eso que está contento?

—Sí, eso creo.

—Bien. —Libby sale del coche y cierra la puerta. Produce un sonido metálico tan sólido como cien dólares—. Tenlos contentos, Jimmy. Es importante tenerlos contentos.

Dirige un rápido y casi imperceptible vistazo al otro lado de la calle, hacia la casa de nuestro vecino. Solo por un instante. O quizá lo estoy imaginando, porque ahora Libby está de nuevo mirándome a la cara, entornando los ojos para protegerse del sol. Me aprieta la mano —un gesto de caridad, no de gratitud— y se pone de puntillas para darme un casto beso en la mejilla.

—Ha sido un detalle —dice—, comprarme esto.

—Te quiero.

Libby no dice nada.

—Solo quiero que todo vuelva a ser normal —digo—. Es lo único que quiero para nosotros, Libby. Una vida normal.

—¿Una vida normal? —repite ella sin entusiasmo. Sus labios se tuercen en una de sus perversas sonrisillas, que por lo general anticipan un comentario punzante. Algo como: si querías una vida normal, no deberías haber dejado a solas a tu hijo para que se ahogara mientras tú te drogabas.

Pero sea lo que sea que esté pensando, no lo dice. Simplemente regresa en silencio a la casa.

Yo me quedo atrás. Algo me inquieta. Cuando ha alcanzado el porche, la llamo.

—¿Libby?

Se vuelve hacia mí. Digo:

—Has dicho «tenlos».

Su rostro permanece inexpresivo.

—Has dicho «tenlos contentos». ¿Qué has querido decir con «tenlos»?

Una mirada extraña, a la vez desconcertada e irritada.

—Tad —dice Libby—. Tad y… Bedrock Ventures.

«No», pienso. «No era eso lo que querías decir».

—Entra, Jimmy —dice Libby—. Deja que te prepare la cena. Una cena normal. Para que podamos ser normales juntos. Eso es lo que queremos, ¿verdad?

Y habiendo dicho esto, se marcha.

No estoy seguro de cuánto tiempo permanezco allí, plantado en mitad del camino de entrada, al sol, pensando en mi esposa, en sus cambios de humor y sus misterios.

Cuando le he dicho a Lance, el vendedor del concesionario Mercedes, que el coche nuevo era un regalo para mi mujer —una sorpresa—, este se ha reído y ha dicho, guiñándome el ojo:

—¡Esta noche va a ser un hombre muy afortunado!

Yo me he limitado a negar con la cabeza y he replicado:

—No conoce usted a Libby.

Nadie conoce a Libby, ni siquiera yo. Quizá ni siquiera la propia Libby. Es como un rompecabezas chino, intricada y bella, llena de secretos. Nunca reacciona de la manera que espero. Cuando dejo que nuestro hijo se ahogue, ella afirma haberme perdonado. Cuando intento amarla, me rechaza. No la entiendo mejor hoy que hace once años, la noche que nos conocimos.

Permanezco en el camino de entrada, ponderando esto. No tengo ninguna prisa por entrar en la casa, por volver junto a ella. Puede que aquí afuera esté a treinta y ocho grados, un calor cercano a lo infernal, pero al menos no tengo que soportar esa mirada de mi esposa. Oigo pisadas detrás de mí.

Me vuelvo para ver al agente especial Tom Mitchell acercarse por el camino, con un aspecto absurdamente pulcro y fresco con su camisa de lino y una corbata de algodón, a pesar del calor. Se ha subido las mangas y lleva la chaqueta del traje relajadamente colgada por encima del hombro. Lo único que necesita para completar el retrato de dandi sureño es un sombrero de paja y un julepe de menta.

—Guaaauu —dice, medio silbando, mientras rodea el Mercedes, observándolo lujuriosamente—. Eso sí que es un buen automóvil. —Con esta última palabra, su transformación en dueño de plantación ya es completa: auto--viiil—. ¿Coche nuevo, señor Thane?

—Nuevo de trinca —digo.

—Apuesto a que le habrá costado un buen dinero. —Sigue rodeando el coche, como un tiburón, examinándolo desde todos los ángulos.

—Es un regalo para mi esposa.

—¿En serio? —dice Mitchell. Hace un mohín con los labios—. Debe de ser una mujer muy especial.

Se pone de puntillas y escudriña el interior del coche, como si dicha mujer especial fuese a estar allí, cortada en pedacitos en el suelo.

—Sí —digo.

—Se me ha ocurrido pasar por aquí —dice Mitchell, mirándome, sonriendo—. Quería ver qué tal le van las cosas. Por lo que parece, nada mal.

Pasea la mirada por la fachada de la casa, el porche y la valla que protege lo que no puede ser sino una piscina. Veo cómo le giran los engranajes: está intentando calcular cuánto cuesta todo esto y cómo me lo puedo permitir.

—No me puedo quejar —digo—. ¿Qué puedo hacer por usted, agente Mitchell?

—¿Recuerda aquel nombre que le mencioné la última vez que hablamos?

—¿De qué nombre se trata?

—Ghol Gedrosian.

Por supuesto que me acuerdo. Me sonó extraño y extranjero cuando lo oí por primera vez, hace semanas, en la sala de reuniones de Tao. Hoy parece menos extraño, menos extranjero. De hecho, no me sorprendería que resultara ser el nombre de uno de los socios de Tad Billups. Uno de sus socios silenciosos. Y por lo tanto, supongo, uno de mis socios.

—No —miento—. No lo recuerdo.

—¿Está completamente seguro? —dice Mitchell, observándome fijamente—. Ghol Gedrosian —vuelve a decir, lentamente, enunciando cada sílaba, estudiando mi reacción mientras lo repite—. ¿Recuerda?

—Puede ser —digo con incertidumbre—. Puede ser.

que se acuerda. —Su voz es amable, pero contiene un leve tono acusador.

—Puede ser —repito—. ¿Qué pasa con él?

—Pues verá, necesito encontrarle. Tenía la esperanza de que usted pudiera ayudarme.

Por ridículo que me parezca (Jimmy Thane ayudando a un agente del FBI a encontrar a una persona a la que ni siquiera conoce), no me río. No en voz alta. Una de esas cosas que se aprenden trabajando, que no te enseñan cuando estudias empresariales pero que descubres rápidamente en el mundo real, es a ser educado y agradable con cualquier agente de las fuerzas del orden que te atosigue. Al margen de lo rastreros, al margen de lo ignorantes, al margen de lo poco relevantes que puedan parecer, debes recordar en todo momento que tienen el poder de destruirte. De arruinarte por completo y para siempre. De modo que muéstrate humilde. Y dales lo que sea que pidan.

—¿Ayudarle a encontrarlo? —repito, como si me acabara de decir que ha perdido las llaves del coche—. Claro. Me encantaría ayudarle en lo que pueda. Pero a lo mejor antes debería decirme usted quién es.

—¿Que quién es? —Mitchell sonríe, pero es una sonrisa extraña, una sonrisa carente de placer; el tipo de sonrisa que mostraría uno mientras habla con admiración de la perfección de los grandes depredadores o cuando describe una tragedia sin sentido en una escuela primaria o cuando expresa su negra desesperanza sobre la pervivencia del mal en el mundo. Ese tipo de sonrisa—. Quizá debería contarle una pequeña historia —dice el agente Mitchell.

Intento mantener una expresión de deleite en el rostro, como si nada me apeteciese más. ¡Una historia! ¡Aquí en mitad de mi camino de entrada! ¡Bajo el sol abrasador! ¡Con treinta y ocho grados de temperatura!

—Sí, por favor.

—Había un fiscal del distrito en California, en San Joaquín, su antigua zona, según tengo entendido. Se llamaba Bob Callahan. ¿Le suena el nombre?

—No.

—Un día, el señor Callahan se preguntó por qué su condado se estaba llenando de metanfetaminas. Estaban destruyendo la ciudad en la que vivía, señor Thane. La ciudad en la que había criado a sus hijos, en la que iba a la iglesia. Es una zona rural, más bien pobre. Todo hijo de vecino las vendía, las usaba o las producía. Y nadie estaba dispuesto a ponerles freno. Era como si todo el mundo con responsabilidades hubiera elegido mirar hacia otro lado. Todo el mundo salvo el señor Callahan. De modo que empezó a hacer preguntas. Averiguó que toda la meta del valle estaba siendo distribuida por un solo hombre, un ruso, un gilipollas de tres al cuarto. Pero nadie fue capaz de decirle a Callahan cómo se llamaba. Tenía distintos nombres dependiendo de a quién se le preguntase. Carl Gadossan. Ghulla Gadrosan. Nadie podía afirmarlo con seguridad. Algunos dijeron que era ruso. Otros que checheno. Otros que armenio. Nadie sabía qué aspecto tenía ni dónde vivía ni quién era. Era… —se interrumpe. Se lo piensa—. En fin, era un fantasma —dice—. Incluso los tipos que trabajaban a su servicio no sabían una mierda sobre él. Recibían sus órdenes de otros individuos, que recibían sus órdenes de algún otro. Era un tipo astuto, aquel traficantucho de meta. Siempre oculto entre las sombras. No del todo real.

—¿Qué pasó?

—Callahan hizo preguntas. Fue lo único que hizo, señor Thane, solo hizo preguntas. Pero resultó ser un error.

—¿Por qué?

—Primero se llevaron a su hija. Solo tenía nueve años, por cierto. Entraron directamente en su escuela, haciéndose pasar por agentes de policía, imagínese usted. Firmaron una hoja de salida en el despacho del director y se marcharon con ella. Un par de días más tarde, le enviaron a Callahan un vídeo con lo que habían hecho.

—Dios mío.

—Callahan supo que había contrariado al hombre equivocado. A lo mejor aquel traficante no era tan de tres al cuarto como había pensado. Así pues, lo primero que hizo nada más enterrar a su hija, fue anunciar que se retiraba. Todavía le quedaba un hijo al que debía proteger, ¿entiende usted? No estaba interesado en ser un héroe. Le dijo a todo el mundo que había acabado con todo aquello. Le daban igual las drogas, las pandillas y los rusos. Y eso fue todo. Pensó que Ghol Gedrosian le dejaría tranquilo.

—¿Pero no lo hizo?

—No, señor. El hijo tenía doce años. A continuación se lo llevaron a él. Le enviaron otro vídeo un par de días más tarde. Yo soy una de las personas que lo han visto, señor Thane. Debo decirle que tengo bastante estómago, pero… —Niega con la cabeza.

—¿Por qué? —pregunto, notando una oleada de indignación creciendo en mi interior—. ¿Por qué iba alguien a hacer algo semejante? ¿Con qué fin?

—¿Fin? —dice Mitchell, entornando los ojos—. No creo que hubiera fin alguno. En absoluto.

Espera a que asimile aquello. Después dice:

—Aquello fue el fin para Bob Callahan, por supuesto. Era un hombre roto. Se escondió y desapareció. Como un criminal. Igual que los hombres a los que solía perseguir. Pero le encontraron. Solo tardaron tres semanas. Ghol Gedrosian, que es el nombre por el que nos hemos decantado, tiene en su bolsillo a varios policías en California. Supo exactamente dónde encontrar al señor Callahan.

—¿Tiene en su bolsillo a la policía?

—Así es, sí señor. Los compró a todos. Y a un par de fiscales. Y a bastantes jueces.

—¿Cómo «compra» uno a la policía?

—¿Por qué lo pregunta? ¿Le interesa el mercado?

—Simple curiosidad —digo—. A un nivel intelectual.

—¿A un nivel intelectual? —repite Mitchell, haciéndome sentir como si llevara quevedos y un esmoquin de terciopelo—. No es demasiado complicado. Le pagas a alguien un dinero que no debería tener. O le proporcionas algo ilegal. Un regalo, digamos. Y en cuanto lo aceptan, son tuyos. —Me mira de hito en hito—. ¿Le resulta familiar algo de todo esto, señor Thane?

El Mercedes negro (que he comprado no hace ni dos horas con un dinero que ciertamente no debería tener, dinero que ha sido un regalo) reluce bajo el sol. Parece grande, negro y evidente. Siento el intenso deseo de distraer al agente Mitchell y hacerle mirar por encima del hombro para asomarme al coche, ponerlo en punto muerto y dejar que ruede silenciosamente camino abajo hasta perderse de vista.

Mitchell prosigue:

—Le pregunto si le resulta familiar porque creo que eso mismo fue lo que le sucedió a su predecesor en Tao Software.

—¿Mi predecesor? —digo, incapaz de mantener el alivio lejos de mi voz—. ¿Se refiere a Charles Adams?

—Sí. Al parecer Charles Adams conocía a Ghol Gedrosian. Lo conocía muy bien.

Ahora recuerdo las historias que me contó Joan Leggett, cuando acababa de llegar a Tao. Cómo Charles Adams mantenía extrañas reuniones con hombres de aspecto aterrador. Cómo regresaba a Tao Software dolido y asustado, y cómo se encerraba en su despacho y se escondía y se negaba a salir durante horas. Eran historias que podrían haber surgido de mi propio pasado. De los viejos malos tiempos.

El agente Mitchell continúa:

—Supongo que podría decirse que Charles Adams y Ghol Gedrosian eran socios en algunos negocios.

Una pausa. Y ahora, al fin, el motivo real de su presencia aquí. Finalmente.

—¿Alguna vez ha conocido en persona a Ghol Gedrosian, señor Thane?

—¿Yo? —digo, bastante sorprendido por su pregunta—. ¿Conocerle? No, claro que no.

—¿Alguna vez se ha puesto en contacto con usted?

—No.

—¿Alguno de sus asociados se ha puesto alguna vez en contacto con usted?

Una nota de incertidumbre se cuela en mi voz, a pesar de mis esfuerzos por contenerla.

—No.

—¿Ha tenido la más mínima sospecha de que Ghol Gedrosian pueda estar relacionado de cualquier manera con su empresa? ¿Ha detectado algún signo?

—¿Signo? —repito.

Ahora que lo menciona, sí que he visto signos. Cuatro millones de signos, para ser exacto. Signos de dólar. Desaparecidos todos ellos de la cuenta corriente de Tao Software. Y dos millones de signos depositados en la mía. Pienso en los billetes ocultos en el desván de Sanibel, en el ruso que meó en aquel retrete manchado de óxido y en los misteriosos socios de Tad Billups.

—No —digo—. No he visto ningún indicio.

—¿Está usted seguro?

Noto el picor de unas perlas de sudor en la frente.

—Muy seguro.

—Señor Thane, necesito que escuche lo que voy a decirle a continuación.

Por un momento me temo que esté a punto de leerme los derechos. En plan: «Señor Thane, necesito que escuche lo que voy a decirle a continuación. Tiene derecho a guardar silencio. Todo lo que diga o haga podrá ser usado en su contra en los tribunales».

Pero no dice eso. Dice algo peor. Dice:

—Está aquí.

—¿Quién?

—Ghol Gedrosian. Está aquí.

—¿Dónde?

Aquí. Hemos interceptado comunicaciones. Algo está sucediendo en su organización. Una especie de reestructuración, como dirían ustedes los empresarios. Unas piezas se mueven. Otras piezas pasan a ser… redundantes.

—¿Redundantes?

—Está matando a gente, señor Thane. Gente que trabaja para él. Está cancelando todo su operativo en California. Y lo está trasladando a Florida.

Miro más allá de Mitchell, hacia la casa al otro lado de la calle. La casa del velociraptor. Oscura y vacía.

—¿Por qué iba a venir aquí? —le pregunto.

—Eso es lo que pretendo preguntarle. Tan pronto como sea capaz de averiguar dónde diablos está.