25

Es jueves por la mañana, el día siguiente a los despidos.

Cuando llego a Tao, el aparcamiento está desierto. Solo se ven un par de coches y ni rastro de actividad humana. Lo único que parece faltarle a la escena es un viento cargado de polvo y una planta rodadora pasando frente a mis pies.

En recepción, Amanda me recibe con ojos adormilados.

—Buenos días, Jim —dice. Desde la semana pasada, ninguno de los dos ha hecho ni una sola mención a nuestra cita en el sótano de la iglesia, ni al beso ni a mi encontronazo con Jesús en su apartamento.

—Buenos días, Amanda —digo, intentando sonar alegre y responsable—. ¿Cómo te encuentras?

—Sola —suspira ella.

¿Es la queja de una amante burlada? ¿El resquemor de una empleada? Cuando estás al frente de una empresa y no consigues identificar la diferencia, probablemente sea una señal de advertencia.

—Las cosas mejorarán —digo, vagamente, una respuesta válida para ambos casos.

—Claro, Jim —dice Amanda.

—Ya sabes lo que dicen —comienzo—. Siempre está más oscuro antes de… —Pero Amanda levanta el índice (un gesto que en el entorno laboral equivale a grandes rasgos a «calla ya, tío coñazo»), pulsa una tecla en la centralita y dice para sus auriculares:

—Tao Software. ¿En qué puedo ayudarle? —Y luego—: Un momento, a ver si está disponible. —Me mira—. Tad Billups.

—En mi despacho —digo, y corro para atender la llamada mientras Amanda la transfiere a mi mesa.

Cierro la puerta del despacho.

—Hola, Tad —digo, acomodándome en mi silla—. ¿Cómo va eso?

—Dímelo tú, campeón —dice Tad—. ¿Cómo ha ido?

Se refiere a los despidos y si alguien ha acabado mal.

—Bien —respondo—. Bien. Hice lo necesario.

—Sabía que lo harías, campeón —dice Tad—. Por eso te contraté. Ahora te voy a dar buenas noticias. ¿Quieres buenas noticias?

—Desde luego que sí.

—¿Estás cerca de un ordenador?

—Sí.

—Mira en tu cuenta corriente. Me refiero a la tuya personal, no la cuenta corriente de Tao Software. Ahí ya nos conocemos el saldo, ¿verdad? —Se ríe—. ¡Cero!

—Tad —empiezo—, me alegra que hayas sacado el tema. Sé que dijiste que no habría más inversiones por parte de tu consorcio, pero creo que deberíais reconsiderarlo. Solo necesitamos un poco más de impulso, Tad. Es lo único que necesitamos, solo un poco de impulso. He pensado que a lo mejor si pudieras hablar con tus socios y decirles…

—¿Has mirado ya?

—Que si he mirado ¿qué?

—Tu cuenta corriente.

—No.

—Hazlo. Ahora mismo. Mientras estoy al teléfono.

Suspiro. Abro el navegador de mi ordenador y entro en la cuenta que tenemos Libby y yo abierta en el Wells Fargo.

—Ahí —dice Tad—. ¿Lo has visto ya?

Al principio creo haber cometido un error, haber accedido de alguna manera a una cuenta equivocada, la cuenta corriente de otro. Cuando entiendo que tal cosa es imposible, se me ocurre una segunda posibilidad: que el banco ha cometido un error monumental y que debo colgarle a Tad y avisar del fallo inmediatamente. ¿No es cierto que no denunciar un error bancario se considera lo mismo que un hurto y que puedes llegar a ir a la cárcel por ello? Sería lo único que me falta en el currículo, entre siete y doce años en una cárcel federal.

—Hola, campeón, ¿sigues ahí? —me reclama la voz de Tad—. ¿Estás viendo tu cuenta?

Y tanto que estoy viendo mi cuenta. La pantalla me informa de que mi saldo, que el lunes por la mañana, la última vez que pagué unas facturas, era de 22 100,12 dólares, es ahora, a las 9.36 de la mañana del jueves, de 2 022 100,12 dólares. Entre el lunes y hoy, he ganado dos millones de dólares.

—Tad —digo, intentando mantener la calma. Siento que algo en mi vida está cambiando y no a mejor. Antes de este momento, tenía temores y dudas y sospechas. Sospechaba que Tad Billups estaba implicado en… ¿cuál fue la palabra que usé cuando le expresé mis dudas a Libby? Artimañas. Pero artimañas son lo que hacen los universitarios borrachos: hacerles la petaca en la cama a los compañeros, echarles gotas de agua caliente en la muñeca mientras duermen. Dos millones de dólares en una cuenta corriente no es una artimaña. Es algo distinto. Muy distinto. Es algo que está relacionado con billetes metidos en bolsas de basura, con directores ejecutivos desaparecidos, con mafiosos rusos—. ¿Qué es esto, Tad?

—¿Qué te parece que es, machote? Es dinero.M-O-N-E. Money.

—Se te ha olvidado la «Y».

—En el dinero no hay un «¿Y?», Jimmy. ¿Entiendes?

—No.

—Bueno, pues te lo diré de otra manera. Esta es mi forma de darte las gracias. De decir: buen trabajo. Sigue así.

—Pero no estoy haciendo un buen trabajo. No puedo salvar esta empresa, Tad. No puede ser salvada.

—Creo que ya debes de saber —y hace una pausa— que no era a eso a lo que me estaba refiriendo. No es eso lo que me preocupa.

—¿Y qué es lo que te preocupa?

—Vamos, Jimmy —dice Tad, y por primera vez oigo a un ser humano al otro lado de la línea. Es la voz de un viejo amigo, un hombre que comenzó a la par que yo, hace mucho tiempo, pero cuya carrera ha sobrepasado desde entonces a la mía. Es la voz de la compasión, el altruismo y la paciencia; la voz de un hombre que ha frenado por mí, solo un momento, y que ha extendido la mano una última vez para ayudarme. Continúa—: Eres muchas cosas, Jimmy. Eres un borracho, eres un putero y nunca dices que no a una raya si te invitan en una fiesta. Pero no eres estúpido. ¿Verdad que no?

—No.

—¿Verdad que no? —pregunta de nuevo Tad.

—No.

—Muy bien, pues.

Un largo silencio. Me está llamando desde el móvil. La conexión tiene esa cualidad tipo «mensaje por radio desde la luna», pero no se oye ruido; no me llama desde un coche en marcha ni desde una transitada acera. Está sentado en una habitación en algún sitio, una habitación tranquila, con la puerta bien cerrada. Está a solas.

—Esto es lo que quiero que hagas —dice con suavidad—. Esa encantadora esposa tuya… Es una chica adorable y debo decirte que, si no la quieres, me la quedaré yo. Quiero que cuelgues el teléfono y te subas al coche y conduzcas hasta el Bloomingdales más cercano. Tendrán Bloomingdales ahí abajo, ¿verdad, Jimmy?

—No estoy seguro.

Algo tiene que haber. Tengan lo que tengan, conduce hasta allí. Y cómprale a tu esposa algo maravilloso. ¿Qué crees que le gustaría?

—Un nuevo marido.

Na-ah —dice Tad, chasqueando la lengua—. No puede ser. Está atada a ti. Y tú estás atado a ella. Así que haz lo correcto, por una vez. Cómprale algo caro. Bah, a la mierda con Bloomingdales. Ve a un concesionario Mercedes y cómprale uno de esos descapotables. ¿Le gustan los Mercedes?

—Supongo.

—¡Pues claro que sí! A todas las mujeres les gustan los Mercedes. Les encanta conducir por ahí con la capota bajada y tomando el sol mientras el marido está trabajando. Les recuerda por qué soportan al muy gorrino cuando se apagan las luces.

—No puedo aceptarlo, Tad.

—Aceptar ¿qué?

—El dinero.

Otro largo silencio.

—¿Por qué no?

Ciertamente, ¿por qué no? No sé muy bien qué responder. Antes de esta mañana, cuando únicamente tenía la sospecha de que en Tao estaban teniendo lugar actividades ilegales, únicamente era un espectador. Quizá un espectador alentado a mirar hacia otro lado, pero espectador en cualquier caso. Aceptar este dinero me convierte en otra cosa. En un cómplice. Dos millones de dólares en mi cuenta corriente. Exactamente la mitad de la cantidad que ha desaparecido de las arcas de la empresa.

—Escucha, socio —dice Tad. Su elección de la palabra me provoca un escalofrío. «Socio»—. Esto es lo que debes comprender: eres un hombre de negocios. Yo soy un hombre de negocios. Todo son negocios. Y en los negocios hay un toma y hay un daca. En este caso, yo voy a darte algo y tú lo vas a tomar.

—Tad…

—Escucha —me interrumpe bruscamente—. No he terminado. —Más tranquilo—: Cuando este encargo toque a su fin, habrá otras empresas. Empresas más grandes. Eso es lo mejor de tu especialidad, Jimmy: el número de debilidades humanas es ilimitado. ¡Siempre habrá basura por limpiar! Y después de Tao, tendrás un buen historial. Obtendrás encargos más grandes. Encargos más importantes. Yo te ayudaré a conseguirlos. Por ahora, limítate a no decir nada y a contentar a todo el mundo.

—¿Quién es todo el mundo? —pregunto, repentinamente envalentonado—. ¿Quién? ¿Tú y quién más?

—Mis socios —dice Tad.

—¿Quiénes son tus socios?

—Ya lo sabes —dice Tad en voz baja y gélida.

Conozco a los otros tres socios de Tad en su fondo de inversiones, Bedrock Ventures. Les he intentado vender mis disparatadas ideas empresariales a los tres, he compartido juntas de empresa con ellos y (cuando las cosas iban realmente mal) les solicité desesperados almuerzos de negocios. Está Steve Burnham, un empresario especializado en software graduado en el MIT, que ganó doscientos millones de dólares vendiéndole una start-up mierdosa a Yahoo exactamente un año antes de que Yahoo cerrase la unidad declarándola inútil. Está Biram Sanjay, el exconsultor de BCG cuya área de especialización, por lo que he podido adivinar basándome en mi interacción con él, es aparecer en reuniones de junta, dibujar cuatro cuadrados en la pizarra y decirles a los directores ejecutivos que deberían «ascender al cuadrante superior derecho». Y está Tench Worthington, apodado (a sus espaldas, por supuesto). Tench Guarrington; graduado en Harvard y máster en administración y dirección de empresas, linaje que se remonta hasta el Mayflower y nariz de estatua romana, cuya función en Bedrock Ventures es la de una llave multiusos: abre cantidad de puertas —en fundaciones, fondos de pensiones, empresas familiares— y convence a gente importante para que firme cheques.

Cada uno de los socios de Tad es insufrible a su manera, y ninguno de ellos es un individuo con el que me gustaría malgastar una hora de mi vida. Pero ninguno de ellos es un criminal. Y ni uno solo de ellos se habría sumado a este plan: extraer dinero de una inversión de Bedrock para meterlo en los bolsillos de Tad y míos. Después de todo, ese dinero es su dinero. Los dos millones que ahora poseo han venido de ellos.

—Tad —pregunto de nuevo—, ¿para quién trabajas?

—Demasiadas preguntas, machote. —Una pausa—. Preguntas peligrosas. N’est-ce pas?

—Tad…

—Escucha, amigo mío. Los hombres como tú, ¿cuántas oportunidades crees que soléis tener? ¿Dos? ¿Tres? ¿Cinco? ¿Por qué número vas tú ya, en cualquier caso?

—Quizá por la décima.

—Quizá por la décima —me imita, poniendo voz afeminada—. Di más bien doce o trece. Y esta es la definitiva, Jimmy. La última parada en el Expreso del Fracaso. ¿A ver si lo adivinas, colega? Ya no te puedes permitir el lujo de elegir tus empleos. Acepta lo que venga. Lo cual implica aceptar a la gente que venga con ello. Yo, mis socios, toda la pesca. Somos un juego completo.

—Solo estoy preguntando quiénes son.

—Y yo solo te estoy diciendo que dejes de preguntarlo. Ahora escucha, debo colgar. Tengo una cita. Me voy a hacer la manicura, aunque te cueste creerlo. ¿Crees que eso me hace parecer gay? Espero, espero sinceramente, que dejes de ser tan curioso. Esto no es un juego, Jimmy. La gente de la que estamos hablando… no son gente de Silicon Valley. No se han dejado comer el coco. No se tragan la chorrada esa de «hagamos muchas preguntas para ver si podemos mejorar como personas cuestionando todas nuestras asunciones». A esta gente no le gustan las preguntas. Así que no las hagas.

—¿Fue eso lo que le pasó a Charles Adams?

—¡Me cago en la hostia, Jimmy! —grita Tad—. Te pido que dejes de hacer preguntas y ¿tú qué haces? Otra pregunta. Recuerda lo que te he dicho.

—Que no haga preguntas.

—No, cerdo misógino. Que le compres un Mercedes a tu mujer. Si no tienes claro el color, tira por el negro. Conjuntará de maravilla con el pelo de Libby.

—De acuerdo, Tad.

Ciao, campeón.

Antes de que pueda decir ciao, se corta la comunicación y Tad ya no está.