24

Esa noche vuelvo a ver a Cole, pero esta vez el sueño es distinto.

Estoy en una casa. Subiendo unas escaleras. La luz de la luna me muestra el camino, filtrándose a través de los postes de la barandilla para derramarse frente a mis pies. Desde el descansillo parte un corredor. Oigo la risa de un niño, salpicando en el agua. Me dirijo hacia el ruido. Mis pies no levantan ningún sonido en el pasillo enmoquetado. ¿Por qué camino como si estuviera acechando? A mi alrededor todo es oscuridad. Al final del pasillo, llego hasta una puerta cerrada. Por debajo asoma una fina rendija de luz amarillenta. Por detrás, el sonido de la risa de un niño pequeño.

Abro la puerta. Cole está en la bañera. Está vivo, sentado y sonriente, jugando con un barquito rojo de plástico. Debo de haberle sorprendido. Me mira y deja de jugar.

Su rostro adopta una expresión confundida. Después asustada. No me reconoce. ¿Quién es este hombre que me observa desde la puerta?

Abre la boca. Grita.

Me despierto con mi propio grito estrangulado en la garganta.

Libby está durmiendo a mi lado, respirando lentamente, una sombra oscura prácticamente inmóvil sobre la cama. Las ramas del roble golpean contra los vidrios de la ventana.

—Libby —susurro.

No hay respuesta.

—¿Libby? —Su respiración se entrecorta, después vuelve a comenzar. No se ha movido, pero sé que ahora está despierta. Escuchando—. Lo siento, Libby —digo—. Siento todo lo que he hecho. Todo lo que nos he hecho perder.

Libby guarda silencio. Aunque está de espaldas a mí, de algún modo puedo imaginarla. De algún modo sé exactamente cuál es su apariencia. Está despierta. Con los ojos abiertos. Mirando fijamente la oscuridad.

Quiero decir más. Quiero hablarle del sueño, sobre cómo mi propio hijo no me ha reconocido. Y cómo, en ocasiones —como esta noche— no me reconozco a mí mismo. Cómo soy incapaz de dejar de ser un monstruo.

Pero las palabras no llegan. Las pienso. Las oigo en mi mente. Deseo pronunciarlas en voz alta. Pero nada surge. Al cabo de un par de minutos de permanecer sentado en la cama, enmudecido, vuelvo a recostar mi cabeza junto a la de mi esposa. La escucho respirar.

Y pronto estoy durmiendo.