Durante el trayecto de regreso a casa, no hablamos sobre lo sucedido en el restaurante. Libby permanece inmóvil en el asiento del pasajero con la vista clavada en el parabrisas y esa expresión con la que tanto he llegado a familiarizarme durante la última década. Significa: puede que esté sentada a escasos centímetros de ti, pero que ni se te ocurra dirigirme la palabra.
De modo que guardo silencio mientras conduzco, trasteando con la radio, intentando sintonizar una emisora que sea a la vez inocua y relajante. Finalmente me decido por una de música cristiana contemporánea —un estilo que ocupa prácticamente todos los canales del dial— y escuchamos una canción sobre Jesucristo y su amor hacia todos los hombres. El trayecto transcurre con rapidez.
De nuevo en casa, Libby vaga por la planta baja llevando a cabo sus rituales nocturnos: enderezando los cojines del sofá, quitándoles el polvo a las encimeras, poniendo en marcha el lavaplatos, comprobando que las puertas correderas del patio estén cerradas con llave. Está retrasando lo que inevitablemente debe suceder a continuación: quedarse a solas conmigo sin distracciones a nuestro alrededor.
La sigo de cuarto en cuarto, a una distancia prudencial, esperando el momento adecuado para hablar.
Al final, cuando ha terminado de enderezar y limpiar y no quedan tareas pendientes, digo en voz baja:
—¿Quieres hablar de ello?
Libby levanta la mirada, como sorprendida de que esté en el cuarto con ella.
—Hablar ¿de qué?
—Sobre lo que ha sucedido esta noche.
—No.
—Porque te has comportado de una manera un poco… —me detengo. He estado a punto de decir «rara», pero en el último momento decido que puede que interprete la palabra como una provocación, de modo que digo—: Como si estuvieras triste.
Libby me mira. Tiene los ojos cansados, los párpados hinchados. La expresión de su rostro es más que triste. Es la de alguien completamente descorazonado.
Digo:
—Estabas pensando en… él. —No puedo pronunciar el nombre de Cole en su presencia. Es algo que nunca hemos discutido formalmente, nunca lo hemos acordado explícitamente; pero un día me di cuenta de que tanto ella como yo llevábamos mucho tiempo sin decirlo; y después, cada día que pasaba, se volvía más difícil pronunciarlo.
—Sí —dice—. Cuando han empezado a hablar de sus hijos, yo… —Menea la cabeza—. Bueno, no importa.
Me acerco a ella y la abrazo con afán protector. Amo a esta mujer y amo todos sus defectos y toda su maledicencia y su severidad para conmigo. Se ha mantenido fiel a mí, a pesar de todo, a pesar de las cosas que he hecho, de todo lo que he destruido, de todo lo que le he arrebatado.
Libby permanece inmóvil, rígida y agarrotada entre mis brazos.
—Te quiero —digo—. Siento haberte arrastrado a esa cena. No te apetecía ir.
Silencio.
—Y siento haberte arrastrado hasta aquí. A Florida.
Todavía ninguna respuesta.
—Vamos arriba —digo, levantándole con suavidad la barbilla para que me mire a la cara—. Hagamos el amor.
Libby me mira fijamente. Su expresión no es amorosa; de eso estoy seguro. Ni siquiera es particularmente conyugal. Sin embargo es una expresión que me resulta familiar; ya la he visto con anterioridad. La he visto en las caras de otros hombres aquella noche que pasé en la cárcel. Es la mirada mortecina y vidriosa de un prisionero, una mirada de indefensión, una expresión que dice: haz conmigo lo que quieras.
—Estoy muy cansada, Jimmy —dice Libby en voz baja, sin hacerse demasiadas esperanzas.
—Vamos —repito, en un tono de voz todavía cariñoso, pero con mayor firmeza—. Sube conmigo. —Le tiro de la mano.
Libby me deja que la conduzca escaleras arriba, hasta el oscuro dormitorio. No me molesto en cerrar la puerta ni en echar las persianas. En el exterior, más allá de las ramas del roble, diviso la casa de nuestro vecino. Al otro lado de la calle, la luz del desván del velociraptor está encendida. ¿Qué estará haciendo un miércoles por la noche en su desván?
—Ven aquí —digo, y atraigo a Libby hacia mí. Le quito la camiseta pasándosela por encima de la cabeza y dejando que caiga al suelo. Le desabrocho el sujetador, pongo mis manos sobre sus senos. Le beso el cuello, saboreo su sal, huelo su sudor.
Libby permanece inmóvil, agarrotada, como una paciente bajo la luz de un fluorescente en la consulta del ginecólogo.
—¿Qué te pasa? —pregunto.
—Nada —dice ella, hoscamente.
Le desabrocho el botón de los vaqueros y paso mi meñique amputado por debajo de la banda elástica de sus braguitas.
—No —susurra ella—. Por favor, Jimmy.
La ignoro. Le bajo la cremallera de los vaqueros y tiro de ellos hasta dejárselos a la altura de los muslos. La ropa interior baja con los pantalones. Ahora Libby está de pie, inmovilizada por los vaqueros alrededor de los muslos, con el pelo púbico al descubierto.
—Por favor —dice, en voz más alta. Me empuja para apartarme.
—¿Y ahora qué? —pregunto, perdiendo finalmente la paciencia—. ¿Ahora qué?
Libby desvía la mirada, hacia el ventilador de teca del techo que gira perezosamente en mitad de la habitación.
—Simplemente estoy cansada, Jimmy —dice en voz baja—. ¿No te parece bien? ¿Que esté cansada?
—¿Sabes, Libby? —digo con petulancia—. Sería agradable que de vez en cuando te comportaras como mi mujer.
Habiendo dicho esto, salgo de estampida en dirección al cuarto de baño, dando un pequeño portazo. Ahora me toca a mí hacerme el melodramático.
Dejo que el agua fría corra sobre el lavabo, me mojo la cara. Me contemplo en el espejo.
Intento hacer lo imposible: evaluar mi aspecto con completa sinceridad. El pelo, áspero y encanecido en las sienes; la nariz, no demasiado grande pero en cualquier caso torcida, debido a algún tropezón o a alguna pelea a puñetazos olvidada entre las brumas alcohólicas.
No soy un tipo feo. Pero tampoco soy atractivo. Poseo uno de esos rostros que, cuando las mujeres quieren ser amables, dicen que «revela carácter». Pero el carácter que revela depende por completo de la historia que lo acompañe. Hace tiempo, cuando conocí a Libby, cuando era un joven ejecutivo pujante, cuando Libby y yo entrábamos juntos en un restaurante, cuando llegábamos a casa tras un largo día y nos quitábamos mutuamente los pantalones de un tirón, este rostro habría contado la historia de un hombre de negocios de futuro brillante, un joven con talento y ambición frente al que el mundo se habría desplegado dispuesto a ser tomado.
Ahora, las arrugas marcadas, la nariz torcida e incluso el muñón del meñique cuentan otra historia: una historia de desgaste, disipación y deterioro. Y de fracaso.
El agua gorgotea en el desagüe. Al otro lado de la puerta del cuarto de baño, oigo ruido. Cierro el grifo y por los pelos detecto el último eco de un teléfono sonando en el dormitorio. Libby está hablando con alguien. Intento escuchar, distinguir el sonido de un susurro entre amantes, de una aventura secreta, de un apresurado «tengo que colgar». Pero lo único que oigo son respuestas de una o dos sílabas: «sí» o «lo sé» o «por favor, no» o «vale».
Abro la puerta del baño justo cuando Libby está colgando el auricular del teléfono sobre la cómoda. No es el gesto de una mujer culpable. No está intentando ocultarme el teléfono ni el hecho de que estaba hablando por él.
—¿Quién era? —pregunto.
Libby me mira un largo rato antes de responder. Finalmente dice:
—El vecino.
—¿Qué vecino? —pregunto, aunque lo sé.
Libby señala con la barbilla, más allá de la ventana del dormitorio, más allá del retorcido roble, hacia la casa al otro lado de la calle. Cuando me vuelvo para mirar, estoy esperando encontrarme al velociraptor, con unos prismáticos, saludando con la mano desde la ventana de su desván. Pero ahora la luz del desván está apagada y la casa a oscuras.
—¿Qué quería?
—Nada. Dice que nos habíamos dejado la puerta del jardín abierta. La ha cerrado por nosotros mientras estábamos cenando.
—Muy amable de su parte —digo—. ¿Habías hablado antes con él?
—En realidad no —dice.
—¿En realidad no? —repito. Una extraña respuesta para una pregunta sencilla—. ¿Cómo se llama?
—No lo sé —dice Libby. Y después, súbitamente—: Ven aquí.
—¿Por qué?
—Ven aquí.
—Libby —empiezo, deseando hacerle más preguntas sobre el vecino, sobre lo que le ha dicho al teléfono, cuán a menudo han hablado él y Libby… y sobre por qué motivo.
—Chis —dice ella. Se acerca hasta donde estoy yo, junto a la puerta del baño—. Quiero chuparte la polla.
Me besa en los labios, fuerte, con una desesperada locura, y noto sus dedos desabrocharme con destreza el cinturón, aflojarme la cremallera, bajarme los pantalones.
Se arrodilla en el suelo, delante de mí.
—Olvídalo, Libby —digo—. No es necesario.
—Sí que es necesario —me corrige—. Es muy necesario.
Empieza a chuparme. Libby me hace mamadas de vez en cuando, pero no es su actividad favorita sino más bien algo parecido a reordenar las conservas en la despensa: una de esas cosas que hace periódicamente para mantener la casa en orden, pero no algo que realmente disfrute.
Esta noche es diferente. Nunca la he visto de esta manera. Se ha vuelto voraz, como si no tuviera suficiente. Me obliga a entrar en su boca, me agarra del trasero y tira con fuerza, haciéndome llegar más hondo. Gime algo, pero sus palabras resultan ininteligibles.
—Libby —digo—, olvídalo. Está bien. —Parte de mí quiere rechazarla, apartarme para que no pueda arreglar las cosas, no así de rápido, no de esta manera. Pero mi parte reptiliana, el animal, se niega a separarse. Ni hablar.
La boca de Libby me suelta momentáneamente.
—¿Mejor así? —pregunta—. ¿Mejor así? —Y después vuelve a empezar, con más violencia. Ahora la situación comienza a ser un poco extraña. Libby mueve la cabeza adelante y atrás, violenta y espasmódicamente; sus movimientos son más epilépticos que sensuales.
Me agarro al marco de la puerta para mantener el equilibrio.
—Libby —digo—. Ya está bien. Para.
Pero me gusta. Y no quiero que pare. En realidad no.
La boca de Libby vuelve a liberarme.
—¿Mejor así? —dice, prácticamente gritando—. ¿Mejor así? —Y me doy cuenta de que está llorando (¿son lágrimas de tristeza?), y mirando hacia arriba; no hacia mí, sino hacia el ventilador, que gira perezosamente como un gigantesco y lascivo ojo parpadeante—. ¿Mejor así? —le grita Libby al ventilador.
Vuelve a introducirse mi miembro en la boca y mueve la cabeza de atrás adelante, como un autómata. No hay nada amoroso ni cariñoso en lo que me está haciendo. Nada afectuoso. Apenas es humano, apenas biológico; es una máquina, con engranajes, cadenas y piñones.
Pero eso no me detiene. Agarro a Libby por la nuca, primero con suavidad, después con algo que se aproxima a la violencia, y acabo en su boca, bombeando mientras le inmovilizo la cabeza. Veo que sigue mirando hacia arriba con ojos vacíos, la mirada fija en el ventilador. Al cabo de un momento, la suelto. Ella permanece de rodillas, limpiándose las lágrimas de los ojos. Después avanza a gatas hasta la cama y se echa.
—¿Eso es lo que quieres? —pregunta.
—Sí —digo con un susurro ronco.
—Pues ya has tenido lo que querías —dice Libby, y se tapa la cara con la almohada.
Miro hacia el otro lado de la calle, hacia la casa de nuestro vecino, y las luces están apagadas y no veo a nadie en la ventana.