Vuelvo a casa a las cuatro y media de la tarde, lo más temprano que he salido de la oficina desde que empecé a trabajar en Tao.
Imagino que Libby se habrá ausentado de nuevo, quizá en los brazos de un amante o para castigarme por ser un marido penoso o por haberla enviado a Florida mientras yo me iba de vacaciones a Isla Orcas o por haber dejado que nuestro hijo se ahogara.
Pero está aquí, en la cocina, guardando verduras, y la suma domesticidad del momento consigue que me avergüence por haber dudado de ella.
Sobre la mesa de la cocina descansan dos bolsas de la compra que aguardan a ser vaciadas. Una rebosa mazorcas de maíz fresco, cuyas vainas caen como hilos de seda marrón por encima del borde de la bolsa. De la otra asoma un periódico plegado, The News-Press.
Dejo las llaves del coche sobre la mesa y mi maletín en el suelo. Libby mira un momento de reojo y después continúa ordenando los contenidos del armario de la cocina.
—¿Qué tal ha ido? —pregunta para el armario.
—Sin problemas.
No se acerca para darme un beso ni para saludar. Pero al menos está hablando.
Me siento detrás de las bolsas de la compra.
—Aunque hemos tenido un pequeño incidente —digo.
Es su entrada para que pregunte algo como: «¿Ah, sí? ¿Qué tipo de incidente?», pero no lo hace. Espero. Finalmente explico:
—Sí, un tipo se ha meado en el suelo.
Libby levanta la mirada.
—Esa es nueva.
—Se ha subido a la mesa, se ha sacado la chorra y ha comenzado a mear hacia mí.
—Dios mío. ¿Y tú qué has hecho?
—Me he echado hacia atrás.
Libby se ríe. No le hablo de las amenazas de Vanderbeek ni de su pretensión de estar al tanto del desfalco cometido en la empresa. Solo serviría para volver a abrir viejas heridas y preocuparla pensando que no estoy siguiendo el programa. El programa de proteger a Tad a cualquier precio.
—¿Quién ha sido? —pregunta Libby.
—David Paris.
—¿Quién es?
—El de marketing.
—Oh, marketing —dice Libby con conocimiento de causa.
Saca el periódico de la bolsa de la compra y lo deja en la mesa delante de mí. Comienza a vaciar la bolsa, llena de latas y tetrabriks. Dos latas de guisantes Del Monte. Un cartón de caldo de verduras Swanson. Un paquete de tofu curado Nature’s Goodness. Me pregunto de pasada si no habrá invitado al Dalai Lama a cenar.
—¿No tenías una especie de teoría sobre los directores de marketing? —me pregunta mientras guarda el tofu en la nevera—. ¿Que son las personas más inestables de la empresa?
—Esa era mi vieja teoría. Ahora tengo una nueva teoría sobre los directores de marketing. Que tienen las pollas más grandes de la empresa.
—Eres un guarro.
—No he sido yo quien se ha meado en la moqueta, cariño.
Paso la mirada por el periódico que tengo delante de mí. Es plomizamente localista: un artículo sobre la elección de la junta escolar del condado de Lee, un anuncio a todo color que promete un mobiliario de salón sin gastos de entrada y un puñado de noticias de agencia. Pero un titular justo encima del pliegue llama mi atención: «Fallece en accidente de tráfico un ejecutivo bancario de 36 años».
Cojo el periódico.
Stanley Pontin, director de desarrollo tecnológico de Old Dominion Bank, con sede en Tampa, falleció debido a las heridas sufridas en un accidente de circulación acontecido el pasado jueves de madrugada. El Ford Mustang modelo 2008 de Pontin se salió de la carretera el 23 de julio aproximadamente a las dos de la madrugada. Pontin fue hallado en el interior de su coche, en un barranco a diez kilómetros de su casa. El accidente le dejó paralizado y en coma, según informó su esposa, Nadia Pontin. La policía está investigando si el alcohol o las drogas tuvieron algún papel en el accidente. Pontin telefoneó al 911 desde su coche poco antes del accidente para denunciar que los frenos no funcionaban y solicitando asistencia policial. Las pruebas de toxicología se harán públicas el viernes por la mañana.
—Qué perturbador —digo.
Recuerdo la extraña llamada de Sandy Golden, su predisposición a negociar con nosotros a pesar de que el software de Tao falló durante la demostración; y la manera en la que me hizo aquella extraña pregunta tras haber cerrado el trato: «¿Estamos en paz?».
Según las fechas recogidas en el artículo, aquella llamada tuvo lugar apenas unas horas después del accidente de Stan Pontin.
—¿Qué dice? —pregunta Libby. Está de pie detrás de mí, mirando por encima de mi hombro para ver qué artículo me ha llamado la atención.
Señalo el titular.
—Es un tipo al que conocí hace poco. Ha muerto.
—Qué terrible.
—Un tío joven. Hace una semana lo tenía sentado delante de mí en la mesa.
Los ojos de Libby recorren rápidamente el artículo.
—Conducía bebido —dice. Con lo cual implica que fue culpa suya—. Una lástima.
—Sí —digo, pero no conozco a muchos conductores borrachos que se tomen la molestia de llamar a la policía por el móvil para denunciar que no les funcionan los frenos.
Suena mi móvil. Lo saco del bolsillo y miro el identificador de llamada. PERK STILL ABGDS. El bufete de Pete Bland.
Respondo y Pete dice:
—Bueno, ¿qué tal han ido los despidos?
—Bien. Ningún problema.
—¿Sigue en pie lo de esta noche? ¿A las seis?
Mierda. Se me había olvidado. A primeros de esta semana recibí una llamada de la secretaria de Pete Bland para organizar la cena de esta noche. Supongo que la idea era que Pete me animaría tras haber pasado un día espantoso despidiendo a media empresa. Un bonito gesto, pero lo cierto es que no siento ningún espanto particular. Despedir a gente forma parte de mi trabajo. Uno acaba por desarrollar una buena coraza. Además, también identifico en la invitación de Pete un motivo cínico: el deseo por estrechar lazos con un cliente para asegurarse de que este sigue manteniendo los servicios legales de Perkins incluso durante un período de recorte de gastos.
En cualquier caso, no me importaría salir de casa.
Pete dice:
—He reservado en The Gator Hut. Vamos a llevar a nuestras mujeres, ¿verdad?
—No sé —digo—. Espera un momento que le pregunto a Libby.
Miro a mi esposa, recalcando que no he cubierto el auricular con la mano y que cualquier cosa que diga será oída por Pete.
—¿Te apetece salir a cenar con mi abogado, Pete Bland, y su esposa? —digo en voz bien alta.
Su cara agria me indica que no hay nada en el mundo que le apetezca menos. Pero siempre ha sido una buena esposa de empresario, siempre dispuesta a sacrificarse por el equipo. Pone una nota de entusiasmo en la voz y dice alegremente:
—¡Me parece una idea estupenda! —El efecto queda ligeramente reducido, sin embargo, cuando hace como que se mete un dedo en la garganta y vomita.
Al teléfono, digo:
—Libby dice que le parece estupendo. Cuenta con nosotros.
The Gator Hut es una tradición del sudoeste de Florida.
Lo sé no porque haya nacido en el sudoeste de Florida ni porque lleve dos semanas viviendo aquí. Lo sé porque un cartel sobre el restaurante lo proclama a los cuatro vientos: THE GATOR HUT. UNA TRADICIÓN DEL SUDOESTE DE FLORIDA. El nuestro es el único país del mundo en el que te puedes inventar un pasado solo con pintarlo en un cartel.
The Gator Hut está en la otra orilla del río —la orilla de los paletos—, en North Fort Myers, prácticamente el punto más al este al que puedes llegar antes de empezar a alegrarte de no ser negro. Coges la I-75 hasta Bayshore, después sigues los carteles indicadores hasta llegar a una carretera de grava y luego sigues más carteles indicadores, a medida que la grava bajo los neumáticos se va volviendo cada vez más fina hasta que al final desemboca en tierra. Entonces aparcas junto al río, al final de un largo camino de entrada. Ahí es donde encontrarás The Gator Hut. El restaurante es una chata caja de madera que se asoma al río sobre vigas voladizas, bajo una carpa de robles cubiertos de musgo español.
Libby y yo aparcamos el Jeep. El aparcamiento se encuentra a unos cincuenta metros del restaurante. Pasamos delante de un pequeño estanque rodeado por una verja. Un par de curiosos observan a través del alambre.
Sigo su mirada. El estanque está embarrado y apenas tiene profundidad. En el centro hay una isla de cemento, de cuatro metros cuadrados, sobre la que descansan cinco caimanes calentándose las panzas sobre el hormigón. Los caimanes nos miran perezosamente. Un cartel en la valla anuncia: DEN DE COMER A LOS CAIMANES – CARNE INCLUIDA – 5$.
Cerca, una adolescente con una camiseta de «Gator Hut» aguarda sentada sobre una nevera portátil, observándonos igual de apática que los caimanes.
—¿Quieres darles de comer a los caimanes? —le pregunto a Libby.
—No.
—Carne incluida —añado tentadoramente.
—¿La carne de quién? —pregunta ella.
—No estoy seguro. —Me giro hacia la adolescente—. ¿De quién es la carne?
—De vaca —dice ella, masticando chicle morosamente.
Le tiendo un billete de cinco. Ella abre la nevera portátil y me entrega un paquete envuelto en papel de periódico.
—Cuidado con los dedos —dice.
Nos acercamos al perímetro de la valla, junto a una familia de cuatro (madre, padre, dos hijos), cada cual más rollizo que el anterior, como una versión en paleto de las muñecas matrioshka. Los críos meten los dedos a través de la verja, dejando caer pelotas de carne picada cruda al suelo. Pero los caimanes permanecen perfectamente inmóviles, descansando en su isla de cemento a una docena de metros de nosotros, observando la carne con frío desinterés reptiliano. O bien ya están saciados con docenas de kilos de carne picada o están más interesados en los dos niños porcinos, por el momento más allá de su alcance, y prefieren aguardar su oportunidad.
—No son muy activos, ¿no? —le pregunto al padre.
—Todavía no, pero cuando se mueven, se mueven rápido. Son los animales más agresivos de la Tierra.
—¿No me diga? —Me giro hacia Libby—. Toma, cariño. —Abro el papel de periódico y le tiendo una pelota de carne cruda.
Libby pone expresión de asco.
—Vas a pillar la salmonela.
—No me la voy a comer. Es para los caimanes.
—Espero que luego te laves las manos —dice Libby.
—Si no lo hago después de cagar —explico—, ciertamente no pienso hacerlo después de darles de comer a los caimanes.
Me doy cuenta de que, de un tiempo a esta parte, Libby no es una persona demasiado divertida. Ahora que lo pienso, lleva un par de años sin serlo. De modo que me rindo y decido alimentar a los animales yo mismo. Empujo una gran pelota de carne picada a través de la tela metálica de la valla, viendo cómo sale por el otro lado como si fuese plastilina.
La carne cae al suelo. Lo inesperado del movimiento de los caimanes me sobresalta. Cuatro de ellos saltan desde la isla de cemento, desaparecen en el agua y después reaparecen, a escasos centímetros de mí, al otro lado de la valla. Se pelean por la carne, dando latigazos con las colas, chasqueando las mandíbulas. Oigo el crujido de sus dientes al morder. Cuando miro hacia el lugar en el que había caído la carne, esta ha desaparecido.
—¿Has visto eso, papá? —grita excitadamente el niño gordo.
—Sí —dice el padre, al parecer nada impresionado.
Le tiendo el resto de la carne picada al chaval.
—Aquí tienes —le digo. Con gran solemnidad, añado—: Pero quiero que compartas esta carne cruda con tu hermana.
—Gracias, señor —dice el chico.
Libby y yo les dejamos y entramos en The Gator Hut para ir al encuentro de Pete Bland y su esposa. Una vez dentro, hago lo que Libby me pide y me lavo las manos en la pila del cuarto de baño. Cuando regreso al recibidor, veo a Pete Bland de pie junto a la puerta, abrazado a la cintura de una rubia despampanante.
Mi mirada se cruza con la de Pete. Me saluda con la mano. Cojo a Libby y la guío hacia el abogado y la rubia. Pete viste vaqueros y un polo. Parece incluso más joven de lo que recordaba, ahora que no lleva traje. Su esposa parece más joven aún, puede que ni siquiera haya cumplido los treinta.
—En punto —dice Pete—. Jim, te presento a mi esposa, Karen.
—Encantado de conocerte —digo, esforzándome por mantener la mirada clavada en su rostro. No es fácil, teniendo en cuenta el cuerpo al que va unido.
—Lo mismo digo. He oído hablar mucho de ti —dice Karen, ofreciéndome la mano. Tiene un afable, encantador acento sureño que sitúo en algún punto entre Savannah y Charleston.
—Sí —digo—. Soy el pardillo que aceptó el puesto en Tao.
Karen se echa a reír.
—¡Eso es exactamente lo que me dijo Pete!
Les presento a Libby, que responde con una sonrisa torva y fríos apretones de mano, como si estuviéramos conociendo al director de una funeraria. Salimos a la terraza, donde encontramos una mesa con vistas al río. En el centro de la mesa hay un gran agujero redondo bajo el que aguarda una papelera.
—Es para las pinzas —explica Pete, mientras nos sentamos—. Chupar y tirar.
—Curioso —digo—. Ese era mi apodo en el instituto.
Cuando llega la camarera, Pete, Libby y Karen piden una ronda de cervezas. Yo me inclino por un té helado. Pete me mira de reojo.
—Estoy intentando rebajar un poco —explico.
—Bien por ti —dice Pete. Pero ahora lo sabe. Sé que lo sabe.
Pedimos raciones «coma-cuanto-pueda» de patas de cangrejo y pronto llegan las primeras, ardientes y humeantes, desbordando los cuencos de madera en los que las sirven como gigantescas patas de insectos alienígenas.
Me sorprende mi propia hambre. Parto las patas vorazmente y raspo el interior del caparazón con un endeble tenedor de plástico. Mientras ataco la segunda pata, el tenedor se parte en dos. No importa, sigo hurgando con el trozo que me queda, blandiendo el cubierto roto como si fuese la improvisada arma de un presidiario. Hundo la carne en mantequilla fundida y la engullo entera. Diez mil años de civilización humana se desprenden de mí mientras succiono articulaciones de artrópodo y farfullo para mí: «Joder qué buenos, joder qué buenos», una y otra vez.
Parto una pata y una salpicadura de agua salada atraviesa toda la mesa hasta impactar contra el ojo de Karen.
—Ay —dice ella, guiñando el ojo.
—Creo que tu mujer me está guiñando el ojo —le digo a Pete.
—No serías el primero —replica él tranquilamente, chupando una pata. Le da un trago a la cerveza—. ¿Qué te parece? —pregunta.
—De primera —digo—. Están de primera.
—Sí, Karen y yo venimos un montón con Kyle y Ashley. A la menor excusa.
—¿Kyle y Ashley? —pregunto.
—Nuestros hijos —dice Karen con una expresión deslumbrante. Tiene el rostro de un ángel que resplandece ante la mención de sus críos—. Cuatro y seis años.
—Gracias a Dios por las canguros —musita Pete.
—Ellos no comen cangrejo —continúa Karen—, pero les encanta darles de comer a los caimanes.
—Unos bichos impresionantes —digo—. Los caimanes, quiero decir.
—¿Y qué hay de vosotros? —pregunta Karen—. ¿Tenéis hijos?
Es una pregunta que surge inevitablemente, y supongo que ya debería de estar preparado para ella, pero en cualquier caso siempre me sienta como un directo al estómago.
—No —digo, intentando mantener una expresión tan plácida como un lago de montaña. Ni tristeza ni dolor—. No tenemos hijos.
Miro de reojo a Libby. Tiene la vista clavada en la mesa, puede que rabiando, sin duda odiándome por lo que hice. Por permitir que Cole se ahogara. Por colocarme y dejarlo solo en la bañera.
Pete (Dios le bendiga) percibe que algo va mal e intenta rescatarme.
—De todos modos —dice, limpiándose la mantequilla de los labios con una servilleta arrugada—, cuéntame: ¿cómo os conocisteis Libby y tú?
—Oh, es una historia muy romántica —digo, aliviado de poder cambiar de tema, a pesar de que sea a otro que también atañe a mi mujer. Me vuelvo hacia ella—. ¿Por qué no se lo cuentas, cariño?
Libby me mira con recelo.
—¿Por qué no se lo cuentas tú?
—Tú primero —digo.
—Tú primero —replica ella.
—Está bien —digo.
No es la primera vez que Libby se muestra hosca y poco comunicativa en público. Pero me resulta extraño que se niegue (se niegue en redondo) a contar la historia de cómo nos conocimos. Como si quisiera borrarme de sus recuerdos. O a lo mejor es que ya lo ha hecho.
—Libby era mi camarera —digo.
Karen ríe y aplaude con las manos llenas de grasa.
—¡Eso es maravilloso! ¿Qué solía servirte, Jim?
—Escocés —digo con demasiada alegría. Incluso el nombre de la bebida me causa efecto—. Bueno, lo cierto es que no me acuerdo. Creo que era escocés.
—Si no lo recuerdas —medita Pete—, es que probablemente lo era.
—La invité a salir cuatro veces —digo.
—¡Cuatro veces! —exclama Karen—. ¡Fuiste insistente!
—Sí que lo fui. Otra cosa no, pero pertinaz sí que lo soy. Hay que intentarlo las veces que haga falta. —Me vuelvo hacia Libby—. ¿Recuerdas lo que me dijiste la primera vez que te invité a salir?
—No.
—«Vete al infierno» —digo—. Quiero decir, que eso fue lo que me dijo.
Karen se ríe educadamente.
—Si todas las mujeres respondieran con la misma sinceridad que tu esposa, creo que la raza humana se habría extinguido hace mucho.
—Ya te digo —dice Pete, pero sigue ocupado con sus patas de cangrejo, sorbiendo con gran intensidad, y estoy bastante seguro de que no ha prestado demasiada atención a nada de lo que hemos dicho los demás.
—Y la segunda vez que la invité a salir —continúo—, Libby se limitó a reírse de mí. «¡Muy gracioso, Jimmy!». Eso fue lo que me dijo. «¡Muy gracioso!». Como si estuviera bromeando.
—Pero no era broma —dice Karen.
—No lo era, no. Pero al parecer tenía que convencerla de lo contrario. Ahora espera a que haga memoria. El intento número tres… —Levanto la mirada hacia el cielo, teatralmente, fingiendo recordar aquel lejano incidente—. Intento número tres: Libby estaba en la barra, sirviéndome una copa, y le susurré al oído.
—¿Y? —pregunta Karen—. ¿Qué te dijo?
—Nada. Hizo como que no me oía. —Me lo pienso mejor—. O a lo mejor es que de verdad no me oyó. Era un bar muy ruidoso.
—Van tres —dice Karen—. Has dicho que fueron cuatro intentos. ¿Cómo lo lograste al fin?
—La última vez… bueno, esa fue mágica. —Me vuelvo nuevamente hacia Libby—. ¿Quieres contarles tú cómo fue? ¿Cómo empezamos a salir al fin?
Mi esposa me mira con una expresión curiosa. No es de enfado, exactamente. Ni siquiera de irritación. Más bien algo de… ¿podría ser miedo?
Libby se levanta demasiado rápido de la silla, volcando su cuenco de mantequilla, que se derrama lentamente sobre la mesa en dirección a Karen y a Pete.
—Oh, cielos —dice Karen, retrocediendo elegantemente—. Deja que te ayude —añade, echando unas cuantas servilletas sobre la mantequilla derramada. Después le tiende una limpia a Libby.
—No —dice Libby, demasiado alto—. Estoy bien.
Se da media vuelta y se marcha.
Los tres la vemos alejarse, atravesando casi a la carrera la terraza hasta perderse en el interior del restaurante.
Pete dice:
—¿Está bien? —Todavía tiene una pata de cangrejo en la boca y no parece demasiado preocupado.
—A lo mejor solo es una emergencia femenina —sugiere Karen.
—Oh —dice Pete—. Oh.
—Debería ir a ver qué pasa —comento tibiamente. Medio deseando que me pidan que no lo haga.
—Siéntate —dice Pete—. Cómete otra pata. Libby está bien.
Decido que adoro a Pete Bland y que continuaré teniéndolo como abogado de la empresa todo el tiempo que pueda.
Los tres seguimos comiendo y Karen me cuenta cómo conoció a Pete («en un evento empresarial», signifique lo que signifique eso) y cómo fue amor a primera vista.
—Después me conoció —dice Pete—, y a partir de ahí todo fue cuesta abajo.
Los dos se echan a reír al mismo tiempo. Incluso sus risas suenan extrañamente similares, pequeños ronquidos rítmicos que surgen de sus narices manchadas de mantequilla. Karen empuja juguetonamente a Pete con el hombro.
Es en este momento cuando siento la punzada de algo parecido a la tristeza al darme cuenta de lo diferente del suyo que es mi matrimonio, lo distinta a Karen que es mi esposa. Libby está escondida en el cuarto de baño, enfurruñada debido a lo que debe de haber percibido como un desaire mío, del cual ni siquiera soy consciente ni probablemente llegue a serlo jamás.
Como si le acabaran de dar la entrada, Libby regresa a la mesa. Trae la expresión de un boxeador que se prepara para un nuevo y brutal asalto.
—¿Estás bien? —pregunto.
—Sí —dice ella—. Solo necesitaba un minuto.
Todos seguimos comiendo en silencio y dejamos que pase el momento.
Pete se termina un segundo plato de patas de cangrejo y tira los restos por el agujero del centro de la mesa.
—Eh, qué buena idea —digo—. Deberíamos hacer un agujero de estos en la mesa de nuestra cocina, Libby.
Mi mujer sonríe lánguidamente.
—¿Quién necesita un agujero? —dice Pete—. En casa, Karen y yo los tiramos al suelo y punto.
Pronto la conversación se divide en dos; los hombres hablan de negocios —los despidos, las perspectivas de rescatar la empresa (no demasiado buenas, le confieso a Pete)— y las mujeres charlan de sus cosas. Mantengo una oreja medio atenta a su conversación entre murmullos sobre Florida y el calor, sobre las mejores playas y las conchas de Sanibel, sobre la posibilidad de ir de compras a Naples.
Pronto llega una tercera ronda de patas. Mientras como, observo a Libby despachar metódicamente las suyas. ¿Hay algo más excitante que ver a tu esposa succionar la carne de una pata de cangrejo? Las cosas vuelven a parecer normales y casi perdono a Libby por el modo en el que se ha comportado esta noche; casi la quiero más por ello. Mi frágil, volátil e inteligente esposa. Después de todo, solo ha sido Libby comportándose como… Libby.
Al final nos acabamos tres raciones cada uno, y cuando nuestra camarera nos pregunta si estamos preparados para un cuarto plato, todos levantamos la mano en gesto de rendición.
—No más —digo yo en español.
Nos aseamos con unas toallitas del tamaño de un sello y aroma a limón, un cortés «obsequio de la casa» (según nos explica graciosamente la camarera al repartírnoslas). Rechazamos la tarta de pacanas que nos ofrece de postre y Pete y yo nos repartimos la cuenta. Todo el festín cuesta menos que el importe de cuatro tacos de pescado en San Francisco. Alguna ventaja tenía que tener el mudarse a mitad de la nada.
Salimos pesadamente del restaurante, saciados y bien engrasados, y observo a Libby desde atrás mientras ella y Karen caminan delante de Pete y de mí, más allá del estanque de los caimanes. Comparo los traseros de ambas. Debo reconocer que Libby tiene un aspecto estupendo, incluso vestida únicamente con vaqueros y una camiseta. Puede que Karen sea diez años más joven que ella, pero mi esposa mantiene el tipo. Me pregunto si Karen tendrá tan buen aspecto cuando llegue a la edad de Libby. Tal observación me resulta —por muy sexista y detestable que pueda ser— extrañamente alentadora. A lo mejor las cosas no van tan mal después de todo.
—¿DeeDee? —exclama una voz de mujer detrás de nosotros.
Karen se vuelve y lo mismo hace Pete, pero Libby ignora la voz y sigue caminando. La mujer vuelve a preguntar, en voz más alta y con más insistencia:
—¿DeeDee? ¿Eres tú?
Oímos un ruido de pisadas que se acercan hasta que ya no hay manera de ignorarlas. Una mujer, más o menos de la edad de mi esposa (treinta y muchos), pero ajada, terriblemente ajada, con grandes ojeras y el pelo rubio encanecido, corretea hacia nosotros. Libby sigue caminando, dejándonos solos a Karen, a Pete y a mí para que nos enfrentemos a la mujer.
—Disculpen —dice la mujer, mirando por encima de mi hombro hacia mi esposa, que sigue alejándose impertérrita, ignorándola—. ¿DeeDee? ¿Eres tú?
Libby no tiene más opción. Se vuelve hacia la mujer. Se planta a una docena de pasos de ella, con los hombros tensos y preparada para un enfrentamiento.
—Sí que eres tú —dice la mujer—. Lo sabía. Se lo he dicho a mi marido. «Esa es DeeDee». ¿Qué diantres estás haciendo en Florida?
Silencio incómodo. Libby observa a la mujer con frialdad. Yo también he sido objeto de esa mirada con anterioridad: es la mirada que recibes cuando le dices algo estúpido a una esposa muy inteligente. Como, por ejemplo, cuando le explicas que te has colado en una casa que no es la tuya y has encontrado dinero en el desván. Esa mirada.
La desconocida debe de ser masoquista, porque no se da por aludida ante lo que yo sé que no es sino una simple mirada de advertencia de Libby.
—Soy yo —dice la mujer—. Kimmy.
—Lo siento… Kimmy —dice Libby, escupiendo el nombre—. Pero no tengo ni puta idea de quién eres.
Algo encaja y la mujer se ruboriza.
—Oh, lo siento —dice rápidamente—. Lo siento mucho. —Nos mira a Pete y a mí y después a Karen. Retrocede. Farfullando disculpas avergonzadas y con la cara como un tomate, la mujer llamada Kimmy se refugia de nuevo en The Gator Hut.
—Qué cosa tan rara —digo.
Pete se vuelve hacia Libby.
—¿La conocías, Libby?
—No —responde Libby, volviendo una mirada venenosa hacia Pete.
Karen dice, conciliadora:
—Hoy en día no puedes ser demasiado afable con los desconocidos. Una nunca sabe qué pretenden en realidad.
Un esforzado intento por hacer que el comportamiento de mi esposa parezca aceptable. Pero está condenado al fracaso y todos lo sabemos.
En el aparcamiento, nos despedimos y prometemos repetir otro día, ya que ha sido, insiste Karen, «muy divertido».
—Cuídate —me dice Pete. Me estrecha la mano y me mira a los ojos, de hombre a hombre, con conocimiento de causa, como diciendo: «No envidio tu trabajo… ni tu vida hogareña». Me vuelvo hacia Libby, pero ya se ha marchado. La veo a veinte metros de nosotros, subiéndose al coche, deseando escapar cuanto antes.