Al día siguiente llegan los despidos.
En mi carrera como ejecutivo de rescates, he despedido a cuatrocientas noventa y seis personas. Los despidos masivos son el primer y más importante paso del proceso en cualquier reinicio empresarial.
La gente que no entiende de negocios tiene una idea equivocada sobre el capitalismo. Creen que el capitalismo es cruel y desalmado, que antepone los beneficios a las personas, que obliga a los directivos a cometer actos inhumanos y que esa falta de humanidad es el motivo de que se produzcan despidos masivos.
En realidad es al contrario. Los despidos son el resultado de un exceso de compasión. Muchos directivos llevan sus empresas como si fueran una familia y tratan a sus empleados con la misma errónea deferencia que les dedicamos a nuestros hijos e hijas. ¿Que tu hijo es un inútil de veintidós años que vive en casa y quiere ser músico? ¿Por qué no vas a permitir que siga metido en su cuarto, sin pagar alquiler mientras encuentra su camino?
Lo mismo pasa en las empresas. Mira a Cheryl, de administración. Sin duda, es una vaga y siempre equivoca las cifras, pero es nuestra Cheryl y nos compra donuts los miércoles, así pues, ¿por qué no la dejamos estar? Resulta mucho más fácil que despedirla. Después de todo, lo mismo se echa a llorar.
Y así, en la vida de una empresa, cientos de pequeñas decisiones como esta, aparentemente inofensivas, se van acumulando como placa en las venas, de manera apenas perceptible al principio, hasta que finalmente retrocedes un paso y te das cuenta de que todo el sistema está lleno de depósitos, individuos que no hacen bien su trabajo o que no muestran el más mínimo interés o que son perezosos, y muy pronto el negocio se agarrota como si estuviera sufriendo un infarto y necesita un golpe de desfibrilador para recuperar la salud.
En eso consiste mi trabajo: en desfibrilar la empresa para que recupere la salud. Hacer lo doloroso, lo necesario. Si la directiva anterior hubiera tenido el coraje de hacer lo que debo hacer yo ahora, cuando todavía estaba a tiempo, la empresa no se encontraría en esta situación. No habría necesidad de recurrir a un despido masivo. Demonios, habría beneficios de sobra para repartir aumentos en vez de hojitas rosa.
Pero, por supuesto, nadie lo ve de esta manera. Las personas que toman las decisiones difíciles son vituperadas; los cobardes cosechan halagos. Tal es la naturaleza del mundo: deseamos que las cosas fueran de una manera, lamentamos que sean de otra y culpamos de la diferencia a cualquiera menos a nosotros mismos.
El protocolo que sigo a la hora de despedir empleados es siempre el mismo, al margen de dónde me encuentre. Primero, espero a un miércoles. Los miércoles son el mejor día, tanto para los despedidos (así no se pasan el fin de semana en vilo) como para los afortunados que permanecen en su puesto (para que puedan empezar frescos al lunes siguiente, habiendo dejado atrás el trauma).
Normalmente, les informo a mitad de jornada, justo después de la hora de la comida, cuando tienen los nervios saciados, pero tampoco demasiado tarde, porque no quiero que alguien se marche temprano y se pierda la mala noticia para llegar a la mañana siguiente y encontrarse con la sorpresa de que le han vaciado la mesa sin darle explicaciones.
En algunas empresas contrato a un guarda jurado, para proteger tanto mi integridad física como la de los empleados que queden. Hoy no me molesto en hacerlo, porque Tao es una empresa de software informático y lo peor que puede pasar en una empresa de software es una andanada de insultos y, a lo mejor, el lanzamiento de un pisapapeles contra la pantalla de un ordenador.
Lo crucial en una empresa de software es impedir el robo de propiedad intelectual. El único valor del que dispone una empresa tecnológica son los códigos informáticos almacenados en sus discos duros y en unidades de cinta. Lo último que quieres es que alguien copie este software en un CD-ROM y se lo lleve consigo al salir del edificio o que lo envíe por correo electrónico. En cualquiera de los dos casos, lo más probable es que el código acabe en manos de la competencia.
Por eso, diez minutos antes de ejecutar el ERE, llamo a Darryl a mi despacho, cierro la puerta y le cuento que se avecina una ronda de despidos y que voy a necesitar su ayuda.
—Guau —dice él—. ¿Cuándo?
—Dentro de diez minutos —digo yo.
—¿Diez minutos? —repite Darryl con una exagerada mueca de sorpresa—. ¡Hostia puta!
Esa es otra de las reglas. Nunca adviertas a nadie con tiempo. Nadie es capaz de guardar el secreto. Nadie.
Le cuento a Darryl que él va a seguir trabajando en Tao y que se hará cargo del puesto de Randy como director de ingeniería.
—¿No me joda? —dice él.
—Cuando salgas de este despacho, quiero que te dirijas a la sala de servidores. Sin dilación. Corta la red de área local de modo que nadie pueda enviar correos ni archivos. ¿Puedes hacerlo?
—Jo, claro.
—Quiero que interrumpas los protocolos RDP, SSH y telnet. ¿Lo has entendido?
—Sí.
—Y cuando hayas hecho eso —continúo—, quiero que cambies las contraseñas de todos los usuarios del sistema. Nadie debería tener acceso a su cuenta a partir de ahora. No le cuentes a nadie lo que estás haciendo. Simplemente hazlo. Escoge una contraseña aleatoria diferente para cada cuenta. Anótalas todas en una tarjeta. No hagas copias de ninguna de estas nuevas contraseñas. Tráemelas directamente a mí.
—Vale.
—¿Alguna pregunta?
—Necesito la contraseña root.
—¿Quién tiene la contraseña root? —digo, pero no espero la respuesta—. Randy.
Darryl asiente.
—Hazle venir. Puede ser el primero.
Un minuto más tarde, Darryl regresa con Randy Williams, director de ingeniería. Ese es su título, al menos durante otros treinta segundos.
El rostro redondo —típico del Medio Oeste— de Randy todavía conserva esa enorme expresión neutra del ternero que va al matadero, pero veo que en sus ojos comienza a formarse un destello de conocimiento.
—Siéntate —le digo a Randy, señalando una silla delante de la mía.
Darryl se dispone a salir del despacho.
—Quédate, Darryl —le digo—. Cierra la puerta.
Darryl obedece.
A Randy, con una voz firme pensada para transmitir el mensaje de que no voy a aceptar la más mínima resistencia, le digo:
—Randy, quiero que me des la contraseña root de nuestra red. Apúntala aquí.
Deslizo mi libreta por encima de la mesa, acercándosela.
Este es el momento en el que se da cuenta de lo que está sucediendo. Mira la libreta, después a mí y por último a Darryl.
—¿Qué está pasando? —pregunta, aunque lo sabe perfectamente. Le falla la voz. Intenta mostrarme una sonrisa que deja al descubierto sus separadas paletas. Al no obtener respuesta, deja que vaya muriendo hasta extinguirse por completo. Se encoge de hombros, saca un bolígrafo de su camiseta y anota una secuencia de letras y símbolos en mi libreta.
Arranco la página y se la entrego a Darryl.
—Asegúrate de que funciona. Si no hay problema, haz lo que te acabo de pedir.
Darryl asiente. Randy lo mira suplicante.
—¿Et tu, Darryl? —dice Randy.
Darryl abre la boca para contestar algo, después se lo piensa mejor. Agacha la cabeza, gira el pomo de la puerta y sale del despacho.
—Randy —empiezo—. Me temo que tengo que darte una mala noticia.
Una vez has empezado, has de darte prisa, porque la plantilla rápidamente se entera de lo que está sucediendo. El objetivo de un despido masivo es acabar cuanto antes, sacar a los empleados del edificio con rapidez, antes de que puedan causar daños (borrar discos duros, sabotear archivos, destruir mobiliario), antes de que tengan la oportunidad de hacer algo de lo que luego se vayan a arrepentir.
Cuando la gente sale de la antesala de la muerte (en este caso, mi despacho del tamaño de un armario para escobas), los curiosos, intrigados por las expresiones consternadas de sus colegas o por sus ojos hinchados y enrojecidos, o por sus mejillas manchadas con lágrimas, suelen preguntar qué ha sucedido. Los pasivos dicen: «Me han dado la patada». Los airados exclaman: «El hijo de puta de Jim acaba de despedirme». O algo a medio camino.
Voy siguiendo la lista con eficiencia. Cada sesión ocupa únicamente un par de minutos. Al final, cuando la gente entra en mi despacho, sabe perfectamente lo que le espera y algunos incluso hacen el trabajo por mí. «Estoy despedido», comienzan de inmediato. Los más colaboradores intentan mitigar cualquier tipo de culpa que pudiera estar sintiendo yo. «Lo entiendo; no es culpa tuya, Jim», dicen.
En todos los casos, cuando describo los motivos para el despido del empleado, me limito a lo abstracto y lo impersonal: la directiva anterior tomó malas decisiones, los fondos de inversiones tienen menos capital para financiar desarrollo, la situación económica ha cambiado, el mercado del control de la identidad ha pasado a ser más competitivo. Utilizo la voz pasiva («se cometieron errores») sin concretar la culpa en nadie. El momento para las verdades a la cara y la charla sincera pasó hace tiempo.
El último en mi lista de cuarenta personas es Dom Vanderbeek. Sabe lo que se le viene encima nada más entrar. No se molesta ni en cerrar la puerta o sentarse.
Antes de que pueda decir una sola palabra, se inclina sobre la mesa, pega su cara a la mía y dice:
—Que te jodan, Jim.
—Lo siento, Dom. Simplemente no ha salido bien.
—¿Y qué hay de nuestro acuerdo?
En mi favor debo decir que no me carcajeo en su cara y digo: «¿Qué acuerdo?». Habla del trato que hicimos nada más llegar a Tao: Vanderbeek se esforzaría por vender nuestro patético software si yo accedía a recomendarle para el puesto de director ejecutivo a mi marcha.
Pero al margen del acuerdo (y no fue un contrato formal; ahora que lo pienso, ni siquiera nos estrechamos las manos), aquella conversación tuvo lugar antes de que yo comprendiese mi trabajo en Tao. Ahora que conozco mi papel (acallar la situación, mantener a la policía alejada, no prestar atención al dinero que sale por la puerta de atrás… ahora que entiendo estas cosas), mantener a Vanderbeek en plantilla no solo es innecesario sino también imposible.
—He hecho lo posible —digo—, pero no has cumplido tu parte del trato. No veo que hayas cerrado ni una sola venta. ¿No es así, Dom?
—Sabes que el producto es una mierda.
—Lo siento —digo de nuevo.
Dom se vuelve, se dirige hacia la puerta y se detiene en el umbral. Con una mano en la jamba, pivota para mirarme:
—Sé muchas cosas sobre ti, Jim. Muchas. ¿Y a ver si adivinas? También sé muchas cosas sobre Tao. Sobre adónde va nuestro dinero, por ejemplo. Me pregunto si otras personas estarían interesadas en averiguar lo que sé.
—No tengo ni idea de qué estás hablando, Dom.
—Entonces no te importará que haga unas cuantas llamadas.
—¡Dom! —digo. Pero estoy hablando demasiado alto. La puerta de mi despacho está abierta. Hay gente escuchando. ¿Cuánto de la discusión habrán oído afuera en la oficina? Bajo el tono de voz—. Dom —repito, esta vez con más calma—. Si estuviera en tu lugar, tendría mucho cuidado.
De inmediato me arrepiento.
Un estremecimiento de placer recorre a Vanderbeek. Esto era exactamente lo que deseaba.
—Jim, ¿me estás amenazando? ¿Eso ha sido una puta amenaza? —Niega con la cabeza, pero en la cara tiene una sonrisa de felicidad, porque he mordido el anzuelo.
—Dom, no te estoy amenazando. No grites y cierra la puerta…
Vanderbeek alza la voz.
—¿Me estás amenazando, Jim? —Se asoma por la puerta y grita en dirección a la sala—: ¡Eh, Jim acaba de amenazarme! —Y volviéndose de nuevo hacia mí—: ¿Qué quieres decir con eso de «si estuviera en tu lugar, tendría mucho cuidado»? ¿Qué vas a hacer? ¿Darme una paliza? ¿Matarme?
Desde mi posición detrás de la mesa solo alcanzo a ver una pequeña porción de la oficina, únicamente a uno de los ingenieros llenando una caja con sus pertenencias. Llegado este punto, con la mayoría de los despidos ya efectuados, no pueden quedar demasiadas personas en la oficina, pero aun así oigo murmullos de interés. La gente está escuchando.
—Ha llegado el momento de que te vayas —digo. Mantengo un tono de voz mesurado.
Dom asiente.
—Muy bien, colega. Muy bien. Pero te aseguro que tendrás noticias mías.
Normalmente este sería el momento en el que respondería con una réplica ingeniosa, pero mi ingenio (el poco que me quede) se ve interrumpido por una voz femenina que grita desde la oficina:
—¡No! ¡No lo hagas!
Me levanto de un brinco, paso corriendo junto a Vanderbeek y salgo a la sala central para ver qué está pasando.
David Paris, exdirector de marketing, que hace apenas veinte minutos aceptó la noticia de su despido con elegante estoicismo, se encuentra de pie sobre su mesa con los pantalones por los tobillos y los cachetes del culo al aire. La gente grita cosas como «¡David, no!», y «¡Qué asco!».
Mientras le flanqueo, veo un chorro de orina que fluye grácilmente en un arco que va desde la polla impresionantemente grande de David hasta el suelo de la oficina.
—¡Aquí tenéis! —grita—. ¡Aquí tenéis! ¡Quedáosla! ¡Quedáosla toda!
Se vuelve, dirigiendo el chorro hacia uno y otro extremo, como un bombero extinguiendo las últimas y empecinadas brasas de un incendio. Alguien grita:
—David, ¿qué haces?
—Algo para que me recuerden —explica él.
—¡Mirad eso! —grita Rosita alegremente, aunque no queda claro si se está refiriendo a la meada o al enorme pene.
David se vuelve hacia mí.
—Aquí tienes, Jim —dice. Apunta la meada hacia mí, pero estoy demasiado lejos y en cualquier caso el pobre está casi seco, únicamente le sale un goteo.
—De acuerdo, David —digo, intentando proyectar autoridad—, ya está bien. Guárdate… eso.
Ahora que se ha quedado sin munición, David se encoge de hombros, se sube los pantalones y después la cremallera. No se abrocha el cinturón.
Le ayudo a bajar de la mesa. Se muestra extrañamente pasivo, como si no hubiera ocurrido nada fuera de lo normal.
—Gracias, Jim —dice, aceptando mi mano para bajar de un salto—. Simplemente tenía que hacerlo. No sé por qué.
Le digo que no se preocupe, que las personas hacemos cosas extrañas en momentos como estos. Pero huele a orina y veo que tiene el calcetín izquierdo cubierto de gotas, y quiero que salga del edificio antes de que pueda causar más problemas.
—Eres un buen hombre, Jim —me dice mientras lo acompaño hasta la puerta de entrada. Acepto su agradecimiento, pero apenas le presto atención. En cambio, miro más allá, en dirección hacia el aparcamiento, donde veo a Vanderbeek subirse a su BMW, cerrar dando un portazo e incorporarse a la ruta 30 con un chirrido de neumáticos.