19

Cuénteme qué sucedió —dice el doctor Liago.

Estamos sentados en su estudio, esa extraña estancia completamente forrada de madera y cuero: suelos de roble, estanterías repletas con volúmenes encuadernados en piel, persianas de madera de roble cerradas a cal y canto; una estancia que queda a medio camino entre un club británico para caballeros y una funeraria de New Jersey. Han pasado cuatro días desde mi visita al apartamento de Amanda, cuatro días de relativa calma —relativa al menos para Jimmy Thane—, cuatro días sin exorcismos en sótanos de iglesia ni aventuras sexuales abortadas ni tragos en público en el comedor de la empresa.

Miro de reojo el reloj que reposa sobre la mesa de Liago, tan anticuado como para proclamar orgullosamente «eléctrico» en su esfera. Desprende un resplandor anaranjado.

—No sucedió nada —digo—. Me marché de su apartamento y volví a casa con mi esposa.

—¿Y qué le dijo su esposa cuando le contó adónde había ido?

—No se lo conté.

—¿Por qué no?

—¿Por qué no? —Me río—. ¿Está usted casado, doctor Liago?

Es una pregunta sencilla, me parece a mí. Una pregunta que solo necesitaría de un «sí» o un «no» como respuesta. Pero Liago se toquetea la corta y blanca barba y pondera la pregunta como si le hubiera interrogado acerca de los misterios de la teoría de cuerdas o la física cuántica. Finalmente dice:

—Me pregunto por qué le gustaría saberlo.

—Charlar por charlar —le digo.

—¿Es importante para usted? ¿Saber si estoy casado?

—Olvídelo, doc. Siento habérselo preguntado.

—No estoy casado —dice él.

—No le dije a Libby dónde había estado porque no pasó nada y no merecía la pena embrollar las cosas.

—Hum —dice Liago asintiendo—. Menuda semanita la suya. Se coló en una casa ajena y encontró dinero en una bolsa de la basura. Sospecha que el hombre que le contrató está involucrado en algún tipo de delito. Y ha vuelto a beber. Champán…

—No es que haya vuelto a beber —insisto—. Era una fiesta y me obligaron a echar un trago.

—Le obligaron a beber —dice él con ese tono irritante que usan los psiquiatras y los padres para repetir tus palabras, consiguiendo que suenes ridículo y culpable.

—Así es.

—Y le miró el escote a su secretaria y le vio los senos. Y la besó.

—Eso —digo—. Más o menos. El beso tampoco fue para tanto. Solo duró un segundo.

—¿Quiere que le dé mi opinión?

—No.

—No parecen las acciones de un hombre que quiera llevar una vida normal y relajada. ¿No le parece?

—Supongo.

—Por separado, todo lo que me ha contado tiene una explicación perfectamente razonable. Irrumpió en una casa porque quería averiguar quién estaba robando en su empresa. Bebió alcohol porque su director de marketing intentaba avergonzarle.

—Jefe de ventas.

Liago ignora mi comentario.

—Salió anoche con su recepcionista, porque… —se interrumpe—. ¿Cuál fue el motivo exacto de que se marchase con ella?

Me ha pillado. Me subí al coche de Amanda y me dejé llevar porque quería follármela. Porque no conseguía sacarme esa imagen de la cabeza, la de sus pechos y el tatuaje en cirílico, y porque quería verla echada sobre una cama, desnuda, con la espalda arqueada y el torso expuesto, para poder leer todo lo escrito en su cuerpo a mi antojo, como una novela con un delicioso requiebro en el desenlace.

El doctor Liago está esperando a que le explique por qué me subí al coche de Amanda, pero lo mejor que puedo hacer es mostrar una sonrisa culpable.

—¿Lo ve? —dice Liago en tono triunfal—. Incluso el hecho de que esté investigando este robo en su empresa… incluso eso, en sí mismo, es autodestructivo. Tal como le dijo Libby. Levanta usted piedras buscando respuestas, pero tiene la respuesta delante de las narices. Fue contratado para no buscar respuestas. Su inversor, el hombre que le contrató… —Consulta su libreta en busca del nombre—. Tad Billups no quiere que ande escarbando y respondiendo las preguntas de la policía acerca de Ghol Gedrosian. Y así se lo ha dado a entender. Sin embargo, ¿usted qué hace? Escarba. El hecho en sí es una manera de autodestruirse, de negarse a usted mismo ese nuevo comienzo que se merece. ¿No lo ve?

—Sí.

—De la misma manera, intenta destruir su relación con su esposa. Y lo hace mediante este… en fin, llamémoslo flirteo con su recepcionista.

—Ya veo adónde quiere ir a parar.

—¿De verdad? —Liago me mira fijamente. Finalmente pregunta—: ¿Ha hablado ya con Gordon Kramer?

—¿Sobre?

—Sobre todo lo sucedido. Sobre el beso. Sobre el champán.

—No.

—¿Por qué no?

«Porque me da miedo que Gordon aparezca en mi oficina con el torvo rostro de un verdugo para darme un puñetazo en la mandíbula y esposarme a un aspersor».

Pero en voz alta digo:

—Porque preferiría hablar con usted sobre ello.

—Bien —asiente él. Parece genuinamente complacido de que hayamos alcanzado un nuevo nivel de confianza.

Pero algo me incomoda. Intento recordar lo que acaba de decir Liago, intento repetir mentalmente sus palabras.

—Ese nombre —digo.

Me mira con cautela y… ¿es posible que haya visto un destello de temor en sus ojos? ¿Como si le hubiera pillado en un renuncio?

—¿Qué nombre?

—Ghol Gadro… como sea.

—Ah —dice Liago, consultando nuevamente su libreta—. Ghol Gedrosian —lee.

—¿Le he dicho yo ese nombre? No recuerdo haberlo hecho.

El doctor Liago sonríe.

—Por supuesto que sí —dice, golpeando el lugar exacto donde anotó el nombre en su libreta de papel amarillo.

Pero su letra es muy pequeña y la butaca de Liago se encuentra a cierta distancia de la mía y no me ofrece la libreta para que pueda comprobarlo por mí mismo.

—¿Cómo iba a saberlo, si no? —pregunta.

—Supongo que tiene razón.

—Al parecer, señor Thane, ha tenido usted una semana agotadora. —Una manera educada de decir: «Parece usted paranoico».

Estoy muy cansado —reconozco—. Y la situación solo va a empeorar. Mañana voy a despedir a un montón de empleados. A más de la mitad de las personas que trabajan en mi empresa.

—¿Cómo le hace sentir eso?

—¿Sentir? No siento nada. Es mi trabajo. Tengo una lista en un cajón de la mesa. Despido a quien sea que esté en la lista.

—Lo disfruta.

Me escandalizo.

—¿Cómo que lo disfruto?

—Le gusta tener el poder. Un poder que no puede ejercer sobre su propia vida. Usted, un hombre incapaz de rechazar una copa en una fiesta, incapaz de evitar que se le vayan los ojos por el escote de una empleada, incapaz de dejar de mentirle a su esposa sobre adónde va por las noches, de repente tiene la oportunidad de determinar el destino de otros individuos. ¿No es así?

Entorno los ojos.

—Eso no es demasiado benevolente, doc.

—Quizá. Pero ¿es cierto?

Antes de que pueda responder, el rostro del doctor Liago se ensancha en una mueca de sorpresa. Por un momento, pienso que es incontinente, porque de repente parece avergonzado y se lleva la mano a los pantalones. Después hurga en su bolsillo y saca un móvil. El teléfono vibra.

—Discúlpeme —dice, mirando la pantalla del teléfono—. Esto es muy… —Deja la frase inacabada—. Me temo que es una emergencia. ¿Puede esperar aquí?

—No se preocupe, doc.

Se levanta, deja la libreta amarilla boca abajo sobre su butaca y recorre medio camino hacia la puerta. Después se detiene y, pensándoselo mejor, regresa a la butaca y recupera la libreta. Sin disculparse ni reconocer siquiera mi presencia, coge la libreta y se la lleva consigo. Cierra la puerta al salir.

Sigo sentado sin moverme, intentando escuchar a través de la gruesa madera de la puerta.

Oigo la voz de Liago elevarse con la emoción, pero sus palabras llegan amortiguadas y lo único que consigo es hacerme la impresión, muy general, de que está discutiendo con alguien por el móvil.

A lo mejor sabe que estoy escuchando, porque pronuncia dos rápidas palabras y después se hace el silencio. A continuación oigo sus pisadas sobre el suelo sin enmoquetar del pasillo, cada vez más distantes. La puerta exterior de la casa se abre y se cierra. Me levanto de la silla, voy a la ventana y curioseo a través de las rendijas de la persiana.

Liago se está alejando de su casa por el largo camino de grava de la entrada. Se detiene junto a su Crown Victoria. Se halla de espaldas a mí. No puedo verle la cara. Tiene el teléfono pegado a la oreja y gesticula mientras habla.

Esto se prolonga durante un minuto; Liago gesticulando, haciendo violentos aspavientos, discutiendo. Sin embargo, cuando se da la vuelta y veo su expresión, me doy cuenta de algo muy distinto: no está discutiendo. Está rogando. Tiene la tez cenicienta. Le tiemblan las manos.

Me echo rápidamente a un lado, para que no me vea, pero no importa; Liago se ha olvidado de mí. Ni siquiera mira en mi dirección. Está completamente absorto por la llamada.

Lo cual agradezco, pues me da la oportunidad que estaba esperando para curiosear entre las pertenencias de Liago.

Tengo una regla: si no quieres que vea tus cosas, por el amor de Dios, no me dejes a solas con ellas. Especialmente si eres mi psiquiatra. Después de todo, ¿quién no quiere conocer los secretos ocultos de su comecocos?

Por desgracia, la consulta de Liago no promete demasiado para un individuo como yo, careciendo como carece de efectos personales íntimos. El tablero de su mesa está completamente expedito —ni fotos ni recuerdos— y la sala está decorada con esa escasez propia de plató de película que me llamó la atención el primer día. Es un despacho que transmite la sensación de ser la «consulta de un psiquiatra» sin llegar a parecer un lugar en el que trabaja o vive un ser humano real. Ya he conocido a otros hombres como Liago, individuos más interesados en crear una imagen pública que en vivir sus vidas. Es algo que se ve a menudo cuando se mueve uno entre inversores, los cuales adornan sus despachos con placas de metacrilato conmemorativas de sus OPV, en las que aparecen listados los nombres de los principales implicados y la cifra de millones acumulada, y sin embargo no tienen ni una sola foto de sus esposas vestidas con traje de novia o del pequeño Johnny jugando en la liga infantil de fútbol.

Me acerco a la mesa de Liago. Tiene dos cajones laterales y uno superior más estrecho. Abro primero uno de los laterales. Está vacío. El segundo también lo está.

Pierdo la esperanza de averiguar nada interesante acerca de este hombrecito gris al que pago ciento veinticinco dólares por hora y al que revelo mis secretos. Pero entonces abro el último cajón, el superior, estrecho y alargado.

Y me alegro de haberlo hecho.

Porque dentro hay una enorme pistola negra que se desliza sobre el interior del cajón cuando lo abro, tal como lo haría un mordisqueado boli Bic al abrir demasiado rápido.

Esto que es interesante. Una enorme pistola negra. ¿Cuántos psiquiatras guardan una enorme pistola negra en sus mesas?

La miro, cautelosamente, guardando las distancias. Me pregunto a qué clase de pacientes atiende el doctor Liago. Deben de ser hombres muy peligrosos.

Cierro el cajón —con más cautela y lentitud que al abrir, para ser sincero— y comienzo a explorar el otro extremo de la habitación.

Lo que ahora atrae mi interés es el archivador metálico, el del intricado y gigantesco candado. Debe de ser donde Liago guarda los registros de sus pacientes. Aquí es donde, por ejemplo, debe de guardar todas las hojas de sus libretas amarillas, como la que se acaba de llevar consigo; la libreta que contiene todas las notas de nuestras conversaciones.

No es que espere que el archivador me vaya a revelar gran cosa, no con ese gigantesco candado, pero de todos modos tiro del cajón. Y mire usted por dónde, se abre sin presentar resistencia.

Ahora sé que la buena noticia sobre el doctor Liago es que guarda notas abundantes y detalladas sobre todos sus pacientes.

La mala noticia sobre el doctor Liago es que solo tiene un paciente. Y soy yo.

Al menos, es la única manera que tengo de explicar lo que veo en el archivador. En el interior del cajón solo hay una carpeta, repleta de hojas de papel amarillo. La carpeta tiene una etiqueta escrita a mano con pulcra caligrafía: «Thane, Jim».

Y eso es todo.

No hay ni una sola carpeta más. Ningún otro paciente.

Solo uno: «Thane, Jim».

Abro el otro cajón del archivador, para asegurarme. El cajón está completamente vacío.

Solo una carpeta. Solo un paciente. «Thane, Jim».

Noto que me entran náuseas, un temor oscuro que asciende desde mi estómago, amenazando con envolverme entero. Aquí hay algo que va… mal. Algo peligroso. Un psiquiatra con pistola. Un psiquiatra con un solo paciente.

Mis dedos acarician las páginas de la carpeta. Las hojas están llenas de anotaciones garrapateadas con una letra diminuta e intricada, los delirios de un lunático. Una cantidad imposible de texto, demasiada información como para atribuirla a la única sesión que he tenido con el doctor Liago.

Leo las hojas, pasándolas rápidamente, al azar. «Gordon Kramer», comienza un párrafo con esa letra diminuta y enloquecida; el nombre de Gordon aparece subrayado. Las notas continúan: «St. Regis. Garaje. Esposas. Zona de aparcamiento 4C. Recupera la sobriedad».

Otro parágrafo comienza: «Héctor González. Corredor de apuestas. ¿Qué sucedió con el dedo de Jim? Libby lo lleva en coche al hospital. Paño de cocina ensangrentado alrededor de la mano. Una hamburguesa en Jack in the Box».

Son incidentes de mi vida. Los recuerdo claramente. Están grabados a fuego en mi mente. Lo que no recuerdo es haberle hablado de ellos al doctor Liago. De ninguno de ellos.

«Lantek, empresa de Ethernet, jefe de ventas. Intentó ligar con la esposa de Bob Parker estando borracho. Loft en San Francisco».

Quiero leer más sobre este incidente —y todos los demás recogidos en las notas del médico—, pero a mi espalda la puerta cruje y me giro para ver que se está abriendo. Sé que no conseguiré llegar a tiempo a mi butaca. En cambio, dejo la carpeta en su sitio, cierro sin hacer ruido el cajón del archivador y me aparto únicamente un paso, hacia la esquina de la habitación, donde finjo estudiar el diploma que cuelga de la pared. «Dr. George Liago, doctor en medicina, Cornell, 1972», proclama.

—Disculpe —dice Liago, entrando sin aliento en la sala—. Ha sido una grosería por mi parte. Lo siento, pero tenía que atender esa llamada. Una emergencia, ¿sabe?

Me ve de pie cerca de su escritorio, que evidentemente no es donde esperaba encontrarme, y sus ojos bailan suspicaces por toda la consulta antes de volver a mí.

—No hay problema —digo—. Solo estaba admirando su diploma. Siempre me he preguntado cómo obtienen esa caligrafía tan churrigueresca. Deben de tardar una barbaridad en escribirlos todos a mano. ¿Cuántas personas iban a su clase?

—Creo que se trata de reproducción mecánica, señor Thane —dice él.

—¿No me diga?

—Ah —dice Liago, intentando sonreír—. Otra de sus bromas.

—Como broma no es que sea demasiado brillante.

—No —conviene conmigo—. ¿Continuamos?

Regreso a mi asiento.

Liago se aposenta en la butaca delante de mí. Intento mantenerme inexpresivo, intento no transmitir mi inquietud.

Por un momento, se me ocurre hacerle frente: levantarme, dirigirme dando pisotones hasta el archivador, abrir el cajón de un tirón y gritar: «¿Dónde están sus otros pacientes? ¿Qué clase de médico es usted?».

Pero algo me dice que será mejor no hacerlo. Que me limite a hacerme el tonto. Lo cual no es demasiado difícil para alguien como yo.

—Creo que será mejor que apague esto por ahora —dice Liago, trasteando con su móvil.

Pulsa enfáticamente el botón de apagado para demostrar lo muy sinceramente que desea que no vuelvan a interrumpirnos.

—¿Por dónde íbamos? —dice, consultando sus notas—. Ah, sí. Iba usted a despedir a gente. A cantidad de gente. Mañana. Cuénteme cómo le hace sentir eso.