18

Abandono pronto la celebración y dejo que Vanderbeek se quede al frente del espectáculo. Sin embargo, con mi marcha, su partida queda ganada y también él se retira.

En ausencia de Vanderbeek, la fiesta pierde el fuelle. Los empleados se retiran como espuma oceánica, vagando en pequeños grupos desde el comedor hasta sus respectivas mesas y sus empleos ficticios, fingiéndose industriosos y productivos.

En mi despacho, dejo vagar la mente y me descubro mirando la fotografía de Libby y mía con el sátiro cornudo en su marco de plata. La cojo y la observo. El marco es sólido y pesado. Intento recordar la noche en la que fue tomada la instantánea; la fiesta, el loft con paredes de ladrillo, mis piropos de borracho hacia la anfitriona. No consigo recordar gran cosa sobre aquella noche. Nada en absoluto, de hecho, salvo que tuvo lugar.

—¿Jim?

Levanto la vista para ver a Joan Leggett asomada a la puerta de mi despacho. Viste un conjunto con unos pantalones espantosos y una enorme y colorida pajarita de seda sobre la blusa. Su traje la hace parecer actriz en un viejo número de vodevil, un payaso triste a punto de recibir un sifonazo.

—¿De qué se trata, Joan?

—Necesito contarle una cosa.

Señalo una silla. Joan cierra la puerta y se sienta. Sus ojos saltan hacia la fotografía de Libby, mía y el sátiro.

—Ya lo sé —digo a la defensiva—. Como un secuestro.

—En realidad, creo que sale… bien. —A lo mejor se refiere a que se me ve más joven. O menos marcado por los estragos. Ahora que lo pienso, fue hace dos rehabilitaciones. Joan continúa—: Ni siquiera estoy segura de si debería contarle esto. Probablemente no sea importante.

—¿Qué no es importante?

—Anoche vine a la oficina. A eso de las once. No podía dormir, así que se me ocurrió que bien podría aprovechar para hacer las conciliaciones.

Puedo imaginarme la vida de Joan Leggett: cuarentona, divorciada, viviendo sola. Con tan pocas cosas a las que aferrarse, aparte de a este empleo cutre en esta empresa de mierda, que se levanta de la cama poco antes de la medianoche para realizar conciliaciones bancarias.

Joan sigue:

—Pensé que la oficina estaba desierta. Pero cuando llegué a mi cubículo, había alguien allí.

Joan espera a ver si lo adivino.

—Vanderbeek —digo, sin sorprenderme demasiado.

—Estaba utilizando mi ordenador. Revisando las finanzas. Estoy segura de ello. Se disculpó profusamente. Tenía una excusa: estaba preparando una reunión de ventas y su ordenador no funcionaba, así que se había visto obligado a usar el mío. —Hace una pausa—. Pero no le creí. Tenía esa sonrisa. ¿Sabe a qué sonrisa me refiero?

—Como de lobo.

Joan asiente.

—No quería molestarle con ello. Quiero decir, en realidad tampoco hay secretos en la empresa, ¿verdad? Todo el mundo sabe lo que está pasando.

Mantengo la voz a raya.

—¿A qué te refieres, Joan?

—Me refiero al dinero —dice ella.

Mantengo los ojos clavados en ella, intento no moverme. Intento no respirar.

—Bueno, no es ninguna sorpresa, Jim —prosigue Joan.

—¿Ah, no?

—Todos saben que se avecinan recortes y que habrá despidos. ¿Cómo vamos a sobrevivir, si no? Todas las señales apuntan a ello.

—Supongo —digo. Noto que me relajo.

Pero Joan espera más. Al final comprendo lo que desea. Quizá sea incluso el propósito real detrás de toda esta conversación. Quiere consuelo.

—Tú sigues, Joan —le digo—. No estás en la lista.

Joan sonríe, se da cuenta de lo inapropiado de tal gesto y a continuación intenta parecer adusta. No le sale, así que tras una breve pugna vuelve a sonreír de nuevo.

—Gracias, Jim. Significa mucho para mí.

—No me des las gracias todavía.

Joan se levanta.

—Bueno… sé que tiene mucho trabajo que hacer.

Musita un par de agradecimientos más y sale de mi despacho.

La jornada se eterniza y es un alivio cuando finalmente llega a su fin.

Lo cierto es que tampoco tengo tanto trabajo que hacer. Ese es el sucio secreto de los directores ejecutivos. Al igual que un monarca británico, tu papel es en gran medida ceremonial: apretones de manos y anuncios públicos, aparecer en la sala adecuada en el momento adecuado del día indicado. Eres el rostro de la empresa, tanto para el mundo exterior como para el interior. Supuestamente, estás al frente de las «grandes» decisiones, pero rápidamente descubres que tus grandes decisiones nunca llegan a implementarse. Tus declaraciones son como las del Oráculo de Delfos: dices algo y todas las personas que te rodean discuten acerca de su significado o sobre cómo llevarlo a cabo y, como resultado, cuando el proceso llega a su fin nunca ha pasado gran cosa.

De modo que me siento a mi mesa, preparando listas y trazando planes, reordenando prioridades, asignando tareas. Tras los despidos del miércoles, en la empresa solo quedarán un puñado de empleados, por lo que probablemente merezca la pena dirimir quiénes serán y qué hará cada uno de ellos.

David Paris, el director de marketing, se tendrá que marchar, porque no puedes promocionar un producto que no existe.

Darryl, el programador melenudo, seguirá, a pesar de su fracaso en la reunión con Old Dominion. Necesito al menos un programador para desarrollar nuestro producto y Darryl parece el menos incompetente de todos.

Al margen de esta acción de retaguardia, el desarrollo de software se interrumpirá por completo. Jamás habrá una versión 3.0 de P-Scan. Intentaremos sacarle el máximo partido a lo que tenemos, sea lo que sea, y dejaremos de perder dinero en el agujero sin fondo del departamento de desarrollo.

Lo que significa que, a todos los efectos, Darryl sustituirá a su jefe, Randy Williams, director de ingeniería, que el próximo miércoles será escoltado sin ceremonias hasta el aparcamiento. Randy seguirá haciendo lo mismo que hacía en Tao Software, es decir, nada de nada; pero al menos podrá hacerlo desde la comodidad de su casa, en bata y zapatillas, y ni siquiera tendrá que sufrir la molestia de ir a ingresar los cheques de su nómina semanal.

Lo que significa que Dimitri Sustev también se irá a la calle, porque no necesitamos un departamento de control de calidad. Ya conozco la calidad de nuestro producto, no necesitamos más controles de ningún tipo.

Kathleen Rossi, directora de recursos humanos, también tendrá que irse, ya que su trabajo consiste en contratar y despedir. Ni de coña vamos a contratar a nadie en un futuro previsible y, a partir del miércoles, ya no quedará nadie a quien despedir.

Joan Leggett, nuestra directora de finanzas, seguirá, tal como le he prometido, porque necesito a alguien capaz de exprimir nuestros menguantes fondos un par de semanas más.

Dom Vanderbeek tendrá que marcharse, por supuesto. Un ejecutivo de ventas de sueldo astronómico es una extravagancia. Mejor nos iría implementando una estrategia de canales. Podemos encontrar empresas asociadas que lleven a cabo las ventas en nuestro nombre. Esto nos permitirá eliminar comisiones, nos ahorrará tiempo y esfuerzos, reducirá los gastos generales y…

No. Estoy mintiendo, claro.

Dom Vanderbeek va a ser despedido porque sabe demasiado.

La conversación con Libby todavía resuena en mi cabeza: mi trabajo es salvar la empresa si puedo; pero lo más importante es evitar que nadie tire de la manta. Asegurarme de que Tad no tenga problemas. No indagar demasiado a fondo en lo que sea que esté sucediendo. Vanderbeek es un cabo suelto, un imponderable. No puedo permitirle que siga rondando por aquí, curioseando en los libros de cuentas, investigando los pagos. Y su numerito de esta tarde en el comedor —las bebidas y los cánticos— ha sido la gota que colma el vaso. Sabe demasiado sobre el dinero y sabe demasiado sobre mí. Esta tarde ha firmado su propia sentencia de muerte.

Y Amanda la recepcionista seguirá, porque…

Reflexiono al respecto. ¿Por qué va a seguir en nómina, exactamente? Porque necesitamos una recepcionista. Por eso.

Que aparte resulte ser atractiva, sensual a su manera curiosa y exótica, y quizá incluso un poco alocada —¿qué cosas no hará una muchacha que se tatúa el pecho justo encima del pezón?— no tiene absolutamente nada que ver. Necesitamos que alguien responda al teléfono. Eso es todo.

Descuelgo el mío, marco el número de mi casa. Nadie responde. ¿Dónde está Libby a las siete de la tarde de un jueves? A lo mejor sea injusto por mi parte esperar que esté junto al teléfono, esperando ansiosa mi llamada.

Pero aun así.

Vuelvo a marcar, esta vez el número de su móvil. Suena cuatro veces, después salta el buzón de voz. Cuelgo.

Se me ocurre ahora, mientras siento la primera punzada de incertidumbre acerca de la fidelidad de mi esposa, que no debería haber pasado aquella última semana antes de venir a Florida en Isla Orcas, disfrutando de unas vacaciones en solitario, mientras enviaba a Libby aquí para preparar mi llegada, como si fuese una especie de potentado colonial.

De vez en cuando tengo momentos de claridad como este, y entiendo lo terrible, fatuo y egoísta que soy como persona. El problema es que dichos momentos de claridad siempre me llegan demasiado tarde, después de haber cometido las ofensas, de haberme comportado con abandono, de haber alejado a aquellos que me aprecian. Nunca parezco experimentar tal claridad antes de cometer las ofensas, cuando todavía estaría a tiempo de evitar el error. Quizá por eso siempre cometo los mismos errores una y otra vez.

Doy por terminada la jornada. Apilo cuidadosamente mis papeles; tantas listas, esquemas y planes de acción; garabatos que decretarán el destino de docenas de personas. Guardo bajo llave los papeles en el cajón de mi mesa. Recojo el maletín y atravieso la oficina. Solo dos cubículos siguen ocupados y observo con cierto placer que uno de ellos es el de Darryl. Puede que haya acertado manteniéndolo en nómina. A partir del próximo jueves dirigirá el departamento de ingeniería. En realidad, a partir del próximo jueves él será el departamento de ingeniería.

Paso frente al mostrador de recepción y compruebo que Amanda ya se ha marchado. Con cierta incomodidad, noto una extraña sensación que me recorre al ver vacío su mostrador. ¿Qué es, exactamente?

Desilusión.

Eso es lo que es.

Sobre el aparcamiento el cielo parece magullado, cubierto por nubes moradas que se inflaman en el horizonte.

—Eh —me dice. Está sentada en su coche, un maltratado cabriolet aparcado junto al mío con la ventanilla bajada. El motor del cabriolet está apagado. No la había visto. ¿Acaso me ha estado esperando?

—Amanda —digo, intentando mantener la fruición lejos de mi voz—. ¿Qué haces sentada en el aparcamiento con el calor que hace?

—Hoy se está más fresco —replica ella. Pero de hecho la camisa ya se me está pegando a la espalda y el aire me sofoca como una toalla húmeda envuelta alrededor de la cara. Si de verdad hace algo más de fresco, tal como afirma Amanda, debe de ser en una gradación tan minúscula que mi cuerpo es incapaz de identificarla. Quizá sea como los inuit y sus mil sinónimos para la nieve; a lo mejor la gente de Florida es capaz de distinguir entre sutiles matices de humedad opresiva.

—Bueno, hasta mañana —digo.

—En realidad le estaba esperando.

Las llaves del coche penden inertes de mi mano. Estudio a Amanda atentamente. ¿La estoy malinterpretando?

De vez en cuando, los hombres de mediana edad nos vemos obligados a hacernos esta pregunta, particularmente cuando estamos hablando con una mujer atractiva veinte años más joven que nosotros. Es fácil olvidar, cuando vives encerrado en tu cuerpo, cuál es tu verdadero aspecto, quién eres en realidad.

Amanda se inclina para abrir la puerta del acompañante de su coche.

—Entre, Jim. Quiero llevarle a un lugar.

No, no la estoy malinterpretando. Por primera vez, me doy cuenta de que me siento atraído por ella. Pero al mismo tiempo, sé con espantosa claridad que esta es una Mala Idea.

—De acuerdo —digo.

Libby no me está esperando en casa. Diablos, ni siquiera está en casa. Y aunque intento no pensar en ello, no consigo evitarlo: últimamente Libby parece desaparecer muy a menudo, y sus ausencias nunca quedan satisfactoriamente explicadas. Por ejemplo: ¿dónde está esta noche? ¿Por qué no ha respondido al fijo? ¿Por qué no ha cogido el móvil? ¿Dónde está? ¿Con quién?

Miro a Amanda.

—¿Adónde vamos? —pregunto mientras subo a su coche.

—Ya lo verá.

Sonríe. Se ha soltado la melena. El apretado moño que lleva durante del día se despliega por encima de sus hombros en suaves ondas de un castaño rojizo, el color de las monedas de un centavo recién acuñadas, el color de la promesa y los nuevos comienzos.

Amanda enciende el contacto y el cabriolet protesta lastimeramente. Sale marcha atrás y se incorpora a la ruta 30. Es una carretera de cinco vías con un carril para desvíos compartido como mediana, y está demencialmente pintada con gruesas flechas blancas, marcas de distancia y líneas que parecen airados signos de puntuación. Amanda ignora las marcas viales como si fueran simples sugerencias. Culebreamos entre el tráfico. Un coche detrás de nosotros pita furiosamente. Amanda ni se da cuenta.

Conducimos durante un largo rato, sin hablar. La carretera va perdiendo tránsito, los restaurantes categoría, el asfalto firmeza.

—Me resulta curiosa su manera de ser.

—¿La mía?

—No la suya personalmente. La de los hombres, quiero decir. Cuando les sacamos del despacho, lejos de su enorme mesa y sus elegantes sillas para protegerles, se ponen nerviosos, como niños.

Nuevamente percibo su acento, a duras penas, como una fina capa cristalina de escarcha en los rebordes de una ventana en noviembre, diáfano y angular. No es que sea un detective. Libby me ha convencido de lo contrario. La verdadera pista fue el tatuaje cirílico en el pecho de Amanda. Sí, quizá detecto un deje de ruso en su voz.

—¿De dónde eres? —pregunto.

—¿Últimamente? De Tallahassee.

—¿Y qué me dices de antes?

Me mira de reojo.

—Vine aquí hace mucho tiempo. Tengo permiso de residencia, si es eso lo que me está preguntando —hace una pausa, después hunde el cuchillo—, jefe.

—Por favor, no me llames así.

—De acuerdo —dice ella sin rechistar.

—Quiero que me llames… señor jefe.

Amanda se echa a reír. Tiene una risa estentórea, resonante, segura de sí misma.

—De acuerdo. Señor jefe. Me gusta.

Me fijo en sus dientes (otra pista), irregulares como suaves guijarros. Los norteamericanos (incluso los más pobres) se ponen aparatos de jóvenes.

—Pero no me has dicho de dónde eres —digo.

—No, no lo he dicho.

—Una mujer con secretos.

—No se hace usted idea —dice Amanda, y su voz está tan cargada de tristeza y cansancio que me giro para observarla nuevamente y asegurarme de que la mujer que conduce no ha envejecido cuarenta años desde el último semáforo.

Ha debido de darse cuenta de que su voz la ha traicionado, porque de inmediato pasa a mostrarse exageradamente alegre.

—Ya estoy otra vez, comportándome como una reina del melodrama. Por supuesto, todos tenemos nuestros secretos. Usted también tiene los suyos, ¿verdad, Jim?

Lo dice de manera casual, como si formase parte de una conversación intrascendente, pero sé que su pregunta es sincera y que busca una respuesta.

—Así es.

—Y yo sé cuáles son.

Conducimos sin decir nada. Este silencio, más que incómodo, se me antoja íntimo, una señal de comodidad entre ambos.

Finalmente dice:

—Casi hemos llegado, señor jefe.

Salimos de la carretera para adentrarnos por una calle de dos carriles. A nuestro alrededor, el típico esquema urbanístico de Florida —o la falta del mismo, para ser más preciso— se hace evidente. No hay orden ni lógica en todo el barrio. Pasamos frente a restaurantes de comida rápida, parques de caravanas, pequeñas casitas blancas amontonadas como panes.

Tras haber recorrido unos ochocientos metros, entramos en el aparcamiento de una iglesia, cuyo emplazamiento aparece señalado por un cartel de luces junto a la carretera, el mismo tipo de cartel que uno encontraría sobre un Wendy’s anunciando hamburguesas con queso por 99 centavos. «Iglesia del Gólgota», proclama. «Misa vespertina: 19.30 h. Todos cometemos errores. Solicitad el perdón de Dios».

Amanda estaciona en una de las plazas libres. Hay un número sorprendentemente elevado de coches para tratarse de la misa vespertina del jueves.

—Oh, Amanda —digo con amabilidad—. Esto no es para mí.

—¿Preferiría estar en algún otro sitio?

—Estoy casado —explico.

—¿Casado? —Se ríe—. ¡Estamos sentados en el aparcamiento de una iglesia! No le voy a hacer nada… —Con un rápido movimiento tira de la manecilla de su puerta y dice: «todavía», en un tono tan bajo que la palabra se confunde con el ruido de la puerta. Incluso en el momento de oírla empiezo a dudar de que realmente la haya dicho.

Amanda sale rápidamente del coche, cierra dando un portazo y rodea el vehículo para dejarme salir.

—Vamos, señor jefe —dice, sosteniéndome galantemente la puerta abierta—. Le gustará. Sé que le gustará.

—De verdad, no me apetece entrar —digo. Alzo la mirada hacia ella, negándome a ceder. La diversión ha desaparecido de mi tono de voz. Me ha atraído al interior de su cabriolet con falsos pretextos. Ahora me veo atrapado en el aparcamiento de una iglesia con una muchacha que de repente parece mucho menos excitante que hace veinte minutos.

—Por favor —dice Amanda—. Hágalo por mí.

La iglesia, tal como le he dicho a Amanda, no es lo mío.

Lo mío suele venir embotellado. En ocasiones también he esnifado lo mío o incluso lo he prendido con una cerilla. Hubo una temporada, allá en California, cuando incluso me dio por inyectarme lo mío, pero me pareció demasiado intenso y volví a beberme lo mío o a chupar una pipa bien cargada con lo mío.

Pero Amanda es persistente. Me guía desde el coche hasta el sótano de la iglesia. Allí hay treinta personas, sentadas en sillas plegables metálicas en una sala de techo bajo sin ventanas. Las sillas están dispuestas en círculo y en el centro se sienta un pastor. Es joven, demasiado joven, y tiene un rígido casco de pelo cortado al tazón, cubierto por una espesa capa de laca brillante. Tiene los ojos rojos y húmedos, como si hubiera estado llorando. A lo mejor se ha vislumbrado en el espejo y ha visto su corte de pelo.

Sonríe en dirección a Amanda cuando entramos y los demás feligreses hacen lo propio. Se percibe una atmósfera de familiaridad relajada; individuos recostados sobre los respaldos de las sillas, cuellos abiertos, piernas estiradas. La mayoría de los presentes parecen de clase trabajadora, visten uniformes de supermercados y cadenas de comida rápida, una mujer lleva el de enfermera. Pero también hay hombres vestidos de traje que parecen particularmente interesados al verme entrar.

—Hola, Amanda —dice el pastor. Tiene un acento sureño tan espeso como su laca—. Veo que has traído acompañante. No hacen falta nombres.

—Sí —dice ella. Me mira traviesa y dice—: Pero puede llamarle señor jefe.

—Solo hay un jefe en este mundo —dice el pastor, rígidamente. Se percata, demasiado tarde, de la frialdad que su falta de humor ha introducido en la sala y rápidamente añade—: Pero, está bien, señor jefe. Yo soy el hermano Sam. Bienvenido a nuestro pequeño grupo.

—Bienvenido —grita alguien desde la parte de atrás de la sala.

Amanda y yo atravesamos el círculo, por encima de pies y bolsos y maletines, en dirección a dos sillas vacías.

El hermano Sam espera a que nos hayamos acomodado.

—Comencemos —dice—. Recemos para que Jesucristo entre en nuestros corazones.

El hermano Sam cierra los ojos con fuerza.

—Oh, Jesús —recita, alzando el mentón hacia el techo—, todos nosotros somos pecadores, todos buscamos tu perdón y tu amor.

Todo el mundo cierra los ojos. Un par de tipos levantan las palmas hacia el techo sin demasiado entusiasmo.

Yo mantengo los ojos abiertos. ¿Cómo voy a ver el espectáculo, si no?

—Jesucristo —continúa el hermano Sam, apretando fuertemente los ojos legañosos, como si sufriera de una terrible alergia—. Gracias por colmar nuestros corazones con tu amor. Gracias por asistir a nuestra reunión. Gracias por bendecirnos.

Amanda abre los ojos. Me sorprende observando. Niega con la cabeza como si fuese un niño travieso. Se acerca los dedos a los ojos y hace un gesto descendente, por si acaso no lo hubiera entendido.

Cierro los ojos.

—Jesucristo —continúa el hermano Sam—, nacemos en pecado y vivimos en pecado y nos revolcamos en el pecado como cerdos en su pocilga. Solo mediante tu benevolencia y misericordia podemos renacer. Muchos hemos buscado respuestas. Las hemos buscado en la bebida y en las drogas y en la pornografía. —Su voz se alza para acariciar esta última palabra de esa manera tan propiamente sureña que suena en exceso como un tono de familiaridad íntima (por-no-gra-fííía) y me imagino al hermano Sam tocando la zambomba en la rectoría, con una revista pegajosa en el regazo. Intento librarme de tan perturbadora imagen.

El hermano Sam continúa:

—Jesucristo, tu amor es la única manera. Tu amor es el único camino. No hay otro modo de purificar nuestras naturalezas pecadoras. Amén.

—Amén —corea todo el mundo, así que yo también. Abro los ojos.

—Y ahora —dice el hermano Sam—, ¿a quién le gustaría testificar?

La enfermera de blanco uniforme se ofrece voluntaria. Es obesa y fea, de ojillos pequeños y barbilla diminuta perdida en una montaña de grasa, pero tiene ese aspecto bien aseado de una persona que intenta lucir lo mejor posible a pesar de todas sus carencias. Cuenta la historia de cómo, esta semana, John Junior le ha robado otra vez y se ha gastado la nómina en alcohol, pero ella le ha perdonado por la gracia de Jesucristo. No queda claro si John Junior es su esposo o su hijo, o quizá su padre, pero los demás asienten con conocimiento de causa, como si ya hubieran oído la misma historia con anterioridad, quizá de sus mismos labios, quizá incluso la semana pasada, y no encuentren nada terriblemente sorprendente en ella.

El hermano Sam finge escuchar. Finalmente pregunta:

—¿Puedo expulsar a Satanás de tu interior, querida?

—Sí, hermano Sam —dice la enfermera, anhelante—. Sí, por favor.

El predicador se acerca a la enfermera y le pone una mano sobre el sudoroso rostro.

—Jesucristo —entona—. Entra en el cuerpo de esta mujer. Bendícela.

El hermano Sam cierra los ojos y comienza a pronunciar un galimatías que suena como un idioma inventado por un niño. Una especie de falso latín con acento arrastrado:

Katania edanah, katania edanah —repite una y otra vez. Me doy cuenta de que es glosolalia—. ¡Katania edanah, katania edanah!

Empuja la cabeza de la mujer, inclinando su diminuta barbilla hacia el techo. La enfermera arquea la espalda como si estuviera bailando el limbo.

—¡Satanás, márchate! —grita el hermano Sam—. ¡Aléjate, Belcebú! Yo te lo ordeno en el nombre de Jesucristo. ¡Yo te expulso!

Dos hombres fornidos se colocan detrás de la mujer. Cuando están preparados, intercambian un gesto con el hermano Sam, un pequeño asentimiento, y el predicador empuja con fuerza el rostro de la enfermera para que esta caiga sobre los expectantes brazos de los dos hombres.

—¡Satanás, desaparece! —grita el hermano Sam.

Los hombres agarran al vuelo a la enfermera y esta abre los ojos y sonríe, sorprendida y encantada.

—¡Se ha ido! —grita—. ¡Se ha ido!

—Dios te bendiga —dice el hermano Sam.

—¡Amén! —dicen todos los presentes.

—¡Amén! —dice también Amanda.

Los hombres conducen a la mujer obesa de regreso a la silla, que cruje bajo su masa cuando se sienta. Si es verdad que Satanás ha sido expulsado de su interior, no debía de pesar demasiado.

La reunión prosigue así durante algún tiempo, con otros testimonios: un hombre de color que sintió la tentación de beber, pero no cayó en ella; un espídico musculoso con los brazos cubiertos de tatuajes que habla a un millón de kilómetros por minuto y no para quieto en la silla, pero que insiste en que no ha vuelto a consumir desde que salió de la cárcel. Mirando a mi alrededor, intuyo que nadie en la estancia le cree.

He acudido a docenas de reuniones como esta. Todos los programas de doce pasos son iguales: muchas historias sentidas en torno a un implacable fracaso personal. Debo reconocer que la parte del predicador legañoso y la glosolalia es una novedad y que resulta más entretenido que cualquier cosa que haya visto en California, pero en realidad sigue siendo el mismo espectáculo. Ya lo he visto todo con anterioridad.

Motivo por el cual estoy deseando salir de este sótano. Tengo el trasero prácticamente sobre el borde del asiento, dispuesto a salir de naja para llamar a un taxi (al carajo con Amanda, con su tatuaje sexy o sin él), cuando el hermano Sam dice:

—Señor jefe, ¿está preparado para ser sanado y para aceptar a Jesucristo como su salvador personal?

Todo el mundo vuelve la mirada hacia mí. Estoy preparado para muchas cosas, pero no para esa.

—No estoy seguro —digo—. Parece un compromiso muy grande.

—Lo es, señor jefe —dice Sam, acercándose a mí—. Es un compromiso maravilloso. Un compromiso de usted con Jesucristo. Y de Jesucristo con usted. Un compromiso permanente.

—Ya —digo—. Entendido. Es solo que…

—Jesús le ama —dice el hermano Sam, interrumpiendo—. Y le perdona. Sea lo que sea que haya hecho, Él lo entiende. ¿Ha hecho cosas malas, señor jefe?

—Oh, sí —digo con bastante sinceridad. Mientras pronuncio las palabras, las imágenes se suceden en avalancha, una corriente de tragedias y fracasos: el rostro manchado de lágrimas de Libby la noche que murió Cole; el cadáver mojado y azul flotando en el agua; la prostituta negra con peluca rubia a la que visité aquella misma noche; el humo blanco de la metanfetamina rizándose en el interior de la pipa de cristal; Gordon Kramer asestándome un puñetazo en la cara, saltándome un diente. Todo desordenado y entremezclado, pero todo ello doloroso y todo ello culpa mía.

El hermano Sam dice:

—No hay pecado demasiado grande. Él comió con putas. Murió en la cruz rodeado de ladrones. Es el dios de los pecadores y los cautivos. Cualquiera puede renacer. Cualquiera.

—¿Cualquiera? —digo con voz ronca.

Más imágenes de aquella noche destellan en mi memoria. Recuerdo el largo paseo por el corredor, cómo llevé el cadáver de Cole en brazos, cómo lo dejé suavemente sobre su cama; cómo lo velé durante horas, iluminado únicamente por la luz de la luna que entraba por la ventana de su cuarto. ¿Cuánto tiempo estuve allí a su lado? No pudieron ser horas. Pero todo lo relacionado con aquella noche parece erróneo. Mi percepción del tiempo se halla alterada. Únicamente lo dejé a solas un par de minutos. Solo un par de minutos en el baño. Iba a volver de inmediato. Solo necesitaba un par de minutos.

El hermano Sam me pone una mano en el hombro.

—Levántese, caballero. Acepte a Jesucristo como su salvador.

Ahora todo el mundo me está observando y noto una extraordinaria presión para acceder. Una de las cosas que tiene ser ateo es que siempre te encuentras en mala compañía, con gruñones y sabelotodos, personas que aprovechan hasta la última oportunidad para echar a perder el consuelo de los demás, diciéndoles a todos lo estúpidos que son. No quiero ser una de esas personas. Después de todo, si no crees (si no puedes creer), ¿por qué no te limitas a dejarte llevar?

Que es lo que hago yo. Me levanto. Hay sonrisas y asentimientos de aprecio. El hermano Sam levanta una palma y posa sus sudorosos dedos sobre mi cara.

—Cierre los ojos, señor jefe —dice con un teatral suspiro. Después, con más fuerza—: Jesucristo, entra en el cuerpo de este hombre, sea cual sea su verdadero nombre. Expulsa a Satanás de su interior.

Vuelve a la glosolalia: Katania edanah, katania edanah, repitiendo la frase una y otra vez, con intensidad progresiva.

—¡Expulsa a Satanás de este hombre! —grita el hermano Sam—. ¡Satanás, márchate! ¡Desaparece, Belcebú! ¡Satanás, márchate! ¡Márchate!

Su voz sigue cobrando fuerza, cada vez más rápida, grácil y atlética, como una gacela brincando por la sabana.

¡Katania edanah! —grita. Pega su cara a la mía y chilla—: ¡Márchate, Satanás! ¡Sal de este hombre! Te siento en su interior. ¡Márchate! Puedo sentirte, Satanás. ¡Márchate, bestia! Yo te expulso. ¡Te ordeno que lo dejes! —Noto sus salivazos en las mejillas—. Katania edanah, katania edanah. —Su aliento huele a ajo—. ¡Satanás, márchate! ¡Sal! ¡Te siento, Satanás! ¡Te siento en el interior de este hombre! ¡Te siento! ¡Te sien…!

Se corta en seco a mitad de frase. Abre los ojos y me mira.

Y lo que veo en sus ojos… no hay otra palabra para describirlo: veo horror.

El hermano Sam me está mirando de hito en hito, horrorizado.

De repente su piel es tan pálida como la luz de la luna. Está cubierto de sudor y sus ojos han dejado de ser rendijas legañosas. Ahora los tiene abiertos como platos; abiertos como si se hubiera topado accidentalmente con una abominación en el seno de su iglesia. Retira rápidamente la mano de mi mejilla, como si fuese un fogón caliente. Retrocede un paso, pierde el equilibrio y a punto está de tropezar con la pata de una silla plegable. Un hombre sentado a su lado levanta las manos para agarrarle.

El hermano Sam aparta la mano del hombre con escasa educación y sigue retrocediendo, alejándose de mí.

Después, repentinamente, parece recordar dónde está (en el sótano de una iglesia), quién soy yo (un pecador) y lo que los demás esperan de él. Entonces agacha la mirada, avergonzado.

—Perdone —farfulla—. No me siento demasiado bien. Creo que… —Pasea rápidamente la mirada por toda la sala.

—Hermano Sam —pregunta un hombre—, ¿va todo bien?

—Sí, claro. Pero… pero… —se interrumpe, recupera la compostura—. Lo siento. Creo que por hoy deberíamos dejarlo aquí.

Ninguno de los presentes dice nada, pero noto la fuerza de las miradas silenciosas concentradas en mí.

A pesar de sus palabras, el hermano Sam permanece petrificado. No se mueve. No da ni un solo paso hacia mí. No me mira. No me ofrece una mano ni hace gesto alguno de disculpa. Se mantiene tan alejado de mí como le resulta posible, como si quisiera asegurarse de que permanece en todo momento lejos de mi alcance.

Miro a Amanda. Ella me observa pensativa, ladeando la cabeza, como si le hubiera sido revelada una nueva e interesante cualidad mía, una que la ha impresionado en grado sumo.

Ahora estamos en su coche, camino de la oficina para que yo pueda recoger el Ford y marcharme a casa. Son las nueve. Todavía puedo llegar junto a Libby a una hora razonable. A lo mejor —si manejo bien la situación— ni siquiera tendré que explicarle a mi esposa adónde he ido… ni con quién.

—Bueno, ha sido interesante —dice Amanda secamente.

Yo guardo silencio.

—Sé que usted no cree —dice Amanda, mirando de frente mientras conduce—. Pero es real, ¿sabe?

—Si tú lo dices —digo afablemente.

—Él cambió mi vida —insiste Amanda.

—¿El hermano Sam?

—Jesús.

—Oh —digo.

—También puede cambiar la suya —continúa ella—. ¿Qué piensa usted?

Pienso que Amanda se está volviendo menos sensual a cada segundo que pasa. Dentro de un minuto, mi recepcionista sin sujetador, la del tatuaje sobre el pezón, comenzará a cantar himnos y a atarse un corsé. Me gustaría estar de regreso en mi casa y en mi cama antes de que eso suceda.

—Eh —digo, mientras pasamos sin reducir frente al edificio de Tao Software. En el retrovisor veo mi Ford alejarse en la distancia hasta perderse en el horizonte—. Creo que te has pasado de largo.

—Vamos a otro sitio.

—¿Adónde?

—A mi piso.

—¿Por qué?

Amanda me mira de soslayo.

—¿Y qué pasa con Jesús? —pregunto.

—Él también viene.

Amanda vive en un complejo llamado Plantation Manor, a tres kilómetros de la oficina. A pesar de su regio nombre, parece un lugar decrépito. Es un edificio de tres plantas de madera y cemento, con pasillos abiertos expuestos a las inclemencias del tiempo y vistas al aparcamiento. A un lado hay una piscina, protegida por una verja, llena de basura y rodeada de tumbonas oxidadas.

De uno de los balcones cuelga una pancarta de vinilo que anuncia: SIN DEPÓSITO – SIN REFERENCIAS – ¡PRIMER MES GRATIS!

Amanda me guía por dos tramos de escaleras. El aire es húmedo y a mitad del primer tramo ya estoy sin aliento. Oigo el zumbido de los coches en la autopista, por detrás de un muro de contención de ruidos que no parece estar conteniendo gran cosa.

Cuando llegamos a lo alto de la escalera, Amanda me conduce por un largo pasillo. Nos detenemos frente al apartamento 309. Amanda hurga con la llave en la cerradura y después abre la puerta dándole un empujón con el hombro. La sigo al interior. Una oleada de aire invernal nos golpea violentamente. Un aparato de aire acondicionado ruge en la ventana como un avión a reacción.

—¿Qué le parece? —pregunta Amanda, echándose a un lado para permitirme un mejor ángulo de visión.

—Me parece que la electricidad debe de estar incluida en el alquiler —digo, temblando.

—Siempre lo dejo encendido —explica ella—. Porque me gusta el frío.

—Te has mudado al estado equivocado.

—Siéntese —dice ella—. Voy al baño.

Amanda desaparece doblando una esquina. Obedezco y me siento en el sofá. Miro a mi alrededor. Es un piso normal y corriente como todos los de la cadena Sunbelt: techo blanco de escayola, moqueta de color beis, una barra americana junto a una diminuta cocina empotrada y una puerta corredera de cristal con persianas Levolor que conduce a un patio. Ni fotografías ni libros. Es a la vez limpio y deprimente: el piso de una mujer que tiene una parte de trabajadora esforzada y otra de riesgo de fuga.

Oigo el sonido de la orina cayendo sobre la porcelana.

—Ahora le contaré mi historia —dice Amanda desde el baño, mientras mea. Me pregunto si habrá dejado la puerta abierta. Curioseo desde la esquina del pasillo, pero no alcanzo a ver nada.

—Quizá quieras terminar antes —sugiero.

Amanda ignora mi sugerencia.

—Nací en Rusia. Pero eso ya lo sabía, ¿verdad?

—Tienes un poco de acento —digo—. Muy ligero.

—Cuando tenía doce años, escapé de Moscú. Había un hombre. Me dijo que debería ser modelo de revistas.

Suena la cadena. Oigo agua en el lavabo y después el sonido de unas manos al ser rápidamente lavadas con jabón. Pronto, Amanda vuelve a reunirse conmigo en el salón.

—Se hacía llamar agente —continúa—, pero no lo era, no uno de verdad. —Se sienta en el sofá junto a mí, sobre sus rodillas, echando los pies a un lado—. Una noche lo visité para que pudiera evaluarme. Así es como lo llamó él: «evaluar». Me evaluó, en cierto modo. Había muchos hombres, no solo él. No le contaré todos los detalles. Pero se lo puede imaginar.

—Lo siento.

Amanda hace un aspaviento con la mano, desestimando el sentimiento.

—Nunca volví a ver a mi familia. Me llevaron a diferentes casas en distintas ciudades y pronto ya no supe ni dónde estaba. Al cabo de un par de meses, me trajeron a este país. Trabajaba para ellos. ¿Sabe lo que quiero decir?

—Creo que sí.

—Me llamaban bailarina. Pero hacía más que bailar. Hacía cualquier cosa. Lo que me ordenasen.

—¿Por qué no…? —me interrumpo antes de pronunciar las palabras. Pero es demasiado tarde. Sabe lo que iba a decir.

—¿Escapé? —sugiere, y se ríe.

Yo asiento.

—Deje que le cuente una historia. La primera noche, escogieron a una muchacha del grupo. Al azar. La recuerdo perfectamente. Estaba de pie justo a mi lado. Tenía el pelo rubio y era muy joven y muy guapa. Desplegaron un rollo de plástico en el suelo y le dijeron que se pusiera en medio porque no querían limpiar la alfombra. Nadie entendió a qué se referían. Les dijeron a todas las chicas que se juntaran para mirar. Sacaron una pistola, le metieron el cañón en la boca a la chica rubia y le pegaron un tiro. Así sin más. Y después nos dijeron a las demás: «Esto es lo que pasará. Si cualquiera intenta marcharse, esto es lo que haremos. Os mataremos y mataremos también a vuestra familia en Rusia, porque sabemos dónde viven. Pero… —Levanta un dedo y hace una pausa. Su rostro adopta una expresión dura y pétrea—. Pero, si sois buenas y hacéis lo que os digamos, podréis ganar vuestra libertad».

Se desliza sobre el sofá para acercarse más a mí. Parte de mí quiere consolarla —pasarle un brazo por encima de los hombros, abrazarla—, consolar a esta muchacha de otro país que fue alejada a la fuerza de su hogar. Pero sé que no debo. Amanda no busca mi consuelo. No busca consuelo en hombre alguno.

—Le contaré un secreto —dice—. ¿Quiere saber mi secreto?

—De acuerdo.

—No importa cuánto te amenacen, porque pronto eres tú misma quien no quiere escapar. Te dan cosas para que te guste estar aquí. Y entonces deseas quedarte. ¿Entiende?

—Drogas —digo. Intento parecer distanciado, pero mi voz suena endeble y excitada a mi pesar, como cuando uno intenta pronunciar el nombre de una antigua amante de manera que parezca casual.

—Sí. —Amanda se pega más a mí—. Oh, sí —ronronea—. Y cómo me gustaban. —Noto su cálida piel junto a la mía—. Conoce esa sensación, ¿verdad, Jim?

—Sí.

—Las ha probado.

No es una pregunta.

—Sí.

—Desde el primer día que llegó a la empresa lo supe. Nos reconocemos unos a otros, ¿verdad, Jim?

Es cierto. Ser un adicto es como formar parte de un club. Una vez estás dentro, estás dentro. Es algo que los abstemios no pueden entender. Cuando paseo por la calle, lo sé. Solo con mirar a ciertos desconocidos, lo sé. Sé quién toma, quién lo ha dejado y quién va a recaer. Tenemos algo en la mirada. Andamos buscando. Nunca lo encontramos, pero siempre estamos escudriñando. Es una mirada hueca, atormentada, hambrienta. Amanda también la tiene. Una parte de mí siempre lo ha sabido.

Amanda continúa:

—Hice cosas terribles. Ojalá pudiera… —Menea la cabeza—. Ojalá pudiera sacármelas de aquí —dice señalándose el cráneo.

—Conozco la sensación.

Amanda se inclina sobre mí. Por un momento pienso que va a besarme, pero después se aparta.

—Jesús me rescató —dice.

—Jesús… ¿te rescató? —repito estúpidamente. Entrecierro los ojos e intento imaginarme a Jesús, con la toga al viento, liderando una especie de Fuerza Delta para extraer a Amanda de un complejo ruso, descolgándose por la pared en rápel y esquivando rifles con mira telescópica.

—Recé —dice Amanda— y me salvó. Me dio una nueva vida.

—Pero… ¿cómo escapaste?

Amanda niega con la cabeza y hace un aspaviento con la mano, como si tal cuestión careciera de interés, pura logística.

—No importa. Una vez has decidido que quieres salir, siempre hay un camino. Lo difícil es decidirlo. Pero yo lo hice. Y después vine a Florida. Compartí piso con una chica, una universitaria. Ella me enseñó lo que debía hacer y cómo comportarme, cómo encontrar trabajo. Me saqué el graduado escolar. Perfeccioné mi inglés. Encontré un empleo de recepcionista. A los hombres les gusta contratar a chicas bonitas para sus recepciones. ¿Se ha percatado de eso, Jim? Así es como llegué a Tao.

—Bien, me alegro de que estés aquí.

—Qué expresión tan de jefe —se burla ella—. Se alegra de que esté aquí. ¿Por qué porras se iba a alegrar de tenerme aquí respondiendo a su teléfono?

Busco una respuesta. Al cabo de un largo momento, digo:

—Recibimos muchas llamadas.

Amanda se ríe.

—¿Ve cómo se esconde?

—¿Me escondo?

—Detrás de las bromas, Jim. Intenta distraer a la gente. Es muy ladino.

—No sabía que fuese ladino.

—Es un ladino. Siempre esquiva las preguntas. Incluso ahora, la está evitando.

—¿De qué pregunta estamos hablando?

Amanda se inclina hasta quedar pegada a mí y dice en voz baja:

—Ya conoce la pregunta.

Pero lo cierto es que no.

Amanda dice:

—Aquí está usted, un hombre casado, un jueves por la noche, en el piso de su recepcionista. En su sofá. Y ella está muy cerca de usted. Prácticamente pegada. Podría estar desnuda en cualquier momento.

—Pero no lo está.

—Pero podría estarlo —susurra Amanda. Se echa hacia delante y sus labios rozan mi oreja. Susurra, tan cerca y con tanta suavidad, que sus palabras no son más que aliento cálido contra mi piel—. La pregunta es: ¿qué va a hacer usted?

—Es una buena pregunta —admito—. Complicada.

—He visto la foto de su esposa. Es muy guapa. —Puedo oler su perfume. Es un aroma a flores, dulce y penetrante, como espray fúnebre.

Amanda se inclina para besarme. Su lengua se desliza sobre la mía. Permanecemos inmóviles, con las bocas suavemente pegadas. Ella interrumpe el beso y me mira.

—¿Qué pasa? —pregunta.

Retrocedo, apartándome de ella.

—¿Sabes lo que tiene gracia? —digo—. He estado hablando con mi psiquiatra. Diciéndole que quería convertirme en un hombre nuevo. Un hombre mejor. Creo que el viejo Jimmy Thane habría querido follarte.

—¿Y el nuevo Jimmy Thane?

—El nuevo Jimmy Thane también quiere follarte. Por eso estoy empezando a sospechar que mi psiquiatra no sirve de nada.

Y después, porque es lo único decente que puedo decir, añado:

—Tengo que irme, Amanda. Tengo que irme a casa, con mi esposa.

Amanda me observa durante un largo rato. Por un momento pienso que va a abofetearme, o a gritar, o a decir: «¡Pues lárgate entonces!». Pero no hace ninguna de esas cosas, sino que exclama alegremente:

—¿Lo ve? Le dije que estaría aquí esta noche.

—¿Quién?

—Jesús. Le dije que estaría aquí con nosotros, en este apartamento. Usted mismo puede verlo. Está en su interior.

—Oh —digo. No siento a Jesús en mi interior. Por otra parte, tampoco siento gran cosa. Solo cansancio. Mucho cansancio.

Me levanto y me dirijo hacia la puerta. Amanda me sigue.

—Tengo que volver a la oficina, Amanda —digo—. ¿Te importaría llevarme?

Ella coge de la mesa las llaves de su coche y me las arroja.

—Llévese mi coche. Déjelo en la oficina. Ya encontraré a alguien que me lleve mañana.

—Gracias.

Me doy la vuelta para marcharme. Amanda me agarra del brazo.

—Jim —dice con una sonrisa—. ¿No me lo quiere preguntar?

—Preguntar ¿qué?

Me coge de la mano y guía mis dedos hasta su pecho. El pezón se endurece bajo mi tacto. Amanda mantiene una palma sobre la mía, impidiendo que la retire.

—Preguntar lo que significa. —Y presiona con mis dedos sobre el lugar donde le vi el tatuaje—. Vi que lo miraba. ¿Sabe ruso?

—No.

—¿Quiere saber lo que significa?

—¿Qué significa? —pregunto obedientemente.

—«Jesús murió por mis pecados».

—¿Eso significa? ¿Por qué ibas a…? —Hago una pausa—. ¿Cómo se te ocurrió tatuarte eso en el pecho?

—Para poder recordarlo —dice ella, enfáticamente.

—Yo, cuando quiero recordar algo, lo apunto en un Post-it.

Amanda se ríe.

—¿Lo ve? —Quita su mano de encima de la mía. A desgana aparto los dedos de su pecho—. ¿Ve cómo recurre a las bromas? ¿Para esconderse de la verdad?

Estoy demasiado cansado para discutir.

En el aparcamiento, mientras encamino mis pasos hacia el coche de Amanda, oigo el zumbido de los neumáticos al otro lado del muro de contención de ruidos. Noto una extraña emoción que no consigo identificar al principio. No es arrepentimiento —arrepentimiento por no haberle hecho el amor—, que es la sensación que habría esperado tener. Se trata de una sensación distinta.

Triunfo.

Sí, eso es lo que es. Por primera vez desde que tengo uso de memoria, no me he rendido a mis impulsos. Mis impulsos disipados y perversos.

A lo mejor es un comienzo. A lo mejor este es el nuevo Jimmy Thane.

Mientras me subo al coche de Amanda, sonrío. El nuevo Jimmy Thane. Me gusta cómo suena eso.