A la mañana siguiente, cuando llego a la oficina, Amanda está sentada tras el mostrador de recepción, sonriendo beatíficamente, feliz y contenta con el mundo.
—Buenos días, Jim —dice, prácticamente canturreando—. Su cabeza tiene mejor aspecto.
—Solo por fuera —digo, mientras paso apresuradamente. No quiero seguir hablando sobre mi herida en el cráneo. Voy a tratar de olvidar los recuerdos de ayer, todo lo que tenga que ver con desvanes oscuros, bolsas llenas de dinero y el escote de Amanda. Mi conversación nocturna con Libby me ha inspirado. Seré un buen soldado, un buen director ejecutivo. Dirigiré Tao en silencio y con efectividad, en la medida de mis posibilidades. Mantendré la compañía a flote todo el tiempo que pueda. Protegeré a Tad Billups. Se acabaron los clavos oxidados en la frente. Se acabó la autodestrucción.
—Se ha perdido una llamada telefónica —dice Amanda. Me entrega una hojita rosa con el aviso—. Hace apenas un minuto. Ha dicho que era urgente.
Miro la hojita. «Sandy Golden», anuncia el papel, y un número de teléfono. Entro en la redacción estudiando el mensaje. ¿Sandy Golden? ¿De Old Dominion? ¿Qué diablos podría querer?
—Buenos días, Jim —dice alguien.
La cabeza de David Paris asoma sobre la pared de un cubículo.
—Buenos días, David.
—Jim —empieza a decir, y antes de que pueda alejarme emerge de un brinco de su cubículo, como un purasangre en los cajones de salida. Se acerca a mí dando saltitos, ondeando una libreta blanca, la cual, incluso a esta distancia, puedo ver repleta de copiosas notas y bocetos, los garabateos de un hombre encerrado en una institución mental—. Quiero enseñarte esto, si tienes un momento.
—Por desgracia ahora mismo no me sobra, David. —Sigo caminando hacia mi despacho.
—Pero si ni siquiera sabes lo que es —lloriquea él. Parece dolido.
Su análisis es certero: no sé lo que ha escrito con esa diminuta caligrafía en su cuaderno. Pero sí sé una cosa que David ignora: que el miércoles por la tarde será una de las cuarenta personas que se verán escoltadas hasta la salida del edificio. De modo que no tiene sentido crear puentes o estrechar vínculos, ni siquiera fingir interés en sus notas.
—En otro momento —digo.
—¿Cuándo, Jim? —refunfuña David, como un implacable terrier que intentara mordisquearme los tobillos—. ¿Cuándo? ¿Cuándo exactamente?
—El jueves —digo—. La semana que viene, el jueves. Organiza una reunión conmigo a través del calendario online.
—Muy bien, Jim —dice David, y vuelve a mostrar su sonrisa de elfo feliz.
Se retira rápidamente, antes de que pueda cambiar de opinión, caminando de espaldas hacia su mesa. No he terminado de entrar del todo en mi despacho (aún tengo un pie fuera) cuando oigo un campanilleo electrónico procedente de mi ordenador. Miro la pantalla y me encuentro una solicitud de reunión: ¿deseo aceptar una reunión con David Paris —me pregunta el programa—, «para tratar iniciativas de marketing presupuestariamente efectivas»? Casualmente, también yo estoy a punto de implementar mi propia iniciativa de marketing presupuestariamente efectiva: consiste en eliminar el departamento de marketing al completo. Pero qué diablos. Me acerco a la mesa, cojo el ratón e indico que sí, efectivamente, acepto la reunión con David.
—¡Gracias, Jim! —grita David hacia mi despacho desde el otro lado de la sala. Para esto se inventó el correo electrónico.
—De nada, David —grito en respuesta.
Dejo el maletín sobre la mesa, junto al ornamentado marco que contiene la fotografía de Libby y mía acechados por el demonio rojo. Realmente debería librarme de esa foto.
Marco el número de teléfono anotado en la hojita rosa. Anticipo que tendré que ir sorteando toda una serie de cancerberos corporativos; primero la recepcionista de Old Dominion, después la asistente personal de Sandy Golden, para finalmente quedar un rato a la espera mientras «me conectan» con Sandy (jerga empresarial para «ármate de paciencia mientras el otro tipo se hurga la nariz o termina de plantar un pino o lo que sea que necesite hacer para dejar claro su superioridad telefónica sobre ti»).
Pero la que responde al primer timbrazo es la misma voz grave y profunda que recuerdo de nuestra desastrosa reunión en el centro de Tampa.
—Habla Sandy —dice la voz, a través de una nube de estática, lo cual me indica que estoy hablando con Sandy a través de su móvil privado. Ni recepcionistas ni secretarias.
—Sandy, Jim Thane. He recibido tu mensaje.
Una larga pausa. Por un momento pienso que el móvil de Sandy ha sido desconectado. Pero después su voz regresa:
—Jim —dice al fin—. Me alegra mucho decirte que aceptamos la propuesta. Lo hemos hablado internamente y todo el mundo está de acuerdo en que la tecnología de tu empresa es exactamente lo que necesitamos. Así que cuenta con nosotros. De hecho, estamos tan emocionados que nos gustaría subir la apuesta. Queremos invertir un millón de dólares. Con la misma tasación preinversión de la que ya hablamos. ¿Te parece correcto, Jim?
Intento mantener un tono neutro en la voz y no sonar sorprendido.
—Me parece correcto.
—Podemos cerrarlo con un apretón de manos. Ahorrarnos los legalismos. Antes de que acabe el día recibirás un borrador de contrato. La transferencia se os hará efectiva el lunes.
—Estupendo —digo—. Estoy encantado. —Aunque intento no sonar demasiado encantado. Es una táctica de negociación que se aprende con el tiempo: intenta no reírte a carcajadas del pardillo que acepta tu oferta.
—Entonces ¿estamos en paz? —pregunta Sandy. Una pregunta extraña, pronunciada en un extraño tono de voz. Para ser un tipo que dice estar «tan emocionado» con el trato, Sandy no suena particularmente entusiasta. Suena como un hombre que estuviera saldando una deuda con su corredor de apuestas.
—Por supuesto —digo—. Estamos en paz.
—Bien. Entonces, adiós. —Y con estas palabras, cuelga. Nada de cortesías telefónicas ni promesas de «una asociación mutuamente beneficiosa» o de «un prometedor porvenir»; ninguna de las típicas gilipolleces con las que todos los ejecutivos se calientan mutuamente las orejas al final de cada conversación, para mantener lubricadas las ruedas del comercio. Me quedo sosteniendo un teléfono sin línea en la mano.
Cuelgo el auricular con suavidad. Aún sigo de pie junto a la mesa, no me he sentado desde que he llegado.
Me dirijo hacia el despacho de Dom Vanderbeek. Desde el día que aterricé en Tao, cuando avergoncé a Dom delante de los demás empleados, todas las mañanas ha llegado antes que yo a trabajar. Su precioso BMW Serie 7 siempre está ahí cuando llego, aparcado en el estacionamiento más cercano a la puerta de entrada, un dedo medio negro y resplandeciente que me señala cada vez que entro.
El despacho de Dom es el más grande del edificio. No me sorprendió que reclamara para sí el despacho privado de Charles Adams después de que yo lo rechazara. Al parecer, a Dom el simbolismo igualitario se la trae floja. Ahora lo encuentro recostado en una esbelta silla gris, con los pies apoyados sobre la mesa, mientras escucha a alguien al teléfono. Se percata de mi presencia en la puerta y me hace gestos de ampulosa despreocupación para que pase. Pone los ojos en blanco y abre y cierra la mano repetidas veces para indicar que su interlocutor no para de cotorrear.
—De acuerdo, colega —dice Vanderbeek, finalmente, al teléfono—. Nos vemos pues el martes que viene. En Derousher’s a las doce. Yo invito. —Otro par de cumplidos, más escucha silenciosa por parte de Vanderbeek, otra vez los ojos en blanco—. De acuerdo pues —dice de nuevo Vanderbeek—. Estupendo. Cuídate. Hasta luego.
Vanderbeek cuelga.
—¿A ver si adivinas quién era? —me dice.
—Ni idea.
—Adivina.
—Ni idea.
—Hank Staller. Wells Fargo. Está interesado.
Me pregunto en silencio si está interesado en comprar la tecnología P-Scan de Tao o si está interesado en levantarnos al jefe de ventas. Cualquiera de las dos opciones me haría feliz.
—Excelente —digo. Vanderbeek parece expectante, quizá espera más agasajos, así que añado—: De verdad, excelente. Estoy impresionado.
Vanderbeek sopesa mis palabras, preguntándose si estaré siendo sarcástico. Finalmente señala la silla delante de su escritorio, invitándome a que me siente. Aparta los pies de mi cara y endereza la espalda.
—Bueno, ¿qué hay de nuevo? —dice, frotándose la piel alrededor del Rolex Submariner negro que lleva en la muñeca, para indicar que su reloj es tan caro y pesado que le cansa el brazo.
—Acabo de hablar con Sandy Golden —digo.
—¿Te ha aceptado la llamada?
—En realidad ha llamado él. Van a aceptar el trato. Old Dominion nos va a pagar un millón de dólares a cambio de instalar P-Scan en sus sucursales del sudoeste.
Vanderbeek entorna los ojos.
—¿En serio?
Me encojo de hombros.
—Bueno —dice él. Puedo ver cómo giran los engranajes dentro de su cabeza. Está intentando decidir qué sentir. Por una parte le alegra, evidentemente, porque Old Dominion fue una propuesta suya, de modo que se embolsará una buena comisión sobre la venta, puede que hasta un cuarto de millón de dólares. Por otra, la reunión con Sandy Golden vino instigada por mí y soy yo quien dirige el espectáculo. De modo que tendrá que compartir parte del crédito (que no del dinero) conmigo. Lo cual, evidentemente, le molesta. Y luego, por último, hay cierto desconcierto. Estuvo en la misma reunión que yo, la reunión en la que nuestro programa no funcionó. Lo cual genera una pregunta: ¿qué diablos está pasando aquí?
—Solo he pensado que te gustaría saberlo —digo.
—Enhorabuena.
—A los dos —intento.
Vanderbeek me mira de hito en hito.
En cualquier caso, me hago el simpático.
—Nos dará un pequeño respiro, Dom —digo—. Un millón de dólares significa más margen de maniobra, si conseguimos mantener los gastos bajo control. Puede que hasta todo un mes, si podemos…
El teléfono de mesa de Vanderbeek suena, cortándome en seco. Vanderbeek levanta un dedo para silenciarme y descuelga el auricular.
—Vanderbeek —espeta. Escucha un momento, después dice—: Espera un segundo. —Tapa el auricular con la mano y me mira—. Tengo que atender esta llamada, Jim. ¿Te importa?
Mientras me giro para marcharme, añade:
—Jim, hazme un favor, ¿quieres? Cierra la puerta al salir. —Al teléfono—: Eh, colega, ¿qué hay?
Cierro la puerta y me alejo.