15

Salgo de la oficina a las seis y media y llego a casa diez minutos más tarde. Cuando bajo del coche, veo a mi vecino del otro lado de la calzada; el velociraptor de los dientes saltones y la frente protuberante.

Está recorriendo su porche mientras habla por el móvil y gesticula con la mano libre, en la que sostiene una colilla.

Está demasiado lejos para distinguir lo que dice, pero oigo el murmullo de su voz, el ritmo y la cadencia de sus palabras. Estoy a punto de darme la vuelta para entrar en casa cuando un golpe de brisa captura la voz de mi vecino y la trae hasta mí. Algo encaja y ahora sé por qué no podía entenderle. Está hablando en ruso.

Se vuelve para mirarme y nuestros ojos se encuentran. Me siento culpable, como si me hubiera sorprendido espiando. Dice algo para su teléfono —pero ahora la brisa ha remitido y no consigo oírle— y a continuación lo cierra bruscamente y lo deja caer en su bolsillo. Tira el cigarrillo al suelo, lo aplasta con el tacón y regresa al interior.

Primero busco a Libby en la cocina y después en el dormitorio. No la encuentro ni en un sitio ni en otro. Salgo al exterior, al jardín delantero, a ver si está en el huerto. Pero también el jardín está vacío, la tierra lisa y virginal, sin una sola huella.

Rodeo la casa por un costado. Un coro de cigarras ululan a mi alrededor. A veinte metros por detrás de la piscina hay una caseta para los útiles de jardinería, sobre una plataforma de madera. La puerta de la caseta está abierta. El interior está a oscuras. Cuando me aproximo, veo a mi esposa, arrodillada entre las sombras de la caseta, de espaldas a mí.

—¿Libby? —digo.

Mi esposa se vuelve hacia mí.

—Jimmy —dice, como sobresaltada, y coloca rápidamente un saco de mantillo sobre una balda metálica.

Se pone de pie y se sacude las manos. Después, sin mirar atrás, sale de la caseta y cierra la puerta.

—Qué pronto llegas —dice. Suena extraordinariamente similar a un reproche.

—¿Qué estás haciendo?

—Un poco de jardinería.

Pienso en el jardín por el que acabo de pasar, su suelo liso y carente de huellas.

—¿Qué te ha pasado en la cabeza? —pregunta ella.

—Accidente.

—¿Qué tipo de accidente?

Reconocer que me he colado en una casa ajena o que he encontrado cuatro millones de dólares en efectivo en el desván de un desconocido o que me he escondido de un hombre armado tras la cortina de una ducha probablemente no servirá para incrementar la confianza de mi esposa en mi sano juicio.

Así que digo:

—El almacén de suministros, en la oficina. ¿Puedes creer que lo único que quería era un maldito bolígrafo y esto es lo que he conseguido?

Libby parece dubitativa, pero después sonríe. Me coge de la mano y me guía hacia el interior de la casa.

Encargamos una pizza en Domino’s. Nos sentamos en la pequeña veranda de nuestro dormitorio, sobre la piscina. Hay dos chaise longues, pero compartimos una. Nos sentamos cruzando las piernas, frente a frente, con la caja de pizza manchada de grasa entre medias.

Le cuento a Libby la jornada; la mayoría, aunque no todo. Le hablo de mi reunión con Pete Bland, de su corbata fluorescente, sus Doc Martens y sus largas patillas. Le cuento que Pete describe a las personas mayores de cuarenta como «viejos» y que me ha recomendado despedir a los empleados de Tao siguiendo un porcentaje matemático preciso, dependiendo del sexo y la raza.

No le hablo a Libby de mi excursión al 56 de Windmere ni de mi descubrimiento en el desván de Sanibel.

Nos sentimos cómodos y a gusto el uno con el otro, puede que por primera vez desde mi llegada. No de maravilla, exactamente, sino cómodos. ¿Cuántas veces nos habremos sentado así, frente a frente, con una caja de pizza entre medias? ¿Cuántas comidas hemos compartido? Muchas, sin duda, y esos son los momentos que construyen un matrimonio, esos pequeños acontecimientos que pasan desapercibidos. Son estos momentos, y no los grandiosos y dramáticos, los que determinan el destino de una relación. Me alegro de poder tener al fin una noche tranquila y aburrida con mi esposa. Nuestras vidas agradecerían algo menos de dramatismo.

Nos terminamos la pizza. Me levanto de la chaise longue, estiro las piernas y miro hacia el dormitorio a través de la puerta de cristal.

—¿Entramos? —pregunto.

Por supuesto, se trata de una pregunta retórica. Más bien de una afirmación. Lo que realmente he querido decir ha sido: ya es hora de ir entrando, Libby.

Pero Libby estudia el dormitorio como si realmente estuviera sopesando si debería acompañarme. Si debería volver a entrar. Alguna vez. Una extraña expresión cruza su cara (una oscuridad momentánea), como la sombra de una nube atravesando velozmente un prado soleado.

—Ojalá no tuviéramos que volver a entrar —musita.

Vuelvo a mirar a través de la puerta de cristal, intentando comprender a qué se refiere. Observo el dormitorio. En el cuarto no hay nada aparte de la cama, por supuesto, un par de cómodas y el ventilador. ¿Es posible que la haya malinterpretado?

—¿No te gusta el dormitorio? —digo.

—No me gusta la casa —responde Libby.

Pero luego, igual de súbitamente que ha aparecido, la oscuridad desaparece y Libby se ríe, echando hacia atrás la cabeza, mostrándome la pálida curva blanca de su garganta.

—¡Oh, no me hagas caso! —dice, y sonríe—. Lo siento. Es solo que… me gusta estar aquí fuera. Me gusta el aire fresco.

Libby me coge de la mano y comienza a guiarme hacia la puerta. Pero me aparto de ella y apoyo la palma sobre el picaporte de la puerta, para impedirle abrirla.

—Espera —digo.

Algo me indica que no debería dejar pasar este momento. Quizá esta sea la manera de Libby de intentar llegar a mí. Quizá esta sea su manera de hacerme saber que está lista para hablar de aquella noche. La noche que murió Cole.

—A veces le veo, Libby —digo. Ella me mira, con rostro preocupado.

—¿Le ves? —repite.

—A nuestro hijo.

—Oh —asiente ella—. Por supuesto.

—Sé que me culpas por lo que sucedió aquella noche. Y deberías. Por supuesto que deberías, pero…

—Por favor —dice ella, y me agarra la mano—. Por favor, Jimmy. No hablemos de eso.

—Perdimos a nuestro hijo, Libby. ¿Cuánto tiempo podemos pasar sin hablar de ello?

Libby mira por detrás de mí, en la distancia, hacia un punto muy lejano. Otro tiempo. Otro lugar.

Permanece silenciosa. Mirando fijamente. Distante. ¿En qué estará pensando?

Cuando habla, al fin, su voz no es más que un susurro.

—Algo que compartimos —dice.

—¿El qué?

—La pérdida de un hijo.

—Por supuesto que sí —digo.

Pero antes de que pueda decir otra palabra o preguntarle qué ha pretendido decir con eso, Libby se adelanta y me besa en la mejilla, con mucha suavidad. Con mucha tristeza.

Se da la vuelta y entra en el dormitorio, dejándome solo en la veranda, como si hubiera sido yo el que se hubiera resistido a regresar a la casa en primer lugar.

Vemos la tele en la planta baja, uno de esos reality shows en los que la gente intenta comportarse con naturalidad mientras actúa frente a cámaras cuya existencia finge ignorar. Una hora nos basta para hacernos regresar a nuestro particular reality show, así que subimos las escaleras y regresamos al dormitorio.

Nos desvestimos para acostarnos. Mi esposa permanece en el lado opuesto de la habitación, manteniendo la cama en todo momento entre nosotros, dándome la espalda. Mientras se pone una camiseta, vislumbro fugazmente un seno desnudo de perfil y —a mi pesar— me excito.

Libby se pone unos bóxer de hombre —no hay nada más sensual que una mujer con unos bóxer, ¿verdad?—, se mete bajo las sábanas y apaga la luz de su mesilla de noche.

—Buenas noches, Jimmy —dice—. Estoy cansada.

Así pues, esta noche no. Otra imagen acude a mi cabeza, espontáneamente: la de los pechos de mi recepcionista, sus pequeños pezones rosados y su extraño tatuaje.

Apago la luz de mi mesilla de noche y yacemos juntos en la oscuridad. Escucho los crujidos del ventilador sobre nuestras cabezas.

—Hay algo que no te he contado —digo, en dirección a la oscuridad—. Sobre cómo me he golpeado la cabeza.

De inmediato sé que he cometido un error, que acabo de internarme por un camino que va a conducir hasta una discusión. Pero ha habido un instante esta noche, cuando estábamos afuera en la veranda, en el que Libby y yo hemos conectado… o hemos estado a punto. Solo ha sido un momento, pero quizá eso es lo que estoy buscando nuevamente ahora: otro momento de intimidad. Una conexión con esta mujer que siempre parece tan lejana.

—Me has dicho que ha sido en el almacén de suministros de la oficina.

—He mentido. En realidad ha sido en una casa. Me he colado en una casa. —Ahora experimento esa sensación familiar, la de que estoy echándolo todo a perder; la placentera velada que acabamos de compartir, la pizza en la chaise longue, el momento de intimidad en la terraza. Toda la cercanía, toda la comodidad. Simplemente soy incapaz de dejar estar las cosas. Aquí viene Jimmy Thane, con una antorcha, dispuesto a quemarlo todo—. He subido al desván. He encontrado una bolsa llena de billetes.

Le cuento toda la historia: lo del número 56 de Windmere, lo de los cheques firmados por un empleado de Tao y enviados a esa dirección, lo de cómo me he colado en la casa a través de una ventana trasera y he encontrado el dinero en una bolsa de basura, lo de cómo casi me sorprenden dos hombres que hablaban ruso, hombres armados.

Cuando termino, Libby guarda silencio.

De hecho, guarda silencio durante tanto tiempo que me pregunto si no se habrá quedado dormida mientras se lo estaba contando. Pero no, la noto incorporarse a mi lado en la oscuridad. Está despierta. Pero callada. Completamente callada.

Debo reconocer que el silencio era lo único que no estaba esperando. Esperaba una reacción, cualquier tipo de reacción, porque eso es lo que hace una esposa cuando su marido le cuenta la historia de cómo ha allanado una vivienda para encontrar cuatro millones de dólares en una bolsa de la basura: reaccionar de algún modo. Cómo reacciona es lo de menos. A lo mejor con excitación: «¿Que tú te has colado en una casa?», podría decir. «¿Tú? ¿Jimmy Thane?».

O a lo mejor enfadada. «¡Cómo se te ocurre arriesgarte de esa manera!», podría decir. «¡Podrías haber resultado herido! ¡Iban armados!».

Pero ¿silencio? No estaba esperando el silencio.

El silencio se prolonga durante un largo rato.

Finalmente, digo:

—¿Libby?

—Jimmy —susurra ella. No consigo identificar su tono—. ¿Qué estás haciendo, Jimmy? —Suena triste, decepcionada. Murmura, principalmente para sí misma—: Jimmy, Jimmy, Jimmy.

—¿Qué?

—¿Por qué tienes que estropearlo todo?

—No estoy estropeando nada —digo, a pesar de que tiene razón, a pesar de que eso es exactamente lo mismo que he pensado sobre mí mismo hace apenas un momento. He intentado echarlo todo a perder esta tarde, cuando me he colado en la casa; y cuando eso no ha surtido efecto, he intentado volver a echarlo todo a perder ahora mismo, tumbado en la cama, cuando me he empeñado en contarle a Libby lo de la casa y el dinero. No he sido capaz de dejarlo estar. No he sido capaz de dejar que nuestra agradable velada juntos terminase… agradablemente.

—Solo quería averiguar quién ha estado robándole dinero a la empresa. Debo hacerlo. Es mi trabajo.

—¿Tu trabajo? —repite Libby. Enciende la lámpara de su mesilla de noche. Bajo la repentina luminosidad, su piel se ve pálida y arrugada, el rostro macilento.

Libby clava la mirada en las aspas de teca que giran perezosamente sobre nosotros, y dirige sus siguientes palabras hacia el ventilador, no hacia mí.

—¿Por qué crees que te contrataron, Jimmy?

—Porque Tad Billups…

—Tad Billups ¿qué? —escupe ella—. ¿Cree que eres un director genial? ¿Es eso lo que piensa Tad, Jimmy? ¿Qué eres un artista del rescate? ¿Crees que te contrató porque eras el mejor candidato posible? ¿Qué en todo Silicon Valley fue incapaz de encontrar a nadie mejor que tú? ¿Qué eres su última gran esperanza?

—No —digo débilmente.

—¿Qué te dijo Tad cuando te contrató? ¿Recuerdas lo que me contaste? «Protégeme», dijo. «Protégeme, Jimmy».

—¿Qué tiene eso que ver? —pregunto. Pero incluso mientras las palabras están abandonando mis labios, lo sé. Como de costumbre, voy un paso por detrás de Libby. Como de costumbre, ella ha comprendido la situación mucho antes que yo.

Pero Libby continúa, implacable, explotando su ventaja. Me mira de la misma manera que un entomólogo miraría a un escarabajo justo antes de clavarlo con un alfiler a su tablón de especímenes.

—Por fin tenemos una oportunidad, Jimmy. Después de todo por lo que nos has hecho pasar, todavía tenemos una oportunidad. Solo Dios sabe por qué.

—Libby… —grazno.

—Todavía tenemos una oportunidad —prosigue—. Pero quieres echarla a perder. Dime una cosa. Si sigues escarbando, ¿qué crees que vas a descubrir? ¿De verdad te crees un detective genial que acabará revelando un gran secreto? No hay ningún secreto, Jimmy. ¿Por qué te crees que estás aquí? He intentado decírtelo antes, pero no has querido escucharlo. ¿Por qué crees que Tad Billups, tu supuesto amigo, que prácticamente te había dado por muerto… por qué crees que le daría este trabajo en Florida, intentando salvar una empresa de mierda que sabe que no tiene salvación posible, a alguien como ? ¿Debido a tu impresionante pedigrí?

La conmoción me ha enmudecido. Cuando miro a mi esposa, veo una rabia y una inteligencia que nunca antes había percibido. ¿Dónde ha quedado aquella plácida camarera con la que coqueteaba en El Pulpo hace tantos años? ¿Dónde la chica que, cuando nos casamos, lo ignoraba todo sobre los fondos de inversiones, la alta tecnología, los directores ejecutivos y los rescates empresariales? Ha desaparecido. Ha sido sustituida por otra persona. Alguien nuevo.

Tumbada en la cama a mi lado hay una mujer astuta y dura.

—Solo quiero saber qué está pasando —digo.

—¿De verdad no sabes lo que está pasando? —pregunta Libby—. Hasta yo, siendo tu mujer, sé lo que está pasando. ¿Quieres que te lo explique?

Guardo silencio.

—De acuerdo —dice ella—. Esto es lo que está pasando, Jimmy. No te han contratado para que escarbes e investigues lo que está sucediendo en Tao. Te han contratado para que estés tan condenadamente agradecido de tener un trabajo que ignores lo que sea que encuentres. Te han contratado para estar callado y hacerte el idiota. Lo cual no debería ser demasiado difícil para ti, ¿verdad, Jimmy?

—Libby…

—Cuatro millones de dólares robados a tu empresa, Jimmy. Cuatro millones de dólares en una bolsa de basura. ¿Quién crees que está detrás?

—¿Tad?

Libby sonríe. No es una sonrisa desagradable. Es mucho peor que eso. Es una sonrisa de compasión. La sonrisa de la gente inteligente ante los tontos, de los fuertes ante los débiles. Una sonrisa condescendiente. Cuando veo esa sonrisa en el rostro de mi esposa, creo que estoy a punto de echarme a llorar.

A lo mejor se da cuenta de que ha ido demasiado lejos. Me agarra la mano. Su voz es suave y cálida.

—Jimmy, escúchame. No vamos a tener otra oportunidad. Esta es la última.

—Lo sé.

—Te contrataron para que no te fijaras en el dinero perdido. Te contrataron para que no investigaras. Por eso te eligió Tad. Porque se lo debes todo. ¿No te das cuenta?

Asiento.

—Jimmy. —Su voz es amable y quiero darme la vuelta y fundirme en ella. Cuánto amo a esta mujer—. Jimmy, puedes hacerlo. Si le das a Tad lo que quiere, te recompensará. Sé que lo hará. Quiere que lo silencies todo. Así pues, siléncialo todo. Ni bancarrota ni abogados ni contables que vayan a revisar los libros. ¿No lo ves? Cuando todo haya pasado, cuando todo esté tranquilo y nadie esté mirando, cerrará la empresa. Y entonces te deberá un favor. Te deberá un favor bien gordo. Y encontrará una manera de agradecértelo. A lo mejor te pondrá al frente de una empresa de verdad. A lo mejor en casa. En California. ¿No te das cuenta?

Me doy cuenta. ¿En qué estaba pensando exactamente? Ahora me parece una locura. Acechando en desvanes, escondiéndome en las duchas. Mi esposa tiene razón. Por supuesto que tiene razón. Tad Billups sabía que descubriría que faltaban cuatro millones. Era imposible no hacerlo. No me contrató para encontrarlos. Me contrató para ignorarlo.

—¿Sabes cuál es la definición de locura, Jimmy? —pregunta Libby.

—No.

—Hacer lo mismo una y otra vez. Hacerlo repetidas veces a pesar de que todas las evidencias han demostrado que no funciona.

—¿Qué estás diciendo?

—No estoy diciendo nada. Estoy pidiendo. Rogando. —Me aprieta la mano—. Te lo estoy rogando, Jimmy: no vuelvas a cometer el mismo error. Esta es nuestra oportunidad. Este es nuestro camino de vuelta.