13

De nuevo en mi despacho, compruebo mi buzón de voz. Solo hay un mensaje solitario de Gordon Kramer, «a ver qué tal» y para asegurarse de que ayer acudiera a mi cita con el doctor Liago. Llamo a Gordon de inmediato y le dejo un mensaje diciendo que la sesión transcurrió sin problemas. Lo último que necesito es que Gordon se crea que he desaparecido en combate y aparezca con un juego de esposas en las oficinas de Tao.

Miro mi reloj. A pesar de que el fracaso de la reunión con Old Dominion significa que no voy a ser capaz de traer liquidez por la puerta principal, al menos puedo evitar que siga saliendo por la trasera.

Ha llegado el momento de hacerle una visita al desfalcador que le ha robado millones de dólares a mi empresa. Acaricio la hoja de papel en la que anoté la dirección del ladrón, la verdadera dirección donde termina el dinero: Windmere Avenue 56, Sanibel.

Ha llegado el momento de ir de visita al 56 de Windmere Avenue.

Mi teléfono suena. Tiene un tono suave y amortiguado. El identificador de llamada indica «Recepción». Descuelgo.

—¿Sí, Amanda?

—¿Tiene un segundo, Jim?

Estoy de pie, con el auricular encajado en el hombro y la hoja con la dirección de Windmere entre las manos.

—En realidad estaba saliendo ya…

—Hay alguien aquí que quiere verle.

—¿Ahora? —No tengo ninguna reunión programada. Debe de ser un vendedor, alguien que quiere ofrecerme tóner para la impresora o hacerse cargo de nuestro servicio de gestión de nóminas—. No tengo tiempo. Dile que deje su tarjeta y que ya le llamaré yo.

—Jim —dice Amanda, y percibo la urgencia en su voz—. Se llama Tom Mitchell. Es policía. Quiere hacerle algunas preguntas.

Recibo a Tom Mitchell en la sala de juntas. Es un hombre atractivo, ancho de hombros y en buena forma física. Su pelo es del color del peltre, como esas cuberterías de plata antigua y pesada que dejan en herencia las abuelas al morir. En contraste, sus cejas son negras como el alquitrán y se arquean teatralmente, como si Tom Mitchell no hubiese creído una sola palabra que le haya dicho nadie desde 1992.

No es, técnicamente, «policía», como ha dicho Amanda, sino más bien (lo averiguo gracias a su impresionante tarjeta de visita) agente de la Unidad de Delitos Especiales del FBI, división de Tampa.

Nos sentamos uno frente al otro en la larga mesa negra de conferencias. Después de entregarme su tarjeta, Mitchell dice:

—Gracias por recibirme. Sé que debe de estar hasta las cejas de trabajo. —Tiene un marcado acento sureño (trabaho en vez de trabajo) y su melosa cadencia hace que cada palabra suene como una amable caricia.

—No hay problema.

—Bueno —dice sonriendo—. Es usted el chico nuevo en la ciudad.

—Supongo.

—¿Cuándo llegó?

—Hace dos días.

—¿Y qué le parece Florida, señor Thane?

—Bueno, para ser sincero, demasiado calurosa.

—Vaya que sí. —Mitchell apoya las manos sobre el tablero de la mesa, tamborilea con los dedos y me contempla sin decir nada durante lo que se me antoja demasiado tiempo. Finalmente dice—: Probablemente sabrá por qué estoy aquí.

—Sabe programar en Java y busca trabajo.

—Ja —dice él en un tono que no suena para nada como una risa. Claro que por otra parte tampoco era un gran chiste—. No exactamente. No. Puede que sepa que he estado investigando el caso de Charles Adams. ¿Le han hablado de él? ¿De lo que sucedió?

—Solo que desapareció.

—Un resumen perfecto —dice él, y sonríe. Suena extrañamente jovial, teniendo en cuenta que el tema de conversación es la desaparición de un hombre. A lo mejor le alegra no tener que explicarme los intríngulis del caso, teniendo en cuenta que no hay intríngulis, ya que el caso consiste exactamente en lo siguiente: «Hombre sale por la puerta principal de su casa. Hombre desaparece».

Espero a que Tom Mitchell diga algo más sobre Charles Adams. Pero no lo hace. En cambio, me mira, sonriendo, como invitándome a que aporte información. No tengo ni idea de qué puede estar esperando. ¿Qué me levante bruscamente de la silla gritando: «¡Fui yo! ¡Yo lo hice!»?

Pero no lo hago. Me limito a estudiar su tarjeta de visita.

—Unidad de Delitos Especiales —digo, leyendo el título bajo el logotipo en relieve—. ¿Qué es, una especie de agencia de superinvestigadores?

—Sí —responde Mitchell—. Una superagencia. Trabajo estrechamente con Aquaman y Linterna Verde. Me están esperando en el coche.

Ahora es mi turno de echarme a reír.

—Hablando en serio —dice Mitchell—, apenas tiene glamour. A mí me gusta describirnos como el grupito que investiga los casos que se caen entre las grietas. Crímenes que no acaban de encajar en ningún otro departamento.

—¿Oh? —digo, intentando sonar interesado.

—Por ejemplo, crímenes que solapan jurisdicciones. Crímenes con posibles repercusiones políticas. Cosas que parecen inquietar a los políticos, como el juego, chantajes, pornografía infantil, ese tipo de cosas.

—¿Y directores de empresa desaparecidos?

¿He visto un destello de ira en su rostro… solo por un instante? ¿Como si él tampoco estuviera del todo seguro de por qué le ha caído encima el caso de Adams? Si de verdad lo he visto, se esfuma en un instante y Mitchell vuelve a ser un buen soldado. Se encoge de hombros.

—Bueno, no todos nuestros casos son igual de llamativos. En ocasiones simplemente nos encargamos de investigaciones que no encajan en ningún otro cuerpo. La de Charles Adams es un buen ejemplo.

Me reclino en la silla y hago ostentación de mirarme el reloj.

—Entonces ¿en qué puedo ayudarle, agente Mitchell?

—No estoy del todo seguro —dice él. Se lo piensa, como si realmente estuviera intentando figurarse una manera en la que pudiera ayudarle. Al cabo de un momento de tan teatral deliberación, dice—: Supongo que me gustaría saber si ha notado algo en el tiempo que lleva aquí.

—¿Que si he notado algo?

—¿Algo reprensible?

De repente soy consciente de la hoja en el bolsillo de mis pantalones, el papel con su marcado doblez que se hunde en mi muslo como un recuerdo culpable. En ese papel hay anotada una dirección: Windmere Avenue 56, Sanibel. Y en esa dirección encontraré a la persona que ha desfalcado millones de dólares a Tao Software. Y sin embargo, a pesar de que soy perfectamente consciente de su presencia y a pesar de que se clava insistentemente contra mi muslo, me oigo decirle a Tom Mitchell:

—No, no se me ocurre nada digno de mención.

—El motivo por el que se lo pregunto —dice Mitchell, y se echa hacia delante, como compartiendo una confidencia—, es que sospechamos que el señor Adams estaba involucrado en algo turbio. Conocía a algunos individuos bastante desagradables.

—¿Inversores?

—No —responde Mitchell. No sonríe. Me mira fijamente. Después, de sopetón, pregunta—: ¿Ha oído hablar de Ghol Gedrosian?

Niego con la cabeza.

—¿Es una especie de… plato de cordero?

—Es una persona, señor Thane. Es una persona. Una persona de interés.

—De interés ¿para quién?

—Es una expresión. Significa que nos gustaría hablar con él.

—¿Y qué se lo impide?

—Solo el hecho de que no sabemos dónde está.

—Entonces son dos las personas desaparecidas.

Mitchell extiende las palmas en un pequeño gesto, a medio camino entre una admisión de fracaso y un ruego de indulgencia.

—Supongo que tiene usted razón.

—Ojalá pudiera ayudarle —digo—, pero nunca he oído hablar de él.

—No —dice Mitchell—. Tampoco lo esperaba. No se mueve exactamente en sus mismos círculos. —Prolonga la palabra «círculos», insinuando que soy la clase de persona que podría utilizar dicha palabra, quizá durante un almuerzo en el club de campo. Me entran ganas de decirle que nadie en Alcohólicos Anónimos usa la palabra «círculos», a menos que sea una marca de licor que aún no he descubierto.

Mitchell se levanta de su asiento.

—No le robaré más tiempo, señor Thane. He venido más que nada como cortesía, para hacerle saber que no hemos renunciado a encontrar a Charles Adams. Vamos a seguir buscándolo.

—Me tranquiliza usted, agente Mitchell. Gracias.

—Pero hágame un favor, ¿quiere? Si descubre algo, sea lo que sea, quiero que me llame. En la tarjeta tiene mi número. —Se inclina sobre la mesa para golpear con el índice su tarjeta, que descansa sobre la mesa delante de mí.

Miro la tarjeta, atónito.

—¿O sea que para eso sirven?

Mitchell sonríe y me amonesta con el dedo.

—Es usted un tipo gracioso, señor Thane.

—Eso me dicen. ¿Puede creer que no me ha ayudado en lo más mínimo en la vida?

—Por supuesto que lo creo. A nadie le gustan los graciosos. Pensamos que son así porque están ocultando algo.

—A lo mejor ocultamos el hecho de que en realidad no somos graciosos.

—¿Ve? —dice él—. Ya está otra vez. —Señala y menea la cabeza—. Debería actuar en un club nocturno.

Un club con un mínimo de diez consumiciones, me entran ganas de decir.

Pero me limito a levantarme de la silla y a estrecharle la mano.

—Prometo mantenerle informado, agente Mitchell —digo—. Si me entero de cualquier cosa.

Diez minutos más tarde, conduzco en dirección oeste por la ruta 867 y cruzo el puente de Sanibel en dirección a la isla del mismo nombre junto a la costa de Florida. Le he mentido al agente Mitchell cuando le he dicho que no había notado nada «reprensible» en Tao. De hecho, he notado tres millones de cosas reprensibles; todos y cada uno de los dólares robados de la cuenta corriente de mi compañía para beneficio de una empresa imaginaria llamada ITS.

Por supuesto, no hay misterio alguno tras la desaparición del dinero. El culpable fue Charles Adams. Lo supe antes incluso de que el agente Mitchell llegara para decirme que el anterior director ejecutivo se juntaba con malas compañías. Todas las pruebas señalaban hacia él. Nadie más en Tao —nadie al margen del director— tenía la autoridad para firmar cheques por semejantes importes. Joan Leggett no ha podido encontrar documentación que justifique los pagos a ITS —ni facturas ni recibos— porque jamás existió.

Charles Adams se emboscaba en su despacho a última hora de la noche o primera de la mañana, introducía los gastos en el sistema de contabilidad e imprimía y firmaba personalmente los cheques. Gracias al servicio postal de Estados Unidos, los cheques que salían de su impresora láser viajaban hasta un apartado de correos en Naples, donde caían en las manos de… alguien. ¿Quién? ¿El propio Charles Adams? Más probablemente, alguno de sus misteriosos asociados, uno de aquellos «hombres peligrosos» a los que Joan Leggett había visto esperándole en Tao.

¿Por qué no le he contado nada de todo esto al agente Mitchell? En parte debido a la advertencia de Tad Billups de que lo «protegiese» y protegiese su inversión. Pero hay otro motivo. Siento una peculiar afinidad con Charles Adams, un individuo al que nunca he conocido, un individuo que probablemente esté muerto. He estado en su lugar: le he debido dinero a tipos aterradores, he sentido cómo las paredes se cerraban a mi alrededor. Entiendo a los hombres como él. Porque soy uno de ellos.

A pesar de los esfuerzos de su Cámara de Comercio y de la Fundación Rotaria por venderlo como un paraíso para la juventud, Isla Sanibel es en realidad una enorme residencia en mitad del océano, inmóvil en pleno golfo de México y poblada por ancianos en diversos estados de decrepitud.

En lo que a ciudades-residencia se refiere, es de las raras. Eso se nota nada más haber cruzado el puente. Lo primero que llama la atención es que no es demasiado próspera ni demasiado miserable. Mirando las casas, no consigo decidir si la isla es una aspiración o un cuento con moraleja. A lo mejor un poco de ambas cosas: un lugar en el que personas que han viajado en sentidos opuestos llegan a un punto de encuentro en el que pasar los últimos años de sus vidas.

No es Nantucket ni Sea Island. No hay fincas y grandes jardines. Fue creada hace demasiado tiempo, en una era anterior al aire acondicionado, por lo que las casas son pequeñas y apretujadas, pertenecen a otra época: una época anterior a las McMansiones y los garajes para tres coches. Es una comunidad migratoria ocupada por ancianos que huyen de los fríos del norte o de nietos pedigüeños. Está invadida en diciembre y abarrotada en enero, pero hoy, en pleno julio, hace calor, mucho calor, y la mayoría de las casas frente a las que paso están desiertas y completamente cerradas.

La casa a la que llego finalmente —Windmere 56— es más o menos lo que estaba esperando: una descuidada vivienda estilo rancho, forrada con planchas de aluminio, un porche lateral tapado con mosquitera y un patio de hierba marrón y crecida que lleva semanas sin ser segada. ¿Cuántas semanas? Intento calcularlo. A lo mejor seis. A lo mejor el mismo período de tiempo que lleva desaparecido Charles Adams.

Sigo conduciendo hasta haber dejado atrás la casa, giro en la primera esquina y aparco a una manzana de distancia. No estoy seguro de qué voy a hacer en el 56 de Windmere o a quién voy a hallar en su interior, pero no quiero que nadie vea mi coche ni me descubra husmeando.

Dejo el coche sin cerrar. Camino pesadamente bajo el calor sofocante, oyendo a las cigarras raspar sus llamadas de apareamiento entre la hierba. ¿Cómo demonios tienen los insectos la energía necesaria para follar con este calor? No es de extrañar que haya tantos bichos.

Me aproximo a la casa. No hay coches en el camino de entrada y las ventanas están a oscuras. Llamo al timbre.

No hay respuesta. Espero, vuelvo a llamar, golpeo la puerta con los nudillos.

Pasa un minuto, después dos, tiempo de sobra incluso para que un anciano salga del retrete y responda a la puerta. Pero nadie lo hace. O bien el anciano ocupante está físicamente pegado al asiento, quizá debido a un desafortunado accidente de succión, o no hay nadie en casa.

Tiro del picaporte. Está cerrado con llave. Desciendo los escalones y recorro el crecido jardín, siguiendo el perímetro de la casa; mis zapatillas producen un siseo al rozar contra la hierba seca, mis pantalones quedan prendidos de agujas. Rodeo el porche apantallado. Si alguien me aborda y me pregunta qué estoy haciendo aquí, tengo una excusa creíble: solo estoy echando un vistazo a ver si mi amigo está durmiendo la siesta en el porche. Por supuesto, si alguien se molesta en preguntarme el nombre de mi amigo, no tardarían en llevárseme esposado. Y no sería la primera vez.

Pero el porche está vacío y a oscuras. Mi amigo no está sentado en él echando la siesta. De hecho, dudo que mi amigo o cualquier otra persona haya dormido en esta casa desde hace mucho tiempo. Tiene aspecto abandonado, triste.

Llego hasta el patio trasero. Ahora he cruzado la raya. Si alguien me llama la atención, no tendré excusa. Ni siquiera los amigos curiosean a través de las ventanas traseras.

Las casas de Florida no tienen sótanos, porque no se puede horadar en terreno pantanoso. La mayoría de las casas están construidas sobre plataformas elevadas de hormigón. Me pongo de puntillas y escudriño a través de una ventana de guillotina.

Veo un dormitorio pequeño y sombrío. Sé que es un dormitorio porque contiene exactamente una pieza de mobiliario propia de tal estancia: un delgado y astroso futón tirado en el suelo. Ni sábanas ni mantas ni somier. La moqueta está despeluchada y manchada de agua. Contra la mesa opuesta hay un escritorio barato.

Aquí terminaría probablemente mi investigación —francamente debería terminar aquí— de no ser porque me fijo en que la ventana no tiene echado el cierre. No soy un experto en allanamientos de morada, pero es difícil no verlo: el bastidor superior y el inferior están descentrados al menos un centímetro, casi como si alguien me estuviera invitando. Cualquiera que se encontrase así de cerca se daría cuenta de que la ventana no tiene echado el cierre. Cualquiera sentiría la tentación de entrar. Cualquiera.

De modo que alzo la ventana de un tirón. Espero que comience a sonar una alarma, pero todo sigue en silencio. La ventana se eleva suavemente sobre sus carriles, abriéndose lo suficiente como para permitir la entrada incluso de mi oronda figura.

Echo un último vistazo a mi espalda, para asegurarme de que no haya ningún vecino curioso observando, después me aúpo. Me balanceo y apoyo las manos en el suelo para hacer una voltereta sobre la moqueta. Me dejo caer al interior de la casa. Mis pies aterrizan con un golpe hueco. Estoy dentro.

He tomado muchas decisiones estúpidas en la vida. La mayoría de ellas bajo la influencia del alcohol, las pastillas, las anfetas o la pura desesperación. Pero al menos mis decisiones estúpidas habían estado basadas, hasta ahora, en algún tipo de razonamiento. Es cierto que mi razonamiento podía estar alterado o equivocado —resulta complicado analizar el derecho constitucional yendo ciego de Wild Turkey y cocaína— pero aun así tenía mis motivos.

Sin embargo, de pie en este oscuro dormitorio del número 56 de Windmere, por mi vida que no consigo encontrar una excusa creíble para mi presencia aquí. Acabo de colarme en una casa ajena. ¿Cómo porras podría justificarlo? Y entonces se me ocurre el motivo y es peor que no tener ninguno. Estoy haciendo lo que siempre he hecho: echarlo todo a perder. Estoy jodiéndome la vida.

Ya puedo ver los titulares de los periódicos: «Directivo de empresa de software implicado en allanamiento de morada». Puedo imaginar la conversación con Tad Billups: «Sí, Tad, soy consciente de que me diste una última oportunidad de encauzar mi vida de una vez por todas, pero… verás, tenía que averiguar qué había en aquella vieja casa abandonada».

Pero ya que estamos aquí, ¿por qué no aprovechar? «Ya que estamos». Deberían tallar esas palabras en mi lápida (probablemente lo harán), pues resumen mi vida a la perfección y probablemente explicarán mi muerte. Es mi motivo para hacer todo lo que he hecho en la vida.

Ya que estamos.

Es el lema de todas las prostitutas, de todos los adictos, de todos los matones tatuados de pacotilla, de los desdichados que aguardan en el pasillo de la muerte, de las putas drogadas hasta las orejas. Es lo que nos ha traído hasta nuestros respectivos lugares.

Ya que estamos.

De acuerdo, Jimmy. Ya que estamos, bien podrías echarle un vistazo a ese escritorio.

Los escritorios son idóneos para curiosear. Suelen contener papeles. Y los papeles revelan nombres. Y un nombre es lo que busco. El nombre de la persona que le ha estado robando a mi empresa.

Me acerco al escritorio y las maderas del suelo crujen. Me detengo y escucho. Si hubiera alguien más en la casa conmigo a estas alturas seguramente lo habría notado, ¿verdad? Pero en cualquier caso me quedo completamente inmóvil y cuento hasta veinte. Escucho, intentando identificar pisadas, ronquidos, agua corriente, el murmullo de un programa diurno de televisión. Pero no oigo nada.

El escritorio es un modelo barato de IKEA, uno de esos diseños de conglomerado que montas personalmente una vez en la vida, quizá cuando tienes veinte años, para terminar jurando que a partir de ese momento pagarás los cincuenta pavos extra que cuesta el que otro lo haga por ti. Tiene un cajón ancho en la parte superior y otros tres más estrechos a un costado. Abro el cajón grande. Solo hay polvo, un lápiz mordisqueado, una araña muerta. Los demás cajones también están vacíos. Fuese lo que fuese lo que esperaba encontrar, no está aquí.

Salgo al pasillo. La moqueta es de un color naranja chillón que pasó de moda en los setenta. Incluso a media luz, es evidente que está sucia y hundida en las partes más transitadas. Quienquiera que sea el dueño de esta casa no dedica mucho tiempo a mantenerla.

Desde el pasillo, puedo estudiar la disposición de la vivienda. Justo encima de mí hay una trampilla que conduce al desván. Desde el corredor se accede a dos dormitorios: el que acabo de explorar y un segundo que ahora curioseo y que se halla completamente vacío salvo por una estantería sin un solo libro.

Realizo una inspección igual de somera del resto de la casa. Hay un pequeño cuarto de baño. Contiene: una bañera de plástico, una cortina de flores para la ducha y un retrete —la tapa levantada— con un anillo de óxido en la taza y manchas amarillas de orina seca en el reborde. Al otro extremo del pasillo, cerca de la puerta principal, hay una cocina con suelo de sintasol que se curva en las esquinas como las uñas de un viejo.

La cocina es la prueba concluyente de que en esta casa no vive nadie. Los pequeños indicios que suelen revelar las cocinas —aquellos que revelan una presencia— brillan por su ausencia: no hay platos en el fregadero ni periódicos en la mesa de madera, ni vasos con zumo de naranja a medio beber. Un rápido vistazo a la nevera lo confirma: está completamente vacía, a pesar de que la bombilla se sigue encendiendo. Alguien ha pagado la factura de la electricidad estos últimos meses, pero nadie se molesta en guardar comida.

Fuese lo que fuese que esperaba encontrar en el 56 de Windmere (quizá un documento incriminatorio o puede que incluso el cadáver de Charles Adams, tirado en el suelo de la cocina en un charco de sesos, con una escopeta entre las manos) no está aquí. No hay ningún documento. Ni ningún director ejecutivo muerto.

Decido ponerle fin a mi aventura como allanador de moradas. Estoy a punto de salir por la puerta principal para volver a mi monótona existencia como ejecutivo de rescates. Ya tendré otras oportunidades de arruinar mi vida en el futuro. Al parecer, hoy no va a suceder.

Pero mientras me acerco al vestíbulo, se me ocurre una cosa. Queda un rincón por explorar, una zona de la casa que no he investigado. Y eso me molesta. Después de todo, ya he llegado hasta aquí, ¿verdad? Así que bien podría.

Ya que estamos.

Regreso al pasillo, hasta la trampilla del techo que conduce al desván. Tiene una corta cadena. Tiro de ella y la puerta se abre sobre una bisagra hidráulica. Unida a la parte trasera de la trampilla descubro una escalera compacta plegada. La extiendo hasta que llega a tocar el suelo.

Un aire húmedo y pesado se derrama por la abertura, huele a naftalina. Subo la escalera y asomo la cabeza a un espacio negro y vacío. Al otro extremo, en mitad de la penumbra, distingo tres grietas de luz: una rejilla de ventilación. Mi mano roza un interruptor. Lo enciendo. Una solitaria bombilla prendida a un casquillo de porcelana ilumina el desván. Tiene forma de A y la altura justa en la cúspide para que un hombre de envergadura normal pueda caminar encorvado. Avanzo sobre el suelo sin revestir, con cuidado de no tropezar en las vigas expuestas. No hay cajas ni cartones, ni recuerdos familiares ni mobiliario de ese que uno nunca se decide a tirar. Tampoco hay directores ejecutivos muertos. Solo hay un objeto en todo el desván. Lo veo en el extremo más alejado: una pesada bolsa de basura de plástico negro. Tamaño «saco», la llaman; el tipo de bolsa que se suele utilizar para echar las ramas podadas o los escombros de una obra.

Camino hasta ella, encorvado, evitando cuidadosamente los clavos oxidados que asoman de los maderos del techo. Me arrodillo junto a la bolsa y la abro.

Nunca había visto tanto dinero junto en toda mi vida. La bolsa está repleta de billetes de cien dólares, apilados y engomados en prietos ladrillos. Meto la mano en la bolsa, saco uno de los ladrillos al azar, paso el dedo por encima para asegurarme de que en todos aparece Ben Franklin. No soy falsificador y sería incapaz de distinguir entre un billete de cien dólares auténtico y uno falso, pero estos me parecen tan reales como cualquier otro que haya visto jamás.

Cuando trabajas como ejecutivo de ventas a comisión, como hacía yo en el pasado, acabas desarrollando una habilidad extraordinaria para ciertas operaciones aritméticas. Esto sucede porque toda tu vida depende de ellas: cuánta comida puedes comer, de cuánto es la hipoteca que te puedes permitir, cuánto chocho puedes pagarte al margen. Empiezas a solucionar mentalmente este tipo de ecuaciones con la misma exactitud que un científico de la NASA.

La cosa funciona más o menos así: «Si tengo cien ventas en perspectiva y normalmente solo acabo cerrando el diez por ciento, y cada venta tiene un valor de ciento cincuenta mil dólares de los cuales me llevo una comisión del cuarenta por ciento, eso quiere decir que voy a acabar con seiscientos de los grandes en el bolsillo. Por supuesto hay que descontar los impuestos, los cuales suman, entre federales y estatales, un cuarenta por ciento de esa cantidad, lo cual me deja unos trescientos sesenta mil».

Ahora realizo mentalmente una serie similar de ecuaciones de manera automática, mientras contemplo la pila de dinero que tengo a mis pies. Un ladrillo de billetes de cien dólares equivale, me parece, a veinte de los grandes. Cuatrocientos ladrillos son cuatro millones de dólares. Hay que descontar los impuestos, por supuesto, los cuales, para un montón de fajos de billetes guardados en una bolsa de la basura, equivalen a… en fin, a cero.

Se me ocurre, mientras contemplo estos cuatro millones de dólares en efectivo metidos en una bolsa de basura, que estoy viendo el dinero malversado a los inversores de Tao Software. No tengo ninguna prueba, por supuesto, pero los números encajan y esta es la dirección a la que fueron remitidos los cheques de Tao. El mecanismo mediante el cual dichos dólares legales han pasado a ser dinero negro en efectivo se me escapa, pero seguro que la policía y el agente Mitchell serán capaces de averiguarlo.

Suponiendo que viva lo suficiente para contárselo.

Lo cual, descubro repentinamente, no es nada seguro.

Desde el exterior de la casa me llegan varios ruidos en rápida sucesión: dos puertas de coche que se cierran, enérgicas pisadas sobre los escalones de la entrada, unas llaves colgando de la puerta principal. Me quedo petrificado.

Se me ocurre retirarme al otro extremo del desván, ocultarme entre las sombras del rincón y permanecer ahí hasta que quien sea que haya venido de visita al 56 de Windmere vuelva a marcharse. Tardo exactamente dos segundos en descartar la idea. Este desván no es un escondrijo. Este desván es un callejón sin salida. Quizá literalmente. Quienquiera que haya entrado en la casa va a venir aquí, al desván. Solo hay una cosa que merezca la pena en toda la casa. No es el escritorio de IKEA vacío ni la estantería sin libros. Es la bolsa de plástico que tengo a mis pies.

De modo que me doy la vuelta y huyo. Es un proceso en dos partes (darse la vuelta y huir) y ejecuto la primera con competencia, quizá incluso con cierta elegancia, pivotando con la ligereza de una gacela. A continuación, huyo. Esta es la parte en la que fracaso. Me dirijo hacia la salida del desván con toda la energía y la velocidad que soy capaz de reunir. Por desgracia, me olvido del techo bajo y de los clavos oxidados que asoman de los maderos. Mi cabeza choca contra una viga y noto un agudo pinchazo que me perfora la piel de la frente. Veo un destello de luz azul y oigo el mar. Me quedo inmóvil, mareado, agarrándome la cabeza con las manos, intentando recordar dónde estoy, adónde me dirijo.

Recupero la orientación. Estoy en un desván, de pie junto a una bolsa de basura llena de dinero cuya existencia no debería conocer y dos hombres han venido en su busca. Presumiblemente, les sorprenderá encontrarme aquí. Y el tipo de hombres que van en busca de cuatro millones de dólares en billetes metidos en una bolsa de basura probablemente no sea el tipo de hombres a los que les gustan las sorpresas.

Con más cuidado esta vez, intento huir de nuevo… ahora no tan deprisa. Apago la luz y bajo por la escalera.

Salto al suelo del pasillo. Necesito largarme de aquí, pero no puedo dar media vuelta y echar a correr. Debo replegar la escalerilla y cerrar la trampilla del desván. Miro de reojo hacia la entrada. Desde aquí no se ve el vestíbulo, pero oigo que la puerta se abre. Intento mantener la calma, moverme lo justo y necesario. La torpeza solo alarga las maniobras. Repliego la escalera, segmento tras segmento, hasta que vuelve a quedar perfectamente encajada tras la trampilla del desván. Empujo hacia arriba todo el conjunto. Es más pesado de lo que había esperado. La trampilla se desplaza sobre las bisagras hidráulicas y se cierra con un chasquido.

Ahora se oyen voces en el vestíbulo, indistintas y masculinas, más de una.

Me dirijo apresuradamente hacia el refugio que me ofrece la puerta más cercana, que resulta ser la del cuarto de baño. Mala elección. Aquí solo hay una ventana, es pequeña y está completamente atascada por culpa de la pintura reseca. Probablemente podría abrirla si le asestara un par de golpes para liberarla, pero dar golpes no parece una buena idea. Oigo pasos que se aproximan por el pasillo.

Me meto en la ducha y echo la cortina, lentamente. Retiro los dedos del dobladillo de plástico justo a tiempo de oír una voz junto a la puerta. Por un instante temo haber sido descubierto, ya que la voz me habla directamente a mí. Pero el idioma no es el inglés, y el tono, aunque estentóreo, no es agresivo. Es el tono de un hombre que le grita algo a un colega con un deje de risa en la voz.

Sus pisadas resuenan en el suelo del baño hasta detenerse a escasos centímetros de la cortina de la ducha. Oigo la respiración del tipo. Suena grande, como un oso. Se oye un clanc metálico. A continuación una cremallera y un chorro de orina en la taza del retrete. «Ahhh», suspira el tipo, en ese idioma universal de los hombres que llevan demasiado tiempo esperando a que termine un trayecto en coche.

La meada prosigue durante un rato. Desde el exterior del cuarto de baño suena la voz del otro hombre. Una vez más, no en inglés. Suena a idioma eslavo, quizá ruso. El hombre que está orinando responde algo, pero no deja de mear. No hablo ruso, pero sí que meo, por lo que capto la idea general: «Dame un momento. Estoy meando».

Muevo la cabeza ligeramente, un centímetro hacia la derecha, para ampliar mi campo de visión. Ahora puedo ver la parte superior del depósito del retrete, pero por los pelos. No es que sea una vista maravillosa, pero ayuda a explicar el repiqueteo metálico que he oído justo antes de que el tipo comenzara a orinar. Llevaba algo en la cintura, algo que se ha quitado para dejarlo sobre la tapa de cerámica de la cisterna. Una pistola. Una pistola negra y muy grande. Que ahora estoy viendo mientras descansa sobre la cisterna del retrete.

Contengo la respiración. Al jugador que hay en mí no le gustan estas probabilidades. De hecho, al jugador que hay en mí no le gusta nada de todo esto. Colarse en una casa era una travesura simpática, porque parecía inofensiva. Oh, por supuesto que tenía sus riesgos. Podría haber sido arrestado. Mi carrera podría haber quedado arruinada. Libby se habría sentido avergonzada.

Pero ahora los riesgos parecen mucho mayores que los que había calculado inicialmente. No solo vergüenza. Ahora los riesgos incluyen… bueno, la muerte.

A mi lado, el hombre termina al fin de orinar. Oigo su cremallera y la cadena del retrete.

—Vale —dice el hombre, en inglés con un marcado acento. Su mano entra en mi campo de visión, agarra la pistola de la cisterna y después tanto él como el arma desaparecen.

Me quedo completamente inmóvil. Percibo actividad frente a la puerta del cuarto de baño: el sonido metálico de la escalerilla del desván al ser desplegada, después pisadas amortiguadas. Espero durante lo que se me antoja un largo rato. Después las pisadas y las voces regresan. La escalera vuelve a sonar y la trampilla del desván se cierra con un chasquido.

Espero, como un clavo, hasta mucho después de haber oído el ruido de la puerta principal al cerrarse y los neumáticos alejándose sobre el camino de entrada.

Agacho la mirada hacia la superficie de la bañera. Alrededor de mis pies las gotas de sangre caen como una lluvia cálida. Tardo un momento en recordar que son mías. Salgo de la bañera y me miro en el espejo del baño. En la frente tengo un chichón del tamaño de un huevo y del color de la carne podrida. Un reguero de sangre mana de la herida y me atraviesa toda la cara, como una plasmación muy católica de una corona de espinas.

Me pego un grueso puñado de papel higiénico a la cabeza para detener la hemorragia. La sangre sigue manando, pero al menos el papel impide que caiga al suelo. Mientras sostengo el papel contra la herida con la mano izquierda, me sirvo de la derecha para limpiar la bañera, borrando las pruebas de mi presencia.

Cuando termino de limpiar el baño, regreso al desván. No me sorprende lo que encuentro. Es decir: nada. El desván está vacío. Los cuatro millones de dólares han volado.