A tiempos desesperados, medidas desesperadas, ¿no es así?
Y de qué manera, salvo como medida desesperada, podría describirse lo siguiente: pedirle a Randy Williams, mi estúpido director de ingeniería, y a Darryl Gaspar, su melenudo programador, que me acompañen a Tampa para participar en una reunión de ventas con directivos de Old Dominion Bank; una reunión de la que ahora depende todo el destino de Tao Software.
Les pido que traigan una demo de P-Scan, la cual resulta estar compuesta únicamente por el machacado portátil de Darryl y una vieja cámara de fotos digital. Hace dos días bastó con esto para que el programa funcionase adecuadamente, de modo que espero que el relámpago pueda caer dos veces en el mismo sitio.
Vamos en el coche de Vanderbeek. Es una elegante berlina BMW Serie 7. Precio en tienda: ochenta mil dólares. No puedo evitar fijarme en este tipo de detalles, teniendo como todavía tengo al misterioso desfalcador continuamente en mente.
Vanderbeek conduce igual que habla, con fluidez y autoridad, abriéndose paso entre el tráfico, ignorando a la gente que le rodea, echándolos a un lado y colándose en sus carriles. El trayecto nos lleva poco más de noventa minutos. Paso la mayor parte del tiempo ensayando con Vanderbeek, aprendiéndome los nombres de las personas que van a participar en la reunión: Samir Singh, responsable de privacidad de datos de Old Dominion; Stan Pontin, director de tecnología; puede que incluso (aunque esto no está confirmado) Sandy Golden, director ejecutivo de Old Dominion.
El propósito de la reunión, les explico a mis colegas, es simple. Vamos a decirle a Old Dominion que P-Scan está casi listo para ser comercializado. Diremos que Tao desea instalar el software en un puñado de sucursales bancarias como proyecto piloto. Vamos a necesitar por parte de Old Dominion un compromiso por valor de medio millón de dólares, que irán destinados a financiar los últimos desarrollos del software y a pagar la instalación del mismo en sus oficinas bancarias. A cambio, Old Dominion comprará un pequeño pedazo de Tao Software.
Como instalaremos nuestra asombrosa tecnología en sus sucursales —y no en las de ninguno de sus rivales—, Old Dominion se garantizará la exclusiva de toda la atención favorable que sin duda generará el proyecto en los medios. Mejor aún: compartirá parte de los beneficios cuando Tao les venda su producto a los competidores de Old Dominion. (Nada le otorga más placer a un ejecutivo que encontrar una manera de que sus competidores le paguen dinero).
En cualquier caso, ese es el plan. Debo reconocer que se trata de un tiro al aire. Pero si de algún modo sale bien, si de algún modo conseguimos convencer a Samir Singh, Stan Pontin y Sandy Golden para que nos firmen un cheque de quinientos mil dólares, Tao obtendrá un par de semanas adicionales de vida. Mejor aún: con un éxito modesto debajo del brazo, puede que seamos capaces de convencer a Tad Billups y a Bedrock Ventures para que inviertan otros cinco o diez millones en Tao.
Llegamos a Tampa a las once y media. Aparcamos en el garaje subterráneo bajo la sede de Old Dominion, un edificio alto y redondo que parece un cigarrillo invertido. Tomamos el ascensor hasta el decimoquinto piso.
El ascensor se abre a una suite ejecutiva claramente diseñada para transmitirles un mensaje a los visitantes. El mensaje viene a ser más o menos el siguiente: «Si no has escogido la banca como profesión, has escogido mal».
El área de recepción tiene una alfombra mullida, butacas de tapizado grueso y una mesa de madera de cerezo pulida de tal manera que brilla como un espejo. Sobre la mesa, una selección de revistas del ramo cuidadosamente dispuestas en forma de abanico: American Banker, CTO Magazine, Retail Branch Specialist. Puede que no resulte sorprendente que sus páginas parezcan virginales, intactas.
Poco antes de las doce, somos conducidos a la sala de conferencias. La recepcionista es una chica joven y rubia que no puede tener más de veinte años. En cualquier caso, es una profesional. Cuando ve nuestro portátil y la cámara, nos ofrece un par de minutos para preparar la presentación antes de llamar a sus jefes. Nos muestra dónde están los enchufes ocultos bajo la mesa, señala la conexión de vídeo y pulsa un botón en la pared. Una gran pantalla para proyector desciende del techo con un zumbido motorizado. La muchacha sonríe y se marcha. Estoy bastante seguro de que los cristianos vieron una sonrisa similar en el rostro de los centuriones que los conducían hacia la entrada del Coliseo.
Randy y Darryl conectan la cámara digital al puerto del portátil. Encienden el ordenador. Están callados y nerviosos. ¿Puede que nunca antes hayan estado en una reunión de ventas? Vanderbeek, en contraste, tiene el aspecto expectante y encantado de un aficionado al boxeo momentos antes del comienzo de un combate de pesos pesados. Sabe que está a punto de presenciar un knockout… el mío, sin duda. Mira de reojo su enorme Rolex, grueso como un fajo de billetes, como si no pudiera esperar a que dé comienzo el pugilato.
Al cabo de unos minutos, dos hombres entran en la sala. Tienen ese aire apresurado y distraído de los ejecutivos que intentan demostrar que están demasiado ocupados como para dedicarte mucho tiempo y que deberías irte preparando para su partida inminente. Los dos son mucho más jóvenes de lo que había esperado. Uno, un atractivo hindú de tez oscura, debe de rondar los treinta y pocos. Se presenta como Samir Singh. El otro —rubio, con elegantes gafas de montura metálica— se presenta como el director de tecnología, Stan Pontin. Los dos se quedan de pie uno junto al otro, como el comité de bienvenida de una fraternidad universitaria. Llego a una desconcertante conclusión: no hace tanto era yo el más joven en cualquier reunión empresarial. Ahora soy el mayor. El tiempo pasa.
Agotamos todas las permutaciones matemáticas de estrecharnos las manos unos a otros, nos sentamos en lados opuestos de la mesa de conferencias y nos pasamos las tarjetas de visita. Estas se deslizan sobre la superficie de la mesa como pucks de hockey. Stan Pontin dispone nuestras tarjetas en fila delante de él, asegurándose de que las esquinas superiores quedan perfectamente alineadas. Mirando las tarjetas, dice que Sandy —se refiere a su jefe, el director ejecutivo, Sandy Golden— intentará unirse a la reunión, si puede. «Si puede» es el código en reuniones de ventas para: si conseguís demostrarnos a Samir y a mí que no sois unos cretinos.
Yo digo que me parece estupendo y que ojalá Sandy pueda pasarse.
Ellos asienten.
Finalmente, una vez superados los prolegómenos y tras haber reducido adecuadamente las expectativas del equipo visitante, doy comienzo a la reunión diciendo:
—Permitidme que os cuente por qué estamos aquí.
Voy directo al grano. No tendría sentido enrollarse. O la jugada sale bien o no. Los negocios no son como hacerle el amor a una mujer; tus probabilidades no van a mejorar porque vayas más despacio. Todos los pros y los contras están delante de ti desde el primer momento. O bien las ventajas superan a las desventajas o no lo hacen. Una hora extra de palique no va a servir para que te abran las piernas.
Empiezo hablando como si estuviera en una cena entre amigos, contando una anécdota entretenida que estoy seguro encantará a todos. Soy el nuevo director ejecutivo de Tao, digo, y he sido contratado para «turbocomprimir» los resultados de la empresa. Miro de reojo a Vanderbeek para estudiar su reacción ante tal bravata, pero este mantiene una agradable semisonrisa en la cara y no reacciona.
Continúo con mi discurso. Tao diseñó originalmente sus tecnologías para el mercado de los usuarios, digo, pero nos estamos moviendo agresivamente hacia un nuevo vertical: la banca. En menos de un año, la tecnología P-Scan de Tao la van a estar usando la mayoría de los bancos del país. Se trata de un sistema de seguridad y de identificación pasiva, capaz de controlar a cualquiera que entre en una delegación bancaria, tanto a empleados como a clientes. La tecnología es tan importante y mejora la seguridad de la identidad bancaria hasta tal punto que, pronto, prácticamente todos los bancos la utilizarán. De hecho, hay una buena posibilidad de que el Gobierno Federal exija su uso en todas las oficinas bancarias con el propósito de mejorar la lucha contra el blanqueo de dinero.
Hago una pausa, dejando que asimilen tal posibilidad. Es francamente absurda, la verdad, y casi me siento avergonzado de haberla pronunciado en voz alta, pero qué diablos. Es nuestra única oportunidad.
Continúo. Estamos buscando un banco, digo, solo uno, que quiera compartir las candilejas con nosotros. El banco que elijamos —sea el que resulte ser— gozará del frenesí inicial que sin duda motivará en la prensa la introducción de P-Scan. A los norteamericanos les encantan las nuevas tecnologías. Y lo que es más: dicho banco recibirá royalties por parte de sus competidores en el momento en que estos se vean obligados a usar P-Scan. Y, oh sí (como quien no quiere la cosa), dicho banco invertirá quinientos mil dólares en Tao, por adelantado, para sellar tan inmejorable trato y su asociación con nosotros.
Dejo de hablar y permito que los dos jóvenes de Old Dominion digieran lo que acaban de oír. Se impone un largo silencio. Mientras espero sentado, tengo una visión: que tanto Samir Singh como Stan Pontin se van a echar a reír a carcajadas. Golpearán la mesa con las palmas y se desternillarán debido a lo desquiciado de mi propuesta: pretender que Old Dominion le entregue medio millón de dólares a una empresilla de mierda con un director ejecutivo adicto a las metanfetaminas recién salido del centro de desintoxicación.
Pero nada de eso sucede. En cambio, ambos asienten respetuosamente, como si mi propuesta fuese razonable y justo lo que estaban esperando oír.
A continuación se vuelven el uno hacia el otro. Samir habla y al principio creo que está hablando con su colega, pero en realidad sus palabras van dirigidas a mí.
—Sí, me parece correcto —dice—. Estábamos deseando encontrar algo parecido. Llevamos desde la fusión con SunTrust intentando ponernos a la cabeza del mercado en Georgia. —Se vuelve hacia mí—. Haremos las primeras pruebas allí. En Metro Atlanta.
—Sí, es perfecto —dice Pontin—. Exactamente lo que quería Sandy.
Tiene el rostro formal y candoroso del tecnólogo. Es un rostro que dice: seguro que en alguna parte hay una respuesta, solo hace falta que nos propongamos encontrarla.
—Y los quinientos mil dólares no serían problema —añade—. Entran dentro de nuestro presupuesto. Podemos solucionarlo en un tris.
Así pues, ya está. No tiene ningún sentido seguir hablando. Cuando alguien se ha mostrado de acuerdo contigo y accede a darte todo lo que le has pedido, y más, lo que debes hacer es marcharte (y bien rápido) antes de que pueda cambiar de parecer.
—Excelente —digo—. Bueno pues. —Me levanto del asiento.
Samir hace lo propio. Baja la mirada hacia mi tarjeta de visita. En realidad era la de Charles Adams, pero he tachado el nombre del anterior director ejecutivo, su teléfono y su correo electrónico, y los he sustituido por los míos. Algo que denota muy poca clase, supongo, pero no había tiempo material para encargar tarjetas nuevas antes de la reunión. Samir dice:
—Jim, le diré a nuestro asesor corporativo que se ponga en contacto esta tarde. Se llama Mark Sally. Te enviará un MOU por correo. Podemos tenerlo todo firmado antes de que acabe la semana.
—Estupendo —digo. Me niego a mirar a Vanderbeek, pero por el rabillo del ojo veo que también se levanta. Es otro profesional y lo entiende: toma el dinero y corre. Ahora simplemente tenemos que salir de esta sala. Debería ser fácil.
Tiendo la mano por encima de la mesa. Inseguro del orden jerárquico, se la ofrezco al punto geométrico exacto entre Samir y Stan. Sonrío, pero con sumo cuidado de no exagerar demasiado. Que no parezca la sonrisa del gato que se comió al canario. Más bien una sonrisa en plan: «Bueno, ha sido una reunión provechosa». Samir es el primero en estrecharme la mano. Bombea. Después me vuelvo hacia Stan Pontin y estrecho la suya. Vanderbeek se une al ritual.
Estoy a punto de separarme de la mesa cuando una voz, a mi derecha, habla. Es Darryl.
—Pero ¿qué pasa con mi demo?
Continúo con la mirada fija al frente, esperando que mi sonrisa perfectamente modulada no flaquee. Estoy a punto de decir: «No te preocupes, Darryl», cuando Stan Pontin alza las palmas y dice:
—Oh, vaya. —Como si hubiera sido terriblemente grosero e insensible. Luego añade—: Mis disculpas. Habéis venido hasta aquí para mostrarnos una demo de vuestro producto y os estamos sacando por la puerta sin haberla visto siquiera.
—Bueno, no es nada, la verdad —digo yo—. Apenas una demo completa. Podemos dejarla para el próximo día.
Pero ahora Samir se ha puesto a observar la cámara y el portátil que descansan al otro extremo de la mesa con intensa curiosidad.
—No, no —dice—. Sería una negligencia. Si Sandy nos pregunta sobre la demo y no la hemos visto… —Se encoge de hombros, como diciendo: «Ya sabes lo que es trabajar para un jefe exigente».
—De acuerdo —digo—. Está bien.
Todo el mundo vuelve a sentarse.
Me vuelvo hacia Darryl. Está hundido en su silla con las piernas estiradas, mirando la pantalla de presentación, como si estuviera esperando impaciente a que dé comienzo la proyección de una película. Lo único que necesita para completar el efecto es un cubo de palomitas y un paquete de gominolas.
—Darryl —digo con suavidad—, ¿qué tal si pasas la demo?
Por un momento parece desconcertado, después dice:
—Oh. —Y se pone apresuradamente en pie. Se pasa un largo mechón de pelo grasiento por detrás de la oreja y dice—: ¡Genial! —Sonríe—. ¡Permitan que les muestre la tecnología P-Scan 2.0 de Tao!
Por supuesto, ya saben lo que pasa a continuación, ¿verdad?
Darryl le entrega la cámara digital a Samir y le pide que le haga una foto a cualquiera de los presentes en la sala, «a quien usted quiera». Samir contempla la cámara como si le hubieran entregado un recién nacido con todas sus responsabilidades.
—No importa quién —intenta tranquilizarle Darryl.
Samir pasea la mirada con vacilación por toda la sala. Primero señala con la cámara a Randy, después a Vanderbeek. Al fin, toma una decisión.
Me apunta a mí con la cámara.
Me quedo helado.
En aquel momento —ese instante entre que Samir enfoca la lente sobre mi rostro y aprieta el disparador digital— mi mente repasa apresuradamente las incómodas posibilidades. No soy un hombre famoso, precisamente —no en el sentido tradicional de la palabra—, sin embargo muchos de mis momentos más pintorescos han quedado inmortalizados en instantáneas.
Está, por ejemplo, la foto policial tras mi detención por conducir ebrio en Menlo Park. Circulaba a ciento treinta por una zona escolar. Lo único que me salvó de pasar una buena temporada a la sombra fue que las escuelas no están abiertas a las dos y media de la madrugada. No es un incidente del que me sienta orgulloso —ni que me guste recordar—, pero por otra parte la policía no te da opción sobre si quieres que te saquen la foto. Simplemente la toman.
Probablemente, dicha foto, cosecha del 2003 en la cárcel del condado de Santa Clara, esté disponible para ser descargada y resida ahora en la base de datos fotográfica de Tao Software, lista para ser identificada y expuesta en la enorme pantalla de esta sala de conferencias de un decimoquinto piso.
Por alarmante que me resulte tal posibilidad, ciertamente me parece preferible a la de mi otra foto policial, la que me sacaron aquella noche en Los Ángeles, hace cinco años, tras arrestarme en una pelea de bar. Al menos, creo que fue una pelea de bar. De que hubo pelea estoy bastante seguro. Estaba tan colocado que me pasé cuarenta y ocho horas sin dormir. No todos los días aparece en el periódico de tu ciudad natal tu foto con dos ojos morados, una imagen que sin duda provocaría chasquidos de lengua en el comedor para ejecutivos de SunTrust. Este sí que es un director ejecutivo con el que deberíamos jugarnos nuestra reputación, dirán, estudiando mi fotografía, fijándose en el pelo manchado de sangre seca y los globos oculares ensanchados por las anfetas intentando salir de mi cráneo.
Pero antes de que Samir pueda tomar mi foto, se oyen unos ruidos junto a la entrada de la sala. Samir baja la cámara. La puerta se abre y entra la joven recepcionista rubia, guiando a un caballero de cierta edad.
—Están aquí, Sandy —dice la muchacha—. ¿Ve? Le había prometido que no llegaría tarde.
—Gracias, Margie —dice él bruscamente.
La rubia se marcha, cerrando la puerta tras ella.
El anciano es grueso, su papada es la de alguien que lleva disfrutando del vino y los buenos filetes desde que tiene uso de memoria. Se presenta —innecesariamente— como Sandy Golden, director ejecutivo de Old Dominion. Me fijo en su corbata, una bella Hermès azul de seda que brilla con destellos eléctricos a la luz del sol que se cuela por las ventanas de la sala de conferencias. Viste un traje impecable de lana oscura. Se me ocurre que las únicas personas que pueden usar este tipo de prenda en Florida son aquellas que pasan de una sala de conferencias con aire acondicionado a una limusina con aire acondicionado que les llevará hasta un restaurante con aire acondicionado. Sandy Golden es un hombre que lleva veinte años sin sudar.
Golden se vuelve hacia sus lugartenientes y dice:
—¿Qué me he perdido, chicos?
Samir resume la reunión a grandes rasgos.
—Tao tiene lo que estábamos buscando, Sandy. Escaneo pasivo de imágenes. Podemos instalarlo en nuestras sucursales. A ojo de buen cubero, calculo que reducirá los gastos de seguridad en un treinta por ciento, mínimo. En cuanto al trato, nos hacemos con una pequeña partida de acciones, medio millón, y ellos pueden usar Metro Atlanta como plataforma piloto. —A continuación señala la cámara que tiene entre las manos—. Querían ofrecernos una rápida demo.
—¡Ah, bien! —dice Golden. Tiene la voz estridente de un hombre acostumbrado a estar al mando—. Justo a tiempo para el espectáculo. —Mira a Samir—. Adelante, Sammy.
Su tono queda a medio camino entre el buen humor y la impaciencia. Samir capta la indirecta. Levanta la cámara, apunta a su jefe y toma una foto digital.
La cámara descarga la foto en el portátil, que a su vez la envía a la pantalla que hay delante de la mesa de conferencias. La fotografía de Sandy Golden aparece en todo su esplendor, acentuando sus carnosos carrillos y la papada que cuelga sobre su cuello como si fuera un pavo. Dios, pienso, espero que el software de P-Scan no destaque eso.
En cualquier caso, me alivia el giro que ha tomado la situación. Sin duda el programa será capaz de identificar a Sandy Golden. Es uno de los capitanes de la industria financiera más reconocibles que existen y se han escrito incontables artículos sobre su persona en periódicos y revistas; muchas fotografías recientes en las que se le verá codeándose con políticos y funcionarios del tesoro y demás peces gordos de la industria. Y la fotografía que ha tomado Samir es perfecta: un primer plano de la cara iluminada por el sol. Será imposible confundir su rostro.
—De acuerdo, Sandy —dice Darryl, y yo me estremezco al oír que mi programador se dirige al director ejecutivo por su nombre de pila—. Permítame que le explique cómo funciona esto. Vamos a digitalizar su fotografía, es usted un hombre atractivo, por cierto, enhorabuena, y después la vamos a convertir en una serie de medidas. Básicamente, lo que hacemos es convertir su imagen en números, y después vamos a usar esos números para buscar en nuestra base de datos. Piense en el programa como en un buscador de imágenes.
«Por favor», rezo en silencio. «Por favor, cállate ya».
—Es un algoritmo muy ingenioso —continúa Darryl—. Supongo que a usted no le parecerá gran cosa. Quiero decir, que es más bien famoso, por lo que no tiene demasiado mérito identificarle, ¿verdad? Pero en cualquier caso, tiene que usar un poco la imaginación, Sandy. Lo que va a ver aquí, debería imaginárselo ocurriendo en todas las sucursales de su banco, donde miles de clientes experimentarán lo que va a experimentar usted ahora.
«Dios, sálvame», pienso. Y por un momento me pregunto si no habré pronunciado accidentalmente estas palabras en voz alta. Paseo la mirada por la sala. Nadie me está mirando, así que debo de haberlas mantenido en silencio.
Darryl dice:
—Bien, vamos a ver si podemos identificar al hombre misterioso de la pantalla.
Le dedica un guiño a su público y pulsa un par de teclas.
El algoritmo de P-Scan comienza a hacer su trabajo. En la pantalla, la fotografía de Sandy es convertida en granulosos bloques de gris. El software identifica sus rasgos físicos más llamativos: me estremezco al ver el carnoso cuello de Sandy destacado en amarillo. Pero cuando miro a mi alrededor, parece que nadie más se ha fijado.
En la pantalla, el software comienza a anunciar las bases de datos que está escaneando: primero, los registros de la DGT estado por estado, los periódicos locales, facebook, YouTube…
El escaneo prosigue…
Pienso para mí, con preocupación creciente, que sin duda el programa debe de estar a punto de llegar a la identificación correcta de un momento a otro. Después de todo, está analizando una fotografía de Sandy Golden. Una fotografía perfecta. Del mismísimo Sandy Golden. Titán de la industria. Director ejecutivo célebre y hambriento de fama.
No hay respuesta. P-Scan continúa escaneando. Pensando.
Otra lista de bases de datos desfila por la pantalla: Crain’s New York Business… revista Fortune… Bloomberg Businessweek…
«¡Ah!», pienso. «Ya se está acercando a la respuesta. Ya se acerca. Aquí llega».
Esperamos otro momento.
Finalmente en la pantalla aparece el mensaje: «Identidad confirmada. Probabilidad: 98,3%».
Bajo esta tajante afirmación de gran certidumbre, vemos la fotografía del hombre que P-Scan ha determinado que se trata del mismo individuo que está sentado en la sala de conferencias.
Es una fotografía de carnet de conducir. En deferencia al algoritmo de P-Scan, reconoceré que el individuo de la pantalla comparte una complexión y talla similares a las del director ejecutivo de Old Dominion. El individuo de la fotografía también tiene un cuello carnoso que cuelga como un péndulo bajo su barbilla. Por desgracia, ahí acaban las similitudes. El hombre de la foto es negro, pesa unos ciento cincuenta kilos, tiene dos dientes de oro y lleva un gigantesco afro setentero. Su nombre, según el pie de foto, es «Anthony B. Tybee» y vive en Carolina del Sur, o al menos así era hace dos años, cuando fue tomada la imagen.
Descendemos desde la decimoquinta planta hasta el aparcamiento en silencio. Incluso Randy Williams, que carece de cualquier tipo de sentido empresarial, sabe que hará mejor cerrando la boca y se limita a mirarse las zapatillas; unas Keds blancas, según me percato descorazonadoramente. Dom Vanderbeek no sonríe exactamente, pero tiene los labios retorcidos en un mohín como de monaguillo que intenta no reírse cuando al sacerdote se le escapa un pedo. Darryl pasea la mirada de rostro en rostro, percibiendo que es objeto de alguna emoción todavía indeterminada. No está seguro de qué es lo que ha hecho mal, pero sabe que algo ha hecho.
El indicador de planta va marcando 3, 2, B y luego, por fin, S1. Suena una campana y la puerta se abre. Los cuatro salimos del ascensor y recorremos el oscuro aparcamiento. El aire es húmedo. Mientras me vuelto para buscar el BMW de Vanderbeek, una figura pasa apresuradamente junto a nosotros y entra en el ascensor. A nuestras espaldas, las puertas del ascensor vibran y comienzan a cerrarse.
No he podido ver bien al tipo, pero sí lo suficiente como para darme cuenta de que me resultaba familiar. No estoy seguro de dónde lo he visto antes, pero sé que así ha sido. Hace poco. De modo que me vuelvo para echarle otro vistazo.
Ahora las puertas del ascensor casi se han cerrado y —esto sí que me resulta extraño— el hombre que acaba de entrar, el hombre al que intento vislumbrar, se ha echado a un lado como para mantenerse fuera de mi vista. Las puertas se cierran del todo y me quedo mirando mi reflejo contrahecho en el latón y la madera pulida de las puertas.
Miro el indicador de piso justo sobre mi cabeza. Supera la B sin pararse y continúa ascendiendo. Finalmente se detiene en el 15, el piso del que acabamos de bajar, y permanece allí un momento antes de volver a descender hasta la planta baja.
—¿Jim? —oigo que dice alguien detrás de mí. Me giro, sobresaltado. Es Dom Vanderbeek. Ahora está sonriendo de oreja a oreja. Su alegría es indisimulable. Jefe pierde venta. Jefe pierde la cabeza en el garaje y se queda mirando fijamente el ascensor. Buena anécdota para contar cuando regresemos a la oficina—. ¿Va todo bien? —pregunta.
—Sí —digo—. Vámonos. —Los conduzco hacia el coche. Mientras camino, me doy cuenta al fin de a quién pertenece la cara que acabo de ver, quién es la persona que acaba de subir a la suite ejecutiva de Old Dominion. Era la cara de mi vecino, el hombre del otro lado de la calzada, el velociraptor carnívoro con la cabeza bulbosa y los ojos feroces.
Pero eso es imposible. Solo le he visto la cara un instante y mi cerebro —agotado, sobrecargado por nuestra humillación en la reunión de ventas— tiene que estar jugándome una mala pasada. Mientras me acomodo en el asiento del pasajero del coche de Vanderbeek, intento sacarme la idea de la cabeza.
Para cuando estacionamos en el aparcamiento de Tao, hora y media más tarde, lo he conseguido y ya he dejado de pensar en el hombre del ascensor, el fracaso de la reunión o el inminente final de mi breve carrera como especialista en rescates corporativos.