Llego a casa a las seis y media de la tarde. Lo suficientemente temprano, espero, para sorprender a Libby, que está acostumbrada a que llegue a casa bastante tarde durante mis trabajos de reinicio, normalmente a las diez o las once de la noche, mucho después de que ella haya cenado sola. Esta noche tengo un plan distinto: disfrutar de una velada relajada con mi esposa, preparar juntos la cena, ver la tele, quizá incluso hacer el amor. El desastre en ciernes que es Tao Software puede esperar hasta mañana.
Pero cuando entro en nuestro camino de entrada, me sorprende no ver el Jeep de Libby. Dentro de la casa no hay ni rastro de ella. Ninguna nota sobre la mesa de la cocina, nada pegado a la puerta de la nevera.
Subo las escaleras llamándola a voces.
El dormitorio está vacío. El ventilador sobre la cama gira lentamente, chirriando. Me dirijo a la puerta corredera de cristal, salgo a la veranda. Abajo, veo el patio trasero y la piscina. Pero ni rastro de Libby.
La fresca y límpida piscina me da una idea. Vuelvo a entrar en el dormitorio y me despojo de la ropa —maloliente por el sudor—, acumulándola en una pila en el suelo. Encuentro un bañador en mi cómoda y bajo descalzo a la piscina.
La piscina no es grande, seis metros de largo por dos de ancho, pensada para que una sola persona nade largos. Hay un trampolín sobre la zona más profunda, unos tres metros y medio de hondo. En el instituto practicaba el salto de trampolín. Probablemente era lo suficientemente bueno como para haber competido en la universidad, pero decidí no hacerlo. Llega un momento en la vida en la que la mayoría de los hombres se dan cuenta de que hay algo indecoroso en el hecho de competir públicamente en lo que sea vestido con un tanga diminuto. Yo simplemente tardé algo más que la mayoría.
Subo los cinco peldaños de la escalerilla, me dirijo hacia el extremo rugoso del trampolín, aprieto el borde con los dedos de los pies y —sin pensarlo— me dejo caer hacia delante. Ese es el secreto de una buena zambullida: fingir que estás muerto. «¡Caed como un cadáver, chicos!», solía gritarnos el entrenador Kramp. «¡Caed como un cadáver!».
Y eso hago.
Corto las aguas, me impulso hacia delante y recorro buceando toda la extensión de la piscina sin salir a por aire. En la pared opuesta, todavía sumergido, me doy la vuelta y emprendo el regreso.
Es entonces cuando lo veo.
Mis ojos arden debido al cloro, las burbujas se aferran a mis pestañas obligándome a entornar los ojos y me estoy moviendo velozmente bajo el agua, por lo que mi visión es borrosa.
Pero lo veo.
Estoy tan seguro de la presencia de la forma oscura que flota en el agua delante de mí como de la del cielo azul en lo alto. El cuerpecito está iluminado desde atrás, únicamente una silueta, una sombra que oscila sobre la superficie del agua, moteada por los rayos del sol.
En cualquier caso, no me cabe duda de quién es. Ese pelo rubio desplegado en un amplio arco alrededor de la cabeza, iluminado desde atrás como un halo dorado en un manuscrito medieval. Los bracitos, extendidos sobre la superficie del agua.
No hay ninguna duda.
Es Cole. Flotando, justo delante de mí. Planto los pies en el rugoso cemento del fondo, me levanto y chillo. No grito su nombre ni ninguna otra palabra, mi chillido es únicamente un lamento inarticulado, un grito flemoso. También toso agua, que al parecer he tragado con la sorpresa, y por un momento pienso que voy a vomitar en mi nueva piscina.
Recupero el aliento, me restriego los ojos, me quito el agua y vuelvo a mirar.
Fuese lo que fuese que me parezca haber visto, no está ahí. La piscina está vacía. No hay ningún niño flotando, por supuesto. Ningún cadáver. Nada más que agua.
Meneo la cabeza.
Me planteo salir de la piscina, pero sé que si lo hago nunca volveré a nadar en ella. No es exactamente orgullo lo que siento, ni vergüenza de adulto ante un temor infantil. No es eso lo que me mantiene aquí dentro. Es distinto. Es primitivo. Me siento como un animal, un animal cuyo territorio ha sido violentado. Sé, sin verbalizar el sentimiento, que si me marcho, si le cedo este pedazo de territorio a mis pensamientos oscuros, no se detendrán aquí. Seguirán presionando, encontrarán otra estancia en la que sorprenderme; a lo mejor en el salón o en el dormitorio. Pueden quedarse mis sueños, si quieren. Ese terreno ya lo tienen ganado. Pero no pueden adueñarse también de mis horas de vigilia. Esas son mías.
De modo que respiro hondo y continúo nadando tozudamente.
Encadeno largos, intentando sacarme de la cabeza esa visión —y todos los recuerdos de aquella noche—. Me concentro en cambio en el puro acto físico de nadar. Escucho mi respiración. Noto las palpitaciones de mi corazón. Oigo los embates del agua contra las paredes de cemento. Intento calibrar la respuesta de mi cuerpo ante el ejercicio. Me sorprende —y me deprime ligeramente— darme cuenta de que al décimo largo estoy cansado y que soy completamente incapaz de seguir más allá del decimoquinto. Suspiro. Los años de abusos han empezado a pasar factura.
Me doy la vuelta, arqueo la espalda y floto sobre la superficie. Observo el cielo azul sin nubes. Intento despejar mi mente, no pensar absolutamente en nada. No estoy seguro de cuánto tiempo permanezco en esta postura. El agua chapalea y gorgotea en mis orejas, de modo que no oigo el coche de Libby aparcar en el camino de entrada, justo al otro lado de la valla.
Pero debe de haber llegado, porque cuando miro hacia la casa, casi por accidente, veo a Libby caminando briosamente por el interior, frente a las puertas correderas de cristal, con algún objetivo en mente. Lleva, me parece, algo entre las manos; parece un paquete del tamaño de una cajita de joyería envuelta en papel blanco de estraza. Después desaparece de la vista.
Me pongo de pie, tanteo las juntas del fondo con los dedos de los pies, me sacudo el agua de las orejas.
—¿Libby? —llamo—. Estoy aquí fuera.
A lo mejor no me oye, porque pasa algún tiempo, quizá tres o cuatro minutos, sin dar señales de vida. Estoy a punto de salir de la piscina para ir en su busca cuando finalmente aparece tras la puerta corredera. Ahora tiene las manos vacías. Parece sorprendida de verme. Abre la puerta y sale al patio.
—Aquí estás —dice.
Intento salir de la piscina de manera recia y masculina. Apoyo ambas manos sobre el borde de hormigón y salto. Paso una de las piernas por encima del reborde, pero por los pelos, y por un momento me balanceo precariamente entre el éxito y el fracaso. Afortunadamente el impulso me arrastra hacia delante y consigo llevar la otra pierna a tierra firme. Me yergo dando un saltito, esperando que Libby no haya notado mi decrepitud.
Ahora, delante de mi esposa, con el bañador goteando, me doy cuenta, demasiado tarde, de que se me ha olvidado bajar una toalla. Me avergüenza mi estómago fofo (¡ese maldito Egg McMuffin! ¿O han sido dos? No consigo recordarlo). No quiero bajar la mirada hacia la tripa ni llamar la atención sobre ella. En cambio, intento mantener la vista clavada en el rostro de mi esposa. Oigo las gotas de agua que caen de mi pelo golpear contra la piedra del suelo. Más que nada para desviar la atención lejos de mi panza, digo:
—¿Dónde estabas?
Libby se encoge de hombros.
—De compras nada más.
—¿Y qué has comprado?
—Ropa.
—¿La has dejado en el coche? —pregunto esto porque cuando la he visto entrar en casa no llevaba bolsas, sino simplemente un pequeño paquete envuelto en papel blanco.
Libby sonríe, como si fuese una pregunta extraña.
—No, Sherlock. He pedido que me lo entreguen a domicilio. —Me mira fijamente—. Me alegra verte nadando —dice.
Suena sincera. Antes de que pueda responderle, añade:
—Voy a empezar a hacer la cena. Seguro que tienes hambre. —Y se retira al interior de la casa.
Me siento a la mesa mientras Libby permanece junto al fogón. Está salteando un pollo despiezado en una sartén, y el aroma de las cebollas y el ajo colma la cocina. Me he duchado y me he puesto unos vaqueros y una camisa suave, y me siento más cómodo ahora que estoy vestido y que mi esposa no puede ver mi cuerpo desnudo a plena luz del día.
—¿Qué tal has nadado? —pregunta.
Por un momento, se me ocurre contarle lo del niño muerto imaginario que flotaba en nuestra piscina. Es tentador. Quiero sentir intimidad con mi esposa. Quiero poder compartir cosas con ella, a pesar de que ahora mismo no tenga nada más que desesperanza.
Pero, por supuesto, no soy tan tonto. Sé que algunas cosas es mejor no decirlas. Particularmente si están relacionadas con tu hijo muerto. El hijo que dejaste que se ahogara.
—De maravilla —respondo.
—Me alegro mucho —dice Libby. Pero no aparta la mirada del pollo. Y no parece alegre. Tiene los ojos clavados en la sartén.
—Es una casa agradable —digo.
—¿Lo es? —dice ella, observando empecinadamente el pollo, negándose a devolverme la mirada.
—No te gusta esto —digo—. ¿Verdad?
Por fin alza la mirada.
—No me desagrada —miente.
—No importa —digo en voz baja—. No estaremos aquí mucho tiempo.
Pretendo decirlo como consuelo, pero la expresión de Libby cambia. Parece nerviosa.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Quiero decir… que la empresa es un desastre. En el banco solo quedan fondos para siete semanas. Eso es todo.
—Puedes pedirle más a Tad, ¿o no?
—Claro, puedo pedírselo. Pero va a decir que no. ¡De hecho, ya me lo ha dicho! —A la memoria me viene la conversación de ayer por la tarde con Tad—. Cuando le pedí dinero, me dijo algo muy extraño. Me dijo que debía protegerle.
—Protegerle ¿de qué?
—Supongo que de mí mismo, de pedir más fondos. No lo sé. Dijo: «Protégeme. Protege mi inversión». Y después se negó a invertir ni un solo dólar más.
Libby no dice nada. Se queda pensando durante lo que parece un largo rato. Finalmente:
—Es extraño.
—¿Qué?
—Que se tomara las molestias de contratarte y de traerte hasta aquí, si no quiere que lo consigas.
—Por supuesto que quiere que lo consiga.
—Ponerte al frente de una empresa que solo dispone de fondos para siete semanas. Negarse a invertir más dinero. Suena como si quisiera que fracasaras.
Estoy a punto de protestar. De decirle que se equivoca.
Pero entonces no lo hago. Porque no es así.
Lo que ha dicho Libby es cierto. ¿Por qué me ha traído Tad a una empresa condenada a hundirse? ¿Por qué se niega a invertir un poco más si de verdad quiere salvarla?
A lo mejor Libby percibe que no ha sonado lo suficientemente segura de su marido, porque añade rápidamente:
—Bueno, será que piensa que puedes hacerlo. Eso es que de verdad tiene fe en ti.
La absurdez de semejante afirmación no se nos escapa a ninguno de los dos. Nadie en el mundo tiene fe en mí. Ni Tad. Ni Libby. Ni, ya que estamos, yo mismo. Misericordiosamente, Libby no ronca para contener una carcajada ni pone los ojos en blanco mientras lo dice.
—¿Sabes lo que he descubierto hoy? —digo—. Alguien ha estado malversando el dinero de la empresa.
—¿Quién?
—No estoy seguro todavía. Pero lo averiguaré mañana. Tres millones de dólares —añado—, como poco.
—Guau —le dice Libby al pollo. Pincha un muslo con un tenedor, observa los jugos que borbotean—. Tres millones de dólares.
—Por eso he dicho que no te acomodes demasiado. No estoy seguro de que vaya a ser capaz de solucionar esto.
Mi esposa me mira a los ojos. Su rostro adopta una dureza insólita, como piedra tallada.
—Jimmy —dice, y se me queda mirando durante largo tiempo, como si estuviera calibrándome—. Tienes que solucionarlo. Es tu última oportunidad.
Pienso en sus palabras. ¿Qué me está queriendo decir exactamente? ¿Que esta es la última oportunidad que me van a dar en la industria tecnológica?
¿O que esta es la última oportunidad que me va a dar ella? ¿Que después de haberla arrastrado cuatro mil quinientos kilómetros hasta la otra punta del país, tras haber desarraigado su vida con vagas promesas de un nuevo comienzo, por fin se ha hartado y que ha terminado conmigo?
¿Importa siquiera cuál sea el caso?
—Sí —le digo—. Lo entiendo.
—Tienes que solucionarlo —dice Libby otra vez, y después sigue preparando la cena, concentrándose en el pollo y sin volver a dirigirme la mirada en un buen rato.