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Cuando regreso a la oficina, encuentro sobre mi nueva mesa una pila de impersonal correo basura dirigido a «Tao Software, a la atención del director ejecutivo». A su lado descansa un sobre marrón con un Post-it que indica: «Jim; los gastos pormenorizados que me solicitaste. Joan».

Abro el sobre de Joan y saco un fajo de informes de contabilidad impresos. Ayer, Joan me reveló que Tao, a pesar de andar mal de fondos, a pesar de estar quemando las reservas, está gastando (de la manera más absurda) cuatrocientos mil dólares al mes en «marketing». ¿Cómo puede alguien gastarse todo ese dinero en promocionar un producto que ni siquiera está terminado? No hace falta tener una sobrada experiencia como director ejecutivo para darse cuenta de que algo huele mal. Así pues, antes incluso de examinar el informe de Joan, mi radar para la malversación de fondos ya está pitando.

Tardo exactamente trece segundos en encontrar el arma del crimen. Está justo ahí, en la primera página: un listado de todos los proveedores a los que Tao Software ha pagado recientemente junto a las cantidades desembolsadas. Nada fuera de lo normal en las primeras líneas: 327 dólares a Staples por «material de oficina», 267 dólares a Beta Graphics por «impresiones y reprografía», 847 dólares a Federal Express por «envíos y mensajería».

Pero después, en el cuarto puesto, me la encuentro mirándome a la cara: «International Tradeshow Services: 48 000 $».

Y eso no es todo. Cinco días antes, se realizó otro pago a International Tradeshow Services por valor de 26 500 dólares. Dos semanas antes, otro pago por 52 756 dólares. Todas las transacciones vienen justificadas como «Marketing (ferias y congresos)».

Me empollo el informe de Joan. El desembolso total suma más de tres millones de dólares. Y el informe de Joan solo abarca este último año. ¿Se gastó más dinero aún en International Tradeshow Services antes de eso?

Arrojo la pila de papeles sobre la mesa, levanto el auricular de mi teléfono. Marco la extensión de David Paris.

Debe de tener mi nombre en el identificador de llamada, porque responde en tono risueño:

—¡Hola, Jim! —Suena como un adolescente enamoradizo que acabase de recibir una llamada de la chica de la que se ha encoñado—. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Puedes venir a mi despacho —digo yo, borrando hasta la última traza de civismo de mi voz—. Ahora.

Aparece en la entrada de mi despacho apenas unos segundos después de que yo haya colgado. Debe de haber saltado por encima de mesas y cubículos como una especie de Superman de oficina para llegar tan rápido. Giro mi silla para encararme con él y lo miro malhumorado.

—¿Sí, Jim? —dice David.

—International Tradeshow Services —digo yo.

Me mira inexpresivo.

—¿Perdona? —dice.

—International Tradeshow Services —repito, intentando mantener un tono neutro y alejar cualquier tipo de emoción de mi voz. Pero puedo sentirlo: una oleada de triunfo. ¿De verdad podría ser tan fácil? ¿Podrían realmente los problemas de Tao tener su origen en un director de marketing corrupto que malversa fondos?

A esto se le llama estafar servicios. He encontrado algo parecido en prácticamente todas las empresas que me han contratado para reiniciar. Funciona de la siguiente manera: un delincuente alquila un apartado de correos, imprime una factura profesional a nombre de, digamos, «Acme suministros de oficina» y la envía a una empresa al azar a la atención de «Cuentas pendientes». La mayoría de las empresas pequeñas —las que no disponen de un gran departamento contable— se limitan a pagar cualquier factura que se les presente. Sally de contabilidad siempre asume que alguien en la empresa, en algún departamento, ha comprado algo. Normalmente se trata de facturas por importes pequeños; cien dólares por aquí, doscientos cincuenta por allá. Pero con el tiempo y ampliando el campo de acción a cientos de empresas, un delincuente puede acabar ganándose bastante bien la vida.

Pero la estafa de servicios que acabo de descubrir es mucho más ambiciosa. Se trata de un trabajo desde dentro. Alguien en Tao está presentando facturas al departamento de contabilidad, haciéndolas pasar por servicios realizados a la empresa. Este criminal probablemente tiene un cómplice externo, alguien que tiene alquilado un apartado de correos a nombre de International Tradeshow Services y que responde al teléfono si alguien en Tao comienza a sospechar y decide llamar a la misteriosa compañía.

Ahora David Paris me observa con los ojos como platos, esperando a que le diga algo más. Cuando llega a la conclusión de que no voy a decir nada más, entorna los ojos socarronamente.

—Me temo que no te entiendo, Jim.

—International Tradeshow Services —digo—. Son un proveedor. El departamento de marketing (es decir, tu departamento, ¿verdad?), está gastando mucho dinero a cambio de sus servicios. ¿Quiénes son? ¿Qué hacen para nosotros?

David parece desconcertado. Se mira los pies, frunce el ceño. Tiene una expresión de callada desesperación, la expresión de un hombre que quiere complacer pero no tiene ni idea de cómo lograrlo. Finalmente, reconoce en voz baja:

—Lo siento. No me suena el nombre.

—International Tradeshow Services —repito, por cuarta vez—. Marketing se ha gastado tres millones de dólares en ellos en el transcurso de los últimos doce meses.

El rostro de David muestra un destello de comprensión. Al fin se da cuenta —puede que por primera vez— de que está siendo acusado de haberle robado a la empresa.

—¡No! —grita, excesivamente fuerte.

Está de pie junto a la puerta de mi despacho, en los lindes de la sala central, y su voz resuena por toda la oficina. Desde mi perspectiva no alcanzo a ver a demasiados empleados, pero noto que el ruido de fondo disminuye hasta extinguirse por completo. Las conversaciones se interrumpen; los trabajadores perciben la agitación que emana del despacho del jefe y escuchan. David también ha debido de notar el cambio. Se acerca un paso y baja la voz. Más suave, pero igual de insistente:

—Jim, nunca he oído hablar de esa empresa.

Le tiendo el informe de Joan. Se queda mirando la primera página. Es un ejecutivo de marketing, por lo cual no está muy ducho en informes de contabilidad. Veo sus ojos bailar sobre las interminables hileras de cifras, mientras intenta adivinar qué es lo que quiero que vea. Finalmente, le pilla el tranquillo a la hoja. Sus pequeñas cejas élficas dan un brinco y desaparecen bajo el flequillo.

—No —musita, prácticamente para sí mismo—. No, no, no.

Me mira fijamente.

—Jim —dice, en voz baja, pero con gran convicción—. No tengo ni idea de a qué corresponden estos pagos. Nunca jamás había oído hablar de esta empresa antes de hoy. International Tradeshow Services —repite el nombre de la compañía lentamente, escupiéndolo, como si fuese una palabra soez.

—¿No fuiste tú quién envió estos justificantes de gastos?

—No —dice él. Su voz es suave, pero firme—. Rotundamente no.

—¿No autorizaste estos pagos?

—No, no lo hice.

—Son tres millones de dólares —digo—. Tao Software le ha pagado tres millones de dólares a esa empresa. ¿Adónde ha ido todo ese dinero?

—¿Cómo voy a saberlo?

—David —digo, bajando la voz. Adopto el tono de un padre que amonesta cariñosamente a su hijo favorito—. Quiero que seas sincero conmigo. Puedo ayudarte, pero solo si me cuentas la verdad. Podemos evitar tener que llevar esto ante las autoridades. Podemos solucionarlo en privado. No tengo ningún deseo de convertirlo en una investigación criminal. Encontremos una solución, hombre a hombre.

—Jim —dice David ofendido—, no sé de qué me estás acusando. Pero no he tenido nada que ver con esto. Además, nunca habría conseguido que me aprobaran esos gastos sin una autorización firmada. Pregúntale a Joan. Tiene que haber documentación.

Por supuesto que tiene que haberla. Incluso en una empresa de pacotilla como Tao, nadie firma un cheque por cincuenta de los grandes sin la autorización de alguien.

Despido a David con un aspaviento de la mano. Sale de mi oficina enojado y farfullando para sí. Marco el número de Joan.

—Joan —digo—, veo aquí un proveedor…

—¿International Tradeshow Services? —pregunta ella.

—¿Quiénes son?

—Ni idea.

—¿Autorizó David esos pagos?

—No hay documentación al respecto. Ya lo he mirado. Alguien preparó esos cheques, pero no fui yo.

—¿Quién los firmó?

—No lo sé.

—Consígueme toda la información que tengas sobre la empresa. Número de teléfono, dirección, lo que sea…

—En la última página del informe —dice Joan—. «Detalles del proveedor». Abajo del todo…

Paso a la última página. Una vez más, Joan va un paso por delante de mí. Ha tenido la previsión de incluir la dirección de correo y el número de teléfono de International Tradeshow Services. El prefijo es 941, la dirección corresponde a una calle de Naples, Florida, y se parece sospechosamente a la de un apartado de correos comercial: «Suite 3524» en una ciudad en la que no hay ni un solo edificio de treinta y cinco plantas.

—Gracias, Joan —digo—. Lo tengo.

Interrumpo la comunicación con Joan con el dedo y marco el número de International Tradeshow Services.

Responde una voz femenina.

ITS. ¿En qué puedo ayudarle?

Digo el nombre más improbable que se me ocurre de buenas a primeras:

—Tanisha Rockefeller Margarita, por favor.

—Lo siento, en este momento no está disponible. ¿Quiere dejar un mensaje?

Esto confirma mi sospecha. No estoy hablando con una secretaria de verdad, con alguien que conoce los nombres de sus compañeros de trabajo, sino, más bien, con un servicio de mensajería. Pregunto:

—¿Dónde están sus oficinas?

—¿Quién llama, por favor?

Cuelgo.

Exhalo un largo suspiro. Estoy atónito. En el tiempo que llevo interviniendo empresas con problemas he visto cantidad de incompetencia y bastantes desfalcos de poca monta. Pero nunca algo tan osado. Normalmente un estafador de servicios solicita un par de miles por aquí, un par de miles por allá. La idea es limitarse a cantidades lo suficientemente reducidas como para no llamar la atención. Pero ¿tres millones de dólares? ¿Qué demonios creían, que no me percataría de que nos faltan tres millones?

Bien, pues tengo una sorpresita para los ladrones. Probablemente no esperan que el director ejecutivo de Tao Software aparezca en su puerta. Pero eso es precisamente lo que pretendo hacer.

Pero lo primero es lo primero. Necesito su dirección. Su dirección real, no la del apartado de correos que tienen alquilado en Naples.

Cojo el sobre marrón que contenía el informe de gastos de Joan. Meto en él una muestra comercial sin leer, solo para darle un peso realista. Después, en el sobre, con enérgicas pinceladas, garabateo «ITS» y la dirección del apartado de correos que me ha proporcionado Joan.

Cierro el sobre, marco el número de Amanda en recepción y le pido que venga de inmediato. Cuando llega, le entrego el sobre.

—Envío prioritario —digo—. Quiero esto entregado mañana a primera hora.

Mañana por la mañana tendré la respuesta.