La carretera 876 es una vía rural de cuatro carriles que atraviesa la mitad de la nada. El terreno es llano, la vista se extiende hasta el infinito; maleza y cipreses, cenotes y pantano. Paso frente a un cartel que se alza sobre la maleza. Como si su único propósito fuese recordarme exactamente lo mucho que me he alejado de Silicon Valley, resulta ser el anuncio de una iglesia baptista. Muestra una imagen de llamas lamiendo unas enormes letras mayúsculas que anuncian: EL INFIERNO ES REAL. Como si no lo supiera.
Son unos largos veinticinco kilómetros hasta que finalmente abandono la carretera y me encuentro en un barrio residencial disperso: vallas de madera, bungalós de Florida, viejas mansiones victorianas mal conservadas. Encuentro el 23 de la calle Churchill, que es la dirección que llevo anotada, y aparco frente a una vivienda estilo Reina Ana que, si estuviéramos en un pueblo turístico, serviría como encantador Bed and Breakfast. Como no se trata de un pueblo turístico, resulta sencillamente exagerada e inquietante para albergar una consulta-vivienda.
Aparco al comienzo de un camino de grava. Una pequeña placa atornillada a un buzón montado en un poste anuncia: GEORGE LIAGO, DOCTOR EN MEDICINA. Una vigorosa mata de clemátides moradas asciende por el poste y las floreadas lianas ocultan casi por completo la parte de la placa que anuncia DOCTOR EN MEDICINA. Se me ocurre que si yo me hubiera gastado todo ese dinero en ir a la universidad, saldría cada mañana de casa con unas tijeras de podar.
Avanzo pesadamente sobre la grava. En el camino de entrada solo hay otro vehículo, un Crown Victoria aparcado junto a la casa, presumiblemente el del doctor Liago.
Pulso el timbre. Al cabo de un momento, abre la puerta un hombre vestido de traje y corbata. Es alto, de calva incipiente, pelo gris y plumoso y barba blanca pulcramente recortada. Me mira con los ojos increíblemente abiertos, lo cual le da el aspecto de alguien muy asombrado de verme.
—¿Señor Thane? —dice.
—Doctor Liago.
—Entre, por favor.
Me guía a través del vestíbulo y más allá de una sala de espera hasta el interior de un estudio. No hay alfombras. Nuestros zapatos golpean y levantan eco sobre un suelo de roble desnudo. En el estudio, las paredes están cubiertas por estanterías de madera repletas de volúmenes de medicina encuadernados en piel y obras completas de clásicos a juego. Hay un gran escritorio de roble, un sofá de piel de becerro y dos butacas de respaldo alto y apariencia cómoda enfrentadas una a la otra. El doctor Liago hace un gesto con el brazo en dirección al cuadrante de la sala que contiene las butacas y el sofá, dándome a entender que debería escoger lo que me haga sentir más cómodo: butaca o sofá.
Escojo la butaca. Me siento en una de ellas y me sorprende lo mullida que es.
El doctor Liago se sienta en la de enfrente.
—Bueno —dice, y sonríe—. Bienvenido.
Tiene una voz relajante. Es el tipo de voz tranquila y entrecortada que enseñan en las facultades de medicina. Creo que le dedican al menos un semestre. En alguna parte hay un profesor numerario que ha llevado a cabo una investigación extensamente revisada por sus pares mediante la que concluyó que cuanto más suavemente hables (lo más parecido posible a un susurro), con más atención serán escuchadas tus palabras y más dinero podrás cobrar a cambio de pronunciarlas. Liago dice:
—Gordon Kramer me ha hablado de sus antecedentes. Pero creo que sería mejor que me contase usted, con sus propias palabras, por qué está aquí.
Miro la habitación a mi alrededor. En la pared que tengo delante cuelga un diploma que anuncia en cursiva y en latín que George Liago se graduó en la escuela de medicina de Cornell. En el rincón más alejado hay un archivador metálico gris con una cerradura de aspecto imponente. Cerca del archivador, un escritorio. Sobre el escritorio descansa un reloj eléctrico con veloz segundero y una esfera que desprende un destello naranja de efecto calmante. Todos los comecocos tienen enormes relojes vueltos discretamente hacia el paciente, para que este sepa cuándo faltan únicamente un par de minutos para acabar la sesión; el tiempo justo, por ejemplo, para describir la emoción devastadora provocada por el hecho de haber dejado que tu hijo se ahogase en la bañera. Solo como ejemplo.
La consulta de Liago está a oscuras. Todas las pesadas persianas de madera están echadas a tal efecto. La sala es muy silenciosa, muy tranquila. No puedes evitar sentirte protegido y a salvo en su interior.
Y sin embargo…
Sin embargo tiene algo peculiar.
Hace falta un momento para darse cuenta.
Está demasiado ordenada. Sobre el escritorio del doctor no hay papeles, ni siquiera una ordenada pila de carpetas. Al margen del reloj, el escritorio está completamente vacío. No hay fotografías ni baratijas ni recuerdos en ningún rincón de la sala. Todos los médicos a los que he consultado —el de cabecera, al gastroenterólogo, psiquiatras— realizan al menos un mínimo esfuerzo para decorar su espacio de trabajo y hacerlo propio, aunque sea únicamente mediante la exhibición de un pequeño recuerdo: un trofeo, una caracola, un dibujo infantil. Pero aquí no hay nada. Lo que hace de esta circunstancia algo aún más raro es que, al parecer, la casa no es solo consulta sino también vivienda. Pero parece provisional, sin rastros de habitación. Como un decorado de película.
—¿Vive usted aquí? —pregunto.
Es una pregunta sencilla, pero el doctor Liago la aborda con cautela. No responde de inmediato. Se me queda mirando durante un momento largo. Finalmente, dice:
—¿Por qué lo pregunta? ¿Le reconfortaría saber que vivo aquí?
Me río.
—No, doc. Era solo por romper el hielo.
—Pues sí —dice—. Vivo aquí. —Intenta unirse a mi risa y me muestra una débil sonrisa—. Bueno, entonces…
—Bueno, entonces —repito—. Quiere saber por qué estoy aquí. En mis propias palabras. —Respiro hondo. Siento que me hundo aún más en la butaca. Puede que acabe perdiéndome en ella. Asfixiándome—. ¿La versión del Reader’s Digest?
—Con eso bastará.
—Vamos allá. Soy un adicto. Estoy seguro de que Gordon ya se lo habrá contado.
Su voz es suave, como la de un ángel.
—Así es. —Abre una libreta de papel amarillo sobre su regazo y anota algo.
—Mis vicios varían. Empecé con la bebida y el juego. Cosa de aficionados. Con el tiempo me acabé profesionalizando: me pasé a las metanfetaminas y a las putas. Ya sabe lo que dicen sobre la práctica, la práctica, la práctica.
Mi intento por aportar algo de humor (si es que podemos llamarlo así) no surte el más mínimo efecto. El doctor Liago me observa con rostro imperturbable. Baja la mirada y garrapatea algo en su cuaderno. Intento ver sus notas, para comprobar si realmente ha escrito la palabra «putas», pero estoy demasiado lejos y su letra es demasiado pequeña.
—En cualquier caso —digo—, llevo sobrio dos años. Dos años, nueve meses y veintidós días para ser exacto. Ayer fue el primer día en mi nuevo trabajo. Soy el director ejecutivo de una empresa de software.
—Director —dice él—. Parece un trabajo importante.
—No lo es. La empresa es una mierda. Por eso me han contratado. Es lo que llamamos un «reinicio». Cuando un grupo de inversores se reúnen y deciden que una empresa está fracasando, envían a alguien nuevo para que le dé un giro de ciento ochenta grados. Esa es mi especialidad, los reinicios.
—Es irónico.
—¿El qué?
—También usted se ha reiniciado en cierto modo, ¿no es así?
—Espero que no. Lo cierto es que la mayoría de los reinicios no sirven de nada. Ese es el desagradable secretito. En teoría parecen una buena idea, pero generalmente se llevan a cabo cuando ya es demasiado tarde. Son como un tiro de canasta a canasta al final del partido.
—Ya veo. —El doctor Liago asiente vigorosamente, como si le acabase de revelar algo muy significativo acerca de mí mismo. Su bolígrafo vuela sobre el cuaderno, anotando. Dios, me encantaría ver ese cuaderno.
—Y por eso he venido a verle —concluyo, remisamente—. Gordon Kramer es mi espónsor. Es quien le ha recomendado. Gordon es muy… ¿cómo decirlo? Es muy persuasivo. Me he sometido a hipnoterapia con anterioridad, a instancias de Gordon. A él le funcionó bien, para su recuperación, de modo que quiso que yo también lo intentara.
—¿Y a usted le ha funcionado?
—Dígamelo usted. Llevo sobrio dos años, nueve meses, veintidós días… y veinte segundos.
—¿Está usted casado, señor Thane?
—Casi diez años.
—¿Y su esposa ha venido a Florida con usted?
—Eso es.
—¿Pero no le ha hecho demasiada gracia el traslado?
—¿Cómo lo ha sabido?
Liago no responde a mi pregunta. En cambio, dice:
—De modo que en estos momentos tiene usted mucho estrés en su vida, ¿verdad? Un nuevo empleo. Mucha gente que depende de usted. Y además una esposa infeliz.
—Eh, tiene razón. Estoy estresado. ¿Tiene un trago de escocés por ahí?
—Veo que se sirve del humor para desviar el estrés.
—No era consciente de ello.
—Es una buena estrategia —dice él, asintiendo—. ¿Quiere que comencemos?
—Comenzar ¿con qué?
—Con la terapia.
—Pensaba que ya habíamos empezado.
—La parte de hipnoterapia, señor Thane.
—Oh —digo—. Claro.
—Bien. Empecemos.
Cuarenta minutos más tarde, salgo de la consulta del doctor Liago. Me siento tranquilo, relajado, con pleno dominio de mí mismo. La sesión se me ha pasado volando. La hipnosis no es como la muestran las películas, no te sumes en un sueño profundo y comienzas a cloquear como una gallina. Es más bien como una siesta, una de esas largas siestas de media tarde que te echas en fin de semana, cuando no tienes que ir a ningún sitio en concreto, cuando abres la ventana y en el exterior sopla un fresco otoñal mientras tú yaces bajo una cálida manta. Descansas, escuchas el ritmo de tu respiración, aseveras repetidas veces que no vas a beber o a jugar. (Rellenar aquí con las devastadoras debilidades personales de cada uno).
Al final de la sesión, el doctor Liago —relajadamente, sin presionar— me ha preguntado si me gustaría volver la semana que viene. La respuesta me ha sorprendido hasta a mí.
Sí, tengo una compañía que dirigir. Sí, tengo un calendario apretado. Pero me puedo permitir una hora a la semana, en mitad de la jornada, para conducir hasta Parkdale, Florida, y darle una pequeña sacudida al cerebro. Soportaría cosas mucho peores con tal de no tener que volver al lugar del que vengo.