7

Pero no directamente a la oficina, que conste.

Antes está la cuestión del desayuno. No se puede salvar una empresa con el estómago vacío. De hecho, no hay gran cosa que se pueda hacer con el estómago vacío, excepto adelgazar, así que me paso por la ventanilla de calle del McDonald’s en busca de mi Egg McMuffin diario.

El Egg McMuffin es mi ritual matutino desde hace un par de años, cuando reemplazó a los cigarrillos y el alcohol. No muchas personas pueden sentirse virtuosas tras haberse comido un Egg McMuffin de buena mañana, pero yo sí.

Tras haber pasado por la ventanilla, echo el freno de mano y me como el bocata de huevo parado junto al restaurante, con el motor en marcha y el aire acondicionado golpeándome en la cara. Veinte segundos más tarde, hago una pelota con el envoltorio de papel, meto la primera, me dirijo a la salida, después hago dos giros rápidos a la izquierda —en plan Rockford Files— y vuelvo a pasar por la ventanilla para pedir un segundo McMuffin.

En algún rincón de mi cerebro, mientras engullo el segundo bocata, percibo que puede que exista una tenue relación entre mi desayuno ritual y la continua expansión de mi abdomen. Pero esa relación, sea cual sea, está cubierta por el velo de la incertidumbre y requeriría de un estudio científico adicional.

Mi siguiente parada es en el banco, donde saco doscientos dólares del cajero, para finalmente llegar a las oficinas de Tao a las ocho y media. Al parecer, mi reprimenda de ayer ha surtido efecto: no soy el primero en llegar. Hay más de un par de coches en el aparcamiento.

En el interior, Amanda está en recepción leyendo atentamente un libro y subrayando un pasaje con bolígrafo. Está tan absorta —escrutando el texto, mordiéndose el labio inferior, concentrándose— que no se percata de mi presencia hasta que estoy encima de ella. Levanta la mirada, sorprendida, y cierra el libro.

—Buenos días, Jim —dice.

—Buenos días, Amanda. ¿Qué estás leyendo?

Amanda sonríe.

—Es un buen libro. ¿Lo ha leído?

Lo levanta para que pueda inspeccionarlo. Es un ejemplar pequeño, con las puntas dobladas, tan viejo y gastado por el uso que la tinta dorada de la portada únicamente anuncia Sagrada Bib, dejando el «lia» vagamente intuido en el grabado en relieve.

—Últimamente no —reconozco.

Pero no me sorprende su opción. Con mis antecedentes (en la autodestrucción inducida por las drogas, quiero decir) he conocido a no pocas mujeres de bandera que eran unas locas religiosas. Tampoco es coincidencia. Ser atractivo tiende a meterte en líos y las mujeres ligeras de cascos siempre piensan que Jesucristo puede cambiarles la vida. ¿Quién soy yo para decirles que se equivocan?

—Muy bien —digo, asintiendo—. Dale caña —añado levantando ligeramente el puño, para demostrar que me parece bien que se lea la Biblia en el trabajo. Mejor que revistas porno, peor que el manual del empleado, pero queda en algún lugar entre medias.

Prosigo mi camino, pero Amanda me llama.

—Jim —dice, bajando la voz y mirando de reojo hacia la oficina. Sus ojos denotan advertencia—. Ha venido Dom Vanderbeek. Le está esperando.

Ayer por la mañana humillé a Dom Vanderbeek, nuestro jefe de ventas, convocándole imperiosamente a la oficina sin previo aviso. Cuando llegó, me dediqué a ignorarle durante el resto de la jornada, dejando que refunfuñara y me lanzase miradas por encima de los cubículos de la sala central. Cuando pareció incapaz de seguir soportándolo, le pedí a Amanda que le enviase un escueto correo electrónico invitándole a una reunión «mano a mano» a la mañana siguiente. Es un truquito que he aprendido con los años: si quieres establecer tu predominancia en una jerarquía empresarial, debes ser brutal. Nunca debe existir la más mínima duda sobre quién está al mando.

Ahora que nuestra reunión ha comenzado, me encuentro sentado en la modernísima sala de juntas escuchando a Dom Vanderbeek. En vez de comportarse como un hombre derrotado, rogando humildemente mi aprobación, Dom se ha pasado los últimos cinco minutos explicándome por qué es la persona más importante en mi vida.

Sin seguir ningún orden en particular, estos son algunos de los motivos: sin Dom Vanderbeek, las ventas en Tao caerían en picado; la mera presencia de Dom Vanderbeek es un acicate para la moral de la empresa, y Dom Vanderbeek puede ayudarme (como director novato que soy) a superar insalvables problemas de organización.

Dom Vanderbeek tiene exactamente el mismo aspecto que esperaba que tuviera. Cuarenta y pocos, alto y en forma, con la constitución de un corredor de triatlones. Es atractivo; lleva el oscuro pelo cortado a lo César, gris en las sienes, y tiene una sonrisa deslumbrante, resultado, estoy convencido, de costosos tratamientos blanqueadores. Lleva un gran reloj masculino que se empeña en exhibir, enrollándose las mangas de la camisa. Un Rolex Submariner. El reloj predilecto de los jefes de ventas.

Cuando Dom termina de explicarme por qué es importante para mí, asiento meditabundo, me recuesto sobre el respaldo de la silla y digo:

—Entiendo lo que me quieres decir.

—¿De verdad, Jim? —replica Dom echándose hacia delante, atravesándome con la mirada—. ¿En serio? Porque ayer me trataste de pena. Me sentó muy mal.

Ya he conocido a otros como Dom. En su empeño por ascender en la escala empresarial, Dom ha acudido a varios cursos de fin de semana en los que enseñan «técnicas interpersonales» efectivas. Invariablemente, dichos cursos te aconsejan enfrentarte de manera abierta y sincera con tus compañeros, jefes y subordinados, en vez de guardarte lo que percibes como menoscabos e ir sumando resentimiento. En teoría es una buena idea, pero en la práctica tiene el efecto opuesto al que se pretende conseguir. En vez de parecer abierto y sincero, tus compañeros te perciben como alguien agresivo y mordaz. Después de todo, siempre les estás diciendo todo lo que te molesta.

—¿Sabes a lo que me refiero, Jim? —pregunta Dom.

Por supuesto que sí. Está aludiendo a la llamada telefónica de ayer, cuando le puse en modo conferencia para humillarle delante de todos los demás empleados de Tao. Lo cierto es que me siento mal por ello. Pero es una de esas cosas que debes hacer en cuanto llegas a una empresa que se está yendo al garete. No hay tiempo para formalidades. Estás obligado a instaurar tu autoridad. Da igual quién sea la víctima. Debes elegir a alguien. Lo único que importa es que les hagas saber a todos los empleados de la empresa que eres el macho alfa, que estás al frente. En ese aspecto, el mundo empresarial no se diferencia demasiado de la cárcel. En ambos lugares el líder tiene que buscarse una putilla. Supongo que eso convierte a Dom en mi putilla.

—Escucha, Dom —digo—. Lo siento si ayer fui grosero contigo. Te lo digo con toda sinceridad. Lo cierto es que te necesito.

—Me alegra oírlo.

—Toda empresa necesita un rey de las ventas. Y quiero que tú seas el mío.

Dom asiente.

—Muy bien entonces.

—Así pues, háblame de las ventas.

—¿Ventas?

—Ya que eres mi rey de las ventas. A lo mejor puedes contarme qué tenemos en cartera.

—Nuestra cartera es excelente —dice Dom—. La cartera es de primera.

—De acuerdo —asiento. Espero más. Pero Dom guarda silencio. De modo que añado—: ¿Puedes darme una pista de qué hay en ella?

—Bueno —dice él, y suspira, como si la idea de tener que enumerar una descomunal cartera de clientes le resultara francamente extenuante—. Estamos hablando con facebook, por supuesto. Ahora mismo son los reyes del juego. Y con Myspace. Con Yahoo. Con Google.

—¿Estás hablando con ellos?

—Y con muchas otras empresas pequeñas también.

—Estupendo.

—Así pues, mi mensaje es —me señala con el dedo índice—: estoy en ello.

—Estupendo —digo de nuevo—. Pero cuando dices que estás hablando con ellos, ¿qué significa eso? ¿Hablando en plan: «Hola, encantado de conocerles»? ¿O hablando en plan: «Aquí está el contrato. Firma en la línea de puntos»?

—Más como el segundo. La línea de puntos.

—De acuerdo —digo—. Entonces ¿tienes un informe de ventas que pueda revisar?

—¿Un qué?

—Es un informe que suelen preparar los ejecutivos de ventas. Describe qué posibles ventas tenemos en cartera y en qué estado se encuentra cada una de ellas…

—Sé lo que es un informe de ventas, Jim. Lo que estaba preguntando era por qué quieres uno.

—Bueno —digo con paciencia—. Siento curiosidad por saber si nuestra empresa seguirá existiendo en septiembre. Siento curiosidad por saber si tú y yo seguiremos teniendo empleo. Esperaba que fueras capaz de iluminarme.

—Ya veo.

—Así pues, ¿prepararás uno para mí? ¿Un informe de ventas?

Dom me mira como si le hubiera pedido que cambiase un pañal sucio.

—Jim —dice—. Permite que te haga una pregunta. —Gira la silla, se recuesta, me mira levantando la nariz—. Pareces saberlo todo sobre mí. Quizá debería preguntarte: ¿cuáles son tus antecedentes?

—Es una pregunta razonable, Dom —digo afablemente, a pesar de que en este preciso instante acabo de tomar la decisión de que va a ser necesario despedirle—. Veamos. Crecí en California. Me gradué en Berkeley. Trabajé veinticinco años en Silicon Valley. He tenido puestos como jefe de ventas y director ejecutivo en varias empresas, entre ellas SGI, Lantek, NetGuard. Algunas más.

Si mi currículo impresiona a Dom, este no lo demuestra.

—El motivo por el que te lo pregunto —dice Dom—, es porque me ha surgido la duda.

—¿Qué duda?

—La de por qué te han nombrado director ejecutivo. —Dom ladea la cabeza y habla en un tono tranquilo y benévolo, como si fuese un niño pidiéndome que le contara un cuento de hadas particularmente encantador: el del tonto del pueblo que se cuela en el castillo y es tomado equivocadamente por rey.

—Supongo que es porque tengo la experiencia —digo.

Pero es una buena pregunta. No soy exactamente el candidato más idóneo para el puesto (ni para cualquier otro trabajo de reinicio) teniendo en cuenta que mi currículo incluye dos adicciones, tres arrestos y más pérdidas de memoria de las que me corresponden.

—¿Tienes la experiencia? —pregunta. Una vez más, es un tono de voz afable y alentador. No hay malicia, ni rastro de desafío.

—¿Te molesta que no te hayan ofrecido el puesto, Dom?

Dom asiente.

—Pues sí. Así es, Jim. Sí. —Nuevamente la sinceridad desnuda. Debió de aprobar aquel seminario de Técnicas Interpersonales con la nota más alta.

Lo gracioso de los jefes de ventas es que siempre piensan que ellos deberían ser los directores ejecutivos. En todas las empresas para las que he trabajado, siempre es el de ventas quien aspira al puesto más alto, pero nunca lo consigue; y termina amargado y con tres palmos de narices. Es la naturaleza de ser bueno a la hora de vender. Para ser bueno en ventas debes ignorar por completo el hecho de que eres una herramienta. Después de todo, ¿qué clase de hombre es capaz de abrirse paso hasta una suite llena de ejecutivos de una empresa de comunicaciones y contar milongas sobre el mediocre software de Tao (un software que no siempre funciona) y a continuación solicitar un cheque por valor de cincuenta mil dólares? El tipo de hombre que no se avergüenza fácilmente. El tipo de hombre que no sabe lo ridículo que les parece a los demás. El tipo de hombre que considera que él, por encima de todos los demás candidatos, debería ser director ejecutivo. En otras palabras: el jefe de ventas.

Por mucho que me encantaría librarme de Dom, despedirle en el acto mientras lo tengo sentado al otro lado de la mesa, sonriendo con esos dientes blanqueados, tal maniobra resulta imposible. Con fondos para únicamente siete semanas, necesitamos ventas. Ahora. Sin Dom, tendríamos que empezar de cero. Así que digo afablemente:

—Te entiendo, Dom. De verdad que sí. Probablemente deberías ser el director de esta empresa.

Dom sonríe. Le gusta la idea. Continúo:

—La buena noticia es la siguiente: solo estoy aquí de manera temporal. Si conseguimos salvar la empresa, podré marcharme. Lo que significa que el puesto de director ejecutivo quedará libre. Y por supuesto estaré encantado de recomendar a quienquiera que me haya ayudado. Ese podrías ser tú.

«Podrías», pienso. «Pero es muy poco probable».

Miro a Dom, para ver si mis palabras han tenido un efecto balsámico. Dom dice:

—Comprendo lo que me estás diciendo, Jim. Lo que me estás diciendo es: si te ayudo a salvar Tao, tú me ayudarás a conseguir el puesto de director. Cuando te marches —añade.

Regla básica del buen vendedor: repite el gancho e incita al cliente para que también él lo pronuncie en voz alta. Decido seguirle el juego:

—Eso es precisamente lo que estoy diciendo, Dom. Cuando me marche, te ayudaré a conseguir el cargo.

Dom asiente y sonríe:

—Me gusta lo que oigo.

—El problema es el siguiente. ¿Quieres ser director? Necesitamos una empresa que puedas dirigir. Y eso significa mantener Tao Software a flote. Lo que significa que necesitamos ingresos.

—Estoy en ello.

—No lo entiendes —digo—. Más de lo mismo no nos va a servir de nada. —Me inclino sobre la mesa y bajo la voz, como si estuviera compartiendo una gran confidencia—. Nos estamos quedando sin fondos, Dom. Tenemos para siete semanas.

—¿Siete semanas? —Alza una ceja. Normalmente no es buena idea revelarles a los empleados la gravedad real de la situación. La sinceridad nunca es, a pesar del viejo dicho, la mejor respuesta. La sinceridad solo conduce a que tus trabajadores estén más pendientes de encontrar un nuevo empleo. Pero estoy dispuesto a jugármela a que Dom no querrá marcharse. No mientras tenga una oportunidad de hacerse con la dirección de la empresa. Aguantará el tiempo suficiente como para al menos intentarlo.

—Ese es el motivo —le digo— de que necesitemos vender algo. Esta semana.

Dom sonríe, tal como le sonreiría uno a su rechoncho sobrino cuando hace una monería.

—¿Vender algo esta semana? Claro. ¿Por qué diablos no? —Dom se encoge de hombros—. Solo que no tenemos un puto producto para vender, Jim. Si esos idiotas de programadores me dieran algo, algo que de verdad funcionase, quizá podría ayudarte, pero…

—Tenemos una demo —digo—. La vi ayer. Funciona. —Entonces recuerdo las advertencias de Randy y añado rápidamente—: La mayor parte de las veces, en cualquier caso. Pero podemos venderla.

—Oh, mierda —dice Dom.

—He estado pensando —digo.

—Tres palabras peligrosas en boca de un director ejecutivo —farfulla Dom.

—Le estamos vendiendo a la gente equivocada y estamos vendiendo el producto equivocado.

—Oh, vale —dice Dom, siguiéndome la corriente—. Crearemos un nuevo producto, tú y yo. Sin decírselo a ninguno de los licenciados en Ciencias Informáticas que trabajan aquí hasta que hayamos terminado.

—Piénsalo bien. Pretendemos ganar dinero vendiéndoles software a adolescentes que utilizan facebook. Quinceañeras enamoradizas con aparatos en los dientes que únicamente tienen para gastar la semanada que les den sus papis. ¿Acaso ha de sorprendernos nuestra total falta de ingresos?

—Ese es el plan de negocio, Jim. Creamos una tecnología y la licenciamos para su uso en las redes sociales. Ese ha sido siempre el plan.

—Bien, pues es un plan de mierda.

—¿Tienes uno mejor?

—Pues sí. Se me ha ocurrido esta mañana.

—¿Se te ha ocurrido?

—¿Sabes lo que he hecho esta mañana antes de venir al trabajo? —Decido saltarme la parte del Egg McMuffin. Y la del segundo Egg McMuffin—. He pasado por el banco. He sacado dinero. —Hago una pausa—. El banco, Dom. El banco.

Dom parece confundido.

—¿Conoces la frase de Willie Sutton? —digo—. «¿Por qué robas bancos, Willie?». «Porque ahí es donde está el dinero».

Dom sigue sin tener ni idea de qué le estoy hablando. La sutileza y la agilidad mental no son sus puntos fuertes. Prosigo:

—Vamos a ver, ¿sabes cuál es el principal problema de los bancos? Que la gente quiere su dinero. Los bancos necesitan asegurarse de que le están dando el dinero a la persona indicada. Por eso siempre estamos tecleando números PIN y contraseñas y códigos cifrados. Porque tienes que demostrar quién eres. ¿Y si no hiciera falta? ¿Y si los bancos pudieran saber con absoluta certeza quién eres, solo con verte?

La expresión de Dom revela un cambio. Su entrecejo se desfrunce. Está empezando a entenderlo. Continúo:

—A partir de ahora le vendemos el producto a los bancos, porque ahí es donde está el dinero. Hemos dejado de ser una compañía de software para usuarios. Ahora trabajamos para las empresas. A partir de ahora, nos vendemos como una solución a los problemas de seguridad. Las empresas adoran la seguridad. Simplemente tenemos que buscar un nombre distinto para nuestra tecnología. Podemos inventarnos cualquier cosa que suene bien. Tecnología de Control de Identidad. Alguna chorrada por el estilo.

—Hum —dice Dom. Estaría encantado de mostrarse en desacuerdo conmigo, pero hasta él se ha dado cuenta de que lo que digo no carece de sentido. Prosigo:

—Y eso es lo mejor de todo. No necesitamos crear un producto nuevo. Solo tenemos que cambiar el modo en el que presentamos el que tenemos. Simplemente nos reinventamos. Nos convertimos en algo distinto. A partir de ahora, somos la empresa líder en Tecnología de Control de Identidad. TCI. Las ventas son lo tuyo, Dom. Invéntate un cuento chino que explique cómo funciona nuestro programa, cómo podemos ayudar a los bancos. Identificamos a los clientes nada más entrar por la puerta. Eliminamos el robo de identidad. Ese tipo de cosas.

Vanderbeek reflexiona un momento.

—Lo cierto es que es una idea bastante buena —reconoce, al fin—. TCI. Me gusta.

—Entonces… ¿tienes algún contacto?

—¿Contacto?

—En banca. Necesitamos una reunión. Lo más pronto posible. ¿Puedes organizar algo? ¿Una reunión de ventas con ejecutivos de alto nivel?

—Puede. —Se lo piensa—. Sí. Creo que podría conseguirlo.

—Bien. Yo participaré en la reunión. Tú organízala. Esta semana. Me da igual con quién. Cualquiera capaz de firmar un cheque por medio millón de dólares.

Dom echa hacia atrás la cabeza y deja escapar una regocijada carcajada, como si yo fuese la persona más divertida que ha conocido en la vida. ¡Qué compañía tan deliciosa!

Habiendo sido también jefe de ventas hace tiempo, sé cómo se siente. He estado sentado en su silla: intentando vender un producto que no existe, viéndomelas con un superior entrometido que pretende inmiscuirse en la próxima reunión de ventas y recibiendo la orden de encontrar a alguien que «firme un cheque por medio millón de dólares». Como si fuese tan fácil.

Espero a que la risa de Dom remita. Finalmente baja la cabeza y me mira. Es una mirada afable, una sonrisa amistosa. Pero soy capaz de leer sus pensamientos. Me tolerará durante las próximas siete semanas. Si tenemos suerte, se atribuirá el crédito de los éxitos; si no, me culpará por los fracasos.

Lo cual probablemente sea también la estrategia de Tad Billups, ahora que lo pienso. Pon a un exadicto al timón de una empresa al borde de la quiebra, a ver qué pasa.

Dom gesticula, magnánimo.

—Lo que usted diga, jefe.

—Entonces ¿organizarás una reunión de ventas?

—Mañana mismo.

—Gracias —digo levantándome y ofreciéndole la mano. Me la estrecha.

Está de mi parte. Por ahora.

Le pido a Amanda que me ayude a encontrar una mesa permanente. Me conduce por toda la sala central. Al principio sugiere que ocupe el espacioso despacho de la esquina desde el que solía presidir el anterior director ejecutivo, Charles Adams. Pero me muestro reacio. No solo porque sea supersticioso y su destino me ponga los pelos de punta, aunque para ser sincero algo de eso hay. Es porque los grandes despachos de la esquina tienden a enviar el mensaje equivocado a los empleados.

Le pregunto a Amanda si hay algo menos ostentoso. Nos decidimos por un despacho anónimo del tamaño de un armario, sin ventanas exteriores y pegado al cuarto de baño. Es el emplazamiento menos deseado del edificio, lo cual lo convierte en idóneo para mi propósito.

Bajo la atenta mirada de Amanda, organizo mi mesa. Lo cual significa que: abro mi maletín, saco un cuaderno de espiral y dejo dos lápices Ticonderoga número 2 de punta blanda en ángulo sobre la primera página en blanco. A su lado, coloco un sacapuntas eléctrico. Finalmente, extraigo de mi maletín la fotografía de mi mujer y mía. La coloco en la esquina más alejada de la mesa.

Amanda se inclina y estudia la foto con gran interés.

—Guau. Bonita foto —dice, en un tono que sugiere todo lo contrario.

—Ya —digo, experimentando el impulso de explicarme, de disculparme por la imagen—. En realidad no hemos traído apenas fotos. No queríamos venir cargados.

—¿Es su esposa? —pregunta Amanda.

—Libby.

Y comenta, completamente seria:

—Parece feliz.

Por primera vez me doy cuenta de que puede que Amanda tenga sentido del humor.

—¿Y qué hace el diablo en segundo término? —continúa.

—No es el diablo —digo con serenidad—. Es un sátiro. Mitad hombre, mitad bestia. De la mitología griega. Conoces la mitología griega, ¿verdad, Amanda?

—No.

—Les encanta el vino.

—¿Ah, sí?

—Y bailar desnudos en el bosque. Y la música.

—Hum —dice ella.

—Amanda —digo yo—. ¿No tienes una recepción que atender?

Amanda me hace una primorosa reverencia y sin pronunciar otra palabra sale de mi despacho.

Estoy sentado frente a mi nueva mesa. Extendidos sobre el tablero tengo los antiguos materiales de marketing de Tao, casi medio millón de dólares en carpetas brillantes, folletos elegantes e insertos a tres tonos; carnada impresa en offset. Explican cómo el programa P-Scan de Tao es capaz de identificar las caras en cualquier fotografía y describen cómo, utilizando la tecnología de Tao, las empresas digitales pueden avivar sus redes sociales, incrementando la «fidelidad» de sus usuarios, reduciendo la pérdida de suscriptores y aumentando el número de páginas vistas. Esperaba ahorrar algunos billetes reutilizando el material de marketing para nuestros nuevos clientes —la banca multinacional—, pero todas las menciones a la fidelidad y las páginas vistas me provocan náuseas y no lo creo probable.

Suena mi móvil. Miro el identificador de llamada. El número no me resulta familiar.

—Jim Thane —digo.

—Jimmy Thane —grita una voz áspera y bulliciosa—. ¿Cómo lo llevas?

Es Gordon Kramer. Gordon es mi espónsor. Lo que significa que cae en un punto intermedio entre buen amigo y agente de la condicional.

—Gordon —digo—. Me alegra oír tu voz.

Conozco a Gordon desde hace siete años. Estaba en mi primera reunión, en el sótano de la YMCA de San José, adonde acudí dos semanas después de la muerte de Cole, cuando me di cuenta de lo bajo que había caído. Por algún motivo, Gordon siguió conmigo, a pesar de todos mis esfuerzos por desembarazarme de él. Con los años, hemos acabado siendo íntimos. Quizá sea porque es expolicía, como mi padre. En su presencia hay algo que me resulta familiar y consolador: su corpulencia, su pelo plateado, sus ojos cansados, esa expresión de vuelta de todo.

—Llamaba para ver qué tal te iban las cosas —dice Gordon.

—Todo de maravilla.

—¿Algo de lo que informar?

Me está preguntando si me he tomado una copa o me he fumado una pipa o he realizado una apuesta o le he puesto los cuernos a Libby… o incluso si he estado cerca de hacer cualquiera de esas cosas.

—Lo llevo bien —le digo.

—Estupendo. Estupendo. —Reflexiona un momento—. ¿El trabajo es estresante?

—Un poco.

—Porque, ya sabes, siempre pasa en esos momentos.

—Lo sé, lo sé.

—Eres Superman en el despacho y la presión se va acumulando y necesitas una ayudita para aligerar un poco la carga.

—Eso mismo —digo. Es difícil mantener una conversación franca con Gordon sobre mi adicción a las anfetas sentado en un despacho con la puerta abierta de par en par. La gente tiende a escuchar las llamadas de los directores ejecutivos. Así que probablemente será mejor que no afirme a voz en grito que tengo controlado mi problema con las drogas.

—No puedes hablar, ¿verdad? —dice Gordon. Ex policía siempre.

—Eso mismo —repito.

—De acuerdo. Hablaremos más tarde. Mientras tanto, te he conseguido el número de teléfono aquel.

—¿Qué número de teléfono?

—No pretendas no saber de qué diablos estoy hablando —ruge él.

Mierda. Le prometí a Gordon que vería a un nuevo comecocos cuando estuviera en Florida, si conseguía encontrarme uno que le pareciera bien.

Gordon no es el típico espónsor de los doce pasos. No se traga todas esas chorradas del poder de Dios para curar a los adictos. Gordon quiere ciencia y médicos y batas blancas. Quiere loqueros y terapia. Tras la muerte de Cole, fue Gordon quien tuvo la idea de enviarme a la consulta de la doctora Curtis, la matronal lesbiana con la voz ronca de tanto fumar. Tras dedicar un par de sesiones a desnudar mis entrañas, llorando y moqueando, cedí y convine a someterme a un tratamiento de hipnoterapia. La terapia me ha ayudado. Al menos, creo que así ha sido. Por lo menos ahora las pesadillas se limitan a aparecer de noche. Durante el día, puedo olvidar.

—Sé de lo que estás hablando, Gordon —digo, y suspiro.

La doctora Curtis me ha ayudado, pero la perspectiva de comenzar de cero con alguien nuevo me resulta abrumadora. Y además, ¿de dónde voy a sacar tiempo para visitar a un psiquiatra? Tengo un número mágico grabado a fuego en el interior de los párpados y ahora mismo es lo único que puedo ver. El número es siete. Como en «fondos para siete semanas».

—Este es el número de teléfono —dice Gordon—. Apúntalo.

Gordon enumera el teléfono. Yo finjo anotarlo.

—¿Lo tienes? —me pregunta.

—Sí, lo tengo.

—Repítemelo.

Ups.

—Vale —digo, manso como un cordero—. Repítemelo otra vez.

Lo hace. Esta vez lo anoto en mi cuaderno y puedo repetírselo en voz alta.

—Se llama Liago —continúa Gordon—. Doctor George Liago. Viene muy bien recomendado. Ha tenido mucho éxito tratando a personas como tú. —Se refiere a adictos que han cometido actos vergonzosos, actos inhumanos, actos terribles—. Conoce el programa.

—De acuerdo, Gordon —digo—. Intentaré sacar algo de tiempo.

—No intentarás «sacar algo de tiempo». —Me imita como si fuese una niñata quejándome del pespunte de mi vestido—. Irás a verle. Hoy mismo. Está esperando tu llamada.

Suspiro.

—De acuerdo, Gordon. —Sé que me quiere, a su extraña manera de centurión romano, pero a veces puede llegar a ser un verdadero coñazo de tío.

—Llamaré mañana a Liago —dice Gordon—. Si no has aparecido por allí, cogeré un avión y te arrastraré personalmente de las orejas hasta su diván.

No es una amenaza vana. Hace cinco años, cuando aún me estaba ahogando en la mierda, me salté una de las citas con la doctora Curtis. Gordon Kramer me llamó al móvil, me rastreó y de algún modo me encontró en el Hotel St. Regis de San Francisco, poniéndome ciego con botellitas de vodka del minibar y encadenando una puta tras otra como si fueran paquetes de chicles. Apareció de repente, me dio un puñetazo, me puso unas esposas, me bajó a rastras hasta el aparcamiento y me esposó a la tubería de un aspersor. Me dejó a solas, para que me aireara durante tres horas, en la zona 4C del aparcamiento, la cual sigo intentando evitar hoy en día cada vez que me encuentro en el St. Regis. Más tarde regresó, me metió de un empujón en el coche y me llevó personalmente hasta la consulta de la doctora Curtis. Esperó en recepción hasta que hube terminado y después me dejó al cuidado de Libby.

—Sé que lo harás —digo. Lo último que necesito es que Gordon Kramer aparezca en Tao y me espose a su muñeca delante de mis ingenieros de software.

—¿Prometes que le llamarás? Está esperando.

—Lo prometo. Iré hoy mismo, si tiene hora disponible.

—Tiene hora disponible —dice Gordon simplemente. Lo cual me hace preguntarme si no habrá amenazado con esposar también al doctor Liago.

—Iré.

—Ese es mi chico.

—Eres un hijoputa duro de pelar, Gordon Kramer.

—Se llama amor severo, chaval. Si alguno de los dos lo hubiera recibido cuando nos estábamos educando, ahora no estaríamos teniendo esta conversación. Ni siquiera nos habríamos conocido.

Son las doce del mediodía y me estoy escabullendo del despacho para visitar al doctor Liago. Gordon tenía razón: sabía que le iba a llamar. De hecho, lo estaba esperando, así que de buenas a primeras me encuentro con que tengo una cita para hoy mismo. Que Gordon haya conseguido semejante hazaña, controlar los horarios de dos personas sumamente ocupadas y sumamente caras hallándose a cuatro mil quinientos kilómetros de distancia de ambas, da buena muestra de su poder y su autoridad.

Cruzo la recepción pasando frente al mostrador de Amanda. Esperaba poder escapar antes de que esta se percatase de mi salida, pero enseguida alza la mirada y pregunta:

—¿La hora del almuerzo?

—Una cita —digo.

—Vale.

Son solo dos sílabas, pero puedo captarlo en su voz: el nuevo director ejecutivo se marcha a disfrutar de un relajado almuerzo veinticuatro horas después de haber abroncado a todo el personal por llegar tarde.

—Volveré exactamente en una hora —le digo.

—Vale, Jim.

—No es un almuerzo —digo—. Es por cuestiones médicas.

—Vale, Jim.

Amanda se mantiene impertérrita, pero me mira con esos párpados caídos y perezosos. Es el tipo de mirada que consigue que uno dude de sí mismo.

Me dirijo hacia la puerta.

—Disfrute del almuerzo —grita ella a mi espalda.

Me vuelvo a punto de protestar nuevamente, diciendo que no se trata de un almuerzo. Amanda me guiña un ojo y sonríe. Suena la centralita, un tono suave y cálido. Amanda baja la mirada, pulsa un botón y responde.

—Tao Software —dice—. ¿En qué puedo ayudarle? —Se despide de mí con la mano y vuelve a apartar la mirada antes de que pueda discutir.