Nunca grito cuando me despierto de mis pesadillas.
Todas las mañanas me despierto de la misma manera, tras haber soñado el mismo sueño. Mi hijo en una bañera. Su cuerpo flotando justo por debajo de la superficie del agua. El rostro azulado, la boca abierta en un grito silencioso. El pelo rubio extendido sobre el agua como una gasa, demasiada melena para un muchacho. Y esa mirada, el modo que tienen sus ojos muertos de clavarse en los míos. El modo que tienen de preguntar: «¿Por qué me has hecho esto?». Ojos aterrorizados.
Me incorporo en la cama como un resorte, con las sábanas arremolinadas a mi alrededor en un ovillo húmedo, la camisa del pijama empapada en sudor, el grito abortado entre mis labios. Nunca chillo. No en voz alta. Ni una sola vez.
Permito que el pavor se vaya desdibujando. Del mismo modo que otras personas se despiertan y se dan un momento para permitir que la circulación regrese a un brazo sobre el que han estado durmiendo. Es mi ritual matutino. Me quedo sentado en la cama, respirando lentamente, mientras dejo que el terror se vaya disipando.
Miro el reloj. No son ni las siete. Libby ronca a mi lado.
Salgo de la cama sin hacer ruido. Me doy una ducha fría y me visto.
Hoy dejo mi traje de lana en una percha del armario y me pongo unos pantalones de algodón y un polo de manga corta. Me acerco al lado de Libby de la cama y me inclino sobre ella. Sigue dormida.
—¿Libby?
Ella gruñe, se cubre el hombro con la colcha y me da la espalda.
—Libby, cariño. Me marcho, ¿vale?
—Mmm —dice ella.
—Hablaremos cuando vuelva. Ya sabes, sobre lo de anoche. ¿De acuerdo?
«Sobre lo de que te echaras a llorar como una histérica después de haber hecho el amor conmigo».
Libby dice:
—Mmm.
Estaba esperando otro tipo de respuesta. Cualquier respuesta.
—¿De acuerdo? —pregunto de nuevo.
Ella suspira. Se vuelve para mirarme a la cara. Tiene los ojos abiertos de par en par.
—De acuerdo —dice.
—Las cosas van a mejorar —digo, porque me parece que necesita oírlo. Nada más decirlo, me doy cuenta de que a lo mejor soy yo quien lo necesita—. Seguro que sí. Ya lo verás.
Ella se sube la sábana hasta la barbilla y asiente.
Cojo mi maletín. De camino a la puerta del dormitorio, me detengo frente a la cómoda. Levanto la fotografía en la que Libby y yo estamos sentados en el sofá durante aquella Nochevieja de hace tanto tiempo, cuando el sátiro cornudo de piel roja acechaba a nuestras espaldas. Incluso en el mal iluminado dormitorio esa imagen me descompone: mi brazo alrededor de Libby, Libby rehuyéndome. No es la fotografía de un matrimonio que disfruta de una noche de asueto; es la fotografía de un rapto en curso.
La vuelvo a dejar sobre la cómoda. Me gustaría llevarme una foto al trabajo, pero no esa. Desearía que hubiera una foto de Cole. Pero Libby las escondió todas después de la noche de su fallecimiento.
Desde la cama, Libby dice:
—Llévate la de los dos juntos.
Me vuelvo hacia ella. Ha estado observando. Aunque he oído lo que ha dicho, pregunto:
—¿Qué?
—Si vas a llevarte una, llévate esa en la que salimos juntos. Por favor.
Me encojo de hombros. Vuelvo a levantar una vez más la foto de nosotros dos en el loft de San Francisco. La examino.
—Es que es… rara —digo finalmente.
—Salimos los dos —explica ella.
No estoy seguro de qué quiere decir con eso o por qué le importa, pero al menos le importa algo. Así que digo:
—Está bien, cariño.
Sostengo la fotografía con una mano. El marco es extrañamente pesado. Abro el maletín y guardo la foto en su interior. Me dirijo hacia la puerta.
—Deséame suerte —digo.
—Déjalos tiesos.
—Siempre lo hago —digo, y cierro la puerta al salir.
Bajo las escaleras y salgo al porche. Ya hay veintiún grados. El cielo está completamente despejado. El aire huele a madreselva y grava recalentada. De repente me alegro mucho de haber decidido prescindir del traje.
Al otro lado de la calle, un Pontiac azul aparca en el camino de entrada de mi vecino. Es la única otra casa en este callejón sin salida, el vivo reflejo de la vivienda que hemos alquilado Libby y yo.
El Pontiac apaga su motor. Del vehículo sale un hombre grande y musculoso que viste vaqueros caros y una ajustada camiseta de seda. Calza botas de trabajo de cuero.
Me mira desde el otro lado de la calzada. Tiene los ojos negros y hundidos, una frente prominente y la boca y el mentón pequeños. La cabeza bulbosa y sus pequeños labios le otorgan un aspecto reptiliano, feroz, carnívoro, como un velociraptor.
Saludo con la mano. Estoy a punto de decirle «hola», quizá incluso cruzar la calzada para presentarme, pero antes de que tenga oportunidad de hacerlo, el tipo se vuelve y, sin reconocer siquiera mi presencia, asciende el camino de entrada hasta su porche. No se molesta en introducir una llave en la cerradura. Simplemente tira del picaporte y entra en la casa. Ya no está.
Algo en lo que acabo de ver me resulta extraño. No solo la apariencia física del tipo, aunque ya de por sí es bastante peculiar. También hay algo en el modo de vestir: esas ropas caras y ajustadas no son las de un oficinista. Podría ser el uniforme de un portero en una discoteca del centro. Las prendas cuestan un buen dinero, pero no bastan para ocultar el hecho de que por debajo hay un bruto.
Y una cosa más. Miro el reloj. Solo pasan un par de minutos de las ocho. ¿Qué hace mi vecino entrando en su casa cuando el resto del mundo parte en dirección al trabajo? Me pregunto cuál será su empleo.
Intento ver el interior de su casa, pero todas las persianas están echadas, las ventanas completamente a oscuras. Todo en su casa resulta antipático.
«Bienvenido al vecindario», pienso para mí mientras entro en el coche y pongo rumbo a la oficina.