Saco el móvil de mis pantalones, que están hechos una pelota en el suelo. Respondo al tercer timbrazo. Salgo del dormitorio, pegándome el teléfono a la oreja.
—Habla Jim —digo.
—¿Qué tal va eso, figura?
Es Tad Billups. Es mi más viejo amigo. Probablemente mi único amigo, ahora que lo pienso. Todos los demás renunciaron a mí. De algún modo, por absurdo que parezca, Tad no solo ha seguido estando de mi lado; también me dio este trabajo en Tao. Lo cual lo convierte en algo más que mi amigo. Además es mi jefe.
Sujetando el teléfono con la barbilla, cierro la puerta al salir, para no molestar a Libby. Me alejo por el pasillo.
—¿Qué tal va? —repito—. De cabeza al infierno, Tad. Es una empresa de mierda, con empleados de mierda y un producto de mierda que nadie quiere comprar. Y se están puliendo un millón de dólares al mes. Y solo quedan fondos para siete semanas.
—Ya —dice él—. Probablemente debería haber mencionado todo eso antes de ofrecerte el empleo. ¿Has descubierto algún buen restaurante por ahí abajo?
—¿Restaurantes? ¿Y yo qué sé? —Bajo poco a poco las escaleras—. Refréscame la memoria: ¿cómo conseguiste convencerme para que viniera aquí?
—No fui yo quien te convenció. Tú me convenciste a mí. Me lo rogaste. Estabas desesperado.
—Apenas —replico. Pero sus comentarios, aunque en clave de guasa, meten el dedo en la llaga. La tarde en la que acudí a Il Fornaio en busca de Tad estaba un poco desesperado.
No.
«Desesperado» sugiere un matiz de dignidad del que yo carecía. «Patético» sería un epíteto más apropiado.
Tad cambia de tema.
—¿Cómo está Libby?
Bajo el tono de voz.
—Hosca, enfadada.
—Bueno —dice Tad alegremente—. Parece que todo va de perlas.
—Oh, y además estamos como a cincuenta grados.
—Sí, también debería haberte advertido de eso. En Florida hace mucho… ¿cuál es la palabra que usan allí? Bochorno.
—Gracias por la advertencia.
—Deja que adivine. Has ido a la oficina vestido de traje, ¿verdad?
—No —miento.
—Nadie en Florida viste traje, Jimmy. ¿Cuántos te has llevado?
—No he traído ningún traje, Tad.
—¿Cuántos?
—Tres. Todos de lana.
Tad chasquea con la lengua.
—¿Hay alguna esperanza?
—Dicen que en diciembre refresca.
—Me refería a la empresa, Jimmy.
—No lo sé —digo—. Dame un par de días para husmear un poco, a ver qué averiguo. —Atravieso la sala de estar en dirección a la puerta corredera de cristal. Le echo un vistazo al patio. Ha dejado de llover. La superficie de la piscina está limpia y lisa.
—¿A qué te refieres con «husmear un poco»? —dice Tad.
—Solo pretendo…
Tad me interrumpe.
—¿Recuerdas lo que te dije cuando te contraté?
—¿Que me ibas a hacer rico?
—No, esa parte era mentira. ¿Recuerdas la otra parte? —La voz de Tad sube y baja de volumen y alcanzo a distinguir el ruido del viento golpeando contra su auricular. Me lo imagino conduciendo su BMW descapotable, bajo el soleado y atemperado clima de Palo Alto, con el manos libres Bluetooth prendido de la oreja.
—¿Qué otra parte?
—Te dije: protege mi inversión y protégeme a mí.
Ahora que lo menciona, sí que lo recuerdo. Ya entonces me resultaron extrañas esas palabras: «Protege mi inversión y protégeme a mí».
—¿Qué significa eso exactamente?
—Tal como suena. Tu primera prioridad es salvar la empresa… si puedes.
—¿Y mi segunda prioridad?
—Nada. Eso es todo. —Al cabo de un momento, añade—: Simplemente asegúrate de que mi generosidad no se vuelve en mi contra para morderme en el culo.
—¿Qué quieres decir, Tad?
—Quiero decir —responde lentamente, como si yo fuese idiota— que te contraté porque eres mi amigo. Me la he jugado contigo. Simplemente haz que me sienta orgulloso. Eso es todo.
—Entiendo.
En realidad no entiendo un carajo. Cuesta creer que Tad Billups se preocupe por el destino de Tao Software SL, una pequeña empresa de tercera categoría en la que convenció a sus socios para que invirtieran hace casi cuatro años; una empresa sin importancia entre las docenas que suma en su cartera. La reputación de Tad no se verá mancillada si Tao fracasa. El noventa por ciento de las empresas financiadas por fondos de inversión fracasan. Es la naturaleza de este negocio. Un inversor es considerado un hombre de éxito solo con que una de cada diez empresas dé en la diana. Así pues, ¿qué intenta darme a entender Tad cuando me dice que lo «proteja»? Protegerle ¿de qué?
Pero ahora, de repente, Tad parece ansioso por colgar.
—De acuerdo —dice—. ¿Alguna última cosa?
—Escucha, Tad —digo. Ya conozco la respuesta a mi siguiente pregunta incluso antes de formularla, pero debo preguntarlo—. Necesitamos más dinero. Al menos otros cinco o diez millones. No me dijiste que la empresa iba a estar en un estado tan desastroso.
—Eso no va a suceder, figura.
—Haz una segunda ronda de financiación. Diluye. De otro modo, esto no va a funcionar…
—¡Haz que funcione! —grita Tad. Me sorprende la rudeza de sus palabras. Hace mucho tiempo que conozco a Tad Billups y jamás me había alzado la voz. Es la clase de hombre que no se lo pensará dos veces a la hora de clavarle a alguien un puñal en la espalda, pero lo hará sin aspavientos, con una sonrisa afable. Su voz se vuelve a suavizar—. En serio, Jimmy. Haz que funcione. —De hecho, habla en un tono tan bajo que se me ocurre que debo haber imaginado su grito. A lo mejor ha sido un fallo de su auricular Bluetooth. Tad continúa—: No sé qué más decirte. Mis socios no van a meter ni un centavo más en esa rémora. ¿Entendido?
—Sí —digo—. Entendido.
—¿Alguna otra cosa que pueda hacer por ti? —pregunta Tad.
—¿Alguna otra cosa? —repito y me echo a reír—. ¿Qué has hecho por mí hasta ahora?
—Bueno, te he conseguido un empleo estupendo y te voy a hacer rico.
—Has dicho que esa parte era mentira.
—¿Ah, sí? Vaya, me has pillado. En cualquier caso, haz lo que puedas.
—Lo haré lo mejor posible.
—Sé que lo harás, colega. Por eso te he contratado. Adiós, adiós.
Tad cuelga, dejándome con un teléfono sin línea pegado a la oreja.