Me quedo hasta las seis.
Cuando decido dejarlo por hoy y salgo al aparcamiento, con la chaqueta del traje colgada del hombro, me vuelvo a ver asaltado por el calor de Florida. Tres pasos en dirección al coche y ya estoy sudando. Cuatro pasos y estoy empapado. Para cuando me dejo caer en el asiento del Ford, tengo el pelo pegado contra la frente y la piel roja y llena de manchas, como si hubiera pasado el día trabajando en una fundición en vez de en una empresa de software.
Pongo el aire acondicionado al máximo y conduzco hasta casa.
Lo llamo «casa», pero ni siquiera la he visto aún. Cuando conseguí el trabajo en Tao, Libby y yo acordamos que me tomaría unas vacaciones de una semana sin ella. Volé desde Palo Alto, donde vivimos, a nuestra cabaña en Isla Orcas, frente a la costa de Seattle. Pasé la semana pescando y pensando, en soledad. Mientras estaba allí, Libby vino a Florida. Encontró una casa de alquiler y la preparó para mi llegada.
No suena muy romántico ni demasiado justo, y probablemente no lo sea. Pero los trabajos de reinicio pueden alargarse hasta doce meses, sin vacaciones ni fines de semana. Las jornadas son de catorce horas. La presión es continua. Debes llegar a la empresa listo para trabajar. Disponer de un par de días de calma total antes de comenzar es algo que ayuda. Libby y yo somos un equipo, así que ha hecho su parte para que yo pueda cumplir con la mía.
Por eso anoche vine en el vuelo nocturno de Seattle a Fort Myers, con escala en Atlanta, y esta mañana he conducido directamente desde el aeropuerto a la oficina. No he visto la nueva casa. No he visto a Libby. La última vez que vi a mi esposa fue hace siete días, cuando me dejó junto al bordillo del aeropuerto de San Francisco, me dio un beso y me dijo que disfrutara de mis vacaciones privadas sin ella. No creo, por cierto, que lo dijera de corazón.
Mientras estaba de vacaciones, Libby encontró una casa. No una casa particularmente agradable, me advirtió —no de nuestro estilo—, pero sí una casa adecuada para un trabajo temporal que además ha resultado ser ridículamente conveniente, pues se encuentra a apenas diez minutos en coche de las oficinas de Tao.
Sigo las instrucciones del GPS. Minutos más tarde, me adentro por un desierto callejón sin salida y meto el Ford en un camino de grava. De inmediato veo a mi esposa. Está en el jardín delantero, de cuclillas, escarbando con una paleta la tierra negra.
Cuando Libby oye la grava rechinar bajo los neumáticos, levanta la mirada. Lleva un sombrero de lino de ala ancha, un vestido amarillo y zuecos de goma sin calcetines. Salgo del coche, estiro las piernas, cierro la puerta de un taconazo. Me encamino hacia ella.
Cada vez que veo a mi mujer tras una ausencia —aunque solo sea de un día—, pienso para mí: ¿cómo conseguí pescar a una mujer como esa? Es quince años más joven que yo, lo cual la pone en los treinta y algo, la edad suficiente para no sentir vergüenza cuando aparecemos juntos en una cena. Tiene el pelo castaño cortado a la altura de los hombros, ojos azul celeste, un bello rostro y un cuerpo alto y esbelto forjado mediante una asistencia continua al gimnasio y una disciplina implacable que solía parecerme encantadora, pero ahora me resulta ligeramente inmisericorde y aterradora.
No sé lo que estoy esperando que haga Libby al verme. ¿A lo mejor tirar la paleta, levantarse de un salto y darme un abrazo con las manos cubiertas por guantes de jardinería embarrados? ¿O como mínimo mostrarme esa extraña y dentona sonrisa de la que me enamoré hace tantos años? Pero no hace ninguna de esas cosas. Lo que hace, en cambio, es lo siguiente: permanece arrodillada entre los parterres y me observa con curiosidad, como si acabara de volver de una excursión de diez minutos al colmado de la esquina y no tras una ausencia de siete días.
Cuando estoy lo suficientemente cerca como para que no pueda seguirme ignorando, se levanta al fin, se retira el barro de los guantes y ladea la cabeza. Atravieso el huerto, pisando sobre suelo suave y margoso (tierra marrón, abono y turba). Hay tomateras pulcramente atadas con cordel verde a tallos de bambú, hileras rigurosamente ordenadas de lechugas y matas de especias.
—¿Sigues enfadada conmigo? —digo.
—¿Por qué? —pregunta ella.
La pregunta de mi esposa es apropiada. Hay mucho donde escoger. Me encojo de hombros.
—Por supuesto que no —dice ella.
—¿Qué tal si me das un beso, entonces?
Me abraza con torpeza. Levanta el rostro hacia mí y yo la beso. Pone sus guantes de jardinería en torno a mi cabeza y noto un pellejo quebradizo de animal muerto que me roza el cuello y grumos de tierra que me caen por la camisa.
Interrumpimos el beso.
—Estás sudado —dice Libby.
—Yo también te quiero.
—¿Te apetece ver la casa?
La casa sigue un falso estilo Esplendor Sureño: vieja, blanca y colonial, con un pórtico en sombras y dos mecedoras de mimbre en el porche. Un enorme roble protege la fachada norte.
El interior está decorado con gusto, como suele ser habitual en las casas de alquiler, aunque el mobiliario haya sido escogido más por su solidez que por su estilo. Colores apagados, diseñados para no ofender. Nada más entrar hay un vestíbulo de techo alto y una escalera semicircular que conduce a la primera planta y, presumiblemente, a los dormitorios. La sala de estar se encuentra a un costado, la cocina en la parte de atrás. La pared posterior del salón tiene una puerta corredera de cristal que conduce a un patio, en el que veo una piscina rodeada por un bosquecillo de palmitos.
—¿Qué te parece? —pregunta Libby.
—Agradable.
—No he tenido demasiado tiempo para buscar, ¿sabes? Solo una semana. No había demasiadas opciones. —Libby suena nerviosa, a la defensiva.
—Está bien, Libby —le digo, apretándole el hombro—. Buen trabajo.
Ella se echa a reír. Parece extrañamente ansiosa.
—Pensaba que no te gustaría. Parece un poco… —busca la palabra—. Falsa.
Ojeo la sala de estar. El sofá es de lona, de un marrón oscuro, el color de un chocolate que hubiera pasado demasiado tiempo en la despensa. Un reloj de carillón se alza en la esquina, forrado de cristal y nogal. El tictac es ruidoso. Estoy bastante de acuerdo con su definición de «falso», pero digo:
—Solo vamos a estar aquí doce meses, será nuestra pequeña aventura, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —dice sin sonar particularmente aventurera.
Conocí a Libby hace once años, cuando era director de ventas en Lantek, la ahora difunta empresa de accesorios para Ethernet. Eran los tiempos en los que Lantek tenía la facultad de vender tanto equipo como fuera capaz de fabricar y yo me sacaba más dinero en comisiones del que jamás habría creído que fuera posible ganar siendo el hijo de un policía de San José. No era sino uno más entre todos los estúpidos ejecutivos de ventas que recorrían a toda velocidad el valle en su Porsche, atribuyendo mi éxito al talento en vez de a la suerte, intentando ligar con camareras y, por lo general, disfrutando en exceso de la vida.
Libby era una de aquellas camareras. Trabajaba en El Pulpo, uno de los bares habituales para los empleados de Lantek. La mayoría de los clientes de El Pulpo se le insinuaban (a menudo dándole un nuevo significado al nombre del establecimiento) por lo que mis intentos, que meramente se quedaban en lo verbal, no parecían particularmente notorios.
Pero sí insistentes. Implacablemente insistentes.
Tuve que pedírselo cuatro veces a la mujer que acabaría siendo mi esposa antes de que finalmente aceptara quedarse a solas conmigo en una habitación.
La primera vez que invité a Libby a salir, me dijo con gran compostura que me fuera al infierno. Todavía recuerdo el modo en el que pronunció aquellas palabras: «Vete al infierno». Incluso hoy lo recuerdo. Lo que me sorprendió fue que no lo dijo en tono airado, sino con amabilidad. Dijo «Vete al infierno» y señaló con el dedo, como para indicarme solícitamente la dirección en la que debía caminar.
La segunda vez que invité a Libby a salir, dos días más tarde, echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada, como si acabara de contarle algo hilarante.
—¡Muy divertido, Jimmy! —me dijo cuando se recuperó—. ¡Tú y yo, en una cita! —Después se alejó, todavía riendo.
Aquello me desinfló un poco, debo reconocerlo, de modo que no realicé un tercer intento hasta un par de meses más tarde. Sucedió durante una de esas calmas que en ocasiones caen sobre los bares del centro, justo después de que la multitud de la Hora Feliz que acaba de salir del trabajo se vuelve a casa junto a sus familias, dejando atrás únicamente a los borrachos incorregibles. Esta vez, la camarera llamada Libby Granville ignoró mi pregunta por completo. Acababa de traerme mi cuarto escocés de la tarde y lo había dejado en la barra delante de mí; y cuando se inclinó para dejar el vaso, le pregunté en voz baja —tan baja que nadie más pudiera oírme— si podía llevarla a cenar a algún sitio lejos de allí. Se quedó helada en aquella postura, inclinada sobre la barra, dejando que un mechón de cabello castaño le cayera sobre los ojos, sin alzar la vista. Todavía recuerdo eso, la manera en la que permaneció allí, inmóvil; su postura grácil, los tendones de su brazo extendido, el pelo frente a los ojos. Se produjo un momento de indecisión glacial. Y después, su vacilación desapareció y se irguió y se alejó, meneando la cabeza, como amonestándose a sí misma por haber estado cerca de cometer un terrible error.
Finalmente, al cuarto intento —seis meses después del primero— cedió, «para que me dejaras en paz de una vez», según me confesaría más tarde. Me encontré con ella no en el bar, sino en el supermercado. Estaba delante de mí haciendo cola para pagar. La caja rápida del supermercado a las ocho de la tarde tiene un algo triste: solo los solitarios y los desconsolados la utilizan. Permanecimos allí de pie, sonriendo avergonzados, comparando clandestinamente nuestras compras diseminadas frente a nosotros sobre la cinta de neopreno: un pollo asado precocinado para mí, una bolsa de ensalada para ella. Fue en aquel momento cuando decidimos unir fuerzas y combinar nuestras cenas.
Un año más tarde nos habíamos casado.
Aquello fue el final del idilio. Yo seguía unos horarios demenciales y estaba completamente entregado a mi carrera. Me quedaba poco tiempo para Libby. Cuando tuvimos a nuestro primer hijo, me quedaba poco tiempo para él. Siempre andaba intentando ascender al siguiente peldaño de la escalera corporativa. De jefe de ventas pasé a subdirector en NetGuard. A partir de ahí, ya solo me faltaba un último salto para llegar a director ejecutivo. Conseguí mi primer empleo como tal a los treinta y ocho años. Fue el momento culminante de mi carrera.
Mientras mi carrera ascendía, el resto de mi vida se fue desmoronando. Siempre había bebido, pero de algún modo había conseguido controlar cómo y cuándo lo hacía. Era lo que suele llamarse un «borracho altamente operativo», que es el término que usan aquellas personas que no son capaces de reconocer que tienen un problema. Aparecía en el trabajo sobrio y llevaba a cabo mis tareas de manera competente —a veces incluso brillante—, pero tan pronto como las agujas de mi Rolex marcaban las seis en punto, sabía que había llegado el momento de salir del trabajo y beber. «Mi hora», lo llamaba posesivamente, como si la empresa pudiera controlarme de ocho a seis, pero, a partir de ese momento, estuviese en mi derecho de tomar posesión de mi cuerpo para destruirlo como me viniera en gana. Me pasaba borracho la mayoría de las noches, a veces con pérdidas totales de memoria, lo cual, supongo, era una bendición, teniendo en cuenta que así al menos no debía recordar la mayor parte de las barrabasadas que hubiera cometido estando ciego.
Con los años, la bebida dio paso a la cocaína, la cocaína a las putas y las putas a las metanfetaminas. Oh, y también caí en el juego. Cómo empezó aquello, sigo sin saberlo. Mi padre nunca había jugado y —hasta que empecé a drogarme— yo tampoco. Pero un día, con un billete enrollado en la nariz, una puta en la cama y una revista de hípica entre las manos, alcé la vista para darme cuenta de que el subidón de una nueva apuesta me excitaba casi tanto como el subidón de una nueva mujer. Cuando te descubres llamando a tu corredor de apuestas a las dos de la madrugada para jugarte diez de los grandes al lanzamiento de moneda en Ball State, sabes que tienes un problema.
Para cuando llegué a director ejecutivo, estaba completamente descontrolado: peleas en bares, polvos con desconocidas, apostándome todo lo que ganaba, perdiéndolo y recuperándolo, debiéndole dinero a tipos peligrosos, llegando a casa colocado o borracho, haciéndole daño a Libby de todas las maneras posibles salvo la física.
El final llegó cuando murió mi hijo. Cole tenía tres años la noche que se ahogó.
Incluso después de que la fiscalía me hubiese absuelto de cualquier responsabilidad en su muerte, Libby no me abandonó. Todavía hoy sigo sin tener ni idea de por qué permaneció a mi lado. A lo mejor fue porque no tenía a nadie más en el mundo. A lo mejor fue porque su padre también era un borracho y —como tantas otras personas— solo era capaz de repetir el pasado. O a lo mejor fue exactamente por el motivo que esgrime ella: que me ama, a pesar de lo que hice aquella noche.
Tras la muerte de mi hijo, me desintoxiqué. Intenté darle un giro de ciento ochenta grados a mi vida. Intenté reconstruir mi carrera. Hizo falta mucho tiempo. Hice muchas llamadas en aquellos días oscuros, le supliqué segundas oportunidades a un montón de gente. Empecé a pequeña escala, con encargos puntuales: consultor para nuevas empresas faltas de fondos; rescatando una empresa de software que había despedido a su vicepresidente; haciendo las veces de director ejecutivo provisional para una empresa cuyo fundador había sufrido un ataque al corazón. Trabajé a cambio de acciones, pedazos de papel, por lo general sin el más mínimo valor. Nadie me pagaba en efectivo. Pero una vez hube conseguido cobrar algo de inercia, comencé a ofrecerme como director de alquiler («el tipo de los reinicios», es como me hacía llamar) y tuve cierto éxito. Cuanto más me alejaba de Palo Alto, menos personas conocían mi pasado. Mis trabajos siguieron siendo discretos, las compensaciones escasas, el progreso gradual. Pero era progreso. Poco a poco, fui abriéndome camino de nuevo.
Ahora, plantado en mitad de Florida, a cuatro mil quinientos kilómetros de casa, de nuestra verdadera casa, creo que entiendo por qué Libby me trata como a un desconocido. Empezó a salir conmigo cuando estaba bien colocado, en todos los sentidos de la expresión, y siguió a mi lado cuando caí en la sima. Me perdonó todo lo que hice. Me cuidó hasta que recuperé la salud. Y ahora, finalmente, hemos vuelto a donde comenzamos. Tengo una oportunidad de salvar una empresa de verdad con inversores de verdad. Es la mejor oportunidad que hemos tenido en cinco años. Quizá la mejor que hemos tenido nunca. Si lo consigo, podría llegar a ganar diez u once millones de dólares.
Libby probablemente se pregunta si echaré a perder también esta oportunidad, tal como he echado a perder todas las demás cosas en nuestra vida.
—Eh —digo. Alargo la mano, entrelazo mis dedos con los suyos. Los noto inertes—. Todo va a salir bien. Se acabaron los errores. Te lo prometo.
Libby asiente. No me devuelve la mirada. Ni me mira a la cara.
No me cree, lo sé.
No se cree ni una puta palabra.
Me conduce escaleras arriba hasta el dormitorio.
La cama está perfectamente hecha, la colcha marrón estirada como la piel de un tambor. Libby siempre ha sido meticulosa: a la hora de hacer la cama, de llenar la despensa, de fregar el retrete. Su obsesión con la limpieza y el orden se desarrolló más o menos al mismo tiempo que yo comenzaba a desmadrarme. No hace falta ser Freud para entenderlo.
El techo del dormitorio es alto y abovedado. Sobre la cama hay un ventilador con enormes aspas de teca, como salido de La Habana en la posguerra. Da vueltas lentamente, crujiendo con cada giro. Cerca de la cama hay una ventana y justo al otro lado, en el exterior, está el roble gigante; sus ramas rozan el cristal. Hay una puerta corredera que conduce a una pequeña veranda con vistas a la piscina.
—¿Qué te parece? —pregunta Libby.
—Mitad Cuba, mitad Shangri-La.
Me acerco a la cómoda y abro un cajón al azar. Libby ha deshecho mis maletas por mí. Camisetas interiores y calcetines se apilan en pulcros montones; hay para catorce días de cada. Antes de dejar Palo Alto, nos pusimos de acuerdo para traer a Florida únicamente lo básico, algo de ropa y un par de baratijas. Dejaríamos el resto de nuestras vidas atrás, en nuestra casa de verdad, aguardando nuestro regreso. Nuestro regreso triunfal, esperábamos.
Encima de la cómoda, Libby ha colocado tres fotografías en marcos metálicos. Una es mía, mucho más joven, en un paseo marítimo, con las manos en los bolsillos, mirando al fotógrafo con una mueca hosca y burlona. Como James Dean puesto de anfetas.
La segunda foto es de Libby, sola en mitad de un bosque, de pie, con el rostro moteado por los rayos del sol.
La última foto nos muestra a los dos juntos, sentados en un sofá. Ninguno de los dos sonríe.
La exigua selección me entristece. Libby debe de haberse esforzado por escoger «hitos» de nuestros años en común, pero son tantas las partes vedadas de nuestro pasado, tantos los recuerdos prohibidos, que esto es lo mejor que ha podido obtener: tres imágenes desganadas, desenfocadas todas ellas, con esa extraña atmósfera como de rehén en Beirut que tienen las instantáneas tomadas en contra de la voluntad del retratado. ¿Qué dice sobre un matrimonio que, tras una década, solo haya una foto de ambos cónyuges en el mismo encuadre?
Me quedo mirando esa, la fotografía de Libby y mía juntos en el sofá. Estamos en un elegante loft, delante de una pared de ladrillo visto. Detrás de nosotros cuelga un póster art déco, un anuncio italiano de vino de los años veinte. Dice «Vini di Lusso» y muestra a un grotesco sátiro rojo, de cuernos curvados y nariz aguileña, atiborrándose glotonamente con uvas. En la foto, Libby y yo miramos directamente a la cámara, inquietantemente ajenos a la criatura que tenemos justo detrás. Mi brazo rodea el cuerpo de Libby, pero ahora —en retrospectiva— parece como si ella rehuyera mi contacto.
Recuerdo la noche cuando nos tomaron la foto. Fue hace siete años. Estábamos en San Francisco. El lugar era el loft de mi amigo Bob Parker, y la ocasión, su fiesta de Año Nuevo. Bob era un colega de Lantek, uno de mis mejores amigos en aquel momento, pero también uno de los amigos que desaparecieron tras la muerte de mi hijo, demasiado avergonzados de conocerme o demasiado suspicaces sobre lo sucedido aquella noche.
La noche en la que nos hicieron la foto, yo era un desastre con patas: vagamente consciente de que tenía un problema, pero aún entregado a la bebida, aún entregado al juego, aún dedicado a las drogas. Al final de la velada, Libby me acompañó cumplidamente a casa, pero no antes de que hubiera coqueteado ebriamente con la esposa de Bob Parker mientras ella se inclinaba para ofrecerme canapés.
Ahora, en nuestro dormitorio, Libby se coloca a mi espalda, me quita la fotografía de la mano y la vuelve a dejar sobre la cómoda.
—Quería una en la que saliéramos juntos —dice, como explicando por qué ha elegido una imagen que suscita malos recuerdos.
Me vuelvo. Está pegada a mí. Noto sus senos contra mi pecho. Huele a sudor, a turba y a polvos de talco. Tiene una mancha de tierra en el rostro. Me humedezco el dedo y se lo paso por la mejilla. La mancha desaparece. Noto el cosquilleo de una erección.
—¿Qué tal la cama? —pregunto.
—Blanda.
—¿Quieres que la estrenemos?
Miro más allá de Libby, por la ventana, más allá del roble, y me sorprende ver que el cielo se ha oscurecido. Caen las primeras gotas de lluvia.
Hacemos el amor. Hasta que empezamos, pienso que va a ser rápido y animal: arrancarle la ropa, tirarla sobre el colchón, empujones bruscos tras siete días de abstinencia. Pero no es así en absoluto. Empezamos de pie a los pies de la cama. Libby me desviste lentamente, soltándome un botón de la camisa tras otro. Me baja la cremallera de los pantalones, me quita el cinturón. Deja caer mis ropas al suelo. Yo deslizo los tirantes de su vestido por encima de sus hombros, dejando que la tela caiga por su propio peso. Nos quitamos la ropa interior, quedando desnudos uno frente al otro, en el frescor del aire acondicionado. Sin palabras, nos metemos en la cama.
Yacemos de costado, cara a cara. Nos acariciamos la piel. Yo paso el dorso de la mano por encima de su abdomen, sus pezones, su pubis.
Ella tira de mis dedos en dirección a su rostro. Besa cada uno de ellos, empezando por el pulgar. Cuando llega al meñique, se lo mete en la boca, lo chupa. Lo saca de entre sus labios, lo contempla.
Este sería un buen momento para mencionar que, en la mano izquierda, me faltan las dos primeras falanges del meñique. Sucedió hace ocho años, después de que me lo pillara con la puerta del coche una noche estando borracho o tras un encontronazo con un airado corredor de apuestas llamado Héctor González. En cualquiera de los dos casos, perdí el conocimiento y no recuerdo exactamente qué fue lo que sucedió. Libby cuenta la historia de la siguiente manera: que un día llegué a casa a las tres de la madrugada con un paño de cocina envuelto alrededor del muñón de mi dedo. Pero en vez de hacer la más mínima mención al dígito que me faltaba, me quejé de que estaba muerto de hambre y necesitaba una buena hamburguesa. Para hacerme subir al coche, me engatusó diciéndome que me llevaba a un Jack in the Box, pero en cambio condujo directamente a Urgencias.
Ahora, Libby agarra mi medio meñique, lo baja hasta colocarlo entre sus piernas y se acaricia el coño con él. Cierra los ojos y se estremece.
Dejo mi desfigurada mano flácida, dejo que la manipule. Libby la mueve con más rapidez, encontrando un ritmo con el que ya estoy familiarizado. Al cabo de un minuto su cuerpo experimenta un escalofrío. Ella jadea. Su orgasmo suena como una sorpresa, el ruido que proferiría una mujer a la que acaban de comunicar un fallecimiento.
Después de correrse, cierra los ojos. Mantiene mi medio meñique en su interior. Al cabo de un minuto, me encaramo sobre ella y la penetro. Follamos lentamente. Ella mantiene los ojos cerrados.
En el exterior, la lluvia cae. Un trueno retumba sobre el océano.
Acelero el ritmo, siguiendo el compás de la lluvia que tamborilea contra la ventana. Demasiado tarde, me doy cuenta de que Libby apenas se mueve. Probablemente está deseando que me corra de una vez y me baje.
Lo hago. Dejo escapar un gruñidito, para que sepa que he terminado.
Me quedo encima de ella un momento, porque parece indecoroso desmontar demasiado rápido, como si fuese un gimnasta en un potro. Tras haber contado hasta diez, me dejo caer rodando. Libby tiene la mirada fija en el ventilador de teca, que da vueltas lentamente, chirriando.
—Te he echado de menos, Libby —digo.
—Ahora me tienes —dice ella.
No consigo adivinar si sus palabras son simples y cariñosas o si hay cierta amargura por debajo de ellas. La beso en los labios, me dejo caer de la cama y me dirijo al baño.
Cuando regreso, Libby está bajo las sábanas, dándome la espalda. En el exterior, la lluvia ha amainado. Los truenos suenan amortiguados, distantes. La tormenta se está alejando.
Miro el contorno de Libby bajo las sábanas. Se mueve de una manera extraña, temblorosa.
—¿Libby? —digo—. ¿Estás llorando?
—No.
Pero sí que lo está. Me acerco a los pies de la cama. Extiendo el brazo y le toco la pantorrilla por encima de la sábana. Ella se vuelve sobresaltada. Tiene las mejillas húmedas por las lágrimas.
—¿Qué te pasa, cariño? —digo.
Libby menea la cabeza.
—Nada. Lo siento.
—Cuéntamelo.
—Lo siento mucho —repite ella.
—No te alegra que hayamos venido aquí.
—Sí me alegra —dice ella amortiguadamente. Después sorbe por la nariz.
—Haré que merezca la pena el esfuerzo —le digo, pero de inmediato me arrepiento. Suena como algo que le diría uno a una puta. Lo intento de nuevo—: Lo que quiero decir es… —Respiro hondo. ¿Qué es lo que intento decir?—. Libby, esto es muy importante para mí. Es mi oportunidad.
—Lo sé.
—No es fácil para ti. Lo entiendo. Me siento muy agradecido de que hayas venido conmigo. Muy agradecido de que sigas conmigo, después de todo lo que he… —Me interrumpo—. Todo lo que sucedió.
—Te quiero, Jimmy —dice ella.
Son las palabras adecuadas. Me alegro de oírselas decir. Pero hay algo extraño en su tono. Sus palabras no suenan amorosas en lo más mínimo; suenan como frases en un guión que la estuvieran obligando a leer.
Suena mi móvil.
Agradezco el sonido discordante. Me da una oportunidad de dejar a Libby, una oportunidad de alejarme sin decir nada más, sin hacerla daño, sin obligarme a recordar las cosas que he hecho.