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Me paso el resto del día dando paseos, intentando hacerme una idea del ambiente. Me presento a diferentes individuos al azar, sorprendiéndoles mientras atraviesan la oficina o apareciendo inesperadamente junto a sus mesas o incluso —en una ocasión— deteniéndoles justo cuando acaban de aliviarse en el urinario. Mi presentación es siempre la misma: «Hola, soy Jim», digo con una sonrisa y la mano extendida (en el caso del muchacho con el que me he encontrado en el retrete, me ahorro este paso). «¿Cómo te llamas? ¿Cuál es tu ocupación en la empresa?». Y ellos me lo dicen. Y después respondo que estoy encantado de conocerles, que me emociona mucho estar en Tao y que juntos vamos a hacer de la compañía un éxito.

A pesar de mi entusiasmo, sus respuestas varían entre la indiferencia y el temor. Los indiferentes tienden a ser mayores, veteranos en estas lides. Exteriormente parecen afables, pero sé leer sus rostros: ya han visto intentos similares en otras ocasiones, el director du jour que salta en paracaídas al rescate, los grandiosos anuncios, las esperanzas que nunca se ven cumplidas. Sin duda estos son los que subrepticiamente han comenzado a pulir sus currículos en horas de empresa, mirando continuamente por encima del hombro por si acaso algún directivo pasa por detrás de ellos. No se lo tengo en cuenta. Como persona que comparte esa misma visión desencantada de la eficacia de los altos cargos, en su lugar probablemente yo también estaría quemando el teclado. Mi trabajo consiste en demostrarles que se equivocan.

Poco antes de la hora del almuerzo, me acerco hasta el cubículo de Randy Williams. Su mesa está en la «zona de ingenieros» del edificio, cerca del futbolín y la máquina de Ms. Pac-Man. Le pido que me organice una demostración de producto.

—¿Una qué? —pregunta Randy.

—Una demostración. De nuestro producto.

Randy me mira, suspicaz. ¿Acaso desconozco las tribulaciones de la empresa o es que estoy poniéndole a prueba astutamente? Responde con sumo cuidado:

—Jim —dice lentamente, como caminando de puntillas sobre un campo de minas profesional—. El producto no está… terminado todavía.

—Sé que no está terminado —digo afablemente—. Si lo estuviera, yo no estaría aquí, ¿verdad?

Randy sonríe ante esta respuesta tan razonable, pero a continuación se percata de que estamos hablando de su incompetencia y que no debería estar sonriendo. Su sonrisa se desvanece.

—Claro —dice.

—Pero me gustaría ver qué es lo que tenemos. Incluso aunque no esté completado.

Randy suspira. Echa hacia atrás la silla, se levanta. Llama a alguien sentado en el cubículo contiguo. Su lugarteniente, sin duda.

—Darryl —dice.

No hay respuesta. Desde donde estoy situado, no alcanzo a ver el interior del cubículo de Darryl. La frustración nubla el rostro de Randy. Se inclina por encima de la pared del cubículo y mete bruscamente una mano. Cuando la vuelve a sacar, lleva agarrados unos auriculares.

—¡Eh! —grita una voz incorpórea—. ¿Qué coño haces?

Randy habla con el cubículo:

—Jim quiere ver una demo. ¿Puedes organizar algo?

La voz bufa:

—¿Una demo? ¿De nuestro producto de mierda? ¡Ese tío es un puto gilipollas de cuidado!

La sonrisa de Randy se desprende de su rostro como una capa de pintura vieja.

—Jim está aquí —dice en voz baja.

—Oh.

Los muelles de una silla rechinan y por encima del cubículo asoma una cabeza, como un perrillo de las praderas oteando desde su madriguera. Un chaval (no mayor de veintitrés años, calculo) con el pelo largo y lacio y una piel pálida que indica que se pasa la mayor parte del tiempo encerrado en interiores, me mira y sonríe.

—¿Quiere una demo?

—Sería un detalle —digo.

—Deme diez minutos. —Y dicho esto, se marcha dando brincos de un cubículo a otro con paso alegre.

Randy me mira.

—Es un buen programador —explica.

—Eso espero —digo yo.

Diez minutos más tarde, Randy, Darryl y yo nos encontramos apelotonados en un pequeño cuarto sin ventanas. El ambiente está cargado con un aroma a granero que, sospecho, emana de Darryl.

Estamos frente a una larga mesa de madera pegada contra la pared, sobre cuyo centro descansa un viejo ordenador Dell corriente y moliente, un monitor LCD y un teclado polvoriento.

Los tres observamos la pantalla, esperando en silencio mientras el ordenador avanza pesadamente a través del interminable proceso de encendido de Microsoft Windows.

—¿Alguna vez ha pensado —dice Darryl— la de tiempo que perdemos viendo encenderse los ordenadores? Como sociedad, quiero decir.

Randy le clava una mirada de advertencia a Darryl.

—Cientos de años laborales —prosigue este—. Echados a perder. Viendo la pantalla de inicio. En ese mismo tiempo podríamos haber construido una catedral. O curado el cáncer. O enviado un hombre a Marte.

—Estoy seguro de que Jim no está interesado en oír tus reflexiones sobre esta cuestión, Darryl. —A juzgar por su tono, Randy tiene una idea clara de a quién le gustaría enviar voluntario en esa primera expedición a Marte.

Darryl se encoge de hombros.

—Solo lo decía por decir.

Tras lo que parece una eternidad, el ordenador interpreta una simpática tonada para indicar que está listo para ser usado.

—De acuerdo —dice Darryl—. ¿Me permite? —Se frota las manos, se pega al teclado y hace sonar los nudillos como un pianista clásico.

Teclea. Una ventana aparece en la pantalla. Es gris, sin oropeles, sin los acabados profesionales que adornan los programas de software comercial. Con simples letras mayúsculas, anuncia: «TAO SOFTWARE - GENERACIÓN 2.0 - SERVICIO P-SCAN - VERSIÓN ALFA - SVN N.º 1262».

Darryl explica:

—Pues esto es. Al principio lo llamamos Passive Image Scanning Service, servicio de escaneado pasivo de imágenes. David se gastó unos veinte de los grandes en los prospectos, hasta que alguien se dio cuenta de que el acrónimo era PISS, así que tuvimos que tirarlos y reimprimirlos. También le cambiamos el nombre.

—Una decisión inteligente —digo.

—Ahora lo llamamos P-Scan —dice Darryl—. ¿Quiere que le enseñe cómo funciona?

Randy pone una mano sobre el hombro de Darryl y se lo aprieta, en lo que probablemente es un intento por indicarle a su protegido que pare y le permita a Randy tomar el relevo. Pero Darryl es ajeno a las sutilezas y prácticamente chilla:

—¡Eh, tío, aprietas demasiado fuerte!

Randy ignora el comentario. Sin dejar de agarrar a Darryl, pero mirándome directamente a mí, dice:

—Solo quiero que quede constancia de que se trata de una versión alfa muy básica. No está completamente operativa y probablemente ni siquiera funcione.

—Entendido, Randy —digo.

Randy hace una pausa, dirimiendo si debería proteger su culo y rebajar aún más mis expectativas. Decide que no. Asiente en dirección a Darryl y dice:

—Adelante.

—De acuerdo —dice Darryl. Habla con rapidez, excitado—. Como decía, esta es la segunda generación. La primera fue lanzada hace dos años y era bastante buena. —Se interrumpe en seco, dándose cuenta de algo. Se vuelve hacia mí—: Eh, Jim, sabe para qué sirve el programa, ¿verdad?

En realidad no. Puede que les sorprenda saber que un ejecutivo especializado en reinicios raras veces se preocupa por el producto manufacturado por su empresa. No es un tecnólogo, no es un programador, no es un vendedor. Su especialidad —el producto que de verdad le importa— son las empresas. Para cuando un director ejecutivo especializado en reinicios aparece, el problema es mucho mayor que cualquier producto en concreto o que cualquier lanzamiento de software o que cualquier venta perdida. El problema es la empresa en sí misma. Es como ser el médico de un paciente cuyo cuerpo ha sido devorado por el cáncer. Concentrarse en un solo órgano es inútil. Lo más importante es hacer lo posible por mejorar sus últimos días e intentar prolongarlos en la medida de lo posible.

—Conozco la función del producto —miento—, pero ¿qué tal si me lo describes con tus propias palabras?

Pedirle a un programador que te describa un software en sus propias palabras es como pedirle a un viejo y curtido almirante que describa su batalla naval favorita: lo más seguro es que la enumeración de maniobras marítimas del enemigo, la posición del sol en el cielo y la manera en que el viento soplaba sobre el velamen únicamente resultará fascinante para una persona en la habitación.

De modo que permitan que resuma el discurso de Darryl.

El producto de Tao pertenece a una categoría de software llamada «reconocimiento pasivo de imagen». Es una manera rebuscada de indicar su función, que en realidad es bastante sencilla: reconoce caras. La idea es: le muestras una fotografía y te dice quién sale en ella.

Sencillo, ¿verdad? Tao Software y los millonetis que la financian han gastado más de veintidós millones de dólares para crear P-Scan. Incluso después de semejante cifra, el producto sigue teniendo dos grandes pegas.

La primera es técnica. No funciona. Bueno, para ser más exacto, funciona más o menos… a veces. Al menos, así es como lo describe Darryl. No entra en detalles de lo que quiere decir «a veces» o cómo puede un software funcionar «más o menos», pero me quedo con la idea general de que la exactitud de P-Scan depende en gran medida de la calidad de la fotografía que debe interpretar. Proporciónale una buena foto, nítida y enfocada, y obtendrás un resultado atinado. Pero las imágenes borrosas, desenfocadas, mal iluminadas o tomadas desde cualquier otro ángulo que no sea un primer plano, no son identificadas correctamente. En otras palabras: la vasta mayoría de las fotografías tomadas por seres humanos en el planeta Tierra no se procesarán de manera correcta. Esto, reconoce Darryl, posiblemente podría ser un fallo.

El segundo problema con P-Scan —y este no es técnico— es particularmente grave a mi modo de entender, sobre todo teniendo en cuenta que se supone que soy el «empresario» de la sala. Nadie tiene la menor idea de cómo ganar dinero con él. El producto nació en la burbuja de entusiasmo que acompañó el auge de las redes sociales como friendster y facebook. En todas partes del mundo la gente andaba subiendo sus fotografías privadas a la red, haciéndolas por lo tanto públicas. ¿No sería interesante (o eso debieron de pensar en la sala de juntas de Tao Software, quizá mientras las volutas de humo de cannabis se filtraban por debajo de la puerta) que un programa de ordenador fuera capaz de identificar automáticamente todos los rostros en una fotografía? Así podrías buscar fotos tuyas o de tus amigos o de tu familia, sin importar qué cámara las hubiera tomado y al margen de quién las hubiera colgado en la red. Una buena idea e interesante… salvo por el irritante problemilla de que nadie está dispuesto a pagar por semejante invento.

Esos son los puntos principales que intuyo a partir de la exhaustiva descripción que hace Darryl del producto creado por él y por los demás ingenieros de Tao. Después de que Darryl continúe hablando algún rato sobre la belleza del último algoritmo de Tao, sobre su capacidad para transformar píxeles fotográficos en un hash de 1024-bits en vez de en un hash de 128-bits; sobre cómo el algoritmo de Tao es capaz de dividir un escaneo en cuadrículas a una resolución de una décima parte de un milímetro; después de que me cuenta todo esto y sigue perorando durante lo que a mí se me antoja una eternidad, finalmente se vuelve hacia mí y dice:

—Permita que se lo enseñe.

Incluso si el software no funciona, llegado este punto siento un enorme alivio simplemente gracias al hecho de que Darryl ha dejado de hablar. Randy debe de sentirlo también, porque asiente vigorosamente, como uno de esos muñecos cabezones que la gente pone en los salpicaderos de sus viejos Dodge El Camino.

Darryl teclea. En la pantalla aparecen hileras de pequeñas fotografías en color, como las de un anuario de instituto. Reconozco la mayoría de los rostros como empleados de Tao Software.

—Elija uno —dice Darryl.

—De acuerdo —digo, y señalo la pantalla—. Esa.

He señalado a Rosita, la corpulenta pendenciera de esta mañana en el comedor.

—Buena elección —dice Darryl—. La adorable Rosita.

Pulsa una tecla. Alrededor de la cabeza de Rosita aparece un cuadrado amarillo. La imagen se ve progresivamente aumentada hasta que su rostro inunda la pantalla. Es una fotografía borrosa, no particularmente buena. Ampliada de tal manera, la imagen apenas sigue resultando reconocible como Rosita.

Darryl pulsa otra tecla. La imagen se transforma en píxeles de distintos matices de gris. Como si estuviera intentando destilar los aspectos más importantes de la foto (la esencia de lo que hace que Rosita tenga el aspecto de Rosita), P-Scan selecciona algunos de los cuadrados y los destaca en amarillo. La mayoría de estos bloques amarillos se concentran en sus mejillas y en la papada, así como en una serie de píxeles que se extienden por encima de los hombros, como si el software hubiera decidido que el peso y la anchura de Rosita son los aspectos singulares que la hacen ser quien es. Pienso en silencio que debemos tener mucho cuidado con cómo hacemos las demostraciones públicas de este producto, particularmente ante mujeres.

Lo que queda de la instantánea se desvanece, dejando tras de sí únicamente los bloques amarillos, como una firma fotográfica.

La palabra «escaneando» aparece en pantalla, y después, por debajo, se van sucediendo rápidos destellos de texto: «DGT: Alabama… DGT: Alaska… DGT: Arizona… DGT: Arkansas…», hasta completar todos los estados y territorios norteamericanos.

Llegados a este punto, probablemente debería mencionar qué es lo que convierte en único al software de Tao. La identificación facial es, en sí misma, un arte antiguo. Los programadores llevan años trabajando en ella. Por lo general es posible concordar dos fotografías cualesquiera de la misma persona, asumiendo que con anterioridad le hayas indicado al ordenador quién es quién. Pero el P-Scan de Tao no necesita un directorio en plan «quién es quién». En cambio, P-Scan utiliza todo internet como su directorio.

De modo que cuando solicitamos que P-Scan identifique a una persona en una foto, lo que hace el programa es cribar millones de imágenes en internet, tanto de fuentes formales (carnets de conducir y fotos de pasaporte) como informales (anuncios de boda en el New York Times, fotos de revistas o incluso páginas web personales).

La idea detrás de P-Scan (y es una idea audaz, eso tengo que reconocérselo) es que cualquier persona, en cualquier fotografía, debería ser identificable. Elige una foto, pregunta «¿Quién es este?», y deja que el software cribe internet para averiguar la respuesta.

En la pantalla, el cursor parpadea mientras el programa va escaneando las diversas bases de datos. Durante la búsqueda en «DGT: Maryland», el ordenador se detiene, emite un campanilleo y anuncia: «Posible identificación», a la vez que muestra una imagen. Es la foto de un carnet de conducir de una mujer de Maryland que comparte el rostro amplio y los rasgos hispanos de Rosita. Pero es evidente que no se trata de la empleada de atención al cliente que trabaja en Tao, y el ordenador parece darse cuenta de ello, porque de inmediato añade: «Probabilidad de acierto: 48%», y reinicia la búsqueda.

El proceso continúa avanzando por todos los departamentos de tráfico de los distintos estados. Me doy cuenta de que, simultáneamente, P-Scan también criba otras bases de datos en paralelo: «Fotos de Flickr.com… Red de noticias NBC… facebook.com… Registro municipal de Poughkeepsie…».

Es una demostración asombrosa, la verdad. Cientos de fuentes, posiblemente millones de imágenes, pasan fugazmente por la memoria del ordenador al tiempo que son comparadas con una representación matemática de Rosita.

Estoy a punto de comentar esto mismo y de preguntarle a Darryl algo del estilo de: «¿Cuántas imágenes puede procesar en una hora? ¿Cuántas en un día?», porque esas son las unidades de tiempo que me parecen aplicables al producto (horas y días) y porque estoy convencido de que P-Scan tardará al menos un día entero en procesar la imagen de Rosita y encontrar su aguja en el pajar que es internet.

Pero antes de que las palabras lleguen a mis labios, la pantalla se pone en negro y aparecen dos imágenes, una junto a la otra. A la izquierda, la imagen granulada de la foto de empleada de Tao de Rosita; a la derecha, una fotografía ampliada en color de un anuario de instituto que anuncia: «Rosita Morales, Instituto St. Cloud, Promoción de 2003». Es una foto de Rosita, mucho más joven y delgada que ahora, con el pelo pulcramente recogido, sentada melindrosamente con las manos enlazadas frente a un falso cielo azul de fondo.

—¡Tachán! —dice Darryl en tono triunfal—. ¡Ha funcionado! —añade, como si le sorprendiese.

—Hostia puta —digo en voz baja.

No soy un gran tecnólogo, debo reconocer que apenas si soy capaz de usar una hoja de cálculo, pero esta es una de las demostraciones de software más asombrosas que he visto en mi vida.

—¿Cómo ha…? —empiezo a decir.

Darryl se lanza a otra descripción del software, sonriendo como un padre orgulloso.

—Brillante, ¿verdad? Bueno, para ser sincero hemos tenido bastante suerte, porque resulta que tenemos cantidad de anuarios de Florida en la base de datos. Pero si hubiéramos escogido a un empleado de Oregón, como por ejemplo a David Paris, nos habrían dado bien por el culo, porque en ese estado están locos. En serio, locos de remate. No nos permiten acceder a su DGT. No permiten que nadie acceda a su DGT. De modo que en lo que a los datos se refiere, estamos a merced de las fuentes. Y luego está el problema de la CPU. Cuantos más datos, más CPU necesitamos. Por eso hay que ejecutar el programa como si fuese un SAAS desde nuestros servidores.

—Aun así —digo, sin entender del todo lo que me está diciendo y también sabiendo que en realidad no importa. Es una buena demo. Mucho oropel. Incluso aunque haya poca chicha. Los oropeles venden. Los oropeles hacen que se firmen contratos.

Randy me mira:

—Jim, solo quiero decir, una vez más para que quede constancia, que se trata de una versión alfa muy rudimentaria. Solo hemos conseguido llegar hasta un ochenta por ciento de efectividad. Y nada más.

Tomo una decisión en el momento.

—No me importa. Vamos a hacerlo.

Randy parece receloso.

—Hacer ¿qué?

—Vamos a enseñarlo. Necesitamos ingresos con urgencia. Y la única manera de hacer que la gente firme cheques es enseñándoles algo que puedan tocar. —Y señalo el ordenador—. ¿Podemos hacer lo mismo en una reunión?

—Funcionará en cualquier parte —dice Darryl—. Solo necesitamos una conexión a internet.

—Jim… —empieza a decir Randy, como si fuera a protestar.

Me vuelvo hacia él. Algo en mi rostro le advierte que no lo haga.

—¿Qué? —pregunto.

—Nada.

Darryl dice:

—Puedo tenerlo listo para mañana.

—Hazlo —digo yo.

Encuentro a David Paris en la cocina, preparando palomitas. Está inclinado sobre la encimera, con la nariz pegada contra el cristal del microondas, escudriñando el interior del horno con la concentración de un alcaide contando presos.

—¿David?

Se vuelve.

—¿Sí? —Tiene pinta de culpable—. Solo estaba haciendo unas palomitas. ¿Te gustan las palomitas, Jim?

—No —respondo—. Dime cómo tienes pensado ganar dinero.

—¿Dinero?

—Con nuestro producto. Eres el director de marketing. ¿Cuál es el plan de marketing? ¿Cómo ganamos dinero de verdad?

—Oh, Jim —dice él, con una forzada expresión de incomodidad, como si yo fuese un simple al que no quisiera avergonzar en público—. No empezaremos a ganar dinero hasta dentro de algún tiempo. De bastante tiempo.

—¿Cuánto calculas tú?

—Bueno… —Su voz se va apagando. Se encoge de hombros—. Es difícil decirlo.

«Ding», suena el microondas. Se acabó el tiempo. David mete la mano, saca las palomitas y abre cuidadosamente la bolsa, procurando no quemarse con el vaho que sale despedido cuando rompe el papel. Se vuelve hacia mí:

—¿Por qué lo preguntas?

—¿Por qué pregunto… cómo vamos a ganar dinero? No lo sé. Será un capricho pasajero.

—Jim, no eres de esta industria, ¿verdad?

—¿Qué industria?

—Redes sociales, Jim —dice él—. Redes sociales. Ahora todo es social. Es lo último. Facebook. Tendrás facebook, ¿no?

—No.

—Ah, ¿lo ves? —dice David, como si acabara de demostrar una afirmación.

Mete la mano en la bolsa de palomitas, se lleva un puñado a la boca, se lame los dedos, vuelve a meter la mano, después se acuerda de ofrecerme.

—¿Quieres? —dice, extendiendo la bolsa.

—No —digo yo—. A lo mejor no estoy hablando lo suficientemente claro. ¿Quién nos va a pagar dinero a cambio de nuestro producto?

—Oh —dice David—. Creo que nadie. No inmediatamente. Pero si lo creas, vendrán.

—¿Quién vendrá?

—Ellos —dice David, mirando alrededor de la habitación, como si «ellos» estuvieran en la cocina.

—No creo que vaya a venir nadie —digo yo—. Y si vienen, «ellos» serán una panda de chavales que no tendrán un chavo. Y no se puede mantener una compañía sin ingresos. Eres consciente de ese hecho, ¿verdad, David?

—Esa es una postura muy de la vieja escuela —dice él, sonriendo—. La gente hoy en día ya no piensa así.

—Es el modo en el que pienso yo hoy en día.

El tono de mi voz despierta algo en los profundos vericuetos de su cerebro élfico y David pasa a mostrarse dócil y servil.

—Muy bien, Jim. Muy bien. Cuéntame qué tienes en mente y lo implementaré.

—Nada —le digo—. No tengo nada en mente. Todavía no. Pero necesitamos idear una manera de ganar dinero con el producto que hemos creado.

—Muy bien —dice él, asintiendo—. Muy bien. —En la comisura de los labios se le ha quedado pegada una pequeña pepita de maíz—. Empezaré a pensar en ello. Cómo ganar dinero. —Se señala la cabeza, entornando los ojos y asintiendo—. Cómo ganar dinero… Cómo ganar dinero…

Sigue farfullando la frase y lo dejo allí, con sus palomitas, para que pondere tranquilo su nuevo mantra.