Un reinicio empresarial es como la investigación de un asesinato. Lo primero que debes hacer es entrevistar a los sospechosos.
Le pregunto a Amanda cuál es el espacio más conveniente para llevar a cabo una serie de reuniones privadas. Señala la sala de conferencias, situada justo frente al área de recepción.
Al principio creo que la placa grabada sobre la puerta —la que proclama «sala de juntas»— es una broma irónica, un chiste de pequeña empresa a costa de las pretensiones de las grandes compañías. Pero en cuanto entro, me doy cuenta de que la ironía brilla por su ausencia. Al igual que todo lo demás en Tao, la sala resulta excesiva y está diseñada para impresionar. Hay una larga mesa negra, doce sillas Aeron, un aparador que podría contener un mueble bar o no. Todos los accesorios son de gama alta: dos pantallas extraplanas colgadas en paredes opuestas, luces halógenas controladas con mando a distancia, equipo de sonido empotrado en los paneles, una enorme pizarra con rotuladores de colores.
Me coloco en el centro de la mesa, en la parte alargada del óvalo. Renunciando a presidir alguno de los dos extremos estoy transmitiendo el mensaje de que solo soy un tipo normal y corriente que desea charlar un rato. Lo cual no es cierto, por supuesto, pero una de las tareas del director ejecutivo es estar al tanto de las apariencias.
Cada reunión dura veinte minutos y todas siguen vagamente el mismo formato. Primero, cinco minutos para los cumplidos de rigor. Unas cuantas risas afables por mi parte, para demostrar que no soy un monstruo inhumano y que tengo corazón o, como mínimo, que soy capaz de simularlo artificialmente. Después, la pregunta importante, que formulo con gran amabilidad, como si me preocupara ofender: «¿Qué haces exactamente aquí en Tao?».
Puede que no resulte sorprendente que ninguna de las personas que trabajan en este barco que se hunde sea capaz de darme una respuesta sencilla y directa. Randy Williams, director de ingeniería, me dice que su trabajo consiste en asegurarse de que «creamos software de primera». Como la nueva versión del software de Tao lleva acumulados nueve meses de retraso y no parece más cerca de estar terminada, siento la tentación de preguntarle si tiene un segundo trabajo en alguna otra parte donde puedan hacer uso de tal habilidad.
Dimitri Sustev, director de control de calidad, me dice desde detrás de sus gafas de culo de vaso, con un marcado acento búlgaro, que su trabajo consiste en «hacerlo todo muy-muy bien, muy-muy sólido».
Kathleen Rossi, la directora de recursos humanos, me dice que su función es asegurarse de que Tao sea un lugar estupendo para la gente que trabaja en la empresa. Pienso, aunque no lo digo en voz alta, que su trabajo pronto pasará a ser asegurarse de que Tao es un lugar estupendo para que los empleados se marchen.
Y David Paris, el élfico director de marketing, se niega a contestar a mi pregunta directamente, solicitando un momento para describirme su «visión estratégica para Tao». Cuando se lo concedo, se levanta de la silla, rodea la mesa y se acerca a mí. Al principio, pienso que pretende darme un abrazo, pero en el último momento coge un rotulador de la pizarra justo detrás de mi cabeza y comienza a dibujar un diagrama. Para cuando ha terminado, quince minutos más tarde, o bien ha plasmado una llamativa visión estratégica para nuestra empresa o ha abocetado una defensa técnica para los San Francisco 49ers. En cualquier caso, ha conseguido convencerme de su inutilidad, por lo que le doy las gracias y lo echo de la sala.
Mi reunión más importante de la mañana es con Joan Leggett. Joan es (según el organigrama que mantengo en todo momento frente a mí) la «gestora de activos» de Tao Software. Lo que significa que Joan conoce el dato crítico que debo averiguar: cuántos billetes quedan en el banco.
Joan Leggett es una mujer pequeña, vestida con uno de esos elegantes trajes de Donna Karan que normalmente suelen usar las mujeres pujantes y ambiciosas. Pero las líneas que marcan su rostro, su pelo antaño rubio —ahora gris y ratonero— y las pecas que se han diluido en manchas la traicionan: lo único que va a seguir sumando Joan son años.
Joan es la primera persona competente y organizada que he conocido en Tao. Me saluda con vivacidad, se sienta delante de mí y despliega un paquete de información que ha preparado específicamente para esta reunión. Me lo va resumiendo punto por punto.
Es una presentación empresarial de veinte minutos, pero —mientras Joan enumera los problemas financieros de la empresa— más bien parece una película de terror de dos horas. El tipo de película en la que te entran ganas de marcharte a la mitad y exigir que te devuelvan el dinero.
—El flujo de ingresos durante los últimos trimestres ha sido nimio —dice Joan—. Contratamos a cantidad de personal a primeros de año, para preparar el lanzamiento del nuevo producto. Pero el producto va con retraso. De modo que ahora tenemos el personal y un flujo de caja negativo, pero seguimos sin producto. Lo cual nos está costando caro.
—¿Cómo de caro?
—Estamos gastando uno coma cuatro millones de dólares al mes. Nos quedan tres millones en el banco. Y no contamos con más liquidez.
—De modo que nos queda efectivo para dos meses —digo.
—Siete semanas.
Esa, pues, es la respuesta. Siete semanas de efectivo. Tengo siete semanas para reiniciar Tao. Al final de esas siete semanas, o bien habré tenido éxito, o bien tendré que volverme a Silicon Valley con el rabo entre las piernas, habiendo fracasado una vez más y tras haber hecho realidad las predicciones de todo el mundo… incluidas las mías propias.
—A lo mejor puede convencer a los inversores para que nos den algo más de tiempo —dice Joan, sugiriendo que les pida más dinero a Tad Billups y a Bedrock Ventures.
Yo he tenido la misma idea y he tardado aproximadamente cinco segundos en descartarla. A duras penas conseguí convencer a Tad para que pagara mi vuelo en clase turista con Air Trans. La posibilidad de que meta a fondo perdido otros cinco o diez millones en esta letrina es ciertamente remota. Pero digo:
—Sí, por supuesto siempre cabe esa posibilidad.
—Página ocho —dice Joan. Espera a que gire la hoja. Ahora veo un gráfico de pastel. Su título: «Gastos por departamento»—. Hablando de gastos, aquí es donde va a parar todo el dinero. Cuatrocientos mil al mes para ingeniería. Doscientos para ventas. Trescientos para G&A. Cuatrocientos para marketing. Cien para control de calidad…
—Espera —digo—. Retrocede. ¿Cuatrocientos mil dólares al mes para marketing?
Joan me mira con total tranquilidad. Si desaprueba tal dispendio, no lo demuestra.
—Eso es.
—¿En qué diantres estamos gastando el dinero? ¿Anuncios en la Super Bowl?
—David tiene planes de marketing muy elaborados —dice Joan. Su tono no enjuicia—. Asumo que habrá repasado los detalles con usted.
—No. Ha repasado su… visión estratégica —digo, señalando el diagrama de la pizarra a mi espalda.
Joan lo observa reflexivamente. Tiene el aspecto concentrado del encargado de un museo al intentar determinar la procedencia de un nuevo cuadro. Finalmente, dice:
—Si quiere, puedo imprimir un informe detallado de transacciones. Así podrá ver a qué se está dedicando el dinero.
—Eso me sería de gran ayuda.
Joan ya me cae bien. Supercompetente, tranquila, segura. Digo:
—Eres buena, Joan.
Lo que querría preguntarle es: ¿cómo has terminado en un lugar como este? Pero es una pregunta que fácilmente podrían trasladarme a mí. Y una que preferiría no contestar. Así que, en cambio, digo:
—¿Por qué solo «gestora de activos»? ¿Por qué no directora de finanzas o directora administrativa?
Joan aprieta los labios, finos y pecosos, y agacha la mirada. Al parecer se trata de un tema doloroso.
—Hubo un director de finanzas —dice—. Ellison Jeffries. Se marchó hace un par de meses. Fue todo muy repentino. Nunca supe el motivo. Charles iba a contratar a un sustituto, pero nunca llegó a hacerlo. De modo que asumí la responsabilidad, pero no el título.
—Muy bien —le digo—. Enhorabuena, pues. Eres la nueva directora de finanzas de Tao Software.
Joan me estudia, intentando decidir si estoy bromeando. Cuando se convence de que no es el caso, se le ilumina la cara.
—¿De verdad?
Claro, pienso yo. ¿Por qué diablos no? Disfrútalo mientras dure. Siete semanas. Pero en voz alta digo:
—Por supuesto. Enhorabuena. Aunque nada de aumentos de sueldo. No por el momento.
—Lo entiendo. Gracias —dice ella. Se levanta repentinamente. Se inclina por encima de la mesa y me extiende una mano incómodamente—. Gracias —repite.
Le estrecho la mano.
—Trabaja duro —le digo, intentando sonar adusto y serio. No quiero que nadie en la empresa me considere un blando.
—De acuerdo —dice, y asiente torvamente—. Lo haré.
Reúne sus papeles, los amontona en una ordenada pila y se da la vuelta para marcharse.
Mientras se dirige a la puerta, digo:
—¿Joan?
Ella se detiene, con una mano sobre el picaporte, y se vuelve hacia mí.
No estoy seguro de qué es lo que motiva mi siguiente pregunta. Quizá haya sido el comentario de Joan sobre el director de finanzas, cuyo papel en Tao se vio obligada a asumir cuando este abandonó repentinamente la empresa. O a lo mejor son mis escasos conocimientos sobre el director ejecutivo que me precedió y su desaparición no menos repentina. Son demasiados abandonos misteriosos para una empresa tan pequeña.
De hecho, sé muy poco sobre la compañía que ahora dirijo. Me sentí tan aliviado al obtener el cargo que no hice demasiadas preguntas. ¿Un reinicio en Florida Oeste? Desde luego, por qué diablos no, dije.
¿Cuál era mi alternativa? ¿Agotar los seis meses de ahorros que nos quedan a Libby y a mí? ¿Hipotecar por tercera vez nuestra casa en Palo Alto? ¿Proseguir mi rutina diaria de repasar viejas tarjetas de visita, llamando a amistades olvidadas rogando una segunda oportunidad? No. Podrían haberme ofrecido un puesto en el séptimo círculo del infierno, como contable de Satanás, y habría dicho que sí.
Pero ahora que estoy aquí y que —para bien o para mal— tengo el trabajo, bien podría averiguar dónde y en qué me he metido. Así que le pregunto a Joan:
—¿Qué fue de Charles Adams?
La respuesta de Joan es sorprendente. Su sonrisa se borra. Clava la mirada en el suelo. Su rostro tiene una expresión oscura y turbada, como si hubiera mencionado un tema incómodo, como la masturbación o la necrofilia.
Apenas sé nada sobre Charles Adams o su desaparición. Solo el par de generalidades que me contó Tad Billups el día que firmé el contrato: una mañana de miércoles, hace nueve semanas, Charles Adams, director ejecutivo de Tao Software, se evaporó.
Esa es la palabra que utilizó Tad: se «evaporó».
«¿Se evaporó?», le pregunté a Tad.
Sí, se evaporó, dijo Tad. Dejó su coche al ralentí en el camino de entrada de su casa en los suburbios y la puerta del coche abierta. Sin echar la llave de casa. Ni apareció a trabajar ni dejó nota alguna. Literalmente se evaporó de la faz de la Tierra.
Ahora, de nuevo en la sala de juntas, cualquiera que fuese la calidez que haya avivado en Joan hace treinta segundos al ascenderla a directora de finanzas, se disipa como si hubiera abierto una ventana para permitir el paso de un invernal soplo de viento de diciembre. Me mira con expresión alarmada.
—¿Qué quiere decir?
—Bueno —digo, a la vez que pienso: ¿es que mi pregunta no ha sido lo suficientemente clara? «¿Qué fue de Charles Adams?». Intento encontrar una manera diferente de formularla. No se me ocurre nada mejor que—: ¿Qué crees tú que fue de Charles Adams?
—Dejó de venir al trabajo.
—Ya —digo—. Hasta ahí llego.
—No lo sé —dice Joan.
Da un paso hacia mí, como si fuera a sentarse de nuevo. Se lo piensa dos veces y en cambio se queda a mitad de camino, una distancia extraña para una conversación íntima. A lo mejor esa es la intención.
—La policía vino al principio —prosigue—, y entrevistó a todo el mundo. Respondí a sus preguntas. Pero hace tiempo que ya no han vuelto. Ni siquiera sé si todavía siguen buscando a Charles. Según tengo entendido, parecían pensar que se había fugado.
—¿Fugado?
Pienso para mí: los adolescentes se fugan. Las chicas a las que les prohíben salir con sus novios se fugan. Los estudiantes de instituto que sufren abusos por parte de sus padrastros se fugan. Los directores ejecutivos de empresas tecnológicas no se fugan.
—¿Huyendo de qué?
—No lo sé —dice Joan. Pero su expresión indica lo contrario.
Intento una aproximación distinta:
—Joan, estoy de tu parte. Solo quiero saber lo que está pasando. Cualquier información de la que dispongas podría resultarme muy útil. —Y añado—: ¿No te he dado ya una pequeña muestra de mi buena fe?
Este último y no tan sutil recordatorio de su reciente ascenso consigue vencer su resistencia. Joan suspira.
—Mire —dice—, Charles Adams tenía… problemas.
—¿Qué clase de problemas?
Joan menea la cabeza y suspira.
—Era un hombre débil —dice al fin—. Un tipo majo, en el fondo. Con un corazón de oro. Pero era débil. Sufrió una tragedia familiar y después… —se interrumpe.
—¿Y después?
Joan me mira meditabunda, como si estuviera decidiendo si soy de fiar. Finalmente dice:
—Las cosas empeoraron rápidamente. Se relacionó con mala gente.
Mi expresión debe de indicar desconcierto, porque después añade:
—Gente que no trabaja en software.
—Ah —digo.
—Tipos duros —prosigue ella—. Ya sabe, fuera de lugar en una empresa como Tao. Se colaban en recepción y esperaban a que apareciese. Vestían traje, pero era evidente que no encajaban aquí. Como si fueran disfrazados. Charles salía a recibirlos y después los acompañaba afuera, al aparcamiento. Y se marchaban juntos en coche. No regresaba hasta horas más tarde.
Una historia que me resulta familiar. Algo que tuve el placer de experimentar de primera mano en mis tiempos de jugador.
—¿Le hicieron algún daño?
—No que resultara aparente. Pero se encerraba en su despacho y no volvía a salir hasta el final de la jornada. A veces, cuando me marchaba de la oficina a las ocho, Charles seguía allí. Una vez llamé a su puerta y le pregunté si se encontraba bien. No quiso abrir. Se limitó a gritar desde el otro lado de la puerta diciendo que estaba bien. Que estaba trabajando.
—¿En qué andaba enredado?
—De verdad que no lo sé.
Me está diciendo la verdad, puedo darme cuenta.
—Bueno —digo—. Gracias por contármelo.
Joan se vuelve hacia la puerta; de nuevo se detiene en seco, con la mano sobre el picaporte, y me mira.
—¿Mi turno de hacerle a usted una pregunta?
—Dispara.
—¿Qué posibilidades reales tenemos de salvar la empresa?
Me lo pienso. Mi primer instinto es interpretar el papel del héroe: sentarme bien erguido en la silla, hinchar el pecho y exclamar con entusiasmo: «Excelentes. ¡Lo conseguiremos!». Eso es lo que debe hacer un ejecutivo de reinicios: mostrar seguridad en sí mismo, en todo momento, en todo lugar, ante todo el mundo. Para hacerles creer. Para hipnotizarles con su propia voluntad.
Pero no puedo hacerle eso. No a ella. En voz más baja de la que pretendía, digo:
—No son demasiado buenas. Pero lo vamos a intentar. Tengo mucho invertido en esto, personalmente. Tengo que conseguir que funcione. No me queda otra elección.
Agradezco que no me pregunte qué quiero decir. En cambio, Joan únicamente asiente y dice: «Sí», como si lo que le he contado fuese perfectamente obvio.