El lunes por la mañana, a las nueve y un minuto, me hallo sentado en un aparcamiento de Florida, contando coches.
Es un viejo truco, la manera más sencilla de tomarle el pulso a una compañía: preséntate al inicio de la jornada laboral —en punto— y comprueba cuántos empleados se han molestado en aparecer. Muchas son las cosas que pueden adivinarse sobre una empresa a partir de su aparcamiento.
Esta mañana de lunes, en este aparcamiento, en esta empresa, hay doce coches.
Doce coches sería un número adecuado para una empresa con quince empleados.
Doce coches sería un número aceptable para una empresa con treinta o incluso cuarenta empleados.
Pero Tao Software SL —la compañía para cuyo rescate me han contratado— tiene ochenta y cinco empleados. Estamos hablando de ochenta y cinco empleados fijos. No estoy contando autónomos ni colaboradores, ni a individuos como la masajista que aparece dos veces por semana para frotar espaldas o el tipo que se ocupa del mantenimiento de las dos cafeteras de la cocina.
Doce coches. Ochenta y cinco empleados.
Antes incluso de haber cruzado la puerta principal, antes de haber estudiado la situación patrimonial o el informe de pérdidas y ganancias, ya tengo todos los números que necesito. Son: doce y ochenta y cinco. Investigación concluida.
Estoy llevando a cabo mi estudio desde el asiento delantero de un Ford de alquiler, con el aire acondicionado puesto al máximo. Estudio los coches que me rodean. Difieren en color y estado de conservación, pero comparten una misma e implacable economía anquilosada: un Taurus, tres Honda de gama baja, un par de Nissan y una maltrecha camioneta Chevy con la puerta abollada. Nada ostentoso y, lo que es más importante, nada que indique que los directivos extremadamente bien pagados hayan llegado aún.
Compruebo el reloj por última vez, para asegurarme de no haber cometido un error tonto, como por ejemplo presentarme en sábado o quizá con una hora de antelación. No sería la primera vez en ninguno de los dos casos. En una ocasión incluso me presenté en una junta directiva en domingo y a continuación me dediqué a realizar llamadas escandalizadas a los hogares de los demás miembros de la junta que tan groseramente se estaban retrasando. Pero en aquel momento iba completamente ciego de coca y todo el mundo lo sabía, de modo que compartimos unas cuantas carcajadas.
Pero no, efectivamente hoy es lunes y efectivamente son las nueve. Efectivamente solo hay doce coches en el aparcamiento. Y efectivamente esta es la empresa que he sido contratado para salvar.
Apago el motor y abro la puerta. El calor de Florida me abofetea la cara. Mi traje se marchita. Lo que antes era tersa raya diplomática se ha transformado por arte de magia en gamuza húmeda y oscura, como un andrajo en la mano de un mexicano tras haber abrillantado un BMW en el túnel de lavado.
Atravieso pesadamente el aparcamiento en dirección al chato edificio de oficinas. Es una de esas edificaciones insulsas que siembran los polígonos industriales de Norteamérica, un caparazón anodino bajo el que se llevan a cabo los sucios procesos biológicos del capitalismo, ocultos a la vista; un edificio que no revela absolutamente nada sobre sus ocupantes, salvo por un vulgar cartel de plástico en la puerta que anuncia TAO SOFTWARE SL junto al logo, un rizado soplo que, supongo, pretende ser un viento majestuoso que barrerá a toda la competencia. O puede que únicamente sea un pedo. Teniendo en cuenta lo que sé sobre Tao Software SL, me inclino más por esto último.
Pero en el interior todo cambia. La recepción tiene la temperatura de un buen Chardonnay. El espacio ha sido decorado como la sala de muestras de un interiorista. Un carísimo papel verjurado gris cubre las paredes. La distribución está meticulosamente estudiada para destacar el exquisito mobiliario: un sofá Camden verde, una reluciente mesa de caoba, un mostrador convexo a la altura del pecho que se curva suavemente atravesando el espacio abierto como una relajada letra S.
En mis viajes de negocios he visto cantidad de mostradores de recepciones y he acabado desarrollando una regla muy general, pero que cuenta con un elevado índice de aciertos: cuanto más dinero y atención se han invertido en el mostrador tras el que se sienta la recepcionista, peor es la empresa y más incompetentes son los ejecutivos que se ocultan tras ella.
Detrás de este elegante y atractivo mostrador se sienta una elegante y atractiva mujer. Lleva un auricular ligero como una pluma y se ha recogido el pelo, rojo y largo, en un elaborado moño. Se ha puesto demasiada sombra de ojos gris, lo cual la hace parecer una adicta a la heroína, desesperada pero tremendamente chic.
—Buenos días —dice, en un tono de voz que denota agotamiento o un tremendo aburrimiento—. ¿Puedo ayudarle en algo?
A juzgar por su expresión, resulta evidente que lo duda mucho. Quizá sea mi traje arrugado o el sudor que brilla en mi cara. O las ojeras. O la panza que he ido acrecentando en el transcurso de estos últimos cinco años, desde que cumplí los cuarenta y dos y decidí que ir al gimnasio era una afición para jóvenes.
Me inclino sobre el mostrador e intento pegarme a su cara.
—Me llamo Jim Thane.
Cuando me doy cuenta de que el nombre no le resulta familiar, añado:
—Su nuevo director ejecutivo.
La mujer se tensa de inmediato.
—Señor Thane. No sabía que era usted.
Lo que quiere decir: no tiene aspecto de director. Lo cual es cierto. No coincido con la imagen que le suele venir a la cabeza a la gente cuando oye las palabras «director ejecutivo» (un caballero de pelo plateado con ademán imperioso y mirada acerada). Yo soy más bien del tipo oso amoroso. Un oso amoroso exalcohólico, exespídico y exdrogodependiente. No la primera cosa que le vendría a uno a la cabeza al oír las palabras «director ejecutivo», estoy seguro.
Hago bailar los dedos frente a mi rostro, como Ethel Merman cantando una tonadilla.
—Sorpresa —canturreo.
De repente, doña Tensa es todo nervios y balbuceos.
—Oh, Dios mío, señor Thane. No sabía que iba a venir hoy. No he preparado su despacho. ¿Quiere que le prepare su despacho? Puedo hacerlo ahora mismo.
La mujer echa hacia atrás su silla y se levanta, olvidando que lleva los auriculares puestos. Al ponerse de pie, el teléfono brinca sobre el mostrador, patinando sobre los topes de goma. El cable le propina un fuerte tirón en la oreja, como si estuviera siendo regañada por un invisible director de escuela. «Ay». La mujer se agacha, se toquetea la oreja y se libra del artilugio.
Finalmente, alza la mirada y sonríe. Yo digo:
—Y usted se llama…
—Qué vergüenza.
—Hola, Quevergüenza. Yo soy Jim. —Le ofrezco una mano.
—Amanda —dice ella.
—¿Tenéis intercomunicador, Amanda?
Ella asiente.
—Quiero que hagas un llamamiento. Reunión de todo el personal. ¿Dónde suelen realizarse?
—No estoy segura —dice ella, lo que significa que la empresa nunca organiza reuniones de personal.
Por otra parte, ¿cómo iban a hacerlas, si nadie viene a trabajar?
—¿A lo mejor en el comedor? —añade Amanda, queriendo ser útil.
—Me parece bien —digo—. Reunión con toda la plantilla en el comedor.
—¿A qué hora quiere que sea, Jim?
—Ahora mismo.
—¿Ahora? —Esto la desconcierta—. ¿No deberíamos…? —Mira más allá de mi espalda, hacia la sala principal, que sigue a oscuras. La mayoría de las mesas están vacías—. ¿No deberíamos esperar a que llegue más gente?
—No.
Recorro el edificio como si fuese un posible comprador decidiendo cuánto pagar por una propiedad a reformar. Lamentablemente, solo estoy montando el número. Ya he aceptado el cargo y no hay manera de dar marcha atrás. Y ya he decidido —solo con haberme internado diez metros más allá de la recepción— que la empresa que acaba de quedar en mis manos es un cagarro humeante.
Pero, por supuesto, ese es precisamente el motivo de mi presencia aquí. Soy un especialista en rescates. El hombre de los reinicios. Solo me contratan en empresas que se están viniendo abajo. No me verán en una compañía bien gestionada que produzca dividendos. Pero si trabajan en una empresa cuya directiva se ha tomado un año sabático mental, en la que el dinero se quema como carbón en una novela de Dickens, donde los clientes escasean igual que la nieve en julio, entonces es posible que vean entrar por la puerta principal a un hombre como yo. Y por cierto, si tal cosa sucede, probablemente no sería mala idea ir actualizando el currículo.
Les explicaré cómo funciona. Imagínense que son ustedes un capitalista emprendedor que invierte veinte millones de dólares en una compañía de software de Florida. Los meses van pasando sin que se produzca ningún resultado evidente. El director ejecutivo te telefonea sin aliento para anunciar que están a escasas semanas de cerrar un par de grandes ventas. Pero dichas ventas nunca parecen llegar a materializarse. La nueva versión del software de la empresa está perpetuamente «a un mes de quedar terminada». La versión antigua tiene múltiples taras y resulta virtualmente invendible. Mientras tanto, los ingresos de la empresa no hacen más que decrecer. ¿Qué haces? ¿Cierras la empresa, despides a todos los empleados y te comes las pérdidas de todo cuanto llevas invertido hasta el momento? ¿Inyectas más dinero en la compañía con la esperanza de que el incompetente que tienes al cargo desarrolle un cerebro de repente?
No. Eliges una tercera vía: llamar a un hombre como yo. Acudo volando, valoro la empresa, despido a tres cuartas partes del personal e intento extraerle algo de valor a lo que quede. A esto se le llama «un reinicio». Quizá consiga encontrar una manera de venderle la empresa a un comprador. O quizá pueda entrechocar los cráneos de un par de ingenieros hasta sacarles una nueva versión del producto que podamos lanzar y comenzar a vender algo. Desde el punto de vista del inversor, cualquier resultado que obtenga será mejor que conformarse con la nada de una pérdida total.
Por lo general, el trabajo de reinicio suele ser breve, doce meses o menos. Me pagan un salario decente, pero la mayor parte de mis beneficios provienen de lo que eufemísticamente se llama «la comisión». Comisión es la manera que tiene el empresario capitalista de decir: si yo no gano dinero, ni de coña lo vas a ganar tú.
De modo que ese es el premio. Si consigo darle la vuelta a la empresa y reiniciarla con éxito, puedo ganar millones. Si no, ganaré lo mínimo. Este trabajo es mitad misión de los Boinas Verdes, mitad partida de dados. Y no tienes ni la más remota idea de con qué te vas a encontrar hasta que cruzas la puerta.
Oigo la voz de Amanda a través del intercomunicador.
—Atención, miembros del equipo Tao —dice. Habla con languidez, como si el acto de realizar un anuncio público le resultara extenuante—. Preséntense de inmediato en el comedor para una reunión de plantilla. Repito, toda la plantilla en el comedor, de inmediato.
A pesar del anuncio, apenas se distingue movimiento, únicamente una silla solitaria que chirría desde algún lugar por detrás de mí. Para tratarse de una empresa que se está desangrando a un ritmo de más de un millón de dólares al mes, lo cierto es que se percibe una evidente falta de brío. Veo a una mujer hispana que se arregla las uñas sentada en su cubículo. Paso junto a otro cubículo, donde un joven se encorva sobre su mesa con el teléfono pegado a la oreja, dándome la espalda, discutiendo lo que resultan ser los planes para la cena de esa noche con su novia.
La oficina sigue un diseño abierto: modernos cubículos de la marca Steelcase y sillas Herman Miller. Una serie de pequeños despachos privados rodean el perímetro. Cada uno de ellos tiene una ventana que da al exterior del edificio y una pared de cristal con vistas a la sala central, presumiblemente para permitir que los directivos tengan controlados a los trabajadores o quizá para permitir que los peces gordos exhiban sus buenas costumbres laborales frente a los subordinados. En cualquier caso, como todos los despachos están a oscuras y vacíos a las nueve y cinco de un lunes por la mañana, es posible que su mensaje de inspiración no esté llegando debidamente a los empleados de Tao.
Desde la entrada del edificio me llega una barbulla. Amanda está hablando con un gesticulante —y ahora bastante preocupado— individuo. Lleva un maletín. Acaba de entrar en el vestíbulo. No consigo distinguir sus palabras, pero veo que sus cejas se arquean en un gesto de sorpresa mientras pronuncia la palabra «¿Ahora?». Amanda asiente y dice algo mientras me señala. El recién llegado me echa un largo vistazo y después interrumpe su conversación con Amanda sin molestarse en despedirse. Se dirige en línea recta hacia mí. A unos seis metros de distancia ya tiene la mano extendida y una enorme sonrisa en la cara.
Se me echa encima.
—Hola. Usted debe de ser Jim. Yo soy David Paris —dice todo esto sin pausas ni para respirar, como una única palabra: «HolaustedebedeserJimyosoyDavidParis»—. Director de marketing —añade.
Le cojo la mano y se la estrecho mecánicamente. David Paris es más bajo que yo, tiene los huesos pequeños y un cuerpo nervudo que luciría bien envuelto en lycra sobre la esterilla de un gimnasio. Aquí, en una oficina, con pantalones de algodón y camisa, simplemente parece peculiar. Tiene el pelo de color oscuro, orejas del tamaño de cruasanes y párpados que se levantan por los extremos. Su aspecto es un ejemplo de mala genética, o bien de torpísima cirugía estética. En cualquier caso, me recuerda a un elfo.
—Soy Jim Thane —digo.
Él me amonesta con un largo dedo élfico, como si hubiera sido travieso.
—¿Reunión con toda la plantilla? ¡Me gusta! ¿Intenta agitar un poco las aguas?
—Exacto.
—Bien. —Baja el tono de voz hasta convertirlo en un teatral susurro—. Me alegro de tenerle aquí, Jim. Me alegro mucho. Ya era hora de que alguien competente tomara las riendas de esta empresa.
—Lo haré lo mejor que pueda, David.
El comedor tiene seis metros cuadrados, tres juegos de mesas y sillas. Es la típica cocina de empresa: acondicionada durante una época de grandes ambiciones y desprendimiento (microondas, dos cafeteras expreso, cajas de palomitas apiladas junto a la pared), pero vacía y desgastada por el tedioso día a día laboral. Varios carteles sacados por impresora, sucios y cuarteados por el agua, incitan al lector a comportarse debidamente: a dejar despejada la encimera, a limpiar el microondas, a no olvidarse comida en la nevera. Cada cartel está rematado con muchos símbolos de exclamación. A juzgar por el aspecto del comedor, las peticiones han sido ignoradas a pesar de su copiosa puntuación.
Me planto frente a la habitación. Los empleados de Tao —los que se han presentado a trabajar— se reúnen al otro extremo. Ahora son veinte. Cada uno viste el uniforme oficial de empresa de software: pantalones holgados y camiseta. Al parecer soy la única persona en todo el estado de Florida lo suficientemente estúpida para ponerse traje y corbata en agosto.
Me aclaro la garganta.
—¡Buenos días! —digo con fuerza. Intento que mi voz parezca a la vez autoritaria y alegre, pero me doy cuenta, demasiado tarde, de que sueno como un sargento chusquero al que le estuvieran haciendo una mamada. Bajo el tono, intentando encontrar otro más coloquial—. Me llamo Jim Thane. Como puede que hayáis adivinado, soy el nuevo director ejecutivo de Tao Software.
Escudriño al público. Ni un solo rostro parece contento de verme. La expresión más habitual parece ser una de ligero regodeo: «Vamos a ver cuánto dura el tipo del traje».
—He sido contratado por los accionistas de Tao. Mi trabajo es ayudar a enmendar esta empresa. —Decido saltarme la parte sobre cómo fui contratado únicamente después de que el anterior director desapareciese de la faz de la Tierra, cómo es probable que fuese el único dispuesto a aceptar el trabajo y cómo nadie (incluyéndome a mí) tiene demasiadas esperanzas de que consiga llevarlo a buen puerto.
En cambio, digo:
—Por lo que tengo entendido, hay un potencial fantástico aquí en Tao. Los inversores están entusiasmados. Me han dicho que cuentan con gente fabulosa y que la empresa ha creado una tecnología muy excitante.
Lo cual es una media verdad. Los inversores están excitados con la tecnología de la empresa. Son las personas las que les sobran. De hecho, si existiera una especie de bomba de neutrones capitalista, un artilugio capaz de hacer desaparecer a los empleados, pero dejando intacta la propiedad intelectual de una empresa, los accionistas de Tao la habrían detonado sin dudarlo en aquel mismo comedor.
Continúo:
—Sé que muchos de vosotros estáis nerviosos. Veis a un nuevo director ejecutivo. No sabéis qué esperar. Os preguntáis si Tao sobrevivirá. Os preguntáis si vuestro trabajo está a salvo.
Finalmente, mis palabras empiezan a hacer mella. Los empleados me observan expectantes. Sí que se lo preguntan.
—Bien, no os voy a mentir. Habrá cambios. Tiene que haberlos. Debemos trabajar con más intensidad. Y debemos trabajar con más inteligencia. Necesitamos… permitidme que sea franco: necesitamos ganar más dinero.
Pronuncio estas palabras lentamente, permitiendo que las asimilen. Que un negocio necesita ganar dinero es una afirmación simple, pero les sorprendería lo a menudo que se pasa por alto. Al cabo de un par de años trabajando en el mismo empleo, la gente tiende a olvidarlo. Deja de pensar en su empresa como un negocio y comienza a verlo más bien como una guardería para adultos. Es el sitio al que van para tener algo que hacer entre fines de semana. Olvidan que un negocio solo tiene un propósito, que no es entretenerles ni dar sentido a sus vidas, sino ganar dinero. Para otro. Eso es todo.
—Pero hay buenas noticias —digo—. El hecho de que yo esté aquí significa que personas importantes creen en Tao. Si no lo hicieran, los accionistas no me habrían contratado. Simplemente se habrían rendido. Habrían echado el cierre y a otra cosa.
Lo cual no es del todo cierto. De hecho, a punto estuvieron de echar el cierre. Cuando Charles Adams, el anterior director ejecutivo de Tao, dejó de presentarse en la oficina una mañana y desapareció sin dejar señas de contacto, los accionistas estuvieron a esto de clausurar la empresa. Si estoy aquí es únicamente porque conseguí toparme con Tad Billups en Il Fornaio, donde no pudo escudarse detrás de su secretaria y donde pude suplicarle implacablemente un trabajo… cualquier trabajo. Tad es el presidente de la junta de accionistas de Tao y socio en Bedrock Ventures, el fondo de inversiones que posee la mayor parte de las acciones de la empresa y que aporta el capital. Más importante aún, Tad fue mi compañero de habitación en la Universidad de Berkeley. Nos conocemos desde hace mucho. Me debe favores.
Aunque al parecer no tantos. Este trabajo es el proverbial clavo ardiendo: escasas oportunidades de éxito, a cuatro mil ochocientos kilómetros de mi casa en Silicon Valley, geográficamente indeseable y, para cualquier otro hombre, un último clavo en el ataúd de su currículo.
Supongo que Tad pensó que, teniendo en cuenta mi pintoresco historial —mis adicciones al alcohol y a las drogas, mis problemas con el juego, mis veintiún días ingresado en el centro de recuperación Mountain Vista—, un empleo en Tao equivaldría a subir de peldaño. Tenía razón. Yo también estoy un poco en proceso de reinicio.
—¿Alguien tiene alguna pregunta? —le digo a la asamblea.
Nadie quiere preguntar nada.
—De acuerdo —digo—. Yo sí tengo una pregunta para vosotros. —Me miro el reloj—. Son las nueve y cuarto de un lunes. He contado una docena de coches en el aparcamiento. Mi pregunta es: ¿dónde diablos está todo el mundo?
Nadie ofrece una respuesta. Distingo un rostro familiar entre la masa. Es la mujer hispana a la que he visto antes haciéndose la manicura en su mesa. Es atractiva, aunque padece un ligero sobrepeso. La miro y digo:
—Tú. Perdona, no sé cómo te llamas.
—Rosita.
—Encantado de conocerte, Rosita. ¿Cuál es tu trabajo aquí en Tao?
—Atención al cliente.
—De acuerdo, Rosita, por favor, dime: ¿cuántos empleados tiene Tao?
—No lo sé —dice ella—. Ochenta, creo.
Sé que la respuesta exacta es ochenta y cinco, pero no la corrijo. En cambio, digo:
—¿Y cuántas personas hay en esta sala?
Rosita mira a su alrededor, realizando una rápida suma.
—¿Veinte, a lo mejor?
—Veinte a lo mejor —repito—. Lo cual quiere decir que, a pesar de que la jornada laboral ya ha empezado, sesenta empleados no se han molestado en aparecer. A lo mejor esa es la razón de que estemos teniendo problemas. ¿Tú qué crees, Rosita?
—A lo mejor —responde ella, renunciando a mojarse.
Me llevo una mano a la frente y oteo por la sala, como un hombre incapaz de localizar su coche en el aparcamiento del multicine.
—¿Hay algún directivo presente? Tao tiene cinco directores de sección, si no recuerdo mal. ¿Cuántos de ellos están aquí?
David Paris, el élfico director de marketing, agita un huesudo dedo.
—Estoy aquí, Jim. David Paris, director de marketing…
—Sí, lo sé —le interrumpo—. David está presente. ¿Alguno más?
Un hombre abre la puerta del comedor. Lleva una bolsa de papel marrón, pulcramente doblada. Iba de camino a la nevera para guardarla. Se percata de que la pregunta va dirigida a él.
—Soy Randy Williams —dice—. Director de ingeniería. —Treinta y muchos, rubio, tripudo, cara redonda del Medio Oeste. Es demasiado mayor para llevar semejante corte pelopincho y su piel tiene el color de la leche. Sonríe, revelando un hueco entre las dos paletas superiores lo suficientemente espacioso como para montar en poni a través de ellas.
—Llegas tarde —digo.
Se le erizan los pelos. No estaba esperando una reprimenda pública. Tartamudea:
—Lo siento, sí. Lo siento. Lo sé. Pensaba que no…
Le interrumpo sin piedad. Aquí es donde dejo claro que se acabaron las malas costumbres. Ha llegado el momento de encender un par de hogueras, prenderle fuego a todo. Digo:
—Randy, lo que espero de todo el mundo es que esté aquí a las nueve en punto. No a las nueve y uno ni a las nueve y dos, y desde luego no a las nueve y cuarto. En el momento y en el caso de que esta empresa comience a dar beneficios, podremos relajar un poco las reglas. Hasta entonces, las nueve en punto. Sin excepciones.
Hago una pausa. Miro a Randy.
—¿Entendido?
No puede creer que le estén humillando públicamente. Su rostro adquiere un color canela.
—Sí —dice en voz baja.
—Bien —digo—. ¿Dónde está el jefe de ventas?
Paseo la vista por toda la sala. Al principio nadie responde. Después Rosita se anima. Ahora está sonriendo, disfrutando claramente el menoscabo a los directivos.
—Es Dom Vanderbeek. No está aquí.
Oigo risas y jadeos de placer desde varios rincones de la sala. Los empleados están deseando ver cómo le abro un nuevo agujero en el culo al jefe de ventas. No les voy a decepcionar.
Amanda está al otro extremo de la sala, cerca de la puerta.
—Dom trabaja desde casa los lunes y martes —dice.
—¿Ah, sí? Amanda, pónmelo al teléfono —digo, señalando un teléfono que cuelga de una pared cercana.
—¿Ese teléfono? —pregunta Amanda.
—En manos libres, por favor.
Amanda se encoge de hombros (no podría importarle menos), se acerca al teléfono y marca ágilmente. En un momento, todos oímos los timbrazos a través del amplificador. Responde una voz. Es brusca, entrecortada.
—Sí, habla Dom.
He oído esa voz miles de veces: el antiguo atleta, el vendedor supermacho, el gallito de la empresa.
—Dom —digo frente al teléfono—, soy Jim Thane. El nuevo director ejecutivo de Tao.
—Jim, qué tal estás —dice, como si fuera una afirmación y no una pregunta. El motivo de que no suene como una pregunta es porque no lo es. A Dom no podía importarle menos mi bienestar.
—Te tengo en modo conferencia, Dom. Estamos todos en el comedor, en una reunión de plantilla, y nos preguntábamos por qué no estás aquí. Porque probablemente sigues en plantilla. Y porque eres el jefe de ventas.
Silencio en la línea. Ahora me está tomando la talla, intentando adivinar si se trata de una broma o si soy un lunático. Finalmente, se decide por una estrategia concreta: se mostrará afable y paciente e intentará poner al nuevo al día.
—De acuerdo, Jim. Verás, los lunes y los martes generalmente trabajo desde casa. Es más fácil hacer llamadas de ventas desde aquí.
—El caso, Dom, es que el equipo de ventas lleva tiempo sin marcarse un tanto. Así que quiero a todo el mundo trabajando en la oficina. Todos los días. Y eso te incluye a ti.
Silencio de nuevo. Echo un vistazo a las caras reunidas en el comedor. La mayoría de estas personas son empleados de nivel bajo y nunca han oído discutir a los directivos. A una muchacha le entra la risa tonta debido a los nervios.
—De acuerdo —dice Dom, finalmente—. Estaré ahí mañana a primera hora.
Niego con la cabeza, en beneficio de mi público.
—Ahora —digo.
—¿Qué?
—Ahora, Dom.
—Escucha, a estas horas el tráfico es una locura. No tenía pensado…
—Empieza a pensar. Te quiero aquí. Ahora.
Más silencio. La habitación contiene la respiración. Los empleados están excitados. Saben que hay una posibilidad de que la conversación se salga de madre, que Dom Vanderbeek podría morder el cebo.
Todo el mundo aguarda. Por un momento pienso que Dom Vanderbeek podría llegar a espetarme una insolencia, pero sin embargo retrocede. Ahora lo tengo calado: es astuto, sabe que no debe pelear estando en desventaja. Esperará a que las circunstancias le sean favorables.
—De acuerdo, Jim —dice Dom, agradablemente—. Estaré de camino en diez minutos.
—Estoy deseando conocerte, Dom —digo.
—Yo también —dice él, y cuelga.