José María de Eça de Queirós (Póvoa de Varzim 1845-París 1900) es el máximo representante del realismo literario en Portugal, sin duda la voz más importante de la narrativa portuguesa de su época y uno de los nombres claves para comprender la Europa burguesa del XIX. También para la literatura española, y a pesar de ese mutuo desconocimiento que ya parece ser un tópico inevitable, el autor portugués es una referencia. El eco de Eça de Queirós resuena en Wenceslao Fernández Flórez y en Julio Camba, pero muy especialmente en el Valle-Inclán de las Sonatas, quien leyó muy bien la obra queirosiana —aunque la tradujera mal— y de cuyo estilo, en especial en su adjetivación, tanto aprendió.[1]
Eça de Queirós nació en 1845 en Póvoa de Varzim, población situada al norte de Oporto. Era hijo natural del magistrado José María de Almeida Teixeira de Queirós y de Carolina Pereira de Eça. Cuatro años después de su nacimiento sus padres se casaron pero el niño siguió viviendo con sus abuelos paternos. Podríamos buscar proyecciones de esta situación, aun a riesgo de abusar del psicoanálisis, en el entorno familiar de sus personajes, siempre huérfanos, sin hermanos, criados por tíos o abuelos. De hecho el propio Eça se desvinculó de su familia y sólo reclamó su legitimación poco antes de su boda en 1886.
Con la excepción de las circunstancias de su nacimiento la biografía de Eça de Queirós carece de grandes sucesos y de lances espectaculares. Entre 1861 y 1866 estudió derecho en Coimbra. La ciudad universitaria era entonces un microcosmos en ebullición. El Portugal que ve nacer a Eça de Queirós ya no es el escenario de las exaltadas luchas entre liberales y absolutistas de principios de siglo. Bajo la monarquía constitucional de D. Pedro V y, sobre todo, de D. Luís I la política portuguesa se remansa y se establece un turno de partidos casi ritual, muy semejante al de la Restauración española, entre los Regeneradores y los Progresistas. Es la asunción del triunfo burgués, blanco de los ataques de Eça en sus primeras novelas. En medio de este marasmo controlado por un caciquismo rural férreo, claramente manifiesto en La ilustre Casa de Ramires, sólo la aparición en 1874 del Partido Republicano introduce elementos de desestabilización y de renovación. Este es el marco estricto en que se gesta y se publica El primo Basilio. Pero si la situación política era de una estabilidad forzada y aburrida la vida cultural era más interesante. La agitación comenzó en 1865 con la llamada «Cuestión de Coimbra», una polémica literaria a la cual la literatura prestó su voz para la expresión de un enfrentamiento generacional que iba más allá del ámbito artístico. En la polémica se enfrentaron los jóvenes poetas de Coimbra —un mínimo grupo de apenas dos integrantes: Teófilo Braga, futuro presidente de la 1ª República Portuguesa, y Antero de Quental— y el poder literario representado en Lisboa por Antonio José Feliciano de Castilho, el último superviviente de la primera generación romántica. El enfrentamiento tuvo su origen en el poco afortunado prólogo laudatorio que este último escribió para una obra de Pinheiro Chagas, uno de sus protegidos. La avalancha de panfletos y contrapanfletos que durante dos años generó la polémica fue el indicador de la inminencia del cambio. Pese a todo la «Cuestión de Coimbra» no fue, como a veces se ha dicho, el enfrentamiento de una nueva generación realista contra los viejos ultrarrománticos. En 1865 también Teófilo Braga, Antero de Quental y el propio Eça de Queirós, que asistió a la polémica de Coimbra, como él mismo reconoció, como mero espectador, son románticos, pero lo son con un romanticismo diferente al de sus predecesores, lo son con otras influencias. Eça de Queirós nos dejó un inventario de esas lecturas, llegadas por la nueva línea del ferrocarril: «Cada mañana traía su revelación, como un nuevo sol. ¡Era Michelet que surgía, y Hegel, y Vico, y Proudhon, y Hugo, convertido en profeta y justiciero de los reyes, y Balzac, con su mundo perverso y lánguido, y Goethe, vasto como el universo, y Poe, y Heine, y creo que ya Darwin y tantos otros!»[2] Se trata de una mezcla de romanticismo y positivismo, especialmente marcado por el Hugo poeta social de Les Châtiments, que debía chocar necesariamente con los Lamartine y Walter Scott de la generación precedente.
Pero más allá de la polémica literaria, el efecto más claro de la Cuestión de Coimbra sobre Eça de Queirós fue la admiración que despertó en él Antero de Quental, líder indiscutible de los estudiantes de 1865. El joven Eça, que ya entonces colocaba entre la fe y la realidad el filtro distanciador de la ironía, quedó fascinado por la personalidad de Antero, en especial por su capacidad de entrega a un ideal político y social.
En 1866, recién licenciado, empieza a publicar en Gazeta de Portugal sus primeros textos, recogidos póstumamente bajo el epígrafe de Prosas bárbaras,[3] sugerido por él mismo, ya en su madurez, con nostálgico distanciamiento. Al año siguiente funda y dirige en Évora —de hecho lo elabora en su totalidad— el periódico de oposición gubernamental O Distrito de Évora, verdadera escuela en la que el joven Eça aprende sociología política y también practica la variedad de registros que la prosa periodística le exige.
En 1869 tiene lugar uno de los hechos cruciales de su vida. El joven Eça de Queirós, corresponsal del Diario de Noticias, y su amigo y futuro cuñado el conde de Resende viajan a Suez para asistir a la inauguración del Canal, la gran obra de ingeniería que alimentó el mito del progreso y el orgullo científico de los europeos y fortaleció las bases del pensamiento positivista de mediados de siglo. Los dos amigos embarcaron en Lisboa el 23 de octubre de 1869 y regresaron el 3 de enero de 1870. Visitaron Egipto (Alejandría y el Cairo) asistieron a los fastos inaugurales del Canal y prolongaron después su viaje hasta Palestina.
Este viaje, tan cargado de resonancias artísticas, siguiendo las huellas de Gérard de Nerval y de Flaubert, marca un hito en la evolución de la estética queirosiana. Los folletines de la Gazeta de Portugal son todavía textos de iniciación, claramente romántico-baudelairianos y resuenan fuertemente en ellos los ecos de las lecturas que los alimentaron. A su regreso de Egipto y tras una lectura minuciosa de Flaubert, que será su gran maestro de estilo, Eça cambia de rumbo estético:
«Este paralelo con Flaubert tiene razón de ser. Leyendo sus novelas Eça, antes de Oriente, encontró una literatura enraizada en la realidad. Madame Bovary, esa fue entonces la obra que más le entusiasmó. La visión necesita ser disciplinada. Flaubert le enseñó a ver. Le faltaba tener algo que ver. Tan hondamente había actuado ya sobre él el magisterio del maestro de Croisset que ciertos detalles de Oriente Eça los ve como Flaubert los vio».[4]
Por otra parte este viaje real dio muchos frutos literarios. La posterior actividad periodística de Eça le debe mucho. Desde las crónicas «De Port Said a Suez» para el Diario de Noticias en 1870 hasta la serie de artículos «Los ingleses en Egipto» (1882) publicados en la Gazeta de Noticias de Rio de Janeiro y recogidos en Cartas de Inglaterra resuena el eco de este viaje. También su obra ficcional es un constante testimonio de ese periplo mediterráneo. Además de los casos en que el viaje articula el texto, como en La reliquia y en La correspondencia de Fradique Mendes, encontramos ecos del viaje de 1869 en el periplo que en Los Maia Carlos emprende para «[…] hacer esa cosa estúpida y siempre eficaz que se llama distraerse […]». El protagonista de El mandarín para acallar sus remordimientos viaja también y acabará por levantar su tienda «[…] ante las murallas evangélicas de Jerusalén […] «y visitará «[…] ese largo Egipto monumental y triste como el corredor de un mausoleo».
Este periplo norteafricano no es el único viaje que realizó Eça de Queirós, cuya vida transcurrió bajo el signo del nomadismo profesional, pero es el único que dejó huella en su obra; la literatura alimenta a la literatura y el «viaje a Oriente» tenía una tradición y un significado del que carecía, por aquel entonces, el viaje por los Estados Unidos, Canadá y América Central que Eça llevó a cabo entre mayo y noviembre de 1873 sin que dejara ningún rastro en su obra ficcional.
Un año después de este viaje a Oriente Eça de Queirós participó —ahora sí activamente— en uno de los hitos más significativos de la cultura portuguesa de la segunda mitad de siglo: las «Conferencias Democráticas» en el Casino de Lisboa. Las «Conferencias del Casino» fueron la concreción práctica de las líneas programáticas que Antero de Quental había aportado a la tertulia que, bajo el nombre de «El cenáculo» reunía en la Travessa do Guarda-Mor a buena parte de la futura «Generación del 70». Bajo la guía de Antero y la influencia del pensamiento de Proudhon elaboraron un programa de renovación nacional que tenía como eje la necesidad de romper el aislamiento de Portugal y de integrarlo en los movimientos culturales, políticos y sociales que agitaban Europa. El propio Antero se encargó de exponer el manifiesto de este nuevo ideario en la conferencia inaugural del ciclo, el 22 de mayo de 1871, ideario recogido en un texto redactado por él mismo y firmado, entre otros, por Teófilo Braga, Eça de Queirós, Manuel de Arriaga, Oliveira Martins y Jaime Batalha Reis.
La conmoción provocada por este ciclo de conferencias, que incluía títulos tan revulsivos como «Causas de la decadencia de los pueblos peninsulares» o «Los historiadores críticos de Jesús», fue tal que un decreto ministerial prohibiendo la continuación del ciclo abortó el proyecto el 26 de junio del mismo año. Por aquel entonces Eça de Queirós ya había pronunciado su conferencia, que fue la cuarta. Su contenido nos es accesible sólo a través de las reseñas de prensa, ya que debió de basarse en un mínimo guión nunca publicado. El título también deja dudas, algunos periódicos reseñaron «La moderna literatura» otros «El realismo como nueva expresión del arte». En cualquier caso la conferencia recoge el punto en que se encontraba la evolución literaria de Eça en 1871 y es también el primer análisis sobre el realismo como corriente literaria que se hace en Portugal. Siguiendo a Proudhon, Eça aboga por un arte revolucionario: frente a la decadencia del romanticismo el arte debe volver a la realidad, describirla y actuar sobre ella. Se trata de un eclecticismo entre las teorías sociales de Proudhon y las ideas de Taine sobre la influencia de factores extraliterarios en la literatura. Si los periodistas reseñaron bien, lo que Eça propugnaba en 1871 era una simbiosis entre realismo y naturalismo en la cual el ideal literario era describir la realidad para, de acuerdo con una tesis ideológica previa, transformarla.
La exposición de Eça de Queirós desencadenó una polémica sobre la «nueva expresión del arte» que enfrentó —ahora así— a realistas y románticos. Pero la conferencia era más que un ataque a la literatura establecida, era el prólogo teórico a su propia producción ficcional entre 1874 (fecha del cuento Rarezas de una muchacha rubia) y 1880 (inicio de su alejamiento del realismo con El mandarín), época a la que corresponden sus dos grandes novelas realistas: El crimen del padre Amaro y El primo Basilio.
El realismo-naturalismo portugués, que tiene, pues, como fecha «a quo» esta conferencia de Eça, presenta puntos en común, pero también alguna notable diferencia, con el caso español. En ambos casos el naturalismo es una estética íntimamente relacionada con una ética, la del progresismo positivista de la segunda mitad del siglo, y en algunos autores, no en todos, está cercana al pensamiento socialista o anarquista. La novela —género literario por excelencia del naturalismo— se convierte en un arma «científica» para la transformación de la sociedad. Apoyada en la fisiología (Claude Bernard: Introducción a la medicina experimental), en el pensamiento político (Proudhon), en la historia y en la filosofía (Taine: Filosofía del arte) y en las ciencias naturales (Darwin), la narrativa naturalista parte de un apriorismo: mostrar los aspectos más perversos y nefastos de la sociedad para que ésta, ante tan terribles retratos, se vea impelida, como consecuencia de esa catarsis, a transformarse. La novela naturalista es, pues, de tesis y aspira a una regeneración social y nacional. En España y en Portugal la coexistencia de un romanticismo tardío con un realismo también tardío frente a un naturalismo que llegó a su tiempo produjo una simultaneidad de ambas estéticas y también un inevitable conflicto con las corrientes idealistas.
Pero hay algunas diferencias significativas. El realismo-naturalismo español es un concierto polifónico con varias voces al mismo nivel. Galdós no apaga a «Clarín» ni viceversa y se oyen también nítidas las voces de la Pardo Bazán, de Blasco Ibáñez y también de sus oponentes, Valera y Pereda. El realismo-naturalismo portugués es casi un solo a cargo de Eça de Queirós seguido por un coro a gran distancia: Teixeira de Queirós, Júlio Lourenfo Pinto, José Augusto Vieira y Abel Botelho, todos ellos mucho más naturalistas «strictu sensu» que Eça.
Los naturalistas portugueses se agruparon en torno a la Revista de Estudos Livres, dirigida por Teófilo Braga y Teixeira Bastos, donde en 1885 aparecieron una serie de artículos bajo el epígrafe genérico de «Novelistas naturalistas». En torno a esos años (teniendo en cuenta que en 1875 Eça de Queirós publica la primera versión de El crimen del padre Amaro, en 1878 El primo Basilio y en 1880 la tercera y definitiva versión de El crimen del padre Amaro) se sitúa la polémica del naturalismo en Portugal, casi paralelamente al discurrir de la misma polémica en España. Es importante destacar que, en ambos países, la introducción de las nuevas corrientes estéticas se produce en un marco de controversia casi violenta. La oposición española entre la Pardo Bazán y «Clarín» de un lado (por mencionar sólo dos nombres) y Valera y Pereda del otro, se produce en Portugal entre Eça de Queirós (con reticencias), Lourengo Pinto y Fialho de Almeida frente a Pinheiro Chagas, Latino Coelho y Camilo Castelo Branco. Casi todos estos escritores naturalistas tuvieron una actitud ambigua de atracción-rechazo —psicoanalíticamente muy interesante— ante la obra de Eça de Queirós. Admiraron sus primeras obras, las más cercanas al credo oficial, aunque ya en ellas señalaron «desviaciones» de la ortodoxia naturalista, como la ironía. A partir de la publicación de El mandarín (1880) se produjo la ruptura.
Tras el revuelo provocado por las «Conferencias del Casino». Eça de Queirós cerró una etapa, la de los estudios, las tertulias y la agitación social y cultural para entrar en la que será, ya para el resto de su vida, su profesión: la carrera diplomática. El 16 de marzo de 1872 fúe nombrado cónsul de Portugal en La Habana y el 9 de noviembre tomó posesión de su cargo. Su profesión diplomática se desarrolló siempre en un discreto nivel, sin implicación política ni embajadas de primer orden, pero facilitó dos circunstancias de gran influencia en su obra: la posibilidad de independizar creación literaria y necesidad económica y la de alejarse físicamente de Portugal.
Eça no será, pese a sus constantes quejas de dificultades económicas, un «profesional» de la narrativa como Camilo Castelo Branco o Balzac. Podrá permitirse gestar una novela —caso de Los Maia— durante ocho años, corregir obsesivamente una y otra vez los manuscritos y las galeradas sucesivas hasta convertirse en el terror de los tipógrafos en una perpetua busca de la palabra precisa, de la expresión más sugerente.
Si hay algo que caracteriza esencialmente la prosa de Eça de Queirós es lo que Marichal llamó la «voluntad de estilo», el ansia de crear una forma de expresión que fuera a la vez personal, nueva y perfecta. La voluntad de estilo es para él algo que trasciende la pura perfección formal. Eça rehúye siempre en sus páginas la confesionalidad directa, la expresión de un yo sentimental. La ironía es un arma distanciadora, no es posible involucrarse íntimamente en una situación y contemplarla irónicamente al mismo tiempo. Eça optó por esa visión distanciada de la realidad pero a través de su obsesión por la palabra expresó su «paisaje interior».[5] Bajo las fases aparentemente contradictorias de la evolución literaria queirosiana —Eça romántico, naturalista, modernista, látigo de burgueses, cruel ridiculizador de la Iglesia burocratizada o biógrafo de santos— fluye una única corriente común, más profunda que la temática y la adscripción a una corriente literaria: la constante voluntad de crear una prosa que fuera, como la define su «alter ego». Fradique Mendes: «[…] algo cristalino, aterciopelado, ondulante, marmóreo, que solo, por sí mismo, plásticamente, creara una absoluta belleza, y que, expresivamente, como palabra, lo pudiese traducir todo, desde los más fugaces tonos de luz hasta los más sutiles estados del alma.»[6] Esta «religión de la forma», en terminología queirosiana, es lo más sobresaliente de su obra, lo que la levanta por encima de la media de los novelistas de su época y lo que hace que más allá de la trama de su ficción, de las anécdotas del argumento, se pueda releer una y cien veces una página queirosiana encontrando en ella siempre algo nuevo. Como dijo Unamuno: «[…] en Eça de Queirós hay muchas páginas, muchísimas, que tienen valor por sí. Se puede ojear al azar, por aquí y por allá, una novela de Eça de Queirós. Cada perla del collar tiene valor de por sí».[7]
Para la creación de este lenguaje que es en realidad, una forma de pensar Eça contó con dos maestros principales, Flaubert y Almeida Garrett (1799-1854), el mejor de los románticos portugueses. La influencia de Flaubert fue inmediatamente percibida por los críticos, tanto por los favorables, que apoyaban la cosmopolitización de la literatura portuguesa, como por los desfavorables que le acusaron de empobrecer y afrancesar el léxico portugués. Eça de Queirós comparte con el autor de Madame Bovary el culto del estilo. Para Flaubert la superioridad del arte sobre la vida era total, de una forma menos radical también lo era para el portugués.
La influencia de Garrett pasó más desapercibida pese a ser esencial y proceder de su misma tradición literaria y de su misma lengua. Almeida Garrett fue el verdadero renovador del portugués escrito, vio claramente el estancamiento provocado por el divorcio existente entre lengua escrita y lengua hablada y trató, especialmente en su obra más destacada, Viajes por mi tierra, de reducir esta distancia. Garrett tenía además, como el propio Eça, una visión dialéctica de la realidad, un antidogmatismo a la vez racional e instintivo. A ambos la vida se les ofrecía en una multitud de aspectos. Para captar esa realidad facetada y poliédrica era necesario encontrar unas fórmulas dúctiles, que permitieran aprehender el sentido fluente de la existencia, fórmulas literarias que, como la adjetivación binaria y ternaria o el juego surgido de la yuxtaposición de un adjetivo objetivo y uno de sugerencias subjetivas, permitieran exponer los diversos ángulos de la percepción.
Eça fue acusado muchas veces de ser un escritor de léxico pobre, lo cual resulta objetivamente cierto si se compara con la exuberancia vocabular de Camilo Castelo Branco. Su defensa fue una paráfrasis de las bienaventuranzas: «Bienaventurados los pobres de léxico porque de ellos es el reino de la gloria».[8] En realidad era la defensa de una prosa combinatoria, en la que pocas unidades léxicas sabiamente combinadas podían crear un mayor efecto de fuerza, de gracia o de sugestión.
La segunda consecuencia de su «exilio consular» fue el alejamiento de Portugal, es decir de los temas y de la realidad de su primera narrativa. Entre 1872 y 1900 Eça sólo regresó a Portugal en los periodos de vacaciones. Esta distancia opera en dos sentidos: por una parte provoca la progresiva idealización de su patria lejana, que irá convirtiéndose en una Arcadia depurada por la memoria selectiva y que literariamente mellará las duras críticas de su primera etapa; por otra parte fue perdiendo poco a poco el contacto directo con la realidad sobre la que escribía. Mal podía Eça plegarse a la ortodoxia realista de la observación inmediata estando a miles de kilómetros del Portugal que era su materia literaria. Este conjunto de circunstancias: el culto al estilo —que anula el objetivismo realista—, la visión irónica y la imposibilidad de una mirada cotidiana sobre la realidad portuguesa le alejaron paulatinamente de la ortodoxia naturalista y marcaron la evolución de su narrativa.
La estancia de Eça de Queirós en Cuba fue breve. En noviembre de 1874 fue destinado a Newcastle-on-Tyne, donde estuvo hasta ser trasladado a Bristol en 1878. En total Eça permaneció en Inglaterra catorce años, hasta su nombramiento como cónsul en París en 1888, Durante esos años se quejó amargamente en sus cartas, como suelen hacer los diplomáticos, del clima inglés y de su gastronomía, pero también profundizó en el conocimiento de la literatura inglesa, cuya vena irónica tan bien conectaba con su propio estilo. Esa influencia es muy notable en la ambientación «inglesa» de Los Maia.
Los años de Inglaterra son los de la etapa realista-naturalista y también los del progresivo abandono de esta corriente estética. A su regreso del viaje a Oriente Eça se despide del romanticismo de Prosas bárbaras con El misterio de la carretera de Sintra, una parodia de folletín romántico y rocambolesco, escrito en colaboración con Ramalho Ortigáo, con quien colabora también en la serie de Las banderillas, crónicas satíricas sobre la vida de Lisboa en las que Eça aguza su estilete contra los aspectos más ridículos de la vida burguesa. En 1874 aparece en el Diário de Noticias el cuento Rarezas de una muchacha rubia, su primer ensayo de prosa ficcional realista. Decidido a predicar con el ejemplo las ideas de su conferencia escribe en sus años de Newcastle las dos primeras versiones de El crimen del padre Amaro y El primo Basilio. Las dos novelas son representativas del Eça de Queirós más estrictamente naturalista, al menos en su contenido temático, ya que el uso irónico del lenguaje y las distorsiones de la tesis moral marcan ya una cierta heterodoxia. El crimen del padre Amaro es la aportación queirosiana al tópico realista del pecado carnal del sacerdote, desde la óptica anticlerical de crítica a la hipocresía de una Iglesia institucionalizada, y un análisis de las nefastas consecuencias de las vocaciones inducidas y del celibato sacerdotal impuesto. El primo Basilio es también la realización queirosiana de un topos epocal, el adulterio femenino en el seno del mundo burgués; lo comentaremos más adelante.
También durante esta época Eça planea un ambicioso proyecto titulado «Escenas de la vida portuguesa» o «Escenas de la vida real» que no llegaría a ver la luz más que en la dudosa forma de las publicaciones póstumas refundidas por su hijo. Deberían haber sido doce novelas cortas, relacionadas entre sí a través de algunos personajes que, a la manera balzaquiana, servirían de nexo entre ellas. En octubre de 1877 Eça escribe a su editor Chardron indicándole los títulos junto con la explicación del plan de la obra:
«Tengo una idea que creo que daría muy buen resultado. Se trataría de una colección de pequeñas novelas entre 180 y 200 páginas que sería un retrato de la vida contemporánea en Portugal: Lisboa, Porto, provincias […] todas las clases, todas las costumbres entrarían en esa galería. La cosa podría llamarse “Escenas de la vida real” […] Cada novela tendría después su título propio […] los personajes de una aparecerían en las otras de manera que la colección formaría un todo… […]».[9]
Eça trabajó casi diez años en este proyecto que nunca terminó. ¿Por qué se malogró este ciclo de novelas? Podríamos pensar que algo tuvieron que ver las críticas del gran novelista brasileño Machado de Assis a El primo Basilio, que mucho afectaron a Eça; pero sin duda tuvo mayor importancia la propia evolución estética del autor y un progresivo cansancio de las fórmulas realistas. Muchas de las novelas anunciadas fueron abandonadas en diversas fases de realización, otras cambiaron de rumbo y se convirtieron en extensas novelas que forman lo mejor de la producción queirosiana, como Los Maia. Estas novelas —La capital, El conde de Abranhos, Alves & Cia— en algunos casos difíciles de datar, que tienen en común haber sido desechadas por su propio autor y encontrarse en niveles muy diferentes de elaboración, constituyen el conjunto de publicaciones póstumas que Eça de Queirós hijo reconstruyó, y en algunos casos casi escribió de nuevo, para darlas a la imprenta en los años veinte.
A partir de 1880 Eça empieza a dar señales de cansancio del realismo e inicia un nuevo rumbo estético. Es el año en que empieza a escribir Los Maia. Concebida al principio como una más de las novelas breves de «Escenas de la vida portuguesa» se convertirá en el proyecto más ambicioso de su vida. Varias veces Chardron anunciará la inmediata publicación de la novela y varias veces deberá aplazarla, ya que el texto no estuvo definitivamente listo hasta 1888. En esos ocho años la novela breve inicial ha crecido hasta las 700 páginas y se han producido importantes modificaciones en la óptica artística de su autor. También en el contexto cultural europeo las cosas habían cambiado, el cansancio del realismo se acentuaba y se hacía general, la literatura rusa, divulgada en Occidente por De Vogué propició formas de psicologismo distintas a las anteriores y al espiritualismo de tintes franciscanos inspirados por el libro de Sabatier se unen formas estéticas que preludian el modernismo y otros ismos finiseculares. Los Maia refleja esa transición. A lo largo de la novela la descripción realista de las clases altas de Lisboa se completa con la nueva importancia atribuida a los sueños y premoniciones y con la construcción simbólica de la novela. La familia, microcosmos simbólico como en la tragedia griega, refleja en el incesto entre Carlos y María Eduarda da Maia, hermanos separados desde niños, el fracaso de todo un mundo basado en el orden lógico del positivismo. También desde el punto de vista de la técnica narrativa hay cambios significativos, el narrador más o menos objetivo e impersonal —que en el caso de Eça nunca lo fue mucho— deja paso a la focalización interna en los personajes y al discurso indirecto.
Mientras Los Maia proseguía su lenta gestación y para tranquilizar al pobre Chardron, editor en la eterna angustia de la espera, Eça publica dos novelas breves para entretener a sus lectores: El mandarín (1880) y La reliquia (1887). Son dos novelas «novelescas», que rompen con toda su producción anterior. El mandarín es un cuento filosófico, una fábula voltairiana basada en un tema de Chateaubriand: ¿matarías a un viejo mandarín en los confines de China si para ello sólo tuvieras que tocar una campanilla y así heredaras su fortuna? Como era de esperar la resolución queirosiana de este apólogo moral resultó muy distinta a la del romántico francés. La reliquia es una novela sobre la hipocresía. Teodorico Raposo se ve obligado a fingir una religiosidad que no siente para heredar la fortuna de su muy beata tía. En su viaje a Palestina «fabrica» una reliquia que va a asegurarle para siempre la anhelada herencia. Por una burla del destino —y por un error en los paquetes— será el camisón de su amante lo que aparezca en el oratorio de doña Patrocinio. Estas dos novelas llenas de malévolo humor y de fantasía marcan el fin de la fase realista de Eça de Queirós y el inicio de un camino literario que le llevará en muy pocos años al modernismo —llamado en Portugal simbolismo— mucho antes de la aparición de formas fin de siglo en la literatura española.
En el momento en que se produce este importante cambio de rumbo estético tiene lugar un hecho decisivo también en la vida personal de Eça de Queirós. El 10 de febrero de 1886 se casa con Emilia de Castro, condesa de Resende, la hermana menor de su amigo de juventud y compañero en el viaje a Egipto. Con este enlace Eça entra en un círculo de la sociedad portuguesa muy distinto a su burguesía de origen. Ya en Los Maia los personajes pertenecen a la alta burguesía financiera y a la aristocracia y en La ilustre Casa de Ramires el círculo descrito es el de la antiquísima aristocracia rural. El joven airado de la tertulia proudhoniana del «Cenáculo» se remansa, el martillo de clérigos y burgueses deja paso al refinadísimo estilista, el sarcasmo evoluciona hacia una sutil ironía finisecular.
Finalmente, en 1888, vio cumplido su sueño de muchos años: dejar Inglaterra y ocupar el consulado portugués en París. Allí vivirá hasta su muerte, allí nacerán sus cuatro hijos y también allí recibirá las noticias que amargarán sus últimos años. A la evolución de su dolencia intestinal, que le causará la muerte, se añadió el disgusto producido por el «Ultimátum» inglés y, peor aún, por la reacción portuguesa. En 1890 el entonces todopoderoso Imperio Británico obligó a los portugueses bajo fuertes presiones y amenazas a renunciar a sus aspiraciones de establecer una unión territorial entre Angola y Mozambique que crearía de costa a costa de África un amplio espacio colonial portugués. El «Ultimátum» fue recibido en Portugal como una gran humillación nacional de efectos parecidos a la crisis del 98 en España. Pero la reacción no pasó de un conjunto de superficiales medidas antibritánicas y no se produjo ese verdadero movimiento de reflexión y de regeneración nacional que Eça llevaba esperando tanto tiempo.
Al año siguiente, en setiembre de 1891, le llega la noticia del suicidio de Antero de Quental. Eça dedicó entonces a su amigo muerto unas páginas de una intensidad afectiva rara en la obra queirosiana significativamente tituladas «Un genio que era un santo». En 1895 le sacude la noticia de la muerte de otro gran amigo, Oliveira Martins, historiador y político, cuya influencia equivale en estos años a la ejercida por Antero en su juventud.
Entre esas noticias de muerte y su propio dolor Eça de Queirós sigue escribiendo. Datan de esos años La correspondencia de Fradique Mendes, primero publicada en folletines, La ilustre Casa de Ramires, y La ciudad y las sierras. El protagonista de La correspondencia de Fradique Mendes es un héroe decadente con la obsesión por la estética del Floressas des Esseintes de Huysmans pero sin sus sufrimientos y taras hereditarias. Fradique es un superhombre, un modelo fin de siglo, y con tal suma de perfecciones como protagonista no puede construirse una novela. Eça crea una biografía —casi hagiográfica— y un epistolario que lo muestra «entregado a la ocupación de pensar». En esas cartas alterna los destinatarios reales (Oliveira Martins, Ramalho Ortigáo, el propio Eça) con los imaginarios y con todos ellos Fradique-Eça teoriza sobre política, religión, arte y literatura. Estamos en las antípodas temáticas y estéticas de El crimen del padre Amaro.
La ilustre Casa de Ramires, en la estela del «Ultimátum» inglés, es una novela sobre la humillación. Novela simbólica, en la que Gonzalo Mendes Ramires, último descendiente de una ilustrísima familia cuya decadencia corre paralela a la de su país, es el propio Portugal del presente. Las teorías queirosianas de una regeneración mediante el dolor se unen ahora a las ideas de Oliveira Martins para mostrarnos cómo Gonzalo tendrá que descender a la sima de su propia cobardía, de su comodidad, de su claudicación moral, para ser capaz de remontar y de reconducir su propia vida buscando en Mozambique una inyección de fuerza y de vida.
Las últimas obras de Eça de Queirós son sorprendentes. El joven satánico y baudelairiano de Prosas bárbaras, el naturalista «escandaloso» de El crimen del padre Amaro y El primo Basilio, el humorista de El mandarín y La reliquia, el refinado esteta de La correspondencia de Fradique Mendes, sufre entre 1890 y su muerte en 1900 una curiosa «conversión» que le conduce a la que se ha llamado fase hagiológica o fase nacionalista. La ciudad y las sierras es un ensueño arcádico en el que el hipercivilizado e infeliz Jacinto, habitante de un palacio parisino repleto de las últimas tecnologías —y de algunas de ciencia ficción, que Eça describe con la maestría de Julio Verne—, descubrirá la esencia de la felicidad en la aurea mediocritas de sus reencontradas propiedades en las tierras del norte de Portugal. En esta novela vemos el efecto producido por su largo exilio consular. Portugal se ha depurado en el recuerdo, la mirada de Eça sobre su país, como la de Jacinto, es la del urbanita que añora —a veces sin él saberlo— la Arcadia perdida. La ciudad y las sierras fue recibida como la reconciliación de Eça con su patria, a la que había fustigado en tantas páginas; en realidad se trataba de algo más profundo. Un hombre prematuramente envejecido por la enfermedad y por el dolor vive en la ciudad con la que tanto soñó para acabar descubriendo que no responde a sus expectativas de tantos años y desde la inmensa metrópolis de Baudelaire sueña con un paraíso perdido que es más la juventud y la fuerza que el propio Portugal.
Más desconcertantes aún son las Leyendas de santos que deja inacabadas. Vidas de santos quizá inexistentes —San Onofre, San Frei Gil, San Cristóbal— impregnadas de un profundo franciscanismo, como si un socialismo evangélico hubiera sustituido al Proudhon de su juventud, escritas en una bellísima prosa que demuestra cuál es el hilo conductor de toda su producción: la creación de ese lenguaje prosístico nuevo en la literatura portuguesa.
Pero no es ese sorprendente giro espiritualista del último Eça el que ahora nos ocupa. Volvamos atrás, a la fase naturalista, para reencontrar El primo Basilio, la novela que les presentamos.
A través de la correspondencia queirosiana y de los estudios de Ernesto Guerra da Cal[10] podemos seguir la génesis de El primo Basilio. La novela fue escrita en Newcastle y una primera redacción estaba casi lista en 1876. Fue planeada como parte del proyecto balzaquiano «Escenas de la vida portuguesa» y un primer borrador llevaba como título «El primo Joáo de Brito».[11] Se trata de un texto autógrafo de 71 páginas, sin fecha, datable por las alusiones del propio autor en su correspondencia alrededor de 1875. Este primer germen presenta muchos puntos en común con el texto definitivo en cuanto a la intriga, los personajes y la técnica narrativa. El adulterio se perfila ya como motivo central, pero personajes esenciales como Juliana y el Consejero Acácio —llamado Major Pimenta— están menos desarrollados.
La intención original del autor, como en otros casos, era posiblemente hacer una novela corta. El manuscrito de El primo Basilio está fechado con la indicación «setiembre de 1876-setiembre de 1877» y las primeras entregas llegaron a la imprenta en mayo de 1877. La primera edición de 3000 ejemplares apareció en febrero de 1878 (Livraria Internacional de Ernesto Chardron, Porto-Braga, 1878, 636 págs., 18’5 cm.), se agotó en tres meses y despertó un fuerte movimiento crítico a favor y en contra. Entre las críticas negativas son especialmente destacables las de Machado de Assis y Fialho de Almeida. Previamente se publicó un fragmento titulado «El primo Basilio. Un té en familia» en el Diàrio da Manhà de Lisboa 13/X/1877, pero no llegó a publicarse la versión completa en folletines porque el autor frenó esa publicación con la que no estaba de acuerdo.
La segunda edición —ahora con el subtítulo «Un episodio doméstico»— apareció a principios de 1879 aunque lleva fecha de 1878. Fue completamente revisada y corregida por Eça y presenta diferencias considerables respecto a la primera. Ésta es la única edición que el autor consideró válida para cualquier traducción o edición posterior. La última edición en vida de su autor se publicó en 1887 (Livraria Internacional de Ernesto Chardron, Casa Editora Lugan & Genelioux, Sucessores, Porto, 1887, 608 págs., 18’5 cm.). Se anunció como edición corregida, pero Eça no llegó a recibir las pruebas finales, hecho que le causó un gran enfado dado su obsesivo afán de corrección. Se sentía, además, muy lejos ya de la estética realista-naturalista y siempre había mantenido malas relaciones con esta novela, como observamos en una carta a Ramalho Ortigáo de 1877, anterior a la publicación de la primera edición:
«He acabado el Primo Basilio, una obra falsa, ridícula, afectada, deforme, sentimentaloide y estupefaciente. Ya la leerá, es decir, la dormirá. Sería largo explicar cómo yo, que soy cualquier cosa menos insípido, pude hacer una obra insípida».[12]
Pese a todos sus defectos y al poco aprecio que su autor sentía por ella El primo Basilio ha sido una novela con fortuna editorial internacional. La novela ha sido traducida a once lenguas: alemán, francés, inglés, italiano, holandés, checo, serbo-croata, eslovaco, esloveno y también, lógicamente, al español. Algunas de estas versiones se publicaron todavía en vida de Eça y han conocido varias reediciones.
La más antigua de las traducciones españolas es una versión anónima —y pirata— publicada en Madrid en 1884. En una fecha indeterminada entre 1900-1920 aparece otra traducción anónima para la colección «La Lectura». En 1927 (Madrid) una traducción de Elizabeth Mulder de Dauner. Con el desastre editorial español de la posguerra y la censura eclesiástica sobre Eça de Queirós las traducciones de esos años se publican en Buenos Aires (1941, traducción de Francisco Lanza, reeditada en 1944; 1943, traducción de Juan Bautista Casas, reeditada en 1944). Con motivo del centenario de Eça de Queirós se publica en Madrid en 1948 (Ed. Aguilar) la traducción de las obras completas del autor portugués a cargo de Julio Gómez de la Serna, posiblemente la mejor versión al español en su conjunto. Esta edición de las obras completas ha sido reeditada en 1959 y en 1965. Más recientemente se ha publicado en Barcelona (Planeta 1981) una nueva traducción a cargo de Rafael Morales. Esta versión ha sido reditada en 1984.
Mención aparte, por tratarse de un caso especial en todos los sentidos, merece la traducción firmada por Valle-Inclán alrededor de 1902 —la primera edición no lleva fecha— para la editorial Maucci de Barcelona y reeditada en 1904, 1918, 1925, 1958, 1962 y 1983. La calidad de esta traducción condice mal con la maravillosa literatura de don Ramón. El texto es cortado arbitrariamente muchas veces, sin más criterio que el de abreviar las descripciones; las construcciones sintácticas y las expresiones hechas del portugués aparecen calcadas en castellano, con el lógico perjuicio del espíritu de la lengua y los contrasentidos y errores denotan una poca familiaridad con la lengua original casi imposible en un gallego. Veamos sólo un ejemplo:
«E teu marido —perguntava ele— Quando vem?
—Nao fala em nada, (no dice nada). Ou entao: —Nao recebi carta, nao sei nada […]»[13]
Trad.:
«¿Cuándo viene?
—No nos hace falta —respondía Luisa. —Ni he recibido carta ni sé nada f…]»[14]
La conclusión a que nos llevan estos desatinos es que esta versión (como la de La reliquia y la de El crimen del padre Amaro) fue hecha a toda prisa, para satisfacer la urgencia del editor Maucci y la penuria económica del traductor. Podemos incluso preguntarnos si fue realmente el propio Valle-Inclán quien la hizo, ya que más adelante se desentendió de su responsabilidad en esos trabajos, llegando a atribuir su autoría, en una entrevista concedida en Buenos Aires, a su mujer, Josefina Blanco.
Paradójicamente, estas pintorescas traducciones marcan el inicio de los años de mayor auge de la presencia queirosiana en España. Esta época dorada es la comprendida entre 1910 y 1930 y coincide con la generación novecentista, que tantas afinidades estéticas presenta con Eça de Queirós.
El primo Basilio es una novela de tesis sobre las consecuencias personales, familiares y sociales del adulterio femenino, uno de los grandes topoi de la narrativa realista. Podemos establecer brevemente un sucinto listado de esos grandes temas que en muchos casos se combinan entre sí en las novelas: el testimonio del surgimiento de las metrópolis y el cambio en las relaciones humanas que trajo consigo; las imágenes del sacerdote ambicioso y del sacerdote lascivo, derivadas de la crítica anticlerical de raíz liberal o socialista; la importancia del teatro, la ópera o los bailes de Carnaval (¿en cuántas de estas novelas los personajes asisten a la representación del Fausto de Gounod?, la ópera burguesa por excelencia); el auge de la banca y la importancia de todo el entramado financiero, tan claro en La fiebre de oro de Narcís Oller; la inactividad y el diletantismo, verdadero cáncer que devora a las clases que deberían regir la sociedad; la emergencia del «cuarto estado»; el tema, tan dostoyevskiano, de la prostituta honrada, etc. Pero, entre todos ellos, el gran topos del adulterio femenino, generalmente combinado con uno o más de los temas anteriormente citados[15] adquiere una recurrencia casi obsesiva en la narrativa europea de la segunda mitad del siglo XIX.[16]
La novela de Eça de Queirós es la aportación portuguesa a este tema tan claramente epocal, pero, a diferencia del texto flaubertiano, El primo Basilio lleva por título el nombre del amante, no el de la adúltera, aunque este hecho no se traduzca literariamente en una localización en este personaje, como hará Galdós en Lo prohibido. El foco de la narración es Luisa, una joven esposa burguesa lisboeta, sin hijos, casada con Jorge, un ingeniero de minas a quien quiere —y esto supone ya una alteración del modelo— lo cual no le impide caer en los brazos de su primo Basilio, ex amor de adolescencia y don Juan sin grandeza, que regresa a Lisboa muy oportunamente, después de unos años de estancia en el Brasil, precisamente cuando Jorge estará fuera de su casa unos meses por motivos de trabajo.
En su aventura con Basilio, porque sería exagerado hablar de gran pasión, Luisa cree realizar sus sueños de ser una gran amante, aprendidos en las novelas románticas que alimentan sus horas vacías y en las conversaciones con su amiga Leopoldina, que encadena el fin de una aventura amorosa con el inicio de otra y resume en una frase lapidaria la esencia del «bovarismo»: «—¿Qué quieres? Cada vez creo que es una pasión y cada vez me sale un latazo». Basilio tiene además una vida «interesante», ha estado en países lejanos, ¡ha estado en París!, Luisa cederá, inevitablemente, ante tantas fuerzas sociales y psicológicas impulsándola a la vez hacia el adulterio.
En 1878, en carta a Teófilo Braga, Eça expuso claramente cuáles habían sido sus intenciones con El primo Basilio. La cita es larga, pero la voz del autor puede explicar mejor que nadie el propósito de su novela:
«El primo Basilio presenta, sobre todo, un pequeño cuadro doméstico, muy familiar para quien conoce bien la burguesía de Lisboa: la señora sentimental, mal educada, ni siquiera espiritual […] llena de novelas, de lírica, con el temperamento sobreexcitado por la ociosidad y por la finalidad misma del matrimonio peninsular, que es normalmente la lujuria […] por otro lado el amante, un canalla, sin la justificación que puede dar la pasión, que lo que pretende es la vanidad de una aventura y el amor gratis. Por otro lado, la criada, en secreta rebelión contra su condición, ávida de desquite. […] Una sociedad sobre estas falsas bases no conoce la verdad: atacarlas es un deber. Y desde esta perspectiva El primo Basilio no está del todo fuera del arte revolucionario, creo […] los Acádos, Ernestos, Saavedras, los Basilios, son formidables obstáculos, son una buena causa de anarquía en la transformación moderna: merecen compartir con el Padre Amaro los bastonazos del hombre de bien».[17]
La intención es clara, pero ése es precisamente el problema. Cuando el novelista quiere dar demasiados bastonazos la trama se resiente. Es demasiado obvio que la construcción narrativa está al exclusivo servicio de un apriorismo. Poco después de la publicación de El primo Basilio el escritor brasileño Machado de Assis publicó un artículo sobre las dos obras de Eça conocidas hasta entonces, El crimen del padre Amaro y El primo Basilio.[18] La crítica fue dura y no le faltaba razón en muchos puntos. La objección principal de Machado de Assis a El primo Basilio es el uso constante de «deus exmachina» —el oportuno aneurisma que pondrá fin al chantaje de la criada Juliana, las misteriosas fiebres cerebrales que Luisa contrae y que le causan la muerte, etc.— para no desviar el rumbo de la tesis. Esta necesidad de encaminar constantemente la acción lleva a incongruencias narrativas y contribuye especialmente a debilitar la construcción literaria de la protagonista. Entendemos muy bien por qué Emma Bovary engaña a su marido, nos resulta más difícil comprender la infidelidad de Luisa. Machado de Assis hace notar además la deformación de la moralidad de la historia, que se resiente de ese uso abusivo de calamidades fisiológicas. Debido a ellas la moral de la obra no es la condena del adulterio femenino sino una advertencia destinada a la elección cuidadosa de los criados, ya que el único factor que se opone, al parecer, a la felicidad matrimonial de Luisa tras su momentánea «caída» son las cartas que obran en poder de la criada Juliana.
El propio autor era consciente de los fallos de esta novela:
«El estilo tiene limpidez, fibra, transparencia, precisión, “netteté”, pero la vida no vive […] Los personajes —ya lo verá— no tienen la vida que nosotros tenemos: no son del todo “des images découpées”, pero tienen una musculatura gelatinosa: oscilan, se desparraman como los quesos “da Serra” […] nunca haré nada como el Padre Goriot ¡y conoce muy bien la melancolía que en tal caso adquiere la palabra nunca!».[19]
Efectivamente éste es el principal defecto de El primo Basilio: los personajes «serios», los que debían llevar el peso de la crítica —Luisa y Basilio— no son verdaderamente seres humanos sino conceptos encarnados, símbolos sociales. La adúltera Luisa es la síntesis de los defectos de educación femenina burguesa que Eça había fustigado en su «banderilla» de 1871: es ociosa, no tiene hijos, carece de una sólida vivencia religiosa, se ha educado a base de novelas románticas, etc.
Ahora bien, pese a todos esos defectos El primo Basilio es una novela extraordinaria en sus personajes secundarios, en su carácter de retrato de una sociedad y en algunos pequeños detalles que suponen innovaciones sorprendentes. Eça de Queirós introdujo en El primo Basilio —deberíamos preguntarnos hasta qué punto fue consciente de ello— un elemento extraordinario, aparentemente mínimo, que en el contexto decimonónico acentúa la «monstruosidad» de Luisa pero que en el nuestro adquiere otra dimensión: cuando Luisa descubre lo lejos de sus héroes románticos que está ese Basilio que fuma puros ante ella y que no ha sido capaz de proporcionarle más nido de amor que un cuchitril infecto está a punto de abandonarlo; pero Basilio la seduce de nuevo, no con palabras o con actitudes románticas tomadas de las novelas, sino enseñándole una forma de placer que ella desconocía:
«[…] le besó respetuosamente las rodillas y entonces le hizo en voz baja una petición. Ella se puso colorada, sonrió; decía ¡no!, ¡no! Y cuando salió de su delirio, se tapó el rostro con las manos, muy colorada, y murmuró con reprensión: —¡Oh Basilio! Él se retorcía el bigote, muy satisfecho. Le había enseñado una nueva sensación: ¡ya no se le escapaba!».
Posiblemente fuera éste el pasaje que «le suspendió el respiro» a Miguel de Unamuno:
«Lo primero que de Eça de Queirós leí, siendo un mozo, fue O Primo Basilio. Era el tiempo en que aquí hacía furor Zola. No puedo recordar el efecto estético, de arte, que me produjera. Sólo recuerdo otro efecto. Sólo recuerdo que al llegar a cierto pasaje y a una frase que aún, a través de los años, me retintina en la memoria, se me suspendió el respiro. Pero no fue ello pura emoción estética de arte».[20]
Tenía razón don Miguel para azorarse. Esta afirmación, brutal para la época, del poder del deseo físico, de ese deseo físico femenino que no existía —más que como patología— ni para los poetas, ni para los médicos, ni para los filósofos, es uno de los detalles más innovadores del texto queirosiano. La adúltera queirosiana no busca en su amante «espíritu y sensibilidad», busca unas sensaciones que su marido no le ha proporcionado.
Esta «nueva sensación» es tan poderosa en el ánimo de Luisa como las novelas románticas que fueron anatomizadas por todos los realistas —siguiendo al pie de la letra Amor y matrimonio de Proudhon— en una verdadera cruzada contra la mujer lectora que olvidaba su verdadera función de «ángel del hogar».
De hecho la mujer, en ciertas clases sociales, siempre ha sido lectora, quizá más que el hombre, porque ha dispuesto de más tiempo y el hombre siempre ha temido la fuerza de ese otro mundo de ficción en el que la mujer se adentraba en solitario y a través del cual se alejaba de su control. Por otra parte, paradójicamente, esa otra realidad, generalmente mucho más atractiva, eran otros hombres, los escritores, quienes se la ofrecían. También las novelas de «adulterio» son textos sobre mujeres escritos por hombres, y desde una perspectiva muy ambigua: piedad individual para su heroína pero condena social de su acción. Las mujeres encontraban, pues, un placer que era casi un adulterio espiritual, en la imaginación y en las palabras de otro hombre y a veces amaban tanto a los personajes de esas novelas que daban a sus hijos, a los que tenían en la realidad, con su marido legítimo, el nombre de esos héroes de ficción que habitaban sus sueños. En Alves & Cia el protagonista carga con el nombre de Godofredo a causa de las lecturas de su madre. María Monforte, personaje de Los Maia, decide bautizar a su hijo con el nombre del héroe de su novela favorita, naturalmente de Walter Scott.
De nada servía que todavía en 1837 se pusieran impedimentos a las mujeres para entrar en la Biblioteca Nacional (aunque la ley las autorizaba a hacerlo)[21]. Los nombres de ciertas colecciones literarias indican a las claras quiénes eran sus lectores, es decir sus lectoras: Biblioteca de señoritas; Biblioteca de tocador, Museo de las hermosas etc. Añadamos a esto el fenómeno de la «suscripción» —cuenta abierta en una librería para la adquisición de novelas— también mayoritariamente femenino. Emma Bovary, Ana Karenina, Luisa, todas tienen esas cuentas para un viaje al ensueño. Estas remesas de las librerías eran la única arma para luchar contra el aburrimiento que tenían unas mujeres condenadas a la más absoluta inactividad. Pero también esa evasión era perversa. Para las mujeres «tener literatura» siempre es negativo, las convierte en un ser no natural, es decir en un monstruo. Como demostró Flaubert, entre una lectora romántica compulsiva y una adúltera hay un trecho muy breve, como en el caso de Raquel Cohén en Los Maia o el de María Monforte en la misma obra, que tenía literatura y así le fue, acabó fugándose con un príncipe italiano y convertida en demimondaine.
En sus lecturas las mujeres encontraban héroes, el espacio para un sentido épico de la existencia que el mundo burgués había desterrado. Y esos héroes de otro mundo y de otra época aparecían teñidos de todas las perfecciones, muy superiores a los maridos reales que ellas encontrarían. ¿Cómo podía Charles Bovary competir con Rob Roy?
No es casual esta comparación con un personaje del autor escocés. Walter Scott (1771-1832) fue el novelista que pobló de héroes los sueños de las mujeres del siglo XIX. La técnica de Walter Scott consiste básicamente en presentar figuras históricas como secundarios pero dar el protagonismo a personajes de ficción que puedan representar el arquetipo heroico de Occidente. Lo que las lectoras bovaristas encuentran en la lectura de Walter Scott es el indestructible mito heroico: misión, juventud, belleza, muerte que valoriza la vida, belleza… lo contrario de la cotidianidad de sus maridos, puesto que el héroe siempre es representado en exaltación.
También Luisa había leído mucho a Walter Scott:
«[…] Leía muchas novelas; tenía una suscripción mensual en la Baixa. De soltera, a los dieciocho años se había entusiasmado con Walter Scott y con Escocia […] y había amado a Ervandalo, Morton e Ivanhoe, tiernos y graves, con la pluma de águila sobre el gorro, sujeta a un lado por el cardo de Escocia de esmeraldas y diamantes».
Los héroes literarios fueron el primer amor de muchas mujeres. Cuando Luisa y su amiga Leopoldina, la encallecida adúltera, beben más de la cuenta hablan de esos primeros amores con emoción:
«La “Traviata” recordó a Luisa “La dama de las camelias”; hablaron de la novela; recordaron episodios… —¡Qué pasión tuve de jovencita por Armando!— dijo Leopoldina. —Y yo por D’Artagnan —exclamó ingenuamente Luisa. Se rieron mucho».
Desde el punto de vista literario estas novelas son la respuesta realista a la estética romántica del anhelo infinito. El desnivel entre la expectativa que han generado en las mujeres las novelas románticas (el eterno motivo de Cenicienta esperando al príncipe) y la realidad que les espera (Charles Bovary o, en el mejor de los casos, Alexei Karenin) origina el desastre.
Basilio será el nuevo D’Artagnan —con habilidades, como hemos visto, que van más allá de los poderes de un personaje literario— de Luisa, pero como «hombre fatal» la arrastrará desde su posición de «torre inexpugnable» —porque para la tesis de estas novelas la esposa debe ser fiel hasta que deja de serlo, en una forma de «caída del estado matrimonial» como situación edénica— a «flor marchita».
Sería casi ingenuo recordar que nunca sucede lo mismo con los hombres. El tema del adulterio es indisoluble de la doble moral burguesa. La familia es el núcleo de la economía burguesa generada en los pequeños talleres de los gremios y la herencia es su pilar. El adulterio masculino no comprometía esencialmente esa transmisión patrilineal de la fortuna familiar porque la legitimación de un hijo no matrimonial del hombre era siempre una decisión voluntaria de éste. Ahora bien el adulterio femenino, que llevaba consigo la imposibilidad de asegurar la paternidad, introducía el peor factor de desestabilización posible para la mentalidad burguesa: la ruptura de esa patrilinealidad de la herencia.
El matrimonio burgués era una relación afectiva —o eso se suponía— pero era también un contrato en el sentido moderno. En el Antiguo Régimen la vida del hombre estaba regida por muchas estructuras y normas sociales pero a partir del siglo XIX estos lazos convergen en torno a la idea rousseauniana de contrato y entre todos ellos destaca el contrato por excelencia, la unión matrimonial, eje de toda la sociedad. De esta forma el adulterio de la mujer se convierte en un asalto frontal a toda la estructura social y en su condena coinciden todos, conservadores y socialistas, ultracatólicos y librepensadores. El adulterio femenino es sentido como una triple traición: al contrato interpersonal —ya que el matrimonio burgués, como decíamos, a diferencia del aristocrático, presupone el afecto entre los cónyuges— al contrato social de constitución de familia y al contrato religioso firmado ante Dios, de ahí los remordimientos religiosos de algunas de estas adúlteras.
Por otra parte el adulterio de la mujer vulnera otro principio del mundo moderno: la privacidad del hogar. El amante es el intruso en casa, el usurpador que ocupa un lugar que no le pertenece. En Alves & Cia (breve novela en la que Eça revisa desde la distorsión moral de fin de siglo, cuando ya no es necesario que la adúltera se arroje a las vías del tren, el tema del adulterio femenino). Godofredo, el marido, encuentra a su mujer abrazada a su amante, que es su amigo —más grave aún, su socio comercial— en su casa, en su salón, en su sofá, la traición se agrava con la invasión del espacio.
Si la mujer adúltera pone en causa todos los pilares de un orden que la sociedad burguesa cree «natural» debe de tratarse de algo aún peor que la mujer-demonio de los románticos. Como aberración natural y moral la adúltera es, como afirmó Schopenhauer de manera diáfana, un monstruo:
«Ante todo, preciso es considerar que el hombre propende por naturaleza a la inconstancia en el amor y la mujer a la fidelidad. El amor del hombre disminuye de una manera perceptible a partir del instante en que ha obtenido satisfacción. Parece que cualquier otra mujer tiene más atractivo que la que posee; aspira al cambio. Por el contrario, el amor de la mujer crece a partir de ese instante. Esto es una consecuencia del objetivo de la naturaleza, que se encamina al sostén, y por tanto, al crecimiento más considerable posible de la especie. […] De aquí resulta que la fidelidad en el matrimonio es artificial para el hombre y natural en la mujer, y por consiguiente (a causa de sus consecuencias y por ser contrario a la naturaleza), el adulterio de la mujer es mucho menos perdonable que el del hombre».[22]
Recordemos que la mayoría de estos personajes —Ana Ozores, Obdulia Fandiño, Luisa, Leopoldina, etc.— no tienen hijos. Los errores de la naturaleza son estériles, la selección natural darwiniana, tan de moda en la época, impide la reproducción del yerro.
Por otra parte el tema del adulterio femenino plantea, de manera colateral, uno de los grandes problemas de la modernidad: el conflicto de derechos que se origina con el uso de una libertad individual que choca con la libertad y derecho de los otros. Durante siglos el sentido de lo colectivo fue muy superior al sentido de lo privado. Cuando Saint-Just proclama en la tribuna de la Convención «la felicidad es una idea nueva en Europa» se está refiriendo a la consagración moderna del derecho a la felicidad individual por encima de la obediencia debida a los intereses del grupo. Cuando las «bovaristas» se lancen a la busca, muchas veces desesperada, de esta felicidad individual que ya sienten como derecho inalienable, chocarán, irremisiblemente, contra el derecho a la felicidad del grupo —la familia y la sociedad, que no desea verse perturbada por elementos incontrolados— y contra el derecho a la felicidad de otro individuo, el marido, cuyas prerrogativas el mundo burgués del siglo XIX considera siempre superiores a las de la esposa.
El adulterio femenino resulta, pues, condenable desde todas las perspectivas de la época. Pero lo que se condena no es tanto el hecho en sí, como el escándalo, el verdadero pecado imperdonable en la sociedad burguesa. Leopoldina es una contumaz del adulterio, pero no resulta castigada más que con el rumor; Obdulia y Visitación son notorias en Vetusta, pero al no haber escándalo público no hay castigo para ellas. Sólo aquellas que osen desafiar públicamente a la sociedad —Emma Bovary, Ana Karenina— o que tengan la desgracia de que su caso se haga público con pruebas irrefutables —Ana Ozores— deberán expiar su culpa.
En el caso de Luisa —otro fallo de la trama— el escándalo público no existe. Pero Eça le coloca una bomba de relojería en casa: la criada Juliana. Juliana Couceiro Tavira es el mejor personaje de la novela. Vieja solterona ácida, ha nacido para perder, para ver cómo sus señoras tienen ricos vestidos, hermosas joyas, y viven en la ociosidad más absoluta idolatradas por sus maridos mientras ella tiene que levantarse al amanecer para no parar de trabajar hasta caer rendida en una cama dura de la peor habitación de la casa, porque hasta los baúles reciben mejor trato. Juliana odia a todas sus señoras, pero no con una real conciencia de clase. Ella sólo sabe que es desgraciada y que quiere —volvemos a los derechos individuales— ser feliz. Juliana espiará a Luisa sin descanso. Desde el principio sabe, con malvada intuición, que el «primo de la señora» es algo más, pero necesita pruebas. El tonto descuido de Luisa se las facilita. Interrumpida por D. Felicidade y por la llegada de la costurera, Luisa tira a la papelera la carta de amor que estaba escribiendo para Basilio. Juliana se apresura a recogerla ¡ya tiene su prueba! A partir de ese momento empieza el chantaje y ahí sí la obra de Eça es magistral.
El enfrentamiento entre las dos mujeres, entre las dos clases sociales, es de un intenso dramatismo. Al principio parece que el chantaje de Juliana no puede funcionar porque Luisa no tiene dinero propio, un dinero que no deba justificar ante Jorge. La única forma de obtenerlo, convertirse en la amante del banquero Castro, como le sugiere Leopoldina, es inaceptable para ella. Una cosa es amar, o creer amar, a Basilio y otra cosa es un adulterio meramente por motivos económicos. Juliana nunca cobrará en metálico, pero sí recibirá otro tipo de prebendas del ámbito exclusivo del poder femenino: vestidos y privilegios laborales.
Luisa paga con ropa —la moneda femenina— el importe del chantaje de Juliana:
«Luisa volvió a la habitación, alborozada; era como una persona perdida en la noche, en un descampado, que de repente, a lo lejos, ve brillar la luz tras un cristal. ¡Estaba salvada! ¡Se trataba de cubrirla de regalos hasta hartarla! Empezó a pensar qué más le podría dar, poco a poco, el vestido morado, ropa blanca, el batín viejo […]».
Lentamente Juliana, va perfeccionando ese chantaje alternativo hasta que se produce una inversión de los roles señora/criada que le permite leer tranquilamente el periódico tendida en la chaise-longue mientras Luisa almidona y plancha. La venganza es completa. Ahora Luisa sabrá lo que cuesta almidonar y planchar cubre-corsés y camisas. Cuando Juliana consigue que Luisa entre por primera vez en su vida en el cuarto de coser y le pone una plancha de maloliente carbón en las manos ha hecho, a su manera, la revolución.
Cuando Jorge regresa la situación está estabilizada. Naturalmente percibe que algo ha cambiado en la relación entre su mujer y la criada pero una hábil mentira de Luisa soluciona el problema hasta que la inversión de roles se hace demasiado evidente. Ése es el momento de extremo peligro, cuando el escándalo puede estallar. Luisa, desesperada, recurre a Sebastián, el amigo de Jorge, un verdadero santo laico. En un duro enfrentamiento con Juliana, Sebastián consigue arrancarle las pruebas del adulterio de Luisa y ponerla tan fuera de sí que el aneurisma que la criada arrastra como una espada de Damocles desde el principio de la novela estalla causándole la muerte. Muerto el perro muerta la rabia; parece que Luisa puede descansar tranquila. Pero entonces ¿dónde está la tesis?, ¿y la moralidad? Para que la adúltera sea debidamente castigada Eça la hará morir de unas fiebres cerebrales, arrepentida de su error y nuevamente amando a su marido; es decir el castigo procede de un elemento externo a la intriga y no se origina de un conflicto de conciencia.
Sin embargo falta todavía un último paso. El marido debe saber también su desgracia, no hay dolor donde no hay conocimiento. Al abrir, mientras Luisa agoniza, una carta de Basilio que llega con meses de retraso, Jorge descubrirá la dolorosa verdad. Nadie queda sin castigo ¿o sí?, Basilio queda impune, y su único lamento al enterarse de lo sucedido es no haberlo sabido antes, de esa manera hubiera traído a su amante Alphonsine de París y no se encontraría solo durante su estancia en Lisboa. Soberbia conclusión, mezcla de cinismo y de ironía queirosiana.
Junto a la prodigiosa Juliana, Eça crea una galería de personajes secundarios excepcionales. Con ellos se libera de la servidumbre de la corriente literaria imperante y deja aflorar su habilidad para la creación de tipos caricaturescos: los literatos mediocres, como Ernestinho; las falsas beatas histéricas y sensuales, como D. Felicidade, cuya fijación por la calva de Acácio es casi perturbadora, y la pomposidad vacía de los parásitos del poder, como el Consejero Acácio. Este último merece un lugar de honor entre los «secundarios» queirosianos, puesto que ha contribuido a enriquecer el léxico culto del portugués actual con términos como «acaciano, consejerístico etc.». Sólo los grandes personajes literarios, aquellos que viven en la conciencia de un pueblo, alcanzan ese nivel. En su carácter de estereotipo Acácio adquiere una verdad de la que carecen los protagonistas.
El primo Basilio causó un inmediato escándalo, que se tradujo en un éxito de ventas. Poco después llegó la inevitable acusación de tratarse de un plagio de Madame Bovary, la misma acusación que Bonafoux lanzó sobre La Regenta de «Clarín». No vale la pena perder el tiempo en demostrar que ni en un caso ni en el otro había plagio sino que se trataba de un topos epocal de amplísimo eco. Pero podemos detenernos, aunque sea brevemente, en un somero análisis comparativo de El primo Basilio y Madame Bovary.
Eça de Queirós es el más flaubertiano de los autores de «novela del adulterio». Entre Emma Bovary y Luisa hay algunas semejanzas: a ambas las presiones económicas derivadas de su adulterio las conducirán a la muerte; ambas intentan escapar con su amante y descubren los estrechos límites de lo que ellas creyeron una gran pasión; ambas viven sus amores en «nidos de amor» alternativos a la casa matrimonial, burguesa y patriarcal; pero, mientras la habitación de Leon en Rouen es un lugar agradable, el «Paraíso» lisboeta es un auténtico antro:
«Luisa vio inmediatamente, al fondo, una cama de hierro con una colcha amarillenta, hecha de pedazos de telas diferentes, y las sábanas gruesas, de un blanco oscurecido y mal lavado, estaban impúdicamente entreabiertos…».
Esta diferencia entre las dos habitaciones refleja una de las mayores distancias entre las dos obras: la intención didáctica de Eça de Queirós, «el bastonazo de hombre de bien», necesita exagerar los detalles sórdidos del adulterio para que la intención moralizante sea todavía más obvia:
«Así un yate que zarpó noblemente hacia un viaje novelesco encalla al partir en los lodazales del rio y el contramaestre aventurero que soñaba con los inciensos y los almizcles de las selvas aromáticas, inmóvil sobre su puente se tapa la nariz ante los olores de las alcantarillas».
Frente a una novela de observación, a un estudio de un carácter femenino tomado de un suceso real, Eça de Queirós construye una novela de tesis sobre un hecho que «podría» suceder.
Las diferencias entre Emma y Luisa son mucho más notorias. Emma tiene un carácter fuerte y enérgico; Luisa, en cambio, es temerosa y lánguida; pero en algunos pasajes —cuando golpea con el látigo al banquero Castro, por ejemplo— Luisa actúa como Emma, lo cual supone una contradicción con su propio temperamento. La distancia entre las dos aumenta si analizamos las características del amor que Emma siente por Léon y del que Luisa siente por Basilio. Emma siente una verdadera pasión por Léon, o quizás más exactamente por la ilusión que Léon le proporciona. La atracción de Luisa por Basilio es de categoría inferior, fruto, como hemos visto, de la ociosidad, de sus lecturas y de la «mala compañía» de Leopoldina.
El primo Basilio es una de las novelas más conocidas de Eça de Queirós. También lo es en España y casi desde su publicación. Sabemos que «Clarín» leía El primo Basilio en 1883 —antes por lo tanto de La Regenta— y recomendaba calurosamente esta lectura a Galdós.[23] Situado entre la admiración de «Clarín» y la de doña Emilia Pardo Bazán, que fue en su generación la mejor conocedora de la obra queirosiana y quien marcó su imagen como el «Zola portugués»,[24] es difícil que Benito Pérez Galdós ignorara a Eça de Queirós, aunque en sus escritos no dejara constancia de tal conocimiento. En cambio el autor portugués sí conocía y admiraba a don Benito, de hecho es el único escritor contemporáneo español a quien menciona elogiosamente:
«Pero si su hijo ya sabe el castellano necesario para entender los Romances, Don Quijote, algo de la picaresca, veinte páginas de Quevedo, dos comedias de Lope de Vega, una o dos novelas de Galdós, que es todo lo que hace falta leer de la literatura española […]».[25]
Pero debemos esperar hasta los comentarios de Unamuno para encontrar (con la salvedad de Emilia Pardo Bazán) extensas referencias al autor de El primo Basilio. La decidida y militante lusofilia del rector de Salamanca no podía dejar de ofrecernos su visión de Eça. En general los criterios que usó don Miguel para su valoración de la literatura portuguesa —iberismo, agonismo y casticismo— no podían resultar, en principio, muy favorables al cosmopolita e irónico Eça de Queirós. Efectivamente, éste aparece siempre como el contrapunto de Camilo Castelo Branco, indudable favorito de Unamuno. Sólo más tarde, cuando descubrió bajo la apariencia de una ironía afrancesada el profundo sarcasmo ibérico, cambió, o al menos matizó, su opinión: «Se ha comparado a Eça de Queirós con Anatole France, y he oído muchas veces en Portugal reprocharle a aquél su poco portuguesismo […] Yo también lo creí en un tiempo, mas hoy ya no tanto. […] a Eça de Queirós, portugués, y lo que es más, padre de portugueses, le duele Portugal. Cuando de éste se burla, óyese el quejido. Todo su arte europeo, un arte tan exquisitamente europeo, no logra encubrir su ímpetu ibérico. Se le oye el sollozo bajo la carcajada».[26]
Entre 1911 y 1936 crece el éxito editorial de Eça de Queirós en España. Especialmente entre 1911 y 1925: son los «años dorados». Durante más de una década se completa la difusión en español de su obra dispersa gracias al entusiasmo de Andrés González Blanco. Las obras de Eça se publican en colecciones de lectura popular y alcanzan un notable éxito. El eco del novelista portugués llegó en esos años a un público no especializado y fue «literatura viva». También mereció el interés de los críticos, críticos entusiastas como Eugeni d’Ors, Carmen de Burgos, Fernández Flores, críticos mesurados como Díez-Canedo y algún reticente, como Pérez de Ayala.
La Guerra Civil supone, también para la presencia de Eça en España, un corte radical. Poco podía gustar el irreverente autor de La reliquia a la censura franquista. La primera edición de las obras completas traducidas por Julio Gómez de la Serna, publicada en 1948 al calor de las celebraciones del primer centenario de su nacimiento, fue retirada de las librerías. Después de este breve resurgir, plagado de dificultades, el silencio cayó sobre Eça de Queirós. Entre 1950 y 1970 casi no hay nuevas traducciones. Ni siquiera el renovado interés por la novela realista rompe esta tendencia. La imagen de Eça de Queirós en España era la que los novecentistas fijaron: la de un novelista «fin de siècle», irónico y decadente, obsesionado por el estilo, de ninguna manera la del «Zola portugués», látigo de la sociedad, que vieron sus contemporáneos. En una época fuertemente necesitada de ética no había lugar para el esteticismo de Fradique Mendes.
En los últimos años se observa un tímido despegue. Entre 1985 y 1997 la presencia queirosiana en España ha sido un lento pero constante gotear de publicaciones en castellano, en catalán y en vasco. A este resurgir queirosiano viene a sumarse ahora la presente edición de El primo Basilio.
Elena Losada Soler