Después del entierro de Luisa, Jorge despidió a las criadas y fue a instalarse a casa de Sebastián. Aquella noche, hacia las nueve, el consejero Acacio, muy sofocado, bajaba por el Molino de Viento cuando se encontró a Julián, que venía de ver a un enfermo en la calle de la Rosa. Fueron andando juntos, hablando de Luisa, del entierro, de la pena de Jorge.
—¡Pobre muchacho! ¡Aquello sí que es sufrir! —dijo Julián, compadecido.
—¡Era una esposa modelo! —murmuró el consejero. Dijo después que venía justamente de casa del buen Sebastián, pero no había podido ver a Jorge; estaba echado y dormía profundamente. Y añadió:
—Últimamente leía yo que los grandes golpes van siempre seguidos de sueños prolongados. ¡Así ocurrió, por ejemplo, con Napoleón después de Waterloo, después del gran desastre de Waterloo!
Y al cabo de un momento prosiguió:
—Es cierto. Fui a ver a nuestro querido Sebastián… Fui a enseñarle… —e interrumpiéndose, se detuvo—: Porque entendí que erar un deber mío dedicar un tributo a la memoria de la desventurada señora. ¡Era un deber mío y no me he hurtado a él! Y me alegro haberle encontrado a usted, porque deseo saber su opinión consciente y serena.
Julián tosió y preguntó:
—¿Es una necrología?
Y el consejero, a pesar de «no parecerle propio de su posición entrar en cafés públicos», indicó a Julián que podían descansar un momento en el Tavares, si no había mucha gente, y así le sería posibie leerle «la producción». Observaron con atención. Había apenas, en una mesa, dos viejos silenciosos ante sus respectivos cafés, con los sombreros puestos, apoyados en bastones de caña de la India. El camarero dormitaba al fondo. Una luz cruda e intensa llenaba el estrecho salón.
—Hay un silencio propicio —dijo el consejero. Ofreció un café a Julián, y sacando entonces del bolsillo una hoja de papel rayado, murmuró:
—¡Infeliz señora!
Se inclinó, hacia Julián y leyó:
NECROLÓGICA
A LA MEMORIA DE LA SEÑORA
DOÑA LUISA MENDOZA DE BRITO CARVALHO
Rosa de amor, rosa purpúrea y bella,
¿qué sabe el túmulo que te deshojó, sañudo?
—¡Esto es del inmortal Garrett! —y continuó con una voz lenta y lúgubre—: «… ¡Un ángel más que subió al cielo! Una flor más prendida en el estandarte de la juventud, que el vendaval de la muerte, en su inclemente furia, arrancó mal preparada para las tinieblas del túmulo…» —miró a Julián para solicitar su admiración, y viéndolo inclinado moviendo su café, prosiguió con entonaciones más fúnebres aún:
—«¡Deteneos y contemplad la tierra fría! Ahí yace la casta esposa, tan pronto arrancada a las caricias de su talentoso cónyuge. Ahí zozobró como bajel en el oleaje de la costa la virtuosa señora, que, en su traviesa naturaleza, ¡era el encanto de cuantos tenían el honor de acercarse a su hogar! ¿Por qué sollozáis?».
—¡Un café, Antonio! —gritó con voz ronca un sujeto grueso con chaquetón, que se sentó al lado de ellos, poniendo con alboroto su bastón sobre la mesa y echándose el sombrero hacia atrás.
El consejero le miró de reojo, con rencor. Y bajando la voz:
—«¡No sollocéis! ¡Que el ángel, si no pertenece a la tierra, pertenece al cielo!…».
—¿El señor Guedes ha estado ya por aquí? —preguntó la voz ronca.
El encargado dijo desde atrás del mostrador, limpiando con un paño las barras de metal:
—¡Todavía no, don José!
—«… Ahí —continuó el consejero— su espíritu, cerniéndose con sus cándidas alas, ¡entona alabanzas al Eterno! No cesa de pedir al Omnipotente mercedes y favores para esparcirlos sobre la cabeza del dilecto esposo, que algún día, no lo dudéis, la encontrará en las regiones celestes, patria de las almas de tan excelsa perfección…».
Y la voz del consejero se aflautó para indicar aquella ascensión paradisíaca.
—Y anoche ¿vino por aquí el señor Guedes? —insistió el individuo del chaquetón, acodado sobre la mesa, fumando como una chimenea.
—Estuvo ya tarde. A eso de las dos.
El consejero agitó el papel con muda desesperación; a través de los cristales ahumados de los lentes fulminaron sus ojos los despechos homicidas del autor interrumpido. Pero prosiguió:
—«… Y vosotras, oh almas sensibles, derramad lágrimas, pero, al derramarlas, no perdáis de vista que el hombre debe inclinarse ante los decretos de la Providencia…».
E interrumpiéndose:
—¡Esto es para dar valor a nuestro pobre Jorge!
—Continúo: «… de la Providencia. Dios cuenta con un ángel más y su alma brilla pura…».
—¿Estuvo con la pequeña el señor Guedes? —dijo el sujeto, quebrando en el mármol de la mesa la ceniza del puro.
El consejero se detuvo, pálido de rabia.
—¡Debe de ser una persona de la más baja extracción! —murmuró con odio.
Y el mozo, alzando su vocecilla desde detrás del mostrador:
—No; viene ahora con una española que vive al principio de la calle. Una delgadita, con el pelo rizado y una capa encarnada…
—¡La Lola! —replicó el otro con satisfacción.
Y se desperezó voluptuosamente al recuerdo de la Lola. El consejero ahora apresuró:
—«… Por lo demás, ¿qué es la vida? Un rápido viaje por el orbe, un sueño vano del que despertamos en el seno del Dios de los Ejércitos, de quien todos somos indignos vasallos».
Y el consejero terminó con aquella frase monárquica. Julián sorbió el fondo de la taza, y dejándola despacio en el platillo y lamiéndose los labios:
—¿Lo va a publicar?
—En La Voz Popular, con orla de luto.
Julián se rascó convulsivamente la caspa, y levantándose:
—Está muy bien. ¡Muy bien, consejero!
Y Acacio, buscando cambio para el camarero:
—¡Creo que es digno de ella y de mí!
Y salieron en silencio. La noche estaba muy oscura; habíase levantado un nordeste frío y llovió un poco. En el Loreto, Julián se detuvo de pronto y exclamó:
—¡Ay, me olvidaba! ¿No sabe usted la noticia, consejero? Doña Felicidad ingresa en la Encarnación.
—¡Ah!
—Me lo ha dicho ella. Fui justamente a verla antes de visitar a un enfermo en la calle de la Rosa. Estaba con una calenturilla. ¡Cosa sin importancia!… ¡La conmoción, el susto! Y me lo comunicó: ingresa mañana en la Encarnación.
El consejero dijo:
—Siempre observé en esa señora ideas retrógradas. Es el resultado de las maniobras jesuíticas, amigo mío —y añadió, con la melancolía del liberal insatisfecho—: ¡La reacción levanta la cabeza!
Julián cogió familiarmente del brazo al consejero y sonriendo:
—¡Qué determinación! ¡Y ha sido por causa de usted, ingrato!…
El consejero se detuvo:
—¿Qué quiere insinuar mi noble amigo?
—¡Sí, hombre! No sé cómo descubrió una cosa tan seria…
—¿El qué? Crea que yo…
—¡Yo también lo descubrí, tunante! Que el consejero tiene dos almohadas en su casa, para una sola cabeza… ¡Me lo contó ella!
Y riendo con ganas y diciéndole «¡adiós!, ¡adiós!», bajó rápidamente la calle del Alecrim. El consejero se quedó inmóvil, con los brazos cruzados, como petrificado:
—¡Infeliz señora! ¡Qué funesta pasión! —murmuró al fin.
Y se acarició el bigote con satisfacción.
Como tenía que poner en limpio la Necrológica se apresuró a entrar en su casa. Se sentó con una manta en las piernas; muy pronto las responsabilidades del prosador le distrajeron de las preocupaciones del hombre, y hasta las once su hermosa letra cursiva y burocrática se extendió noblemente sobre una ancha hoja de papel inglés, en el silencio de un sanctasanctórum. Terminaba ya cuando la puerta rechinó, y Adelaida, con un grueso chal sobre los hombros, vino a decir, con voz constipada:
—Entonces ¿no nos acostamos hoy, nene?
—¡No tardo, Adelaida mía; no tardo!
Y releyó en voz baja y extasiada.
Le pareció entonces que el final era conmovedor; quería terminar con una exclamación dolorosa, prolongada como un ¡ay! Meditó, de codos sobre la mesa, con la cabeza entre los dedos, muy abiertos. Adelaida, entonces, se acercó despacio y le pasó la mano por la calva; aquel suave roce amoroso hizo, sin duda, brotar la idea como una chispa, porque cogió rápidamente la pluma, y añadió:
—«¡Llorad! ¡Llorad! ¡En cuanto a mí, el dolor me sofoca!».
Se restregó las manos con orgullo. Repitió alto, en tono plañidero:
—«¡Llorad! ¡Llorad! ¡En cuanto a mí, el dolor me sofoca!» —y pasando el brazo concupiscente por el talle de Adelaida, exclamó:
—¡Resulta eso sensacional, Adelaida mía!
Se levantó. Había terminado su día, bien repleto y digno: por la mañana comprobó con regocijo en La Gaceta Oficial que la familia real «seguía sin novedad»; cumplió un deber de amistad acompañando los restos de Luisa al cementerio de los Prazeres en un coche de la Compañía; el alza de los valores le aseguraba la tranquilidad de su patria; compuso una prosa notable. ¡Y su Adelaida le amaba! Y se deleitó, sin duda, en la certeza de aquellas dichas que tanto contrastaban con las imágenes sepulcrales que su pluma había manejado, porque Adelaida le oyó murmurar:
—¡La vida es un bien inestimable! —y añadió como buen ciudadano—: Sobre todo en esta era de gran prosperidad pública.
Y entró en la alcoba con la cabeza erguida, el pecho saliente, firme el andar, levantando bien alto el candelabro. Su Adelaida le siguió bostezando; estaba cansada por el constipado y por una hora de ternura que había gozado al anochecer con el rubio y mimoso Arnaldo, cajero del «Almacén de América».
* * *
A aquella hora dos hombres bajaron de un coche a la puerta del Hotel Central; uno llevaba un ulster a cuadros y el otro un gabán de pieles. Un ómnibus paróse casi al mismo tiempo, cargado de equipajes. Un criado alemán que conversaba en voz baja con el portero los recogió en seguida, y quitándose la gorra:
—¡Oh, don Basilio! ¡Oh, señor vizconde!
El vizconde Reinaldo, que pateaba sobre las losas, rezongó desde dentro de sus pieles:
—¡Los mismos, aquí estamos otra vez en la pocilga!
—¿Pero a estas horas?
—¿A qué horas quería usted que llegásemos? ¡Las horas de la guía, sin duda! ¡Doce horas de retraso nada más! En Portugal eso no es casi nada…
—¿Hubo algún accidente? —preguntó el criado con solicitud, siguiéndoles por la escalera.
Y Reinaldo, pisando con pie nervioso el esparto del corredor:
—¡El accidente nacional! ¡Descarriló todo! ¡Estamos aquí por milagro! ¡Abyecto país!
Y desahogó su cólera con el criado. Se hubiera desahogado con las piedras de la calle; tal era su exceso de bilis:
—Hace un año que es ésta mi oración: ¡Dios mío, manda otra vez el terremoto! Y todos los días leo los telegramas para ver si ha llegado el terremoto…, ¡y nada! Algún ministro que cae o algún barón que surge. ¡Y del terremoto, nada! El Todopoderoso hace oídos sordos a mis preces… ¡Protege al país! ¡Es tan bueno el uno como el otro!
Y sonreía, vagamente agradecido a una nación cuyos defectos le inspiraban tan graciosas ocurrencias. Pero cuando el criado, muy consternado, le participó que no había más que una salita y un dormitorio con dos camas en el piso tercero, la cólera de Reinaldo no conoció límites:
—¿Entonces tenemos que dormir en el mismo cuarto? ¿Se ha creído usted que don Basilio es mi amante, so libertino? ¿Está todo lleno? ¿Pero a quién demonios se le ocurre venir a Portugal? ¿Extranjeros? ¡Eso es precisamente lo que me espanta! —y encogiéndose de hombros con rencor—: ¡Es el clima, es el clima lo que les atrae! ¡El clima, este prodigioso cebo nacional! Un clima pestífero. ¡No hay nada más ordinario que un buen clima!
Y no cesó de insultar a su país, mientras el criado, presuroso, sonriendo servilmente, colocaba sobre una mesita platos, fiambres, un pollo frío y una botella de vino de Borgoña.
Reinaldo venía a vender su última finca y había acompañado a Basilio, que volvía a terminar «el engorroso negocio del caucho». Y no cesaba de murmurar lúgubremente desde dentro de sus pieles:
—¡Ya estamos aquí! ¡Ya estamos en la pocilga!
Basilio no contestaba. Desde que llegó a Santa Apolonia los recuerdos del Paraíso, de la casa de Luisa, de toda aquella novela del verano pasado empezaron a reaparecer, a atraerle con un encanto picaresco. Fue a recostarse en los cristales. Una luna fría, pálida, corría ahora entre nubarrones color plomo; a veces una gran red luminosa caía sobre el agua, centelleaba, y luego todo se oscurecía. Veladas arboladuras se dibujaban en la sombra difusa, y algún fanal de barco temblaba fríamente.
«¡Qué hará ella a estas horas!» —pensó Basilio—. Acostarse, naturalmente… Poco imaginaba ella que él estaba allí, en un cuarto del Hotel Central.
Cenaron. Basilio puso la botellita de coñac en la cabecera de la cama. Y con la cara cubierta de polvos, las vueltas de su camisa de dormir abiertas sobre el pecho, muy tumbado, echando el humo del veguero, gozó de una lasitud confortable.
—Mañana ya podré esperarte aquí —dijo Reinaldo—. ¡Te precipitarás en seguida sobre tu prima!
Basilio sonrió y su mirada vagó un rato por el techo; ciertos recuerdos de las bellezas de ella, de su temperamento amoroso, le aportaron una vaga voluptuosidad; se desperezó.
—¡Qué diablo! —dijo—. ¡Es una linda muchacha! ¡Vale realmente la pena!
Bebió otra copa de coñac, y al poco rato dormía profundamente. Era medianoche.
A aquella hora Jorge se despertó, y sentado en una silla, inmóvil, con sollozos cansados que le estremecían aún, pensaba en ella. Sebastián, en su cuarto, lloraba quedamente. Julián, en la Beneficencia, tumbado en un sofá, leía la Revue des Deux Mondes. Leopoldina bailaba en una soirée de los Cuñas. Los demás dormían. Y el viento frío que barría las nubes y agitaba el gas de los faroles estremecía tristemente el follaje de un árbol sobre la sepultura de Luisa.
* * *
Dos días después, por la mañana, Basilio, en el Rocío, miraba a su alrededor, buscando un cupé decente. Pero Pinteos le divisó desde lejos y dirigió hacia él su tronco. ¡Aquí está Pinteos, señor! Pareció encantado de ver otra vez a don Basilio, y apenas le dijo éste:
—¡Allá arriba, a la Patriarcal, Pinteos!
—¿A casa de la señora? En seguida, mi amo.
E irguiéndose en el pescante, arrancó. Cuando el coche paró en la puerta de Jorge, Pablo salió a la calle, la estanquera corrió desde el mostrador, la criada del doctor se volcó en la ventana. E inmóviles, abrían mucho los ojos.
Basilio tocó la campanilla un poco nervioso. Esperó, tiró el puro y volvió a sacudir el cordón con fuerza.
—Las maderas de los balcones están cerradas, mi amo —dijo Pinteos.
Basilio retrocedió hasta el centro de la calle; las maderas verdes estaban cerradas, la casa tenía un aspecto silencioso. Basilio se dirigió a Pablo:
—¿Los señores que viven ahí están fuera?
—Ya no viven ahí —dijo Pablo lúgubremente, pasándose la mano por el bigote.
Basilio le miró, sorprendido en aquel tono.
—¿Dónde viven entonces?
Pablo carraspeó, y clavando en Basilio una mirada muy triste:
—¿Usted es el pariente?
Basilio dijo, sonriendo:
—Si, yo soy el pariente.
—Entonces, ¿no sabe nada?
—¿El qué, hombre de Dios?
Pablo se frotó la barbilla y oscilando la cabeza:
—Pues siento decírselo. La señora murió.
—¿Qué señora? —preguntó Basilio.
Y se puso muy pálido.
—¡La señora! Doña Luisa, la mujer del señor Carvalho, el ingeniero… Y don Jorge está en casa de don Sebastián. Allí, al final de la calle. Si quiere usted ir…
—¡No! —dijo Basilio con un gesto rápido de mano. Le temblaban un poco los labios—. ¿Pero cómo fue?
—¡Una fiebre! ¡Se la llevó en dos días!
Basilio se dirigió despacio al cupé con la cabeza baja. Miró una vez más hacia la casa; cerró con fuerza la portezuela. Pínteos arreó hacia la Baixa. Pablo, entonces, se acercó al estanco:
—¡No le ha hecho mucha impresión! ¡Nobles! ¡Una canalla! —murmuró.
La estanquera dijo, quejumbrosa:
—Pues yo no soy parienta suya y todas las noches rezo dos padrenuestros por su alma…
—¡Y yo! —suspiró la carbonera.
—¡Sí que eso le servirá mucho! —rezongó Pablo, alejándose.
Estaba aquellos últimos tiempos más amargado. Vendía poco. Aquellas muertes en la calle le hacían más desconfiado. ¡Cada día detestaba más a los curas! Y todas las noches leía La Nación, que le dejaba Acevedo, devorando con rencor los artículos devotos que le exasperaban y le empujaban hacia el ateísmo. Y el descontento de las cosas públicas le inclinaba hacia la Comuna. Como decía él, lo encontraba todo una porquería. Impulsado seguramente por aquel sentimiento, se volvió a la puerta del estanco y dijo a las vecinas con aire lúgubre:
—¿Saben lo que es esto? ¿Saben lo que es todo esto?
Y hacía un ademán que abarcaba el Universo. Las miró de un modo airado y murmuró esta frase suprema:
—¡Un montón de estiércol!
* * *
Al bajar por la calle del Alecrim, Basilio vio al vizconde Reinaldo en la puerta del hotel Street. Mandó parar a Pínteos, y saltando del cupé:
—¿No sabes?
—¿El qué?
—Mi prima murió.
El vizconde Reinaldo murmuró cortésmente:
—¡Pobrecilla!
Y fueron bajando la calle cogidos del brazo hasta el Aterro. El día era magnífico; corría un vientecillo frío; en el aire luminoso, ligero, traspasado de sol, las casas, los brotes de los árboles, los mástiles de las falúas, las arboladuras de los barcos, tenían una nitidez muy recortada; los tonos resaltaban con una fuerza cantarína y alegre; el río brillaba como un metal azul; el vapor de Cacilhas iba lanzando remolinos de humo que tomaban un color lechoso, y al fondo las colinas tenían en la pulverización de la luz una sombra azulada, donde las viviendas enjalbegadas relucían. Y los dos, paseando despacio, iban hablando de Luisa. El vizconde Reinaldo, delicado, compadecía a la pobre señora, ¡infeliz!, que se había dejado morir ¡con un tiempo tan hermoso! Pero, en resumen, él siempre encontró absurdo aquel amorío… Porque, en fin, con toda franqueza: ¿qué tenía ella? No quería hablar mal «de la pobre señora que yacía en aquel cementerio horroroso»; pero, la verdad, no era una amante chic; usaba medias de almacén, se había casado con un ordinario empleado de secretaría, vivía en una casucha y no tenía amistades decentes; jugaba, naturalmente, a la lotería de cartones y andaba por su casa en zapatillas de orillo; no tenía ingenio, ni toilettes ¡Qué demonio! ¡Era un desastre!
—Para uno o dos meses que pasase yo en Lisboa… —murmuró Basilio, con la cabeza baja.
—Sí, para eso, tal vez. ¡Como higiene! —dijo Reinaldo con desdén.
Y siguieron callados, despacio. Se rieron mucho de un individuo que paseaba guiando atarantado un tronco de caballos negros:
—¡Qué faetón! ¡Qué arreos! ¡Qué estilo! ¡Sólo en Lisboa se ven!…
Al final del Aterro dieron la vuelta, y el vizconde, pasándose los dedos por las patillas:
—De modo que estás sin mujer…
Basilio tuvo una sonrisa resignada. Y después de un silencio, dando una fuerte raspadura en el pavimento con el bastón:
—¡Qué asco! ¡Podía haberme traído a Alfonsina!
Y fueron a tomar jerez a la Taberna Inglesa.
Septiembre 1875 a septiembre 1877.