Al otro día Jorge fue al Ministerio, por donde no había aparecido en los últimos tiempos. Pero estuvo allí poco. La calle, la presencia de los conocidos o de los extraños, le torturaba; parecíale que todo el mundo lo sabía; en las miradas más naturales veía una intención maligna y en los apretones de mano más sinceros una irónica presión de pésame; los mismos carruajes que pasaban ante él le traían la sospecha de haberlos conducido al rendez-vous, y todas las casas le parecían la fachada infame del Paraíso. Volvióse más sombrío, desgraciado, sintiendo su vida arruinada. ¡Y ya en el corredor, al entrar, oyó a Luisa canturreando, como en otro tiempo, la Mandolinata! Estaba vistiéndose.
—¿Cómo estás? —le preguntó, dejando su bastón sobre una silla.
—Estoy bien. Hoy me siento mucho mejor. Un poco débil todavía.
Jorge dio algunos pasos por el cuarto, taciturno.
—¿Y tú? —preguntó ella.
—Aquí me tienes —dijo tan desconsoladamente que Luisa soltó el peine y con el pelo suelto se acercó a ponerle las manos en los hombros, muy cariñosa:
—¿Qué tienes? Tú tienes algo. ¡Te encuentro tan extraño hace días! ¡No eres el mismo! A veces estás con una cara de reo… ¿Qué es? Dime.
Y sus ojos buscaban los de él, que se apartaban agitados. Le abrazó. Insistió, quería que se lo dijese todo a «su mujercita».
—Dime. ¿Qué tienes?
Él la miró largamente, y de pronto, con una violenta resolución:
—Pues bien, te lo diré. Tu ahora estás buena, puedes oír… ¡Luisa! Vivo en un infierno hace dos semanas. No puedo más… ¿Tú estás buena, no es verdad? Pues bien, ¿qué quiere decir esto? ¡Di la verdad!
Y le tendió la carta de Basilio.
—¿Qué es esto? —dijo ella, muy blanca.
Y el papel doblado temblaba en su mano.
La abrió despacio, vio la letra de Basilio y, en un relámpago, la adivinó. Miró a Jorge un momento como en un desvarío, alargó los brazos sin poder hablar, se llevó las manos a la cabeza con un gesto ansioso como sintiéndose herida, y oscilando, con un grito ronco, se desplomó de rodillas y quedó tendida en la alfombra.
Jorge gritó. Acudieron las criadas. Él quiso que Juana corriese a llamar a Sebastián y se quedó como petrificado junto al lecho, mirándola, mientras Mariana, toda trémula, aflojaba el corsé de la señora.
Sebastián llegó en seguida. Por fortuna había éter, se lo hicieron respirar; apenas abrió lentamente los ojos, Jorge se arrojó sobre ella:
—¡Luisa, oye, habla! No, no tengo duda. Pero habla. Dime, ¿qué tienes?
Al oír la voz de él se desmayó otra vez. Unos movimientos convulsos sacudieron su cuerpo. Sebastián corrió en busca de Julián. Luisa parecía ahora adormecida, inmóvil, blanca como la cera, con las manos posadas sobre la colcha, y dos lágrimas corríanle despacio por la cara. Paró un coche. Julián apareció, sin aliento.
—Se puso mal de repente… Ven, Julián. ¡Está muy mal! —dijo Jorge.
La hicieron respirar más éter; despertó otra vez. Julián le habló, tomándole el pulso.
—¡No, no, nadie! —murmuró ella, retirando la mano. Y repitió con impaciencia—: No; váyanse, no quiero…
Sus lágrimas aumentaron. Y al salir ellos de la alcoba para no excitarla contrariándola, la oyeron llamar:
—¡Jorge!
El se arrodilló al borde de la cama, y, hablándole junto al rostro:
—¿Qué tienes? No se hable más de eso. Se acabó. No te pongas mala. Te lo juro, te amo… Sea lo que sea, no me importa. No quiero saber, no.
Y como ella fuese a hablar, le puso la mano sobre la boca:
—No, no quiero oír. Quiero que estés buena, ¡que no sufras! ¡Dime que estás buena! ¿Qué tienes? Nos vamos mañana al campo y se olvida todo. Fue una cosa que pasó…
Ella dijo con voz apagada:
—¡Oh Jorge! ¡Jorge!
—Bien está… Pero ahora vas a ser feliz otra vez… Di, ¿qué sientes?
—Aquí —dijo ella; y se llevó las manos a la cabeza—. ¡Me duele!
El se levantó para llamar a Julián, pero ella le retuvo, le atrajo, y, devorándole con los ojos, en los que se encendía la fiebre, adelantando la cara, le tendió los labios. Y él le dio un beso pleno, sincero, lleno de perdón.
—¡Oh, mi pobre cabeza! —gritó ella.
Le latían las sienes y un color ardiente, vivo, le encendía el rostro. Como era propensa a jaquecas, Julián los tranquilizó; recomendó una tranquila inmovilidad y sinapismos de mostaza en los pies, hasta que él volviese. Jorge se quedó junto a la cama, taciturno, invadido de presentimientos, de terrores, suspirando a veces. Eran entonces las cuatro; caía una lluvia menuda, neblinosa: la alcoba tenía una luz lúgubre.
—No será nada… —dijo Sebastián.
Luisa se agitaba en el lecho, apretándose la cabeza con las manos, torturada por el dolor creciente, con mucha sed.
Mariana acabó de arreglar las cosas de puntillas, vagamente asombrada de aquella casa, donde sólo había visto aflicción y enfermedad; pero solamente el ruido de sus pasos cautelosos hacía sufrir a Luisa como si fuesen martillazos sobre el cráneo.
Julián no tardó; ya desde la puerta de la alcoba, el aspecto de ella le inquietó. Encendió un fósforo, lo aproximó al rostro, y aquella luz le hizo dar un grito como si un hierro frío le atravesase la cabeza. Los ojos, dilatados, tenían un brillo metálico. Se mantenía muy quieta, porque el gesto más leve le daba en la nuca unos dolores penetrante que la desgarraban. Sólo de cuando en cuando le sonreía a Jorge con una expresión de pena, serena y muda.
Julián mandó en seguida que pusieran tres almohadones, para mantenerle la cabeza alta. Afuera caía la tarde húmeda. Andaban de puntillas, con cuidado, e incluso quitaron el reloj de la pared para suprimir el tictac monótono. Ella empezó ahora a murmurar sonidos cansados y a volverse con movimientos bruscos que le arrancaban gritos, o, inmóvil, gemía de un modo continuo y angustioso. Le habían envuelto las piernas en un largo sinapismo, pero no lo sentía. Hacia las nueve comenzó a delirar, la lengua se le puso blanca y dura, como de yeso sucio. Julián hizo que le aplicasen en seguida en la cabeza compresas de agua fría. Pero el delirio se exacerbaba. Ahora emitía ella un denso murmullo, un vago cuchicheo amodorrado, en el que los nombres de Jorge y de Basilio se mezclaban incesantemente; después se agitaba, abríase la camisa con las manos, y, encorvándose, sus ojos giraban como nácares plateados, donde la pupila se hundía. Se tranquilizaba más; tenía risitas de una dulzura estúpida y gestos lentos sobre la sábana, que amparaban y acariciaban, como en un goce suave; después empezaba a respirar ansiosamente, le aparecían expresiones torturadas de terror, quería hundirse en los almohadones y en los colchones, huyendo de unas visiones pavorosas; poníase entonces a apretarse la cabeza frenéticamente, pidiendo que se la abriesen, que la tenía llena de piedras, ¡que tuvieran piedad de ella!
Y unos hilos de lágrimas le corrían por el rostro. No sentía los sinapismos; le pusieron entonces los pies desnudos al vapor de agua hirviendo, cargada de mostaza; un olor acre adensaba el aire del cuarto. Jorge le hablaba con toda clase de palabras consoladoras y suplicantes; le pedía que se calmase, que le conociese, pero de repente ella se desesperaba refiriéndose con gritos a la carta, maldecía a Juliana, o si no, decía palabras de amor, enumeraba sumas de dinero… Jorge temía que aquel delirio revelase todo a Julián, a las criadas. Sentía un sudor en la raíz de los cabellos y cuando ella, en un momento dado, creyéndose en el Paraíso y en las exaltaciones del adulterio, llamó a Basilio, pidió champaña, profirió palabras libertinas, Jorge huyó de la alcoba enloquecido, fue hacia la sala a oscuras, se arrojó sobre el diván sollozando, se tiró del pelo, blasfemó.
—¿Está en peligro? —preguntó Sebastián.
—Lo está —dijo Julián—. ¡Si sintiese los sinapismos, al menos! Pero estas malditas fiebres cerebrales…
Enmudecieron viendo a Jorge entrar en la alcoba, con el rostro sucio, desgreñado. Julián cogiéndole del brazo y llevándolo hacia afuera:
—Óyeme, es necesario cortarle el pelo y afeitarle la cabeza.
—¿El pelo? —y agarrándole los brazos—: No, Julián, no, ¿eh? Se podrá hacer otra cosa. Tú debes saberlo. ¡El pelo, no! ¡No! ¡Eso no, por amor de Dios! Ella no está en peligro. ¿Para qué?
Pero aquella masa de cabellos era un demonio, ¡impedía la acción del agua!
—Mañana, si fuera necesario. ¡Mañana! Espera hasta mañana… ¡Gracias, Julián; gracias!
Julián consintió, contrariado. Hizo, mientras, humedecer constantemente las compresas de la cabeza, y como Mariana, trémula, torpe, mojaba mucho la almohada, fue Sebastián quien se colocó a la cabecera de la cama toda la noche, exprimiendo sin cesar una esponja, de la que goteaba agua lentamente; tenían jarros afuera, en el balcón de la sala, para dar al agua un frialdad helada. El delirio se calmó un poco en la madrugada. Pero su mirada sanguinolenta tenía un aspecto salvaje; las pupilas parecían apenas un punto negro.
Jorge, sentado a los pies de la cama con la cabeza entre las manos, la miraba: recordaba vagamente otras noches parecidas de enfermedad cuando tuvo ella la pulmonía, ¡y había mejorado! Hasta se puso más linda, con unos tonos de palidez que le endulzaban la expresión. Irían al campo cuando ella convaleciese; alquilaría una casita; volvería de noche en el ómnibus, ¡y la vería desde lejos en la carretera viniendo a su encuentro, con un vestido claro, en el suave atardecer!… Pero ella gemía y él levantaba los ojos, sobresaltado, y no le parecía la misma. Se le figuraba que se iba disipando, desapareciendo en aquel aire de fiebre que henchía la alcoba, en el silencio morboso de la noche y en el olor a mostaza. Un sollozo le sacudía y volvía a recaer en su inmovilidad.
Juana, encima, rezaba. Las velas, con una llama alta y recta, se extinguían. Por fin, una vaga claridad dibujó en los blancos visillos los recuadros de los cristales. Amanecía. Jorge se levantó y fue a mirar hacia la calle. No llovía; las aceras se secaban. El aire tenía un vago color de acero. Todo dormía, y una toalla olvidada en la ventana de las Acevedos tremolaba al viento frío silenciosamente.
Cuando entró en la alcoba, Luisa hablaba con una voz apagada; sentía muy vagamente los sinapismos, pero el dolor de cabeza no cesaba. Empezó a agitarse y al poco rato volvió el delirio. Julián decidió entonces que le cortasen el pelo.
Sebastián fue a despertar a un barbero en la calle de la Escuela, que llegó en seguida con aire aterido y el cuello del gabán levantado; empezó inmediatamente a sacar de un maletín las navajas, las tijeras, despacio, con las manos impregnadas en la grasa de las pomadas.
Jorge fue a refugiarse en la sala. Parecíale que grandes fragmentos mutilados de su felicidad caían con aquellas lindas trenzas, deshechas a tijeretazos; y, con la cabeza entre las manos, recordó ciertos peinados que ella había usado, noches en que sus cabellos se habían desparramado en los goces de la pasión, tonos con que relucían a la luz… Volvió al cuarto por una atracción irresistible; oyó en la alcoba el ruido seco y metálico de las tijeras; sobre la mesa, en una jabonera, veíase una vieja brocha, entre copos de espuma… Llamó quedamente a Sebastián:
—¡Dile que se dé prisa! ¡Están matándome a fuego lento! ¡Es demasiado! ¡Que se dé prisa!
Fue al comedor, vagó por la casa. La mañana fría clareaba; se levantó viento, que iba arrastrando a pedazos nubes de un tono blanquecino.
Cuando volvió a entrar en el cuarto el barbero guardaba las navajas con la misma blanda lentitud, y cogiendo su sombrero de ala caída, salió de puntillas y murmuró en tono fúnebre:
—Vaya, que se alivie. Dios permitirá que no sea nada…
El delirio, en efecto, se calmó una hora después, y Luisa cayó en una somnolencia postrada, con débiles gemidos que salían de sus labios como el lamento interior de la vida vencida.
Jorge dijo entonces a Sebastián que deseaba llamar al doctor Camiña. Era un médico viejo que cuidó a su madre, el que había curado a Luisa de la pulmonía, al segundo año de casada. Jorge conservaba una admiración agradecida por aquella celebridad anticuada, y ahora su esperanza se volvía ansiosa hacia él, deseando ávidamente su presencia, como la aparición de un santo.
Julián accedió a ello. ¡Hasta lo agradecía! Y Sebastián bajó corriendo para ir a casa del doctor Camiña.
Luisa, que salió un momento de su sopor, los oyó hablar bajo. Su voz apagada llamó a Jorge.
—Me han cortado el pelo… —murmuró tristemente.
—Es para hacerte un bien —le dijo Jorge, casi tan agonizante como ella—. Te crecerá en seguida. Hasta pareces mejor.
Ella no respondió; dos lágrimas silenciosas brotaron de las comisuras de sus ojos.
Debía de ser aquella su última sensación; la postración comatosa la iba inmovilizando; su cabeza se agitaba apenas en un movimiento suave y perezoso sobre el almohadón, gimiendo siempre con un cansancio triste; la piel palidecía como el cristal de una ventana por detrás del cual se apaga lentamente una luz, e incluso los ruidos de la calle, que comenzaban, no la impresionaban, como si fueran muy lejanos y ahogados entre algodón.
A mediodía apareció doña Felicidad. Se quedó petrificada al verla tan mal. ¡Y ella que la venía a buscar para ir a la Encarnación, de compras quizá! Se quitó el sombrero y se instaló allí; hizo arreglar la alcoba, tirar las aguas, los sinapismos usados, caídos en el suelo, hacer la cama, «porque no había nada peor para un enfermo que tener el cuarto desarreglado», y muy valiente, animó a Jorge.
Un carruaje paró a la puerta. ¡Era el doctor Camiña, al fin!… Entró arrebujado en su bufanda a cuadros verdes y negros, quejándose mucho del frío. Y quitándose despacio los gruesos guantes de casimir, que metió dentro del sombrero metódicamente, avanzó hacia la alcoba con un paso cadencioso, alisando con la mano sus cabellos grises, ya muy pegados al cráneo por el cepillo.
Julián y él se quedaron solos en la alcoba. En el cuarto los demás esperaban callados, junto a Jorge, pálido como la cera, con los ojos enrojecidos como carbones.
—Se le va a poner un vejigatorio en la nuca —vino a decir Julián.
Jorge devoraba con una mirada ansiosa al doctor Camiña, que empezó a ponerse tranquilamente sus guantes de casimir, diciendo:
—Vamos a ver con el vejigatorio. No está bien… Pero puede estar peor. Volveré, amigo mío, volveré.
El vejigatorio fue inútil. No lo sintió, inmóvil y blanca, con las facciones crispadas, y unos temblores le recorrieron de pronto los nervios de la cara como vibraciones fugaces.
—Está perdida —dijo Julián bajo, a Sebastián.
Doña Felicidad se quedó muy aterrada y habló en seguida de los Sacramentos.
—¿Para qué? —rezongó Julián, impaciente.
Pero doña Felicidad declaró que sentía escrúpulos, que era un pecado mortal, y llamando a Jorge hacia el hueco del balcón, toda trémula:
—Jorge, no se asuste, pero sería bueno pensar en los Sacramentos…
Él murmuró como asombrado:
—¡Los Sacramentos!
Julián se acercó bruscamente y casi enojado:
—¡Nada de tonterías! ¡Qué Sacramentos! ¿Para qué? Ella ni oye, ni entiende, ni siente. ¡Es necesario ponerle otro vejigatorio, tal vez ventosas, y nada más! ¡Estos son los Sacramentos!
Pero doña Felicidad, escandalizada y toda conmovida, empezó a llorar. «¡Olvidaban a Dios, y en Dios es donde está todo remedio!», dijo sonándose con estruendo.
—Por lo que Dios hace por mí… —exclamó Jorge, saliendo de su torpor. Y agitando las manos, como sublevado ante una injusticia—: Porque realmente, ¿qué he hecho yo para esto? ¿Qué he hecho yo?…
Julián mandó otro vejigatorio. Había ahora en la casa un movimiento enloquecido. Juana entraba de repente con un caldo inútil que nadie había pedido, los ojos muy enrojecidos de llorar. Mariana sollozaba por los rincones. Doña Felicidad iba y venía por el cuarto, refugiándose en la sala, para rezar, haciendo compresas, indicando que debían llamar al doctor Barbosa o al doctor Barral.
Luisa, entre tanto, permanecía inmóvil; un color macilento iba dando a sus facciones trazos hundidos y rígidos.
Julián, extenuado, pidió una copa de vino y una rebanada de pan. Recordaron entonces que desde la víspera no habían comido, y fueron al comedor, en donde Juana, siempre bañada en lágrimas, sirvió una sopa y huevos. Pero no encontraba las cucharas ni las servilletas; murmuraba oraciones, pedía que la disculpasen; mientras tanto, Jorge, con los ojos hinchados, fijos en el borde de la mesa, con el rostro contraído, hacía dobleces en el mantel. Después de un momento, dejó despacio la cuchara y bajó al cuarto. Mariana estaba sentada a los pies del lecho. Jorge le dijo que fuese a servir a los señores. Y apenas salió ella, se dejó caer de rodillas, cogió una de las manos de Luisa, la llamó en voz baja y después más fuerte:
—Escúchame. Óyeme, por amor de Dios. No estés así, haz por mejorar ¡No me dejes en este mundo, no, tengo a nadie más! Perdóname. Di que sí. Haz señal de que sí, al menos. ¡No me oye, Dios mío!
Y la miraba con ansiedad. Ella no se movía. Alzó entonces los brazos en el aire con una desesperación enloquecida:
—¡Sabes que creo en ti, Dios mío! ¡Sálvala! ¡Sálvala! —y lanzaba su alma hacia las alturas—: ¡Óyeme, Dios mío! ¡Escúchame! ¡Sé bueno!
Miraba alrededor, esperando un movimiento, una voz, una casualidad, ¡un milagro! Pero todo le pareció más inmóvil. La cara lívida se hundía; el pañuelo que le envolvía la cabeza habíase soltado y se veía el cráneo afeitado, de un color ligeramente amarillento. Le puso entonces la mano en la cabeza, vacilando, con miedo. ¡Le pareció que estaba fría! Sofocó un grito, corrió fuera del cuarto y tropezó con el doctor Camiña, que entraba quitándose pausadamente los guantes.
—¡Doctor! ¡Está muerta! ¡Mire! No habla, está fría…
—¡Vamos! ¡Vamos! —dijo él—. ¡Nada de barullo!
Le tomó el pulso a Luisa, sintiendo que huía bajo sus dedos, como la vibración expirante de una cuerda.
Julián acudió en seguida. Y coincidió con el doctor Camiña en que las ventosas eran inútiles.
—Ya no las siente —dijo el doctor, sacudiendo el rapé de los dedos.
—¿Y si se le diera un vaso de coñac?… —indicó de repente Julián. Y viendo la mirada espantada del doctor—: A veces estos síntomas del coma no quieren decir que el cerebro este desorganizado; pueden ser solamente la inacción de la fuerza nerviosa exhausta. Si la muerte es irremediable, no se pierde nada; si es únicamente una depresión del sistema nervioso, puede salvarse…
El doctor Camiña, con el labio caído, meneó incrédulamente la cabeza:
—¡Teorías! —murmuró.
—En los hospitales ingleses… —empezó Julián.
El doctor Camiña se encogió de hombros con desdén.
—Pero si mi colega doctor leyese… —insistió Julián.
—¡No leo nada! —dijo el doctor Camiña con ímpetu—. ¡He leído de más! Los libros son los enfermos… —e inclinándose con ironía—: Pero si mi talentoso colega quiere hacer esa experiencia…
—¡Un vaso de coñac o de aguardiente! —pidió Julián desde la puerta.
Y el doctor Camiña se sentó cómodamente «para gozar el fracaso del talentoso colega».
Incorporaron a Luisa; Julián le hizo ingerir el coñac; cuando la acostaron de nuevo se quedó en la misma inmovilidad comatosa; el doctor Camiña sacó el reloj, miró la hora, esperó. Había un silencio lleno de ansiedad; por último, el doctor se levantó, le tomó el pulso, palpó la frialdad creciente de las extremidades y yendo a buscar silenciosamente su sombrero, empezó a ponerse los guantes.
Jorge fue con él hasta la puerta:
—¿Qué, doctor? —dijo, agarrándole con una fuerza enloquecida el brazo.
—Se ha hecho lo que se ha podido… —dijo el viejo, encogiéndose de hombros.
Jorge permaneció como idiotizado en el rellano, viéndole bajar. Sus lentas pisadas en los peldaños caían con una repercusión horrible en su corazón. Se asomó de bruces a la barandilla y le llamó quedamente. El doctor se detuvo, levantó los ojos, Jorge extendió las manos hacia él con una ansiedad humilde:
—¿Entonces no es posible hacer nada más?
El doctor hizo un gesto vago y señaló al cielo. Jorge volvió hacia el cuarto apoyándose en las paredes. Entró en la alcoba, se arrojó de rodillas a los pies de la cama y allí permaneció con la cabeza entre las manos en un sollozar bajo y continuo.
Luisa moría; sus brazos, tan lindos, que ella acostumbraba acariciar delante del espejo, estaban ya paralizados; sus ojos, a los que la pasión daba fuego y la voluptuosidad lágrimas, se empañaban como bajo la capa ligera de una finísima pulverización.
Doña Felicidad y Mariana habían encendido una lamparilla ante un grabado de Nuestra Señora de los Dolores y rezaban de rodillas. Caía triste el crepúsculo, pareciendo traer un silencio fúnebre. Sonó entonces la campanilla discretamente, y a los pocos momentos apareció la figura del consejero Acacio. Doña Felicidad se levantó en seguida, y viendo sus lágrimas, el consejero dijo lúgubremente:
—¡Vengo a cumplir mi deber y a ayudarles a pasar este trance!
Explicó «que se había encontrado casualmente al buen doctor Camiña, quien le contó el fatal acontecimiento». Pero muy discretamente no quiso entrar en la alcoba. Se sentó en una silla, y apoyando melancólicamente el codo en la rodilla, con la cabeza sobre la mano, dijo bajo a doña Felicidad:
—Continúe usted sus oraciones. Los designios del Señor son inexcrutables.
En la alcoba, Julián estuvo tomando el pulso a Luisa; miró entonces a Sebastián y le hizo el gesto de algo que vuela y desaparece… Se acercaron a Jorge, que no se movía, de rodillas, con la cara hundida en el lecho:
—Jorge —dijo muy bajo Sebastián.
Él levantó el rostro desfigurado, envejecido, con el pelo sobre los ojos y unas ojeras cárdenas.
—Anda, ven —dijo Julián. Y, viendo el espanto de su mirada—: No, no está muerta; está en esa somnolencia… Pero ven.
Él se levantó, diciendo con mansedumbre:
—Bueno, ya voy. Estoy bien… Gracias.
Salió de la alcoba. El consejero se levanto y fue a abrazarle con solemnidad.
—¡Aquí estoy, amigo Jorge!
—Muchas gracias, consejero, muchas gracias.
Dio algunos pasos por el cuarto; sus ojos parecían preocuparse de un paquete que había sobre la mesa: fue a tocarlo; lo abrió y vio los cabellos de Luisa. Se quedó mirándolos, los levantó, pasándolos de una mano a otra, y dijo, temblándole los labios:
—¡Le gustaban tanto a la pobrecita!
Volvió a entrar en la alcoba. Pero Julián le cogió del brazo, queriéndole apartar del lecho. Él se resistió blandamente, y como ardía una vela sobre la mesilla, junto a la cabecera, dijo, señalándola:
—Tal vez le moleste la luz…
Julián respondió, conmovido:
—¡Ya no la ve, Jorge!
Él se soltó de la mano de Julián y fue a inclinarse sobre ella; le cogió la cabeza entre las manos con cuidado para no sacudirla, estuvo mirándola un momento y después puso sobre los labios fríos un beso, otro, otro, murmurando:
—¡Adiós! ¡Adiós!
Se incorporó, abrió los brazos y se desplomó en el suelo. Todos acudieron corriendo. Le transportaron a la chaise longue.
Y mientras doña Felicidad, con un llanto afligido, cerraba los ojos a Luisa, el consejero, con el sombrero siempre en la mano, se cruzó de brazos y, bamboleando su calva respetable, dijo a Sebastián:
—¡Qué profundo disgusto de familia!