Luisa pasó la noche dando vueltas, con fiebre. Jorge, de madrugada, se quedó asustado de la frecuencia del pulso de ella y del calor seco de la piel.
Tampoco él, muy nervioso, pudo dormir. El cuarto, donde nadie había encendido luz hacia mucho tiempo, tenía una frialdad deshabitada; en la pared, junto al techo, veíanse manchas de humedad; la cama, antigua, de columnas torneadas, sin cortinas, y la vieja cornucopia, con su espejo empañado, daban, a la luz temblorosa de la lamparilla una sensación triste de convivencias extintas. El verse allí con su mujer, en una cama ajena, producíale, sin saber por qué, una vaga nostalgia: era como si diese a su vida una brusca alteración y, semejante a un río que muda de lecho, su existencia desde aquella noche fuera a empezar a correr entre aspectos diferentes. El noreste hacía retemblar los cristales de la ventana y aullaba encajonado en la calle.
Por la mañana Luisa no se pudo levantar. Julián, llamado a toda prisa, los tranquilizó.
—Es una calenturilla nerviosa. Requiere sosiego, no es nada. Ha sido el sustito de anoche, ¿eh?
—He soñado toda la noche con ella —dijo Luisa—. Que había resucitado… ¡Qué horror!
—¡Ah, puede usted estar tranquila!… ¿Y qué, han aviado ya a esa mujer?
—Sebastián está ocupándose de esa lata —dijo Jorge—. Y yo voy a echar un vistazo.
En la calle se sabía ya la muerte de la Tripa Vieja.
La mujer que fue a amortajarla, una matrona muy picada de viruelas, con los ojos inyectados por su afición al aguardiente, era conocida de la señora Elena. Estuvieron un momento charlando al sol, en la puerta del estanco.
—¿Qué, hay mucho que hacer ahora, señora Margarita, eh?
—Bastante, bastante, señora Elena —dijo la amortajadora con voz un poco ronca—. En invierno hay siempre más trabajo. Pero toda gente vieja, con los fríos. Ni un cuerpecillo bonito que amortajar…
La señora Margarita tenía predilecciones artísticas. Le agradaba un lindo cuerpo de dieciocho años, una muchachita lozana a la que lavar, rizar, adornar… Empaquetaba con mala cara a la gente vieja. Pero con las jóvenes se esmeraba: cuidaba los pliegues de la mortaja; calculaba el chic de una flor, de un lazo; trabajaba con la elegante perfección de una modista del sepulcro.
La estanquera le contó muchos detalles acerca de Juliana, los favores de los amos, las elegancias de ella, los lujos del cuarto alfombrado… La señora Margarita estaba pasmada.
¿Y a quién iba a ir ahora a parar todo aquello?, se preguntaban. La Tripa Vieja no tenía parientes…
—¡Sería una riqueza para mi Antoñita! —dijo la amortajadora, subiéndose la toquilla con tristeza.
—¿Y cómo anda la pequeña?…
—Aquello marcha mal, señora Elena. ¡Esa cabeza loca! —y exhalando su dolor con locuacidad—: Dejar al brasileño, que la tenía en palmitas… ¿Y por quién? Por ese desalmado que se lo come todo, que ya le hizo un hijo y que la muele a palos… Pero ¡qué se le iba a hacer! Las jóvenes son así… Se van detrás de una cara… ¡Porque el mozo es guapo! ¡Pero un sinvergüenza!… ¡La infeliz!… Bueno; voy a vestir a la muñeca, señora Elena.
Y entró, compungida, en la casa.
El cura había llegado también. Estaba en la sala con Sebastián, al que conocía de Almada, y hablaba de cultivos, de injertos, de riegos, con voz gruesa, pasándose con un gesto pausado de su mano velluda el pañuelo, enrollado, por debajo de la nariz. Todos los balcones y ventanas de la casa estaban abiertos al sol, muy tibio. Los canarios trinaban.
—¿Y llevaba mucho tiempo en la casa la difunta? —preguntó el cura a Jorge, que paseaba por la habitación fumando.
—Hace casi un año.
El sacerdote desdobló lentamente el pañuelo y, sacudiéndolo antes de sonarse:
—Su señora lo sentirá mucho… Es el tributo universal…
Y se sonó con estruendo. Juana, entonces, de toquilla y pañuelo, apareció, de puntillas. Estaba enterada por los vecinos de que Juliana había «reventado» y de que los señores se encontraban en casa de don Sebastián. Venía de allí. Luisa le mandó entrar en el cuarto. Al ver enferma a su querida señora, lloriqueó mucho. Luisa le dijo «que ahora estaba todo como antes, que podía volver…».
—Y oiga, Juana, si el señor le preguntase…, diga que estuvo usted en Bellas, con su tía…
La joven fue en seguida a buscar su paquete y vino a instalarse, un poco asustada de la muerte, en la casa. Al poco rato, Pablo llamó discretamente en la puerta. Venía a ofrecerse para lo que fuese necesario en aquel trance. Y quitándose y poniéndose rápidamente la gorra, raspando el suelo con el pie, dijo con su voz catarrosa:
—¡Siento la desgracia, siento la desgracia! Todos somos mortales.
—Bien, bien, señor Pablo, no es necesario nada —dijo Jorge—. ¡Muchas gracias!
Y cerró bruscamente la puerta. Estaba impaciente por que acabase aquella «matraca», e incluso, como le molestaban los martillazos espaciados de los hombres clavando el ataúd encima, llamó a Juana:
—Diga a esa gente que se dé prisa. ¡No van a estar aquí toda la vida!
Y Juana fue a decir en seguida que el señor estaba frenético. Se había hecho ya íntima de la señora Margarita. La amortajadora fue incluso con ella a la cocina para tomar algo «de sustancia». Como la lumbre estaba apagada, se contentó con unas sopas de pan y vino.
—Sopitas de burro… —dijo, chasqueando la lengua.
Pero estaba enojada con la difunta. ¡Nunca había visto bicho más feo! ¡Un cuerpo de sardina seca! Y con una mirada complacida hacia las hermosas formas de Juana:
—Usted, joven, no. Su aspecto es de tener muy buen cuerpo… —y parecía calcular cómo cortaría la mortaja para aquellas líneas robustas.
Juana dijo, escandalizada:
—¡Vaya con el augurio!
La otra sonrió: le faltaban dos dientes, y aflautando la voz:
—¡Han pasado por mis manos muchas gentes finas, hija! ¿Una gotita más de vino, hace el favor? ¿Es del de Cartacho, no? ¡Muy suave! ¡Ricas viñas!
Al fin, con gran satisfacción de Jorge, a las cuatro, los hombres bajaron la caja. La vecindad estaba en las puertas. Pablo dijo incluso adiós, por fanfarronería, con dos dedos, al féretro, murmurando:
—¡Buen viaje!
Jorge, al salir, preguntó a Juana:
—¿No le da a usted miedo quedarse aquí sola?
—A mí no, señor. ¡El que se va no vuelve!
Tenía miedo, en efecto; pero se preparaba a pasar la noche con Pedro. Le latía el corazón de gozo, pues iban a «tener la casa por suya» hasta la mañana siguiente, y a poder tumbarse amorosamente, como unos marqueses, sobre el diván de la sala.
Jorge volvió con Sebastián a casa de éste y, apenas entró en el cuarto donde Luisa estaba acostada:
—Todo arreglado —dijo restregándose las manos—. Allá va hacia el Alto de San Juan, debidamente acondicionada. Per omnia saecula saeculorum!
La tía Juana, que estaba a la cabecera de Luisa, intervino:
—¡Ay, lo que se fue, se fue… Pero buena no lo era esa mujer!
—Era una estantigua —dijo Jorge—. Esperemos que a estas horas esté ya cociéndose en la caldera de Pedro Botero. ¿No es verdad, tía Juana?
—¡Jorge!… —dijo Luisa en tono de reproche. Y juzgó un deber rezar dos padrenuestros por el alma de aquella mujer.
¡Fue todo lo que la tierra concedió en su muerte a la que iba rodando a aquella hora, al trote de dos viejas yeguas, hacia la fosa común, a la que había sido en vida Juliana Couceiro Tavira!
* * *
Al día siguiente Luisa estaba mejor; hablaron, incluso, con gran desconsuelo de la tía Juana, de volver a su casa. Sebastián no decía nada, pero deseaba casi, secretamente, que una convalecencia la retuviese allí indefinidamente. ¡Parecía ella tan agradecida! ¡Tenía miradas tan reconocidas, que solo él comprendía! ¡Y era tan feliz teniéndola allí con Jorge en su casa! Conferenciaba con la tía Vicenta sobre la comida; andaba por los pasillos y por la sala con respeto, casi de puntillas, como si la presencia de ella santificase la casa; llenaba los floreros de camelias y de violetas; sonreía beatíficamente al ver a Jorge, en la sobremesa, saborear y elogiar su coñac añejo; sentía algo bueno calentarle como una capa gruesa y blanda. ¡Y pensaba ya que, cuando ella se marchase, todo le parecería más frío, con una tristeza de ruina!
Pero de allí a dos días regresaron a su casa.
Luisa quedó muy complacida con la nueva criada. Fue Sebastián quien se la proporcionó. Era una muchachita limpia y blanca, con unos lindos ojazos asombrados y un aire cariñoso; se llamaba Mariana, y fue en seguida corriendo a decir a Juana:
—¡Cómo me entusiasmó la señora! ¡Tiene una carita de ángel! ¡Qué bonita era!
Jorge mandó aquella mañana los dos baúles de Juliana a la tía Victoria.
Al salir él, anochecido, Luisa se encerró en el cuarto con la carterita de Juliana, corrió los visillos por precaución, encendió una vela y quemó las cartas. Le temblaban las manos. ¡Y vio, con los ojos arrasados de lágrimas, su vergüenza, su esclavitud desaparecer, disiparse en un humo blanquecino! ¡Respiró a fondo! ¡Al fin! ¡Y había sido Sebastián, el muy querido Sebastián!
Fue entonces a la sala, a la cocina, a ver la casa; todo le pareció nuevo, su vida llena de dulzura: abrió todos los balcones, probó el piano; rompió incluso en pedacitos, por superstición, la música de Médje que le diera Basilio; habló mucho con Mariana y, saboreando su caldo de gallina de convaleciente, con la cara iluminada de felicidad:
—¡Qué bien lo voy a pasar ahora!… —musitó.
Cuando oyó en el corredor los pasos de Jorge, que entraba, corrió y, echándole los brazos al cuello, con la cabeza en su hombro:
—¡Estoy tan contenta hoy! ¡Si tú supieras lo buena chica que es Mariana!
Pero aquella noche la fiebre volvió y Julián, por la mañana, la encontró peor.
—Accesos —dijo, descontento.
Estaba recetando cuando entró doña Felicidad muy excitada. Se quedó toda sorprendida al ver enferma a Luisa. E inclinándose sobre ella, le dijo en seguida al oído:
—¡Tengo que contarte!
Apenas Jorge y Julián salieron, se desahogó, sentada a los pies de la cama, con una voz unas veces baja por la gravedad de la confidencia y otras aguda por el ímpetu de la indignación.
¡La habían robado! ¡Robado indignamente! Aquel hombre que mandó ella a Tuy, el muy ladrón, había escrito a Gertrudis, la criada, que no estaba dispuesto a volver a Lisboa; que la mujer embrujadora se había trasladado de pueblo; que él no quería saber más de aquel asunto y que hasta lo encontraba extravagante; que ofrecía sus servicios en Tuy; todo aquello con una buena letra de memorialista, en un portugués horrible, ¡y del dinero ni palabra!
—¿Qué te parece este granuja? ¡Cincuenta duros! Si no fuese por la vergüenza iba derechita a la Policía. ¡Ay, los gallegos han acabado para mí! ¡Por eso el consejero no entraba por el buen camino! ¡Claro! ¡Esa mujer no le lanzó nunca el embrujo!
Porque si ella no creía en la honradez de los gallegos no había perdido la fe en el poder de las brujas.
¡No era por los cincuenta duros! ¡Era por su mala suerte! Y luego, ¡quién sabe dónde estaría ahora la mujer! ¡Ay, era para enloquecer!…
—¿Qué te parece, eh?
Luisa se encogió de hombros; muy sofocada entre la ropa, con la cara arrebatada, se le cerraban los ojos en un pesado sopor. Doña Felicidad le aconsejó vagamente un «sudadero», suspirando, y como Luisa no podía darle consuelos, se dirigió hacia la Encarnación a desahogarse con la de Silveira.
Aquella madrugada Luisa empeoró. La fiebre aumentó. Jorge, inquieto, se vistió de prisa a las nueve de la mañana y fue en busca de Julián. Bajaba la escalera rápidamente, abrochándose todavía el gabán, cuando el cartero subía, expectorando su catarro.
—¿Cartas? —preguntó Jorge.
—Una para la señora —dijo el hombre—. Debe de ser para la señora…
Jorge miró el sobre: llevaba el nombre de Luisa, procedía de Francia.
«¿De quién diablos es esto?», pensó. La guardó en el bolsillo del gabán y salió.
A la media hora volvía con Julián en un coche. Luisa dormitaba, amodorrada.
—Hay que tener cuidado… Vamos a ver… —murmuró Julián, rascándose despacio la cabeza, mientras Jorge, al otro lado de la cama, le miraba con ansiedad.
Hizo una receta y se quedó a desayunar con Jorge. Hacía un día frío y gris. Mariana, arrebujada en un mantón, servía con los dedos enrojecidos, hinchados por los sabañones. Y Jorge sentíase entristecido, como si la niebla toda del aire se le fuese depositando y condensando lentamente en el alma.
—¿A qué se podía atribuir aquella fiebre? —dijo muy desconsolado. ¡Era tan raro! Desde hacía seis días estaba unas veces mejor y otras peor…
—Estas fiebres aparecen por todo —replico Julián, partiendo tranquilamente una tostada—. A veces por una corriente de aire, otras por un disgusto. Tengo yo, por ejemplo, un caso curioso: un sujeto, un tal Alves, que estaba para declararse en quiebra y que vivió el pobre durante dos meses atormentado. Hace dos semanas, en un golpe de fortuna (la muy bellaca tiene a veces esos caprichos), arregló todos sus negocios y se vio libre. Pues, señor, desde entonces tiene una fiebre así tortuosa, compleja, con síntomas disparatados. ¿Qué es ello? Pues que la excitación nerviosa le abatió y la felicidad le ha producido un trastorno en la sangre. Es muy posible que se las líe. Y entonces vendrá la quiebra general, la grande, aquélla en que el acreedor es implacable, la ejecuta y… per omnia saecula!
Se levantó y, encendiendo el cigarro:
—En todo caso, debe guardar un reposo absoluto. Es necesario mantenerle el espíritu entre algodón en rama. Nada de charla, nada de jaleo, y si tuviera sed, limonada. ¡Hasta luego!
Y salió, poniéndose los guantes negros que usaba ahora, desde que pertenecía al Cuerpo de la Beneficencia.
Jorge volvió a la alcoba. Luisa dormitaba. Mariana, sentada junto a ella en una silla baja, con la carita muy triste, no apartaba de Luisa sus grandes ojos asustados.
—Ha estado muy inquieta —murmuró.
Jorge tocó la mano de Luisa, que ardía, y le subió la ropa. La besó despacio en la cabeza y fue a cerrar las maderas del balcón, frente a la alcoba.
Y paseando por el despacho, volvieron a su mente las palabras de Julián: «¡Son fiebres que aparecen por un disgusto!». Pensó en la historia del negociante, recordando aquel estado de abatimiento y de debilidad de Luisa, que tanto le preocupó últimamente, ¡tan inexplicable! ¡Vamos, tonterías! ¿Disgustos, de qué? ¡En casa de Sebastián había estado tan animada! ¡Ni la muerte de la otra la emocionó! ¡Además, él no creía en las fiebres de disgustos! Julián tenía una medicina literaria. Pensó incluso que sería más prudente llamar al viejo doctor Camiña…
Al meterse la mano en el bolsillo sus dedos encontraron una carta, era la que le había dado el cartero, por la mañana, para Luisa. Volvió a examinarla con curiosidad; el sobre era vulgar, como los que hay en los cafés o en los restaurantes, no conocía la letra, era de hombre, venía de Francia… Sintió un deseo rápido de abrirla. Pero se contuvo y la echó encima de la mesa, liando despacio un cigarrillo.
Volvió a la alcoba. Luisa seguía amodorrada; la manga de la chambra subida descubría el brazo mimoso, con su vello rubio; la cara, muy roja, brillaba; las largas pestañas caían pesadamente, en el adormecimiento de los finos párpados; un rizo le caía sobre la cabeza, y le pareció a Jorge adorable y conmovedora con aquel color, la expresión de la fiebre. Pensó, sin saber por qué, que otros debían encontrarla bonita, desearla, decírselo si pudiesen… ¿Para qué le escribían desde Francia? ¿Quién sería?
Volvió al despacho, pero aquella carta sobre la mesa le irritaba. Quiso leer un libro y lo tiró en seguida, impaciente; se puso a pasear, retorciendo muy nervioso el forro de los bolsillos.
Cogió entonces la carta; quiso ver, a través del papel delgado del sobre; sus dedos, incluso, de un modo irresistible, empezaron a romper una esquina del sobre. ¡Ah, aquello no era delicado!… Pero la curiosidad que regía su cerebro le sugirió toda clase de razones, con una tentación persuasiva: «Ella estaba enferma y podía ser alguna cosa urgente; ¿y si era una herencia? ¡Además, ella no tenía secretos y mucho menos en Francia! ¡Sus escrúpulos eran pueriles! Le diría que la había abierto por equivocación. ¡Y si la carta contenía la clave de aquel disgusto, del disgusto de las teorías de Julián!… ¡Debía abrirla entonces para curarla mejor!».
Sin querer, se encontró con la carta fuera del sobre y doblada en la mano. De un vistazo ávido la devoró. Pero no comprendió bien; las letras se embarullaban; se acercó al balcón y releyó despacio:
Mi queridísima Luisa:
Sería largo de explicarte cómo hasta anteayer solamente en Niza (de donde llegué esta madrugada a París), recibí tu carta, que por los matasellos veo que recorrió toda Europa detrás de mí. Como hace ya dos meses y medio que la escribiste me figuro que te arreglaste con la mujer y que no necesitas el dinero. Por otra parte, si acaso lo quisieras, mándame un telegrama y lo tienes ahí en dos días. Veo por tu carta que no has creído nunca que mi marcha fuese motivada por negocios. Eres muy injusta. Mi marcha no te debía haber quitado, como dices, todas las ilusiones sobre el amor, porque fue realmente al salir de Lisboa cuando me di cuenta de todo lo que te amaba, y no pasa día, créeme, en que no me acuerde del Paraíso ¡Qué buenas mañanas! ¿Has vuelto a pasar por allí alguna otra vez? ¿Te acuerdas de nuestro lunch? No tengo tiempo para más. Tal vez en breve vuelva a Lisboa. Espero verte, porque sin ti Lisboa es para mí un destierro.
Un largo beso de quien es tuyo de corazón.
Basilio.
Jorge dobló el papel, en dos, en cuatro dobleces, lo tiró encima de la mesa y dijo en voz alta:
—¡Pues, señor, muy bonito!
Llenó su cachimba maquinalmente, con los ojos perdidos y los labios trémulos; dio algunos pasos vacilantes por el despacho. De repente arrojó la pipa, que rompió un cristal del balcón, agitó las manos con desvarío y, echándose de bruces sobre la mesa, estalló en llanto, ¡zarandeando la cabeza entre los brazos, mordiendo las mangas, pateando en el suelo, loco!
Se levantó súbitamente, cogió la carta y se dirigió con ella a la alcoba de Luisa.
Pero el recuerdo de las palabras de Julián le inmovilizó; ¡que esté tranquila, nada de charla, ninguna excitación! Guardó la carta en un cajón y se metió la llave en el bolsillo. Y en pie, temblando, con los ojos inyectados de sangre, sintió ideas insensatas brotar bruscamente en su cerebro, como relámpagos en una tormenta: matarla, irse de casa, abandonarla, levantarse la tapa de los sesos…
Mariana dio ligeramente en la puerta y le dijo que la señora le llamaba. Una oleada de sangre subió a su cabeza; se quedó mirando a Mariana estúpidamente, parpadeando:
—Ya voy —dijo con voz ronca.
Al pasar por la sala ante el espejo le asombró ver su rostro contraído, envejecido. Fue a pasarse una toalla mojada por la cara, se alisó el pelo y, al entrar en la alcoba, al ver sus grandes ojos desorbitantes, en los que brillaba la fiebre, tuvo que agarrarse a la barra de la cama, porque sintió a su alrededor oscilar las paredes como lonas al viento. Pero la sonrió:
—¿Cómo estás?
—Mal —murmuró ella, débilmente.
Le llamó a su lado con un gesto muy cansado. Él se acercó y sentóse sin mirarla.
—¿Qué tienes? —dijo ella, alzando su rostro hacia él—. No te aflijas.
Y le cogió la mano, que él tenía colocada al borde del lecho.
Jorge, con un seco tirón, sacudió la mano de ella y se levantó bruscamente con los dientes cerrados; sentía una cólera brutal; se iba ya, por miedo a sí mismo, a cometer un crimen, cuando oyó la voz de Luisa arrastrarse en un lamento:
—¿Por qué, Jorge? ¿Qué tienes?…
Se volvió; la vio medio incorporada, con los ojos abiertos hacia él y una angustia en la cara, y dos lágrimas rodaron por sus mejillas silenciosamente.
Se postró de rodillas, le agarró las manos, sollozando.
—¿Qué es esto? —exclamó la voz de Julián en la puerta de la alcoba.
Jorge, muy pálido, se levantó despacio. Julián lo condujo a la sala y, cruzándose de brazos, con gesto terrible ante él:
—¿Estás loco? ¿No sabes que se encuentra en uno de aquellos estados y te pones a hacerla una escena de lágrimas?
—No he podido contenerme…
—Pues revienta. ¿Voy a estar yo cortándole la fiebre por un lado y tú provocándosela por otro? ¡Estás loco!
Sentíase realmente indignado. Se interesaba por Luisa como enferma. Deseaba grandemente curarla; experimentaba, además, una satisfacción en ejercitar el dominio de persona necesaria en aquella casa, donde sus visitas habían tenido siempre una actitud de dependencia; aun ahora, al salir, no se olvidó de ofrecer distraídamente un puro a Jorge.
* * *
Jorge se comportó heroicamente durante toda aquella tarde. No podía estar mucho tiempo en la alcoba de Luisa. La desesperación le producía un movimiento contradictorio; pero iba allí a cada momento, le sonreía, le remetía la ropa con manos trémulas, y como ella dormitaba, se quedaba inmóvil mirándola rasgo por rasgo, con una curiosidad dolorosa e inmoral, como para sorprender en su rostro huellas de besos ajenos, esperando oírle en algún sueño calenturiento un nombre o una fecha, y la amaba más desde que la suponía infiel, pero con otro amor, carnal y perverso. Después iba a encerrarse en el despacho y se movía allí entre las paredes estrechas, como un animal enjaulado. Releyó la carta infinitas veces, la misma curiosidad roedora, baja, vil, le torturaba sin cesar: ¿Cómo habría sido? ¿Dónde sería el Paraíso? ¿Había una cama? ¿Qué vestido llevaría ella? ¿Qué le diría? ¿Qué besos le daba?
Fue a releer todas las cartas que ella le escribió al Alentejo procurando descubrir en las palabras ¡síntomas de frialdad, la fecha de la traición! La odiaba entonces, volvían a su cerebro las ideas homicidas, ¡estrangularla, darle cloroformo, hacerla beber láudano! Y después, inmóvil, recostado en el balcón, se quedaba olvidado en una meditación reconcentrada, rememorando el pasado, el día de su boda, ciertos paseos que dio con ella, palabras que ella pronunció…
A veces pensaba si sería la carta una superchería. Algún enemigo suyo podía haberla escrito, enviado a Francia. O tal vez Basilio tuviese otra Luisa en Lisboa, y por error, al poner el sobre, hubiese escrito el nombre de su prima, y la alegría que le daban aquellas fantasías hacía que le pareciese la realidad más cruel. Pero ¿cómo había sido?, ¿cómo había sido? ¡Si pudiese saber la verdad! ¡Estaba seguro de que se calmaría entonces! Arrancaría sin duda aquel amor de su pecho como un parásito inmundo. Apenas ella mejorase la llevaría a un convento y él iría a morir lejos, a África o a cualquier parte… ¿Pero quién lo sabría?… ¡JULIANA! ¡Ella era quien lo sabía! ¡Y lo comprendió todo: las incesantes condescendencias de ella con Juliana, los muebles, el cuarto, las ropas! ¡Debía pagar su complicidad! ¡Era su confidente! ¡Llevaba las cartas, lo sabía todo! ¡Y estaba en la fosa, muerta, sin poder hablar, la maldita!
Sebastián llegó, como de costumbre, al anochecer. No habían encendido aún y, apenas entró, Jorge le llamó al despacho; en silencio, encendió una vela y sacó la carta del cajón.
—Lee esto.
Sebastián se quedó asombrado al ver la cara de Jorge. Miró la carta cerrada, tembloroso. Apenas vio la firma, una palidez mortal cubrió su rostro. Parecíale que el suelo tenía una vibración en que se sostenía mal. Pero se dominó, leyó despacio, dejó la carta sobre la mesa, sin una palabra. Jorge dijo entonces:
—Sebastián, esto es para mí la muerte. Sebastián, tú sabes algo. Tú venías aquí. Tú lo sabes. ¡Dime la verdad!
Sebastián abrió despacio los brazos y exclamó:
—¿Qué te voy yo a decir? ¡No sé nada!
Jorge le cogió las manos, se las sacudió y, buscando su mirada con ansiedad:
—Sebastián, por nuestra amistad, por el alma de tu madre, por tantos años como hemos pasado juntos, ¡Sebastián, dime la verdad!
—No sé nada. ¿Qué voy yo a saber?
—¡Mientes!
Sebastián dijo apenas:
—¡Que pueden oírte, hombre!
Hubo un silencio. Jorge se apretaba las sienes con las manos, dando zancadas por el despacho que hacían retemblar el suelo. Y de repente, poniéndose frente a Sebastián, casi suplicante:
—¡Pero dime al menos lo que hacía ella! ¿Salía? ¿Venía alguien aquí?
Sebastián respondió despacio, con los ojos fijos en la luz:
—Venía su primo a veces, al principio. Cuando doña Felicidad estuvo enferma, ella iba a verla… El primo se marchó después… No sé nada más.
Jorge estuvo un momento mirando a Sebastián con una fijeza abstraída.
—¿Pero qué le hice yo, Sebastián? ¿Qué le he hecho yo? ¡La adoraba! ¿Qué le hice yo para esto? ¡Yo, que adoraba a esta mujer!
Y rompió a llorar. Sebastián quedó en pie, junto a la mesa, como aturdido, aniquilado.
—Fue quizá una broma apenas —murmuró.
—¿Y lo que dice la carta? —gritó Jorge, volviéndose en un arrebato de cólera, agitando el papel…: ¡Este Paraíso! ¡Las buenas mañanas pasadas! ¡Es una infame!
—Está enferma, Jorge —dijo quedamente Sebastián.
Jorge no contestó. Se paseó en silencio un rato. Sebastián, inmóvil, se cansaba la vista mirando la llama. Jorge, entonces, guardó la carta en el cajón y, cogiendo el candelabro con un gesto de lasitud lúgubre y resignada:
—¿Quieres venir a tomar el té, Sebastián?
Y no volvieron a hablar de la carta. Aquella noche Jorge durmió profundamente. Al otro día su rostro estaba impasible, de una lívida serenidad.
Fue de allí en adelante el enfermero de Luisa. La dolencia, después de una marcha incierta, se definió: eran fiebres remitentes y enflaquecía mucho, pero Julián estaba tranquilo. Jorge se pasaba los días junto a ella. Doña Felicidad iba, generalmente, por las mañanas; sentábase a los pies de la cama y permanecía callada, con una cara envejecida; aquella esperanza en la mujer de Tuy tan súbitamente destruida la removió como un viejo edificio del que se arranca de pronto un pilar; íbase convirtiendo en una ruina, y sólo se animaba cuando el consejero aparecía, hacia las tres, para saber de «nuestra enferma». Traía siempre una palabra grave, que decía en un tono profundo, conservando el sombrero en la mano, sin querer entrar en la alcoba, por pudor:
—¡La salud es un bien que sólo apreciamos cuando la perdemos!
O bien:
—La enfermedad sirve para aquilatar a los amigos.
Y terminaba siempre:
—¡Mi querido Jorge, las rosas de la salud florecerán de nuevo, muy pronto, en la cara de su virtuosa mujer!…
De noche Jorge dormía vestido en un colchón sobre el suelo, pero apenas si cerraba los ojos una o dos horas. El resto de la noche intentaba leer: empezaba una novela, pero nunca pasaba de las primeras líneas; olvidaba el libro y, con la cabeza entre las manos, se ponía a pensar; era siempre la misma idea: ¿Cómo había sido? Logró reconstruir aproximadamente, con lógica, ciertos hechos; veía claramente a Basilio llegando, viniendo a visitarla, deseándola, mandándole ramos, persiguiéndola, yendo a verla aquí y allá, escribiéndola; pero ¡y después! Llegó ya a comprender que el dinero era para Juliana. La mujer habría tenido alguna exigencia: ¿Los sorprendió quizá? ¿Tenía cartas?… Y en aquella reconstrucción dolorosa encontraba quiebras, vacíos, oscuras lagunas, en los que su alma se precipitaba ansiosamente. Entonces empezaba a recordar los últimos meses desde su regreso del Alentejo, lo amorosa que se mostró ella, el ardor que ponía en sus caricias… ¿Para qué lo engañó entonces?
Una noche, con precauciones de ladrón, rebuscó en todos los cajones de ella, escudriñó los vestidos, hasta los pliegues de la ropa blanca, las cajas de cuellos, de encajes. Examinó cuidadosamente el cofre de sándalo: estaba vacío. ¡Ni el polvo de una flor seca! A veces se quedaba mirando los muebles en el cuarto, en la sala, sondeándolos, como si quisiese descubrir en ellos los vestigios del adulterio. ¿Habríanse sentado allí? ¿Habríase arrodillado él a los pies de ella, más allá, sobre la alfombra? El diván, sobre todo, tan ancho, tan cómodo, le desesperaba, le tomó odio. Llegó a detestar incluso la casa, como si los techos que los habían cobijado, los suelos que los sostuvieron fueran cómplices conscientes. Pero lo que le torturaba especialmente eran aquellas palabras: el Paraíso, las buenas mañanas…
Luisa dormía ya entonces tranquilamente. Al cabo de una semana desaparecieron los accesos. Pero estaba muy débil; el día en que se levantó por primera vez se desmayó dos veces; era necesario vestirla, llevarla sosteniéndola hacia la chaise longue. Y no prescindía de Jorge. ¡Lo quería allí, a su lado, con exigencias de niña! Parecía absorber vida de sus ojos y salud del contacto de sus manos. Hacía que le leyese el periódico por la mañana y que viniese a escribir junto a ella. Él obedecía e incluso aquellas peticiones eran para su dolor como caricias consoladoras. ¡Era porque le amaba, indudablemente!
Sentía entonces, maquinalmente, resquicios de felicidad. Se sorprendía diciéndole ternezas, riendo con ella, olvidado, como en los buenos tiempos. Y tendida en la chaise longue, Luisa, contenta, recorría antiguos tomos de la Ilustración Francesa que le mandaba el consejero, en «donde (según él afirmaba) podía, al mismo tiempo que se divertía con los dibujos, adquirir nociones útiles sobre importantes acontecimientos históricos», o, con la cabeza recostada, saboreaba la dicha de mejorar, de verse libre de las tiranías de la otra, de las amarguras del pasado.
Una de sus alegrías era ver entrar a Mariana con su comidita colocada en un mantel sobre la bandeja; tenía apetito, saboreaba mucho la copa de vino de Oporto, recomendada por Julián; cuando Jorge no estaba, sostenía largas conversaciones con Mariana, hablando bajo, consolada, chupando cucharillas de gelatina. A veces, callada, con los ojos en el techo, hacía proyectos. Se los contaba después a Jorge: iría al campo, a estarse allí dos semanas para recobrar fuerzas; a la vuelta empezaría a bordar cortes de casimir para tapizar las sillas de la sala, porque quería ocuparse mucho de la casa, vivir recogida; él no volvería a Alentejo, no saldría de Lisboa ¿verdad? Y su vida sería de allí en adelante de una dulzura fácil y continua.
Pero Luisa lo encontraba algunas veces taciturno. ¿Qué tenía? Él lo explicaba por el cansancio, por las noches que durmió mal… Si enfermaba, decía Luisa, que fuese al menos cuando ella estuviera fuerte, ¡para cuidarle, para velarle!… Pero no enfermaría, ¿verdad? Y le hacía sentar a su lado, le pasaba las manos por el pelo, con la mirada desfalleciente, porque con las fuerzas que renacían volvían los impulsos de su temperamento amoroso. ¡Jorge sentía que la adoraba y era más desgraciado!
Luisa, a solas, tomaba otras resoluciones. No volvería a ver a Leopoldina y frecuentaría las iglesias. Salía de la enfermedad con un vago sentimentalismo devoto. Durante las fiebres, en ciertas pesadillas de las cuales le quedó una confusa idea terrorífica, habíase visto a veces en un lugar pavoroso, donde los cuerpos se alzaban, retorciendo los brazos, en medio de las llamas escarlatas: formas negras giraban con tridentes de brasa, y un rugido de agonía se elevaba hacia la mudez del cielo; le tocaban ya el pecho lenguas de hogueras, cuando una cosa suave e inefable la refrescaba de repente: eran las alas de un ángel luminoso y sereno, que la cogía en brazos. Y ella sentíase elevar, apoyando la cabeza sobre el divino pecho, que la penetraba de una felicidad sobrenatural; veía de cerca las estrellas, oía estremecimientos de alas. Aquella sensación le dejó como un recuerdo nostálgico del cielo. Y aspiraba a ella, en las debilidades de la convalecencia, esperando alcanzarla con la puntualidad en la misa y con la repetición de salves a la Virgen.
Al fin, una mañana fue a la sala y abrió por primera vez el piano; Jorge, en el balcón, miraba hacia la calle, cuando ella le llamó sonriendo:
—Odio hace tiempo aquel diván —dijo—. Podríamos quitarlo, ¿no te parece?
Jorge sintió una punzada en el corazón: no pudo contestar seguidamente; dijo por fin con esfuerzo:
—Sí, me parece bien…
—Tengo ganas de tirarlo —dijo ella, saliendo de la sala, arrastrando tranquilamente la larga cola de su bata.
Jorge no pudo apartar los ojos del diván. Fue incluso a sentarse en él, pasó la mano sobre la tela listada ¡y sintió un placer doloroso en comprobar que había sido allí!
Empezó a invadirle ahora una especie de sombría resignación; cuando la oía gozar tanto con su mejoría, hablar feliz del futuro tranquilo, decidía quemar la carta, olvidarlo todo. Ella habíase arrepentido; indudablemente, le amaba; ¿para qué había él de crear a sangre fría una desventura perpetua? Pero cuando la veía con sus movimientos lánguidos tumbarse en la chaise longue o, al desnudarse, mostrar la blancura de su pecho y pensaba que aquellos brazos habían estrechado a otro hombre y aquella boca gemido de amor en una cama ajena ¡sentía en su interior una oleada de cólera brutal y tenía que salir para no estrangularla!
Para explicar sus malos humores, sus silencios, empezó a quejarse, a declararse enfermo. Y las solicitudes de ella entonces, las mudas interrogaciones de su mirada inquieta le hacían más desgraciado ¡al sentirse amado, ahora que se sabía traicionado!
Un domingo, por fin, Julián permitió a Luisa que se acostase más tarde, que hiciera por la noche los honores de la casa. Fue una alegría para todos verla en la sala todavía un poco pálida y débil; pero, como dijo el consejero, ¡restituida a los deberes domésticos y a los placeres de la sociedad!
Julián, que llegó a las nueve, la encontró como nueva. Y abriendo los brazos en medio de la sala:
—¿Y qué me dicen de la noticia? —exclamó—. ¡La obra de Ernesto ha obtenido un éxito!…
Lo había leído en los periódicos. El Diario de Noticias decía, incluso, que «el autor, llamado al proscenio en medio del más vivo entusiasmo, recibió una hermosa corona de laurel». ¡Luisa indicó en seguida que quería ir a verla!
—Más adelante, doña Luisa, más adelante —terció con prudencia el consejero—. Por ahora es conveniente evitar toda conmoción fuerte. Las lágrimas, que no dejaría usted de derramar, conozco su buen corazón, podían ocasionar una recaída. ¿No es verdad, amigo Julián?
—Sin duda, consejero, sin duda. Yo también quiero ir. Deseo convencerme por mis propios ojos…
Pero el ruido de un carruaje, al trote largo, que paró en la puerta, le interrumpió.
La campanilla tintineó con fuerza.
—¡Apuesto a que es el autor! —exclamó él.
Y casi inmediatamente la figura radiante de Ernestito, de levita, se precipitó en la sala; se levantaron ruidosamente y le abrazaron. ¡Mil parabienes! ¡Mil parabienes!
Y la voz del consejero, dominando las otras:
—¡Bienvenido el festejado autor! ¡Bienvenido!
Ernesto se sofocaba de júbilo. Tenía una/Sonrisa estúpida; las aletas de la nariz se le dilataban, como para aspirar el incienso; enarcaba el pecho, henchido de orgullo, y movía la cabeza sin cesar, como en un agradecimiento instintivo a los aplausos de las multitudes.
—¡Aquí estoy! ¡Aquí estoy! —dijo.
Se sentó jadeante, y con una actitud amable de dios campechano, declaró que los últimos ensayos apurados no le habían dejado un momento para venir a ver a la prima Luisa. Había tenido aquella noche un momento suyo, aunque érale preciso volver a las diez al teatro; ni siquiera había despedido el coche…
Contó ampliamente el triunfo. Al principio tuvo un gran pánico. ¡Todos lo tenían, los más acostumbrados, los más ilustres! Pero apenas recitó Campos el monólogo del primer acto (¡y cómo lo dijo! ¡Ya verían, una cosa sublime!), estallaron los aplausos. Todo había gustado. Al final fue un barullo: gritos pidiendo al autor, salvas de aplausos… Salió arrastrado al escenario; no quería, pero le obligaron, la Jesuina por un lado, la María Adelaida por otro. ¡Un delirio! Saavedra, el del Sáculo, se lo había dicho: «¡El amigo es nuestro Shakespeare!». Bastos, el de La Verdad, lo afirmó: «¡Es nuestro Scribe!». Hubo una cena. Y le dieron una corona.
—¿Y le sirve? —preguntó Julián.
—Perfectamente; un poquito ancha…
El consejero dijo con autoridad:
—Los grandes autores, el célebre Tasso, nuestro Camoens, aparecen siempre representados con sus respectivas coronas.
—Es lo que yo le aconsejo, señor Ledesma —intervino Julián, levantándose y dándole en el hombro—, ¡que se retrate con corona!…
Rieron todos. Y Ernestito, un poco despechado, desdoblando su pañuelo perfumado:
—El señor Zuzarte no prescinde de su epigramita…
—Es la prueba de la gloria, amigo mío. ¡En los triunfos de los generales victoriosos, en Roma, ¡había un bufón en la comitiva!
—¡No sé! —dijo Luisa muy risueña—. ¡Es un honor para la familia!…
Jorge asintió. Se paseaba por la sala fumando; dijo que gozaba tanto de la corona como si tuviese derecho a usarla… Y Ernestito, volviéndose hacia él:
—Sabrás que la perdoné, primo Jorge. Perdoné a la esposa…
—Como Cristo…
—Como Cristo —corroboró Emestillo, con satisfacción.
Doña Felicidad lo aprobó vivamente:
—¡Hizo muy bien! ¡Hasta es más moral!
—Jorge era el que quería que diese yo fin de ella —dijo Ernestito, riendo estúpidamente—. ¿No te acuerdas aquella noche?…
—Sí, sí… —dijo Jorge, riendo también nerviosamente.
—Nuestro Jorge —dijo con solemnidad el consejero— no podía tener ideas tan extremistas. Y, sin duda, la reflexión, la experiencia de la vida…
—Cambie de tema, consejero, cambie de tema —interrumpió Jorge. Y entró bruscamente en su despacho.
Sebastián, inquieto, fue despacio a buscarle. Estaba allí a oscuras.
—¿Esos idiotas no se callarán? ¿No se irán? —dijo él sofocadamente, agarrando el brazo de Sebastián.
—¡Cálmate!
—¡Oh Sebastián, Sebastián! —y su voz temblaba entre lágrimas.
Pero Luisa gritó desde la sala:
—¿Qué conspiración es ésa, ahí dentro, en la oscuridad?
Sebastián apareció en seguida, diciendo:
—Nada, nada. Estábamos ahí dentro… —y añadió bajo—: Jorge se siente fatigado. ¡Está malo, el pobre!
Notaron, cuando volvió, que tenía, en efecto, un aspecto raro.
—No; realmente no me siento bien, estoy destemplado.
—Y la débil doña Luisa necesita el reposo de su lecho —dijo el consejero, levantándose.
Ernestito, que no podía entretenerse mas, ofreció en seguida al consejero y a Julián «su coche, que era una calesa, si iban hacia la Baixa…».
—¡Qué honor! —exclamó Julián mirando a Acacio—. ¡Ir en el coche del gran hombre!
Y mientras doña Felicidad se arreglaba, bajaron los tres. En medio de la escalera Julián se detuvo y, cruzando los brazos:
—Ahora estoy aquí entre los representantes de los dos grandes movimientos de Portugal desde mil ochocientos veinte: La literatura —y saludó a Ernestito— ¡y el constitucionalismo! —y se inclinó ante el consejero.
Los dos rieron, halagados.
—¿Y usted, amigo Zuzarte?
—¿Yo? —y bajando la voz—: Era hasta hace días un terrible revolucionario. Pero ahora…
—¿Qué?
—¡Soy un amigo del orden! —gritó con júbilo.
Y bajaron, satisfechos de ellos mismos y de su país, ¡para compartir el coche del gran hombre!