Pasaban de las ocho cuando el coche paró en el San Carlos. Un golfillo que tosía mucho, con el chaquetón cerrado sobre el pecho con un alfiler, se precipitó a abrir la portezuela, y doña Felicidad sonrió de contento, sintiendo la cola de su vestido de seda arrastrarse sobre la alfombra deshilachada del pasillo de palcos.
Estaba ya levantado el telón. A la luz rebajada del escenario veíase la decoración clásica de una celda de alquimista; envuelto en un hábito monástico, con una abundancia hirsuta de barbas grises y temblores seniles, Fausto cantaba desilusionado de las ciencias, posando sobre el corazón una mano en la que relucía un brillante. Un vago olor a gas escapado flotaba sutilmente. Aquí y allá oíanse toses. Había aún poca gente. Y seguían entrando.
En el palco, mientras se colocaban, doña Felicidad y Luisa cuchicheaban, con gestecillos de negativa y miradas suplicantes:
—¡Vamos, Felicidad, por ser quien eres!
—Si estoy aquí muy bien…
Por fin, doña Felicidad se sentó en el sitio preferente, sacando el pecho. Luisa se quedó detrás poniéndose los guantes, mientras, Jorge colocaba los abrigos, furioso con el sombrero, que había ya rodado dos veces.
—¿Tiene usted banqueta para los pies, doña Felicidad?
—Gracias, aquí la encuentro —y movió los pies—. ¡Qué lástima no ver a la familia real!
En los palcos del abono iban apareciendo los altos peinados, horribles, amazacotados con los postizos; brillaban las pecheras. Entraban caballeros hacia las butacas, despacio, con un aire cansado e íntimo, alisándose el pelo. Se conversaba en voz baja. Al fondo del patio de butacas había un rumor importuno entre los acomodadores de casaca, y a la entrada, bajo la marquesina, veíanse, con aparato militar, correajes relucientes de guardias municipales y gorras tiesas de policías; brillaban a la luz los puños de los sables.
Pero corrieron por la orquesta fuertes estremecimientos metálicos, produciendo un pavor sobrenatural; Fausto temblaba como un árbol bajo el viento; un ruido de hojas de lata, fuertemente golpeadas, estalló y Mefistófeles se levantó al fondo, escarlata, estirando la pierna con aire jactancioso, alzadas las cejas, con una barbita insolente, como un bel cavalier, y mientras su potente voz saludaba al doctor, las dos plumas rojas de su gorro oscilaban sin cesar de un modo fanfarrón.
Luisa se acercó a la barandilla; al ruido de la silla se volvieron algunas cabezas en el patio lánguidamente; pareció, sin duda, bonita, y la examinaron; ella, azorada, se puso a mirar hacia el escenario, muy seria; detrás de unas gasas superpuestas, que se alzaron en una fingida visión, apareció Margarita, hilando, toda vestida de blanco; la luz eléctrica la envolvía en un tono crudo, haciéndola parecer de yeso. ¡Y doña Felicidad la encontró tan linda que la comparó cortina santa!
La visión desapareció en un trémolo de violines. Y después de un aria, Fausto, que había permanecido inmóvil al fondo de la escena, se agitó un momento dentro de la túnica y de las barbas y reapareció joven, gordito, vestido de color lila, cubierto de polvos, arreglándose el rizado del pelo. Subieron las luces de la batería: resonó una instrumentación alegre y expansiva; Mefistófeles, cogiéndole, le arrastró impaciente a través de la decoración. Y el telón bajó rápidamente.
La gente se levantó con un fuerte y lento rumor. Doña Felicidad, un poco sofocada, se abanicaba. Curiosearon entonces a las familias, algunas toilettes y, sonriendo, estuvieron de acuerdo en que aquello estaba «de lo más fino».
En los palcos se conversaba sobriamente; a veces brillaba una joya o la luz ponía tonos lustrosos de ala de cuervo en unos cabellos negros en los cuales blanqueaban camelias o relucía el aro de metal de un peinecillo; los cristales redondos de los gemelos se movían despacio, cubiertos de puntos luminosos.
En el patio de butacas, de filas semivacías, unos caballeros casi tumbados cortejaban con languidez o en pie, taciturnos, se acariciaban los guantes; viejos dilettanti, con pañuelo de seda, tomaban rapé, tarareaban; doña Felicidad se interesaba por dos españolas de verde, que en el piso de arriba inmovilizaban, con una casta afectación, sus cuerpos de lupanar.
Un compañero de Jorge, flacucho y elegante, entró entonces en el palco. Parecía animado y preguntó en seguida si no sabían el gran escándalo… ¿No? Y el ingeniero, con gestos vivos de sus manitas enfundadas en unos guantes verdes, ¡contó que la mujer de Palma, el diputado, como recordaban, se había escapado!…
—¿Al extranjero?
—¡Quiá! —y la voz del ingeniero tuvo unos agudos triunfales—. Ahí estaba lo mejor. ¡A casa de un español que vivía enfrente! ¡Por lo demás —y su voz se tornó grave— estaba entusiasmado con el bajo!
Y después de haber sonreído y mirado con los gemelos se quedó callado, rendido de lo que había dicho, golpeando apenas de cuando en cuando la rodilla de Jorge, con un ¡Sí, señor! familiar o un ¿Qué te haces? amistoso.
Pero sonaron los timbres discretamente. El ingeniero salió de puntillas. Y el telón se levantó despacio sobre la alegría de la fiesta aldeana, llena de una luz blanca y dura. Casas acastilladas blanqueaban en la decoración del fondo en alguna colina del Rhin, amiga de los viñedos. Sentado a horcajadas sobre un barril, el barrigudo y holgazán rey Gambrinus lanzaba risotadas, alzando, en su actitud de grabado gótico, la gran copa emblemática de la cerveza germana. Y estudiantes judíos, reitres y doncellas, con sus vivos colores de muñecos, se movían de un modo automático y sonámbulo a los largos compases de la festiva instrumentación.
El vals entonces se desenvolvió lánguidamente, como un hilo de melodía, en suaves espirales que ondulaban y huían. Luisa seguía los piececitos de las bailarinas, sus piernas musculosas girando en el tablado y las faldas ahuecadas y cortas que parecían el girar multiplicado y reproducido de vagos discos de cambray.
—¡Qué bonito! —murmuró con el rostro iluminado de felicidad.
—¡De primera! —afirmó doña Felicidad, poniendo los ojos en blanco.
Ciertos agudos delicados de los flautines enternecían a Luisa, y su casa, Juliana, sus miserias, todo parecíale haber retrocedido, estar al fondo de una noche olvidada.
Pero el diablo jovial se adelantaba entre los grupos, y después, con gestos torvos y rapaces, cantó el dios del oro. Su voz potente afirmaba, en un tono brutal, el poder del dinero; pasaban por las masas de instrumentación sonoridades claras y tintineantes, en un ávido remover de tesoros. ¡Y las notas altas finales caían, de un modo corto y seco, como martillazos triunfales acuñando el oro divino!
Luisa vio entonces a doña Felicidad azorarse, y siguiendo su negra mirada, súbitamente encendida, descubrió en butacas la calva reluciente del consejero Acacio, que las saludaba, prometiendo generosamente, con la mano abierta, su próxima visita.
Vino apenas bajó el telón y las felicitó inmediatamente por haber escogido aquella noche: la ópera era de las mejores y había un público muy fino. Sentía haberse perdido el acto primero; aunque no le gustase extraordinariamente su música, lo apreciaba, por ser muy filosófico. Y, cogiendo de manos de Luisa los gemelos, explicó los palcos, dijo los títulos, citó las ricas herederas, nombró a los diputados, señaló a los literatos. ¡Ah, conocía bien el San Carlos! ¡Lo frecuentaba hacía dieciocho años!
Doña Felicidad, arrebolada, le admiraba. El consejero sentía que no pudieran ver el palco regio; la reina, como siempre, estaba adorable.
¿Sí? ¿Cómo iba? De terciopelo. No sabía si rojo o si azul oscuro. Saldría a comprobarlo y vendría a decírselo… Pero cuando se alzó el telón permaneció sentado detrás de Luisa y empezó a explicar que aquella Siebel cogiendo flores en el jardín de Margarita, una segunda dama, ganaba mil duros al mes…
—Pero, a pesar de estos sueldos, mueren casi siempre en la miseria —dijó, en tono de censura—. Vicios, cenas, orgías, cabalgatas…
Se abrió la puertecita del jardín y Margarita entró despacio, deshojando la legendaria flor de su nombre, vestida de virgen, con dos largas trenzas rubias. Meditaba, hablaba sola, amaba. ¡La dulce criatura siente en torno suyo el aire pesado y desea con ansia que vuelva su madre!
Los ojos de Luisa se hincharon entonces de melancolía con la nostálgica balada del rey de Tule; aquella melodía le daba la vaga sensación de un pálido país de amores espirituales, bañado en fríos claros de luna, lejano, al Norte, junto a un mar gimiente, o de unas tristezas aristocráticas, sentidas en una terraza, a la sombra de un parque… Pero el consejero le indicó, enterado:
—¡Ahora viene lo bueno! Fíjense. Ahora llega el momento capital.
De rodillas ante el cofre de las joyas, la dama gesteaba amorosamente, lanzando trinos; apretaba en sus manos el collar, extasiada; se ponía los pendientes con melindres delirantes, y de su boca, muy abierta, salía un canto filado, de una cristalinidad aguda, entre el vago susurro de la admiración burguesa.
El consejero dijo, discretamente:
—¡Bravo! ¡Bravo!
Y, excitado, empezó a disertar. ¡Aquello era lo mejor de la ópera! Allí era donde se probaba a las cantantes…
Doña Felicidad sentía casi miedo de que le estallase algo en la garganta. La preocupaban también las joyas ¿Serían falsas? ¿Serían de ella?
—Es para tentarla, ¿verdad?
—Es un drama alemán —le dijo, bajo, el consejero.
Pero Mefistófeles se iba arrastrando a la buena Marta; Fausto y Margarita perdíanse en las sombras cómplices del jardín afrodisíaco, y el consejero observó que todo aquel acto era un poco atrevido. Doña Felicidad le murmuró, entre reprobatoria y arrobada:
—¡Cuántas escenas habrá usted tenido así, mujeriego!
El consejero la miró, indignado:
—¿Cómo, señora? ¡Llevar la deshonra al seno de una familia!
Luisa le hizo callar, sonriendo. Le interesaba ahora la obra. Había oscurecido; una faja de luz eléctrica llenaba el jardín de un vago claro de luna azulado, en el que los macizos, redondeados, se recortaban en oscuras masas, y Fausto y Margarita, enlazados, casi desfallecientes, entonaban de un modo expirante su duetto; una sensualidad, moderna y delicada, con ímpetus de fervor exagerado, se arrastraba por la orquesta, gimiente; el tenor se esforzaba, cogiéndose el pecho, con un giro mórbido de caderas, velada la mirada. Y, desprendiéndose del lánguido arco de los violonchelos, el canto ascendía hacia las estrellas…
Al pálido claror
del astro de oro…
Pero el corazón de Luisa latió precipitadamente. Se vio de repente sentada en el diván, en su sala, estremecida aún por los sollozos del adulterio, y Basilio con el puro en una esquina de la boca, tocaba, distraído, al piano, aquel aria, Al pálido claror del astro de oro. ¡De aquella noche arrancaba toda su infelicidad! Y de pronto, como largos velos fúnebres, que caen y ahogan, el recuerdo de Juliana, de su casa, de Sebastián, vinieron a oscurecerle el alma.
Miró el reloj. Eran las diez. ¿Qué sucedería?
—¿Estás mala?
—Un poco.
Margarita se apoyaba, expirante de voluptuosidad, al borde de su ventanita. Fausto corre. Se abrazan. Y, entre las carcajadas del diablo y el bronco sonar de los violonchelos, bajó el telón, poniendo una reticencia púdica…
Doña Felicidad, sofocada, quiso agua. Jorge se apresuró, solícito. ¿Quería pasteles? ¿Un sorbete? La excelente señora titubeó; el chic del sorbete la atraía, pero le contuvo el miedo a un cólico. Fue a sentarse al fondo, junto a Luisa, y se quedó mirándola vagamente cansada; había un lento susurro; se bostezaba discretamente, y el humo de los cigarros, que entraba de afuera, formaba una neblina, apenas perceptible, que llenaba la sala e iba a enroscarse en la lámpara, empañando ligeramente las luces. Cuando Jorge salió, el consejero le acompañó; iba al ambigú, a tomar su taza de gelatina…
—Es mi cena las noches del San Carlos —dijo.
Volvió al poco rato, limpiándose los labios en el pañuelo de seda, a estarse con Jorge, que fumaba en el cuartito de la entrada de butacas:
—¡Mire usted esto, consejero! —dijo en seguida Jorge, indignado, mostrando la pared—. ¡Qué escándalo!
Habían dibujado, con el puro apagado, sobre la pared encalada, enormes figuras obscenas, y alguien, prudente y amigo de la claridad, unió por debajo los apuntes sexuales con una buena letra cursiva.
Y Jorge, sublevado:
—¡Y por aquí pasan señoras! ¡Ven, leen! ¡Esto ocurre sólo en Portugal!…
El consejero dijo:
—La autoridad debía intervenir, ciertamente… —y añadió, campechano—: son muchachitos, que lo hacen con el puro. Les gusta mucho esta distracción… —y, sonriendo, recordando—: Una vez, incluso, el conde de Villa Rica, que tiene gracia, mucha gracia, insistió conmigo, dándome el puro para que hiciera yo un dibujo… —y agregó, en voz más baja—: Y le di una severa lección. Cogí el veguero…
—¿Y se lo fumó?
—Escribí.
—¿Una obscenidad?
El consejero, retrocediendo, exclamó, con severidad:
—¡Ya me conoce usted, Jorge! ¿Cómo puede usted suponer…? —y calmándose—: ¡No; cogí el puro y escribí, con pulso fírme: ¡Honor al mérito!
Pero sonaron los timbres y volvieron al palco. Luisa, indispuesta, no quiso sentarse en primer término. Y el consejero, solemne, ocupó su sitio, frente a doña Felicidad. Fue para la opulenta señora un momento feliz, de un gozo exquisito. ¡Estaban ambos allí, como unos novios! Su abundante pecho jadeaba, veíase saliendo los dos del brazo; más tarde, entrando en un estrecho cupé, parando a la puerta de la casa conyugal, pisando la alfombra de la alcoba… Sentía un sudor en la raíz de los cabellos, y viendo al consejero sonreírle amable, con su calva muy brillante, bajo el gas, ¡sentía una gratitud apasionada hacia la mujer embrujadora, que a aquella hora, en el fondo de Galicia, estaba clavando agujas en su corazón de cera!…
Pero de repente el consejero alzó la cabeza, se precipitó sobre su sombrero. Y salió impetuosamente. Se miraron, inquietos. Doña Felicidad palideció. ¿Le habría dado algún dolor? ¡Santo Dios! Y murmuró ya, bajo, una oración.
Pero lo vieron entrar en seguida y decir con voz triunfal:
—¡De azul oscuro!
Abrieron mucho los ojos, sin comprender.
¡Su majestad la reina! Había prometido comprobarlo, y lo cumplía.
Y se sentó con solemnidad, diciendo a Luisa:
—¡Lamento que se esconda usted en ese rincón, señora! ¡A su edad! ¡En la flor de los años! ¡Cuando todo es color de rosa en la vida!
Ella sonrió. Estaba ahora muy sobresaltada. A cada momento miraba el reloj. Sentíase mal; los pies se le enfriaban; una vaga fiebre le producía pesadez de cabeza. Su pensamiento estaba en casa, en Juliana, en Sebastián, agitado de palpitaciones, de esperanzas, de terrores… Y veía, sin comprender, la multitud de soldados, vestidos de colores mezclados, con armas antiguas, que marchaban y se paraban con una cadencia afectada, levantando una fina polvareda en el escenario, mal regado. Cantaba un potente coro, era la marcha, arrogante y festiva, de los reitres alemanes, ¡celebrando la alegría de las incursiones victoriosas por las tierras del vino y la posesión de las bolsas mercenarias, llenas de sonoras monedas! Y sus ojos seguían a un corpulento barbudo que, por encima de los gorros cuadrados de los ballesteros, balanceaba monótonamente un ancho recuadro de tela, ¡la bandera del Santo Imperio, negra, roja y oro!
Pero entonces se alzó un rumor en el fondo del patio de butacas. Disputaban unas voces fuertes.
—¡Orden! ¡Orden! —decía la gente.
El público de las localidades altas se puso rápidamente dé puntillas en el asiento. Tres parejas de guardias aparecieron en la puerta del fondo, y después de un jaleo, entre risotadas, se llevaron a un joven, lívido, que se tambaleaba, ¡y el lado izquierdo de su chaquetón estaba todo vomitado!
Se hizo luego el silencio; el telón de fondo oscilaba, un poco removido por la salida festiva de los reitres y del pueblo; y en la escena desierta, teniendo a la derecha el pórtico oscilante de una catedral, y a la izquierda, la triste puerta de una casa burguesa, Valentín, con una larga perilla, al borde del escenario, besaba ansiosamente una medalla, pero Luisa no le escuchaba. Pensaba con el corazón angustiado: «¿Qué hará en este momento Sebastián?».
* * *
Sebastián, a las nueve, con un nordeste agudo que retorcía las luces del gas dentro de los faroles, se dirigió, despacio, a casa de un comisario de Policía, primo lejano suyo, Vicente Azurara. Una vieja sirvienta, arrugada como una manzana, le condujo al cuarto estudiantil, «donde el señor comisario estaba sudando un gran constipado»; le encontró con un gabán sobre los hombros, envueltas las piernas en una manta, tomando grogs calientes y leyendo El hombre de los tres pantalones. Apenas entró Sebastián, se quitó de las narices aguileñas las grandes gafas y, alzando hacia él sus ojillos, llorosos de fluxión, exclamó:
—Estoy con un constipado del diablo hace tres días, y no se quiere marchar… —y murmuró algunas imprecaciones, pasando su mano, flaca y nudosa, sobre la cara morena, de líneas duras, a la que un espeso bigote daba ferocidad.
Sebastián lo lamentó mucho. ¡No le extrañaba, dado el tiempo que hacía!… Le aconsejó agua sulfurosa con leche hervida.
—Si esto no se marcha —dijo el comisario rencorosamente— lo meto mañana hacia dentro con media botella de ginebra; si no es por las buenas, será a la fuerza… ¿Qué hay de nuevo?
Sebastián tosió; se quejó también de andar malucho y, acercando la silla a la del primo Vicente y poniéndole una mano sobre la rodilla:
—Vicente: si yo te pidiese un guardia para que me acompañase a hacer una cosa, sólo para meter miedo, sólo para hacer que una persona devuelva lo que robó, ¿darías tú la orden?
—Orden ¿de qué? —preguntó, lentamente, el primo, con la cabeza baja y los ojillos, congestionados, fijos en Sebastián.
—Orden de acompañarme, para que le viesen, solamente para que le viesen. Es un caso singular… Para meter miedo… Ya sabes que yo no soy capaz… Es para que una persona devuelva lo que robó. Sin armar escándalo…
—¿Ropas? ¿Dinero?
Y el comisario se atusaba, reflexionando, el bigote con sus largos y flacos dedos, muy quemados por el cigarro. Sebastián titubeó:
—Sí; ropas, cosas… Es para que no haya escándalo… ¿Comprendes?…
Vicente murmuró, con un aire solemne, mirándole:
—Un guardia para que le vean…
Escupió ruidosamente. Y moviendo la cabeza:
—¿No es cosa de política?
—¡No! —dijo Sebastián.
El comisario se envolvió más las piernas en la manta y miró ferozmente a su alrededor.
—¿No se relaciona con gente gorda?
—¡Quiá!
—Un guardia para que le vean… —rumiaba Vicente—. Tú eres un hombre de bien… Trae acá esa cartera de encima de la cómoda. —Sacó un papel rayado, lo examinó, sosteniendo las gafas sobre la nariz y meditó, agarrándose la cabeza con la mano.
—Méndez… ¿Te sirve Méndez?
Sebastián, que no conocía a Méndez, replicó en seguida:
—Sí; el que quieras. Es sólo para que le vean…
—Méndez entonces. Es un hombretón. Y, además, serio. Fue de la Escolta.
Le hizo acercar el tintero, escribió despacio la orden; la releyó dos veces; corrigió las tes; la secó al calor de la lámpara y, doblándola con solemnidad:
—¡En la segunda división!
—Muy agradecido, Vicente. Es un gran favor… Muy agradecido ¡Y abrígate, hombre! No te olvides: agua sulfurosa, de la farmacia de Acevedo, en la calle de San Roque; media taza de leche hervida… Te repito las gracias. ¿No quieres nada?
—No. Dale una propina a Méndez. ¡Es serio; estuvo en la Escolta!
Y colocándose de nuevo las gafas, volvió a consagrarse a El hombre de los tres pantalones.
Media hora después, Sebastián, seguido por el fornido Méndez, que andaba militarmente, con los brazos un poco doblados, se encaminó hacia casa de Jorge. No tenía un plan definido. Calculaba, naturalmente, que Juliana, viendo a aquella hora de la noche al guardia con su teresiana, se aterraría, imaginándose ya en cualquier cárcel o en un presidio de la costa de Africa, ¡y entregaría las cartas pidiendo misericordia! ¿Y después? Pensaba vagamente en pagarle el pasaje para el Brasil o en darle mil duros, para que se estableciese, lejos, en una provincia… Ya vería. ¡Lo esencial era asustarla!
* * *
Juliana, en efecto, después de abrir la puerta, apenas vio subir, detrás de Sebastián, al guardia, se puso lívida y exclamó:
¡Vaya! ¿Qué será?
Estaba arrebujada en una toquilla negra, y el quinqué, que levantaba, extendía sobre la pared la sombra deforme del moño.
—Juliana, haga el favor de encender luz en la sala —dijo Sebastián, tranquilamente.
Ella clavaba en el guardia una mirada brillante e inquieta.
—¿Qué ha pasado, señor? ¡Vaya! Los señores no están en casa. Si lo llego a saber, no abro. ¿Hay alguna novedad? ¡Dígame!
—No es nada… —dijo Sebastián, abriendo la puerta de la sala—. ¡Todo está tranquilo!
Él mismo encendió con un fósforo una vela del candelabro, que hizo surgir confusamente de la sombra los dorados de los marcos, el pálido rostro del retrato de la madre de Jorge y un reflejo del espejo.
—¡Siéntese, señor Méndez; siéntese!
Méndez se colocó al borde de la silla, con la mano en la cintura, la teresiana entre las rodillas, muy callado.
—Ésta es la persona… —dijo Sebastián, señalando a Juliana, que permanecía en la puerta de la sala, atónita.
La mujer retrocedió, lívida:
—Don Sebastián, ¿qué broma es ésta?
—No es nada, no es nada…
Le cogió el quinqué de la mano yodándole en el brazo:
—Vamos allá adentro, al comedor.
—Pero ¿qué es? ¿Es algo conmigo? ¡Vaya un despropósito!
Sebastián cerró la puerta del comedor, colocó el quinqué sobre la mesa donde había un plato con cortezas de queso y un dedo de vino en un vaso; dio algunos pasos, haciendo crujir nerviosamente sus dedos y, parándose bruscamente ante Juliana:
—Déme unas cartas que robó a la señora…
Juliana tuvo un movimiento, como para correr al balcón y gritar. Sebastián la agarró del brazo y, haciéndola sentar con fuerza en una silla:
—Puede evitarse el ir a gritar al balcón, ya que la Policía está dentro de casa. ¡Déme las cartas o va usted a la cárcel!
Juliana entrevio, en un relámpago, un calabozo tenebroso en la prisión del Limoeiro, el caldo del rancho, el jergón sobre las frías losas…
—Pero ¿qué he hecho yo? —balbuceó—. ¿Qué he hecho yo?
—Robar las cartas. Vengan acá, de prisa.
Juliana, sentada al borde de la silla, apretándose desesperadamente las manos, rezongaba entre dientes:
—¡Sinvergüenza! ¡Sinvergüenza!
Sebastián, impaciente, puso la mano en el picaporte.
—¡Espere, demonio! —gritó ella, levantándose de un salto. Le miró rencorosamente, desabrochó su corpiño, hundió la mano en el pecho y sacó una carterita. Pero de repente, pateando, con frenesí:
—¡No! ¡No! ¡No!
—¡Que me lleven los diablos, si no va usted a dormir en el calabozo! —entreabrió la puerta—. ¡Señor Méndez!
—¡Ahí tiene! —gritó ella, tirándole la cartera. Y alzando los puños hacia él—: ¡Mal rayo te parta, malvado!
Sebastián cogió la cartera. Había dentro tres cartas; una, muy doblada, era de Luisa; leyó la primera línea: «Mi adorado Basilio»; y, muy pálido, se guardó en seguida todo en el bolsillo interior de la chaqueta. Abrió entonces la puerta; la recia figura de Méndez estaba en la sombra.
—Ya está todo arreglado, señor Méndez —la voz temblaba un poco—; no quiero quitarle más tiempo.
El hombre saludó militarmente, en silencio. Cuando Sebastián, en el rellano, le deslizó en la mano un billete, Méndez se inclinó respetuosamente y dijo, con voz untuosa:
—Ya sabe, para lo que desee, en el sesenta y cuatro, Méndez, el que fue de la Escolta. No se moleste usted. A sus órdenes. Mi mujer y mis hijos se lo agradecen. No se moleste ¡En el sesenta y cuatro, Méndez, el de la Escolta!
Sebastián cerró la puerta de la calle y volvió al comedor. Juliana seguía en la silla, aniquilada; pero apenas le vio, levantándose furiosa:
—¡Esta tía fue a contárselo todo! ¡Fue usted quien armó la trampa! ¡Usted también se acostó con ella!…
Sebastián, muy pálido, se contenía.
—Vaya por su sombrero, mujer. Don Jorge la despidió. Mande mañana a recoger sus baúles…
—¡Pues el hombre lo ha de saber todo! —vociferó ella—. ¡Que me aplaste este techo si no se lo suelto todo de pe a pa! ¡Todo! Las cartas que recibía, dónde iba a ver al querido. Se acostaba con él en la sala; hasta los peinecillos se le caían en el barullo. ¡La propia cocinera les oía dar ayes!
—¡Cállese! —chilló Sebastián, dando un puñetazo en la mesa que hizo retemblar toda la vajilla en el aparador y revolotear los canarios. Y con voz trémula y los labios blancos—: ¡La Policía tiene su nombre, so ladrona! A la menor palabra que diga saldrá para la cárcel e irá al banquillo. Usted no sólo robó las cartas; robó ropas, camisas, sábanas, vestidos… —Juliana iba a hablar, a gritar—. Ya sé —prosiguió él con violencia— que se lo dio ella a la fuerza, porque usted la amenazaba. Usted se lo arrancó todo. Es un robo ¡Para ir a África! Y en cuanto a don Jorge, puede decírselo. ¡Ande! Verá si la cree. ¡Vaya! ¡Le darán una buena tunda en el lomo, so ladrona!
Ella rechinaba los dientes. ¡Estaba cogida! ¡Ellos lo tenían todo de su parte: la Policía, el presidio, el grillete, África!… ¡Y ella, nada!
Todo su odio contra la mosquita muerta estalló. La llamó con los nombres más obscenos. Inventó infamias.
—¡Ni las del Barrio Alto! ¡Y yo —gritaba— soy una mujer de bien, ningún hombre puede presumir de haber tocado este cuerpo! No ha habido ninguno que me haya visto el color de la piel. ¡Y, en cambio, esa tía!… —había tirado la toquilla y se subió ansiosamente el cuello del vestido—. ¡Era un escándalo aquella casa! ¡Y yo que me paseé con esa bruja! ¡El pago que me da! ¡Que me lleve el diablo si no voy a los periódicos! ¡La he visto abrazada al gomoso, como una cabra!
Sebastián escuchaba, a su pesar, con una curiosidad dolorosa por aquellos pormenores; sentía deseos agudos de estrangularla y sus ojos devoraban aquellas palabras. Cuando ella calló, jadeante:
—¡Hala, póngase el sombrero y a la calle!
¡Juliana, entonces, enloquecida de rabia, con los ojos desorbitados, fue hacia él y le escupió en la cara!
Pero de repente se le abrió la boca desmesuradamente, se dobló hacia atrás, llevándose con ansia las manos al corazón, y cayó de lado, con un ruido blando, como un fardo de ropa. Sebastián se inclinó y la movió: estaba yerta, una espuma rojiza asomaba por las comisura de su boca.
Cogió el sombrero, bajó la escalera, corrió hacia la Patriarcal. Pasaba un coche vacío, se arrojó dentro, y le mandó ir a todo correr hacia casa de Julián; obligó a éste a venir inmediatamente, hasta en zapatillas, sin cuello.
—Es un caso mortal, se trata de Juliana —balbuceó muy pálido.
Y por el camino, entre el ruido martilleante de las ruedas y el tintineo de los cristales, contó confusamente que había entrado en casa de Luisa, que encontró a Juliana muy despechada, por haber sido despedida, ¡y que al estar hablando, gesticulando, se desplomó de pronto, hacia un lado!
—Habrá sido el corazón. Estaba para muy pocos días —dijo Julián, chupando la colilla.
Paró el coche. ¡Pero Sebastián, desconcertado, al salir había cerrado la puerta! ¡Y allí dentro, la muerta sola! El cochero ofreció su ganzúa, que sirvió.
—Entonces, ¿no van a darse un paseíto por Dafundo, señores? —dijo el individuo, metiéndose la propina en el bolsillo. Pero al verles cerrar la puerta—: ¡Valiente gentecita! —murmuró con desprecio, arreando al tronco.
Entraron. En el patinillo el silencio de la casa pareció pavoroso a Sebastián.
Subió, aterrado, los escalones, que se le figuraron interminables. ¡Y con fuertes latidos del corazón, esperó aún que ella estuviese apenas adormecida en un simple desmayo o ya en pie, pálida y respirando!
No. Allí estaba como la dejó, tendida sobre la estera, con los brazos abiertos y los dedos retorcidos como garras. La convulsión de las piernas habíale levantado las faldas y se veían los delgados tobillos con unas medias de algodón listadas color rosa, y las zapatillas de moqueta; el quinqué que Sebastián dejó olvidado allí sobre una silla, daba unos tonos lívidos a la cabeza y a las facciones rígidas; la boca torcida trazaba una sombra, y los ojos, horriblemente abiertos, inmovilizados en la agonía repentina, tenían un ligero empañado, como cubiertos por una telaraña diáfana. Alrededor todo parecía más inmóvil, de una muerta rigidez. Vagos reflejos de plata brillaban en el aparador y el tictac del cuco latía incesante.
Julián la palpó, levantóse sacudiendo las manos y dijo:
—Está muerta con todas las de la ley. Es necesario sacarla de aquí. ¿Dónde está su cuarto?
Sebastián, pálido, hizo señas con el dedo de que estaba arriba.
—Bien. Cógela tú, que yo llevaré el quinqué —y como Sebastián no se movía—. ¿Tienes miedo? —preguntó riendo.
Se burló de él. ¡Qué diablo, era materia inerte, como quien cogía una muñeca! Sebastián, con un sudor en la raíz de los cabellos, levantó el cadáver por debajo de los brazos y empezó a arrastrarlo, despacio. Julián, delante, levantaba el quinqué, y por fanfarronería cantó los primeros compases de la marcha del Fausto. Pero Sebastián se escandalizó y, con una voz temblorosa:
—Lo dejo todo y me voy…
—¡Respetaré los nervios de la niña! —dijo Julián, inclinándose.
Permanecieron callados. Aquel cuerpo flaco pareció a Sebastián que pesaba como plomo. Jadeaba. En la escalera, una de las zapatillas del cadáver se salió y rodó. Y Sebastián sintió, aterrado algo que le golpeaba las rodillas: era el moño caído, que colgaba como un atadijo.
La tendieron en la cama; Julián, diciendo que debían seguir la costumbre, le puso los brazos en cruz y le cerró los ojos. Estuvo contemplándola un momento:
—¡Fea bestia! —murmuró, tapándole el rostro con una toalla sucia.
Al salir examinó, admirado, el cuarto:
—¡Estaba mejor alojada que yo, el estafermo!
Cerró la puerta y dio vuelta a la llave:
—Requiescat in pace —dijo.
Y bajaron, silenciosos. Al entrar en la sala, Sebastián, muy pálido, puso la mano en el hombro de Julián:
—Entonces, ¿tú crees que fue el aneurisma?
—Sí. Se enfureció y reventó. Es muy conocido…
—¿Y si no se hubiese enfadado hoy…?
—Habría reventado mañana. Estaba en las últimas… Deja en paz a la criatura. Está empezando ahora a pudrirse, no la trastornemos.
Declaró entonces, restregándose friolento las manos, que «comería alguna cosa». Encontró en el aparador un trozo de ternera fría, media botella de vino de Collares. Se sentó y, con la boca llena, echándose vino desde lo alto:
—¿No sabes la noticia, Sebastián?
—No. —¡Nombraron a mi contrincante!
Sebastián murmuró:
—¡Qué mala suerte!
—Estaba previsto —dijo Julián con un gran gesto—. Iba yo a armar un escándalo, pero —tuvo una risita— ¡me amansaron! ¡Diéronme un cargo en la Beneficencia! ¡Me han echado ese hueso!
—¿Sí? —dijo Sebastián—. Hombre, enhorabuena entonces. ¿Y ahora?
—Pues ahora lo estoy royendo.
Además, le habían prometido la primera vacante. El puesto no era malo… En definitiva, su situación había mejorado…
—¡Pero es mezquina, mezquina! No me saca del atolladero…
Estaba harto de la Medicina, dijo después de un silencio. Era un callejón sin salida. Debió haberse hecho abogado, político, intrigante, ¡había nacido para eso!
Se levantó y, dando grandes zancadas por la habitación, con el cigarro en la mano y la voz cortante, expuso su plan ambicioso:
—¡El país está hecho para un intrigante con voluntad! ¡Esta gente está toda vieja, llena de enfermedades, de catarros de vejiga, de antiguas sífilis! ¡Todo está podrido por dentro y por fuera! ¡El viejo mundo constitucional va cayéndose a pedazos!… ¡Se necesitan hombres!
Y colocándose frente a Sebastián:
—Este país, mi querido amigo, se ha gobernado hasta ahora con expedientes. Cuando venga la revolución contra los expedientes el país buscará quien tenga principios. Pero ¿quién tiene aquí principios? ¿Quién tiene aquí cuatro principios? Nadie; tienen deudas, vicios secretos, dentaduras postizas; pero principios, ¡ni medio! Por consiguiente, si hubiera tres osados que se tomasen el trabajo de establecer media docena de principios serios, racionales, modernos, positivos, el país se pondría de rodillas y les suplicaría: «¡Señores, hágannos el insigne honor de ponernos el freno en los dientes!». Yo debería ser uno de ellos. ¡He nacido para eso! Y me irrita la idea de que mientras otros idiotas, más astutos y más precavidos, están en lo alto del gallinero pavoneándose al sol, al hermoso sol portugués, como dicen en las zarzuelas, yo tengo que estar recetando cataplasmas a viejas beatas o taponándole la hernia a algún magistrado caduco.
Sebastián, callado, pensaba en la otra, muerta allí arriba.
—¡Estúpido país, estúpida vida! —rezongó Julián.
Pero un carruaje entró en la calle y se detuvo en la puerta.
—¡Llegan los príncipes! —dijo Julián.
Bajaron en seguida.
—¡Hubo aquí gran novedad!
—¿Fuego? —gritó Jorge, volviéndose aterrado.
—Se le reventó a Juliana el aneurisma —dijo la voz de Julián desde la sombra de la puerta.
—¡Anda, diablos! —y Jorge, aturdido, buscaba de prisa en el bolsillo el cambio para el cochero.
—¡Ay, yo no entro! —exclamó en seguida doña Felicidad, asomando a la portezuela su ancho rostro envuelto en un chal blanco—. ¡Yo no entro!
—¡Ni yo! —dijo Luisa, toda trémula.
—Pero ¿adonde quieres que vayamos, hija? —exclamó Jorge.
Sebastián indicó que podían ir a su casa. Tenía el cuarto de su madre, bastaba con poner sábanas en la cama.
—¡Vamos, sí! ¡Vamos allá, Jorge! ¡Es lo mejor! —suplicó Luisa.
Jorge vacilaba. La pareja que pasaba en lo alto de la calle, al ver aquel grupo junto al farol del coche, se detuvo. Y Jorge, al fin, apremiado, accedió lleno de contrariedad.
—¡Diablo de mujer, morirse a semejante hora! El coche puede llevar a doña Felicidad…
—¡Y a mí, que estoy en zapatillas! —replicó Julián.
Doña Felicidad apuntó entonces, como cristiana, que se necesitaba alguien para velar a la muerta…
—¡Vamos, por amor de Dios, doña Felicidad! —exclamó Julián, entrando rápidamente en el carruaje y cerrando la portezuela.
Pero doña Felicidad insistió: ¡Era una falta de religión! ¡Ponerle al menos dos velas, ir a buscar un sacerdote!…
—¡Arre, cochero! —gritó Julián, impaciente.
El carruaje dio la vuelta. Y doña Felicidad, en la portezuela, a pesar de que Julián la tiraba del vestido:
—¡Es un pecado mortal! ¡Una irreverencia! ¡Dos velas por lo menos!
El coche partió al trote. Luisa sentía ahora escrúpulos: realmente, podían llamar a alguien… Pero Jorge se enfureció. ¿Llamar a quién, a tales horas? ¡Qué beatería! ¡Estaba muerta, se acabó! Se la enterraría. ¡Velar al estafermo! Y ponerle tal vez capilla ardiente también, ¿no? ¿Quería ella velarla?…
—¡Vamos, Jorge, vamos!… —murmuró Sebastián.
—¡No; es ya de más! ¡Son ganas de buscar dificultades, qué diablo!
Luisa bajó la cabeza y, mientras Jorge, protestando, se quedó atrás cerrando la puerta de la casa, ella fue bajando hacia la calle del brazo de Sebastián.
—Estalló de rabia —le dijo él, bajito.
Jorge refunfuñó toda la calle. ¡Qué ocurrencia irse ahora a dormir fuera de casa! ¡Realmente era llevar muy lejos los remilgos!…
Hasta que Luisa le dijo, casi llorando:
—¡Parece que quieres atormentarme más, hacer que me ponga peor, Jorge!
El enmudeció, mordiendo furioso el puro. Y Sebastián, para tranquilizarla, propuso que fuese la tía Vicenta, la negra, a velar a Juliana.
—Sería quizá lo mejor —murmuró Luisa.
Llegaron al portal de Sebastián. El frufrú del vestido de seda de Luisa, a aquella hora, en su casa, producía una conmoción a Sebastián: le temblaba la mano al encender las velas de la sala. Fue a despertar a la tía Vicenta para que hiciera el té; sacó él mismo las sábanas de los baúles, presuroso, feliz con aquella hospitalidad. Cuando volvió a la sala, Luisa estaba sola, muy pálida al borde del sofá.
—¿Y Jorge? —preguntó él.
—Fue al despacho de usted, Sebastián, a escribir al párroco para el entierro… —y con los ojos brillantes y una voz apagada y medrosa—: ¿Y qué?
Sebastián sacó de su bolsillo la carterita de Juliana. Ella la agarró ávidamente y, con un movimiento brusco, le cogió la mano y se la besó. Pero Jorge entraba, sonriente.
—Qué, ¿estás más tranquila, nena?
—Por completo —dijo ella con un suspiro de alivio.
Fueron a tomar el té. Sebastián contó a Jorge, sonrojándose un poco, que entró en la casa y que Juliana le empezó a decir que la habían despedido, y hablando, excitándose, de repente, ¡zas!, cayó hacia un lado, muerta…
Y añadió:
—¡Pobrecilla!
Luisa le veía mentir, mirándole con adoración.
—¿Y Juana? —preguntó Jorge de repente.
Luisa, sin alterarse, respondió:
—¡Ah, se me olvidó decírtelo!… Me pidió permiso para ir a ver a una tía suya que está muy mala, por el lado de Bellas… Dijo que mañana volvería… Un poco más de té, Sebastián.
Olvidaron después mandar allí a Vicenta y nadie veló a la muerta.