Una mañana de aquella semana, Jorge, que no se acordaba de que era día festivo, encontró cerrada la secretaría y volvió a su casa hacia el mediodía. Juana, en la puerta, conversaba con la vieja que compraba los huesos; la puerta de arriba estaba abierta y Jorge, llegando sin que le oyesen al cuarto, sorprendió a Juliana, cómodamente tumbada en la chaise longue, leyendo tranquilamente el periódico.
Se levantó muy encarnada, apenas le vio, balbuciendo:
—Perdóneme, pero me dio una palpitación tan fuerte…
—Que se puso usted a leer el periódico, ¿eh? —dijo Jorge, apretando instintivamente el puño del bastón—. ¿Dónde está la señora?
—Debe de estar por el comedor —dijo Juliana, poniéndose a barrer muy de prisa.
Jorge no encontró a Luisa en el comedor; dio con ella en el cuarto de la plancha, desgreñada, en bata de mañana planchando ropa, muy atareada y afligida.
—¿Estás planchando? —exclamó.
Luisa enrojeció un poco y dejó la plancha. Juliana estaba malucha y se había reunido una pila de ropa…
—Dime: ¿quién es aquí la señora, quién es la criada?
Su voz era tan áspera, que Luisa se quedó pálida y murmuró:
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que te encuentro a ti planchando y que abajo estaba ella, ¡muy repantigada en tu silla, leyendo el periódico!
Luisa, azorada, se inclinó sobre el cesto de la ropa limpia y empezó a hurgar allí, desdoblándola y sacudiéndola con manos trémulas…
—No puedes darte idea de lo que hay aquí por hacer —fue diciendo—. Es la limpieza, el planchado, el servicio. La infeliz ha estado mala…
—¡Pues si está mala que se vaya al hospital!
—¡No, no tienes razón!
Aquella insistencia en defender a la otra, que se regodeaba abajo en su chaise longue, le exasperó:
—Dime. ¿Es que tú dependes de ella? ¡Parece que la tienes miedo!
—¡Ah, si vienes con ese genio!… —dijo Luisa, con los labios trémulos, asomándole ya una lágrima a los párpados.
Pero Jorge continuó muy enfadado:
—No; esas condescendencias ¡van a acabarse de una vez! ¡Ver a ese estafermo, con un pie en la sepultura, medrando en mi casa, tumbándose en mis muebles, paseando y tú defendiéndola, haciendo su trabajo, ah, no! Es preciso acabar con esto. ¡Siempre disculpas! ¡Siempre disculpas! Si no puede, que se vaya. Que se marche al hospital o al infierno.
Luisa, bañada en lágrimas, se sofocaba, sollozando.
—Bueno. Ahora lloras. ¿Qué tienes? ¿Por qué lloras?
Ella no respondió, entregada al llanto.
—¿Por qué lloras, hija mía? —preguntó él con una impaciencia conmovida, acercándose a su mujer.
—¿Por qué me hablas así? —dijo toda sollozante y limpiándose los ojos—. ¡Sabes que estoy malucha, nerviosa y tienes mal genio conmigo! No sabes decirme más que cosas desagradables.
—¡Cosas desagradables, hija mía! ¡Yo no te he dicho ahora nada desagradable! —y la abrazó tiernamente.
Pero ella se desprendió, y con la voz entrecortada por los sollozos:
—¿Entonces es algún crimen estar planchando? ¿Te enfadas porque trabajo, porque me ocupo de mis cosas? ¿Preferirías que fuera yo una desarreglada? ¡La mujer ha estado enferma! Mientras no se encuentre otra es necesario hacer las cosas… Pero ¡tú hablas, hablas! ¡Para afligirme!…
—Estás diciendo tonterías, hija. No te encuentras en tu sano juicio. ¡Yo lo que no quiero es que te canses!
—¿Por qué me dices entonces que le tengo miedo? —y volvían las lágrimas—. ¿Miedo, de qué? ¿Por qué la voy a tener miedo? ¡Qué desatino!
—Bueno, no digo nada. No se hable más de esa mujer. Pero no llores… ¡Vamos, se acabó! —la besó y cogiéndola de la cintura y llevándola suavemente—: Anda, deja la plancha ahora. ¡Ven! ¡Qué criatura eres!
* * *
Por bondad, por consideración a los nervios de Luisa, Jorge no habló durante algunos días de «aquella mujer». Pero pensaba en ella, y aquel estafermo, con un pie en la sepultura y el otro en su casa, le exasperaba. Después de las holgazanerías que había él notado, de las comodidades del cuarto que vio la noche en que ella se desmayó, ¡aquella bondad ridícula de Luisa!… ¡Lo encontraba extraño e irritante!… Como estaba fuera de casa todo el día, y delante de él sólo tenía sonrisas para Luisa, muchas actitudes de afecto, se figuró que ella había sabido imponerse y que, con las pequeñas intimidades entre ama y criada, habíase hecho estimada y necesaria. Esto aumentaba su antipatía y no la disimulaba.
¡Luisa, viéndole a veces seguir a Juliana con una mirada rencorosa, temblaba! Pero lo que la torturaba era la manera con que Jorge hablaba de ella, lleno de irónica veneración: llamábala la ilustre doña Juliana y también mi ama y señora. Si faltaba una servilleta o una copa, fingíase espantado: «¡Cómo! ¡Doña Juliana se ha olvidado! ¡Una persona tan perfecta!». Tenía bromas que dejaban helada a Luisa.
¿A qué sabía el filtro que le había dado? ¿Era bueno?
Luisa, ahora, ante él, ya no se atrevía a hablar a Juliana en tono natural; temía las sonrisas malignas, los apartes: «Anda, tírale un beso; se te nota en la cara que tienes ganas de dárselo». Y temiendo las sospechas de él, queriendo mostrarse independiente, comenzó en su presencia a hablar a Juliana con una dureza brusca, muy afectada. Al pedirle agua, un cuchillo, daba a su voz inflexiones de un rencor fingido.
Juliana, muy fina, lo había notado todo y aguantaba en silencio.
Quería evitar toda cuestión que perturbase su comodidad. Sentíase ahora muy mal y las noches en que no podía dormir con los ataques de asma, poníase a pensar con terror: «Si la expulsaran de aquella casa, ¿adonde iba a ir? ¡Al hospital!».
Por eso tenía miedo a Jorge.
—Está deseando pillarme en un descuido grande y desprenderse de mí —le decía a la tía Victoria—; pero ¡no le he de dar ese gustazo al muy buey!
Y Luisa, asombrada, vio cómo poco a poco volvía aquella mujer a hacer su trabajo, con aparente celo, aunque a veces no podía, vencida por su dolencia; tenía flatos que la hacían desplomarse sobre una silla, jadeante, con las manos en el corazón. Pero reaccionaba. Incluso en una ocasión, viendo a Luisa pasar el plumero por las consolas de la sala, se enfadó:
—¿Quiere la señora hacer el favor de no meterse en mi trabajo? ¡Yo puedo hacerlo todavía! ¡No estoy aún enterrada!
Y se consolaba entonces halagando su glotonería: a todas horas ingería calditos, croquetas, budincitos de batata. Tenía en su cuarto gelatina y vino de Oporto. Algunos días quería, incluso, caldos de gallina a medianoche.
—Con mi cuerpo lo pago —le decía a Juana—, ¡pues trabajo como una negra! ¡Me estoy matando!
Un día, sin embargo, en que Jorge se irritó más ante la cara descolorida de Juliana, pues estaba nervioso, al encontrar vacío el jarro y el lavabo sin toalla, se enfureció exageradamente:
—¡No estoy dispuesto a tolerar estos descuidos, ea! —gritó.
Luisa acudió, inquieta, a disculpar a Juliana. Jorge se mordió el labio, inclinóse profundamente y con la voz un poco trémula:
—¡Perdón! ¡Olvidaba que la persona de Juliana es sagrada! ¡Yo mismo iré a buscar el agua!
Luisa entonces se enfadó. ¡Si iba a estar siempre con aquellas pullas era preferible despedir a la criada de una vez! ¿Se figuraba acaso que ella sentía una pasión por Juliana? Si la conservaba era porque parecía una buena criada. Pero ¡si se convertía en motivo de mal humor, de discordia, si la tenía él tanto odio, bien, entonces que se fuera! Era una pesadez aquella ironía constante… Jorge no respondió.
Y durante la noche, Luisa, sin dormir, pensó que aquello no podía seguir. ¡Estaba harta! Soportar a la mujer, su tiranía, y oír a cada momento bromitas, alusiones; ¡ah, no! ¡Era demasiado! ¡Bastaba ya! ¡Él empezaba a sospechar; la bomba iba a estallar! ¡Pues bien: ella misma prendería la mecha! ¡Iba a echar a Juliana! ¡Y que enseñase las cartas; se había acabado! Si él la metía en un convento, ¡si se separaba, bien estaba! ¡Sufriría, se moriría! ¡Todo antes de las pullitas, horrible y grotesco!
—¿Qué tienes? —le preguntó Jorge, medio dormido, al notarla inquieta.
—Insomnio.
—¡Pobrecita! ¡Cuenta seguido, y luego al revés, ciento cincuenta!
Y se volvió, tapándose cómodamente con la ropa.
* * *
Al otro día Jorge se levantó, temprano. Tenía que ver a Alonso, el español de las minas, y comer con él en el hotel Gibraltar. Después de vestirse fue al comedor —eran las diez— y volvió a decir a Luisa, con una profunda reverencia, espaciando las palabras, ¡que no estaba la mesa puesta! ¡Que las tazas del té de la noche anterior estaban aún por lavar! ¡Y que la doña Juliana, la ilustre señora doña Juliana, había salido a dar su paseíto!
—Le dije anoche que fuese a mi zapatero… —empezó a decir Luisa, poniéndose la bata.
—¡Ah, perdón! —interrumpió Jorge muy ceremonioso—. ¡Me olvidaba de nuevo que se trata de Juliana, tu ama y señora! ¡Perdón!
Luisa replicó, en seguida:
—No. Tienes razón. ¡Ya verás! Es preciso acabar con esto…
Subió a la cocina, desesperada:
—¿Por qué no puso usted la mesa, Juana, viendo que la otra ha salido?
Pero ¡la joven no había oído salir a Juliana! Creyó que estaba abajo, en la sala. Como ahora quería ella hacerlo todo…
Cuando Juana trajo el almuerzo al poco rato, Jorge fue a sentarse a la mesa, retorciéndose muy nervioso el bigote. Se levantó dos veces con una sonrisa muda para ir a buscar una cuchara, el azucarero. Luisa le veía los músculos de la cara contraídos: no acertaba apenas a comer, aturullada; la taza le temblaba en la mano al levantarla; con los ojos bajos espiaba a Jorge, a hurtadillas, y su silencio la torturaba.
—Dijiste ayer que ibas a comer fuera…
—Sí —contestó él secamente. Y añadió—: ¡Gracias a Dios!
—¡Estás de buen humor!… —murmuró ella.
—¡Ya lo ves!
Luisa se puso pálida y empujó los cubiertos; cogió el periódico para ocultar dos lagrimitas que temblaban en sus párpados; pero las letras se confundían y sentía saltársele el corazón.
De repente, sonó la campanilla. ¡Era la otra, seguramente!
Jorge, que iba a levantarse, dijo en seguida:
—Debe de ser esa señora. Mira, voy a decirle ahora dos palabras…
Y se quedó en pie, junto a la mesa, afilando despacio un palillo. Luisa, temblando, se levantó también.
—Le hablaré yo…
Jorge la retuvo por el brazo, y, con calma:
—No, déjala que venga. ¡Déjame gozar!…
Luisa volvió a dejarse caer en la silla, muy pálida. Los tacones de Juliana sonaron en el corredor. Jorge seguía afilando tranquilamente su palillo. Luisa, entonces, se volvió hacia él, y juntando las manos afligida:
—¡No le digas nada!…
Él la miró, asombrado.
—¿Por qué?
Juliana alzaba en aquel momento la cortina.
—¡Bueno! ¿Qué, desvergüenza es esta de marcharse dejándolo todo por hacer? —le dijo en seguida Luisa, levantándose.
Juliana, que venía sonriente, se quedó en la puerta, petrificada. A pesar de su lividez, un vago color de sangre se difundió por su rostro.
—¡Que no vuelva a pasar semejante cosa! ¿Oye usted? Su obligación es estar aquí por la mañana… —pero la mirada de Juliana, que se clavó en ella, terrible, le hizo enmudecer. Agarró la tetera con manos trémulas—: ¡Traiga agua en esta tetera, pronto!
Juliana no se movió.
—¿No ha oído usted? —gritó Jorge de repente. Y dio un puñetazo sobre la mesa que hizo saltar la vajilla.
—¡Jorge! —exclamó Luisa, cogiéndolo del brazo.
Pero Juliana había huido del comedor, corriendo.
—¡A la calle! —rugió Jorge—. ¡Hazle la cuenta y que se vaya! ¡Ah! ¡Estoy harto! ¡Ni un día más! ¡Si la vuelvo a ver, la deshago! ¡Se acabó! ¡Me llegó mi vez!
Fue a buscar el gabán, muy excitado, y antes de salir, volviendo al comedor:
—¡Que se vaya hoy mismo! ¿Has oído? ¡Ni una hora más! ¡Hace quince días que la tengo aquí, atravesada! ¡A la calle!
Luisa fue hacia su cuarto sin poderse casi sostener. ¡Estaba perdida! ¡Estaba perdida! Una multitud de ideas, todas excesivas, disparatadas, remolineaban en su cerebro como un montón de hojas secas en un vendaval. Quería huir, tirarse al río de noche; arrepentíase de no haberse entregado a Castro… De repente se imaginó a Jorge abriendo las cartas que Juliana le entregaba, leyendo: «¡Mi adorado Basilio!…». Entonces una cobardía inmensa enervó su alma. Corrió al cuarto de Juliana. ¡Iba a suplicarle que la perdonase, que se quedase, que la martirizase!… ¿Y Jorge, después? ¡Le diría que Juliana había llorado, que se postró de rodillas! ¡Mentiría, le cubriría de besos…! ¡Era joven, era bonita, era ardiente; le convencería!
Juliana no estaba en su cuarto. Subió a la cocina. Allí estaba sentada, con los ojos llameantes y los brazos nerviosamente cruzados, con una rabia muda. Apenas vio a Luisa, se puso en pie de un salto, y, enseñándola el puño, gritó:
—¡Mire, la primera vez que me vuelva usted a hablar como hoy se viene todo abajo en esta casa!
—¡Cállese, infame! —gritó Luisa.
—¡Me manda usted callar, so p…! —y Juliana soltó la palabra. Pero Juana corrió y le dio una bofetada que la hizo caer, con un gemido de rodillas.
—¡Mujer! —chilló Luisa, arrojándose sobre Juana y cogiéndola los brazos.
Juliana, asombrada, escapó.
—¡Oh Juana! ¡Oh mujer! ¡Qué desgracia, qué escándalo! —exclamó Luisa apretándose la cabeza con las manos.
—¡La deshago! —dijo la joven con los dientes cerrados y los ojos como brasas—. ¡La deshago!
Luisa daba vueltas alrededor de la mesa de la cocina automáticamente, pálida como la cal, repitiendo toda temblorosa:
—¡Qué ha hecho usted, mujer! ¡Qué ha hecho usted!
Juana, trastornada aún por la cólera, con el rostro arrebolado, movía furiosamente las ollas.
—¡Y si me dice una palabra, la mato a esa sinvergüenza! ¡La mato!
Luisa bajó a su cuarto. En el corredor le salió al paso Juliana, con el moño de lado y las señales rojas de los dedos en la cara, horrenda.
—¡O se va a la calle esa tía —gritó— o me voy yo por esa escalera, y cuando vuelva su hombre se lo enseño todo!…
—¡Pues enséñeselo, haga lo que quiera! —dijo Luisa, pasando sin mirarla.
Un impulso de desesperación y de odio la decidió. ¡Era preferible acabar de una vez!…
¡Sintió entonces como un alivio doloroso al ver el final de su largo martirio! Hacía meses que duraba. Y pensando en todo lo que había hecho y sufrido, en las infamias donde se hundiera y en las humillaciones a que se rebajara, le invadía un cansancio de sí misma, una náusea inmensa de vida. Parecíale que la habían manchado y vejado; que no había ya en ella ni orgullo intacto, ni sentimiento limpio; que todo en ella, en su cuerpo y en su alma, estaba envilecido, como un trapo hollado por una multitud, sobre el fango. No valía la pena de luchar por una vida tan vil. El convento sería ya una purificación, y la muerte, una purificación mayor. ¿Y dónde estaba él, el hombre que la había hecho desgraciada? ¡En París, retorciéndose las guías del bigote, bromeando, conduciendo sus caballos, durmiendo con otras! ¡Y ella se moría allí, estúpidamente! Cuando le había escrito pidiéndole que la salvase, ¡ni una palabra de respuesta! ¡No la juzgó digna ni de los céntimos del sello! ¡Y él le había dicho, por las altas tierras de Pólvora, en aquel cupé, ¡que sería suyo toda la vida, que viviría a la sombra de sus faldas! ¡Infame! ¡Ya tendría tal vez el billete del tren en el bolsillo! ¡Mientras ella fue la mujer alegre, que llega, se desnuda, muestra un lindo pecho, entonces todo marchó bien! Pero surgió una dificultad, lloró, sufrió. ¡Ah, no, eso no! Eres un bello animal que produces un gran placer, perfectamente, todo lo que quieras, pero ¡te conviertes en una criatura dolorida que necesita consuelos, quizá unos miles de pesetas, y entonces adiós, me voy de viaje! ¡Oh, qué estúpida era la vida! ¡Afortunadamente, la iba a dejar!
Fue a recostarse en el balcón. El día era muy azul, muy suave. El sol ponía grandes fajas luminosas de un leve dorado sobre los blancos muros, sobre la calle. Había en el aire una tibieza aterciopelada. Pablo, con sus zapatillas de moqueta, se calentaba a la puerta del estanco. Entonces, ante el bello ambiente invernal, se enterneció.
¡Todos eran felices en aquella mañana de rosas; sólo ella sufría, la desventurada! Y se quedó mirando, como olvidada en una vaga nostalgia, con lágrimas en los ojos… De repente vio a Juliana cruzar la calle, doblar la esquina y al poco rato volver con un mozo de cuerda, viejo y pesado, que traía su saco al hombro.
«¡Se iba a toda prisa!», pensó Luisa. ¡Mandaba recoger sus baúles! ¿Y después? ¡Enviaba las cartas a Jorge o se las entregaba ella misma en el portal! ¡Santo Dios!
¡Y le parecía ver entrar a Jorge en el cuarto, lívido, con las cartas en la mano!
Le invadió un terror alucinado. ¡No quería perder a su marido, su Jorge, su amor, su casa, su hombre! Se apoderó de ella la rebelión de la hembra contra la viudez. ¡Ir a los veinticinco años a marchitarse en un convento! ¡No, qué demonio!
Fue en derechura al cuarto de Juliana.
—¿Viene a ver si me llevo algo? —gritó en seguida la otra, furiosa. Sobre la cama estaba extendida la ropa blanca, y en el suelo las botas envueltas en periódicos viejos.
—Y me dejo aquí cuatro camisas, dos pares de pantalones, tres pares de medias y seis puños en la lavandera. Ahí queda la lista. ¡Y quiero mi cuenta!…
—Escuche, Juliana, no se vaya —pero se le cortó la voz y sus ojos se llenaron de lágrimas.
Juliana la miró con altivez triunfante, con una bota de paño en la mano.
—¡Pues despida ahora mismo a esa tía y está todo terminado! —y con una voz aguda, golpeando las suelas de las botas—: ¡Sigue todo como antes, en la paz del Señor!
Una alegría extraordinaria le encendió la mirada. ¡Se vengaba! ¡La hacía llorar! ¡Echaba a la otra! ¡Y no perdía sus comodidades!
—¡Ponga a esa tía en la calle! ¡Póngala en la calle!
Luisa inclinó la cabeza y se dirigió despacio a la cocina; los peldaños de la escalera le parecieron enormes, interminables. Se dejó caer en una banqueta, y secándose los ojos:
—Juana, venga acá, óigame; usted no puede seguir en la casa…
La joven se le quedó mirando, espantada.
—Juliana ha dicho eso en un arrebato… Ha estado llorando, arrepentida. Y es la criada más antigua. El señor la aprecia mucho…
—¿Entonces la señora me despide? ¿Me despide a mí?
Luisa insistió, bajo, avergonzada:
—Fue un arrebato, me ha pedido perdón…
—¡Yo lo hice por defender a la señora! —exclamó la joven, abriendo los brazos afligida.
Luisa se sintió indignada, e impaciente, con ganas de acabar:
—Bueno, Juana; basta ya. Yo soy la dueña de la casa… Le voy a hacer la cuenta.
—¡Vaya el pago que me da! —gritó entonces Juana, desesperada. Y con resolución, dando con el pie en el suelo—: ¡Pues se lo he de decir al señor! ¡Se lo diré todo al señor! ¡Le he de contar todo lo que ocurrió! ¡La señora no tiene razón!…
Luisa la miraba como idiotizada. ¡Ahora era aquélla! ¡Originaba el desastre aquella muchacha obstinada en su justicia! ¡Era demasiado! Sintió un terror sobrenatural, como un espanto de la conciencia, y apretándose las sienes con las manos:
—¡Qué expiación, Santo Dios, qué expiación!
De repente, como si desvariase, cogió a Juana por los brazos y hablándole junto a la cara:
—¡Juana, váyase, por amor de Dios! ¡No diga nada! ¡Despídase usted misma! —y perdiendo por completo el respeto de sí misma, cayó de rodillas ante la cocinera, sollozando:
—¡Por las llagas de Cristo, váyase Juana, mi querida Juana, váyase! ¡Se lo pido yo, Juana! ¡Por amor de Dios!
La joven, asombrada, rompió a llorar ruidosamente.
—¡Me voy, sí, mi buena señora!… ¡Me voy, sí, querida señora!…
—Si, Juana, sí. Yo le daré algo. Ya ve usted… No llore… Espere…
Bajó corriendo a su cuarto, cogió del cajón diez duros de sus ahorros y volvió, subiendo precipitadamente las escaleras, a entregárselos, diciéndole en voz baja:
—Haga un lío y yo le mandaré mañana el baúl.
—Sí, mi querida señora —sollozaba la muchacha, entrecortada de dolor—. ¡Sí, mi buena señora!
Luisa fue a desplomarse de bruces sobre su chaise longue, llorando también convulsivamente, ¡deseando morirse, pidiendo, aterrada, piedad a Dios! Pero la voz áspera de Juliana dijo bruscamente en la puerta:
—Entonces, ¿en qué quedamos?
—Juana se marcha. ¿Qué más quiere?
—¡Que salga ya! —dijo la otra imperiosamente—. Yo haré la comida. ¡Por hoy, naturalmente!
Las lágrimas de Luisa se secaron de rabia.
—¡Y ahora oiga esto la señora!
El tono de Juliana era tan insultante que Luisa se levantó como herida. Y Juliana, amenazándola soberbia, con el dedo alzado:
—Y la señora tiene que andar ahora muy derecha, pues ¡si no, se las cantaré muy claras!
Y volviendo la espalda, se alejó taconeando.
* * *
Luisa miró a su alrededor como si hubiese entrado un rayo en el cuarto; pero todo estaba inmóvil y ordenado, ni un pliegue de las cortinas se había movido y las dos pastorcitas de porcelana sobre el tocador sonreían pretenciosamente.
Entonces tiró la bata violentamente, se puso un vestido sin abrocharse el corpiño, se echó por encima una larga chaqueta de invierno y encasquetándose el sombrero en la cabeza despeinada, bajó a la calle tropezando en las faldas, corriendo casi.
Pablo salió a la mitad de la calle para seguirla, la vio pararse en la puerta de Sebastián y fue a decir a la estanquera:
—¡En casa del ingeniero hay novedad!
Y se quedó plantado en la puerta con los ojos clavados en los balcones abiertos, donde las cortinas de reps verde caían aplomadas en sus pliegues inmóviles.
—¿Don Sebastián? —preguntó Luisa a una muchachita pecosa, que corrió a abrirle la puerta.
Y se adentró por el corredor.
—En la sala —dijo la pequeña.
Luisa subió, oía sonar el piano; abrió la puerta violentamente, y corriendo hacia él, apretándose el pecho con las manos, con una voz angustiosa y apagada:
—Sebastián, escribí una carta a un hombre y Juliana la cogió. ¡Estoy perdida!
El se levantó despacio, asombrado, palidísimo. Vio el rostro alterado de ella, el sombrero mal puesto, la aflicción de la mirada:
—¿Qué es ello? ¿Qué pasa?
—Escribí a mi primo —repitió con los ojos clavados ansiosamente en él—, y esa mujer me quitó la carta… ¡Estoy perdida!
Se quedó muy pálida, cerráronsele los ojos. Sebastián la sostuvo y llevóla medio desmayada hacia el sofá de damasco amarillo. Y se quedó en pie, más blanco que ella, con las manos en los bolsillos de su chaquetón azul, inmóvil, atontado.
De repente corrió afuera, trajo un vaso de agua y le roció la cara al azar. Ella abrió los ojos, sus manos errantes palparon alrededor, le miró espantada y, dejándose caer sobre el brazo del canapé, con el rostro escondido en las manos, rompió a llorar histéricamente.
Se le cayó el sombrero. Sebastián lo recogió y, sacudiendo delicadamente las flores, lo puso sobre la mesita cuidadosamente, y acercándose a ella en puntillas:
—¡Dígame! ¡Dígame! —murmuró.
Y sus manos, que rozaban levemente el brazo, temblaron como hojas. Quiso darle agua para tranquilizarla. Ella la rechazó con la mano, e irguiéndose despacio en el sofá se enjugó los ojos, sonándose con grandes sollozos:
—Perdone, Sebastián, perdone —le dijo.
Bebió entonces un sorbo de agua y permaneció abatida, con las manos en el regazo; una tras otra, sus lágrimas silenciosas corrían sin cesar. Sebastián fue a cerrar la puerta, viniendo junto a ella con mucha dulzura:
—Pero entonces, ¿qué ha sido?
Ella levantó hacia el amigo su cara llorosa, en la que los ojos brillaban febrilmente; le miró un momento, y bajando la cabeza, toda humillada:
—¡Una desgracia, Sebastián, una vergüenza! —murmuró.
—¡No se aflija! ¡No se aflija!
Sentóse al lado de ella, y bajo, con solemnidad:
—¡Para todo lo que yo pueda, para todo lo que sea necesario, aquí me tiene!
—¡Oh Sebastián!… —exclamó en un impulso de gratitud, humilde, y añadió—: ¡Créame, bien castigada he sido! ¡Lo que llevo sufrido, Sebastián!
Permaneció un momento con los ojos clavados en el suelo, y agarrándole el brazo de repente, con fuerza, las palabras brotaron abundantes y precipitadas, como los borbotones de un agua comprimida que revienta.
—¡Me cogió la carta, no sé cómo, por un descuido mío! Al principio me pidió dos mil duros. Después empezó a martirizarme… ¡Tuve que darle vestidos, ropa blanca, todo! Se cambió de cuarto, usaba mis mejores sábanas. Era la dueña de la casa. ¡Soy yo quien hace el trabajo!… Me amenaza todos los días, es un monstruo. Todo ha sido inútil, las buenas palabras, los buenos modos… ¿Y de dónde saco yo ese dinero? ¿No es cierto? Ella bien lo sabe… ¡Lo que llevo sufrido! Dicen que estoy más delgada, hasta usted lo ha notado. Mi vida es un infierno. ¡Si Jorge lo supiese!… ¡Esa infame quería hoy decírselo todo!… Trabajo como una negra. Por la mañana temprano tengo que limpiar y que barrer. A veces he de lavar también las tazas del desayuno. ¡Tenga compasión de mí, Sebastián, por ser usted quien es! ¡Pobre de mí, no tengo a nadie más en este mundo!
Y lloraba con las manos sobre la cara. Sebastián, callado, se mordía el labio; dos lágrimas rodaban también por su cara, sobre la barba. Y levantándose, despacio:
—Pero ¡por el santo nombre de Dios, señora! ¿Por qué no me lo dijo antes?
—¡Oh Sebastián, no podía hacerlo! Una vez estuve a punto de decírselo… Pero ¡no pude, no pude!
—Hizo mal…
—Esta mañana Jorge quiso despedirla. La odia, nota los descuidos. Pero ¡no sospecha nada, Sebastián!… —y apartó los ojos, muy encarnada—. A veces me censuraba por parecer yo tan entusiasmada con ella… Pero esta mañana se enfadó y la echó de casa. Apenas salió él, vino a mí como una fiera y me insultó.
—¡Santo Dios! —murmuró Sebastián asombrado, con la mano en la cabeza.
—¡Tal vez no lo crea usted, Sebastián, pero soy yo la que tiro las aguas sucias y la basura!…
—Pero ¡esa infame merece la muerte! —exclamó él, golpeando con el pie en el suelo.
Dio algunos pasos lentos por la sala, con las manos en los bolsillos y sus anchos hombros, inclinados. Volvió a sentarse junto a ella, y tocándole tímidamente en el brazo, muy bajo:
—Es necesario sacarle las cartas…
—Pero ¿cómo?
Sebastián se rascó la barbilla y la cabeza.
—Ya se arreglará eso —dijo, por último.
Ella le cogió la mano:
—¡Oh, Sebastián, si hiciera usted eso!
—Ya se arreglará.
Estuvo un momento calculando, y con su tono grave:
—Voy a entenderme con ella… Es necesario que esté sola en casa… Podían ustedes ir al teatro esta noche.
Se levantó lentamente y fue a buscar el Diario del Comercio sobre la mesa y miró los anuncios:
Podían ir a la ópera, al San Carlos, que acaba más tarde… Dan el Fausto… Podían verlo…
—Podríamos ir a ver el Fausto… —repitió Luisa, suspirando.
Y entonces, muy juntos, al borde del sofá, Sebastián le fue indicando un plan, en voz baja, con palabras que ella devoraba, ansiosa.
Debía escribir a doña Felicidad para que la acompañase al teatro… Enviar un recado a Jorge, avisándole que irían a buscarle al hotel Gibraltar… ¿Y Juana? Juana se había marchado de la casa. Bien. A las nueve, entonces, Juliana estaría sola.
—¿Ve cómo todo se arregla? —dijo él, sonriendo.
Era verdad… Pero ¿daría aquella mujer las cartas? Sebastián volvió a rascarse la barbilla, la cabeza:
—Las tiene que dar —dijo.
Luisa le miró casi con ternura. Parecíale ver en su honrado rostro una alta belleza moral. Y en pie ante él, con un tono de melancolía en la voz:
—Y va usted a hacer esto por mí, Sebastián; por mí, que he sido tan mala mujer…
Sebastián se sonrojó y respondió, encogiéndose de hombros:
—¡No hay malas mujeres, mi querida amiga; lo que hay son malos hombres!
Y añadió después:
—Voy a buscar el palco. Una buena localidad, junto al escenario, ¿eh?
Sonreía para tranquilizarla. Ella se puso el sombrero y se bajó el velo con leves sollozos tristes, que se repetían a ratos.
En el corredor encontraron a la tía Juana con los brazos abiertos. Besó mucho a Luisa. ¡Aquella visita era un milagro! ¡Y qué bonita estaba! ¡Era la flor del barrio!
—Ya está bien, tía Juana, ya está bien —dijo Sebastián, apartándola suavemente.
—¡Vaya con el entremetido! ¡Él ya la había tenido más de media hora; ahora le tocaba a ella un poquito! ¡Así debía él tener una mujer! ¡Una muchacha de bien! ¡Una azucena!
Luisa se sonrojaba, azorada.
—¿Y don Jorge? ¿Qué había sido de él? Nadie le veía. ¿Y doña Felicidad?
—Está bien; basta ya, tía Juana —dijo Sebastián, impaciente.
—¡Mire qué impaciencia!… ¡Nadie le come la niña!… ¡Pues vaya!…
Luisa sonrió; acordóse entonces de repente de que no tenía con quién mandar las localidades a doña Felicidad y a Jorge al hotel.
Sebastián la hizo entrar abajo, en el despacho; que escribiese allí y él las mandaría. Le escogió el papel, mojóle la pluma, más solícito, más abnegado desde que la sabía desgraciada. Luisa puso unas líneas a Jorge. Y como, a pesar de sus penas, se acordó con terror de cierto vestido verde, escotado, de dona Felicidad, añadió como posdata en la carta a ella: «Lo mejor es que vengas de negro y no te arregles mucho. Nada de escotes ni de colores claros».
* * *
Cuando entró en su casa, vio un mozo que salía con el pequeño lío de Juana. Y en seguida oyó en el corredor la fuerte voz de la joven, que decía desde la escalera de la cocina, dirigiéndose arriba, amenazadoramente:
—¡Si vuelvo a cogerla, no saldrá viva de mis manos, so liosa!
—¡Bufa, bufa! —gritó desde encima Juliana—. ¡Pero vete marchando a la calle!
Luisa escuchaba, mordiéndose el labio. ¡En lo que se había convertido su casa! ¡En una plazuela! ¡En una taberna!
—¡Si te cojo! —murmuraba Juana, bajando.
—¡Hala! ¡Hala! ¡So puerca! —gruñía Juliana.
Luisa llamó entonces a la joven:
—Juana, no busque casa; venga por aquí pasado mañana —le dijo en voz baja.
Juliana cantaba arriba la Carta adorada con un júbilo estridente.
Al poco rato bajó para decirle muy secamente «que la comida estaba en la mesa».
Luisa no contestó. Esperó a que ella subiese a la cocina, corrió al comedor, trajo pan, un plato de mermelada, un cuchillo y fue a encerrarse en el cuarto, y comió allí, sobre un lado de la mesita.
A las seis paró un coche en la puerta. ¡Debía de ser Sebastián! Fue ella misma a abrir, de puntillas. Era él, animado, de buen color, con el sombrero en la mano; le traía la llave del palco número dieciocho…
—Y esto…
Era un ramo de camelias rojas, rodeadas de violetas dobles.
—¡Oh, Sebastián! —murmuró ella, con una gratitud conmovida.
—¿Tiene usted coche?
—No.
—Yo se lo mandaré. A las ocho, ¿eh? Y bajó muy feliz en servirla. Ella le siguió con una mirada que se humedecía. Fue al balcón del cuarto para verle salir. «¡Qué hombre!», pensó. Y olía las violetas, daba vueltas al ramo en la mano, sintiendo también un dulce placer en la protección de él y en sus cuidados.
Unos dedos tocaron en la puerta del cuarto:
—¿Entonces la señora no quiere comer? —dijo la voz impaciente de Juliana, desde afuera.
—No.
—¡Pues ahí se queda!
* * *
Doña Felicidad llegó un poco antes de las ocho. Luisa se tranquilizó al verla con un vestido negro liso y su aderezo de esmeraldas.
—Pero ¿qué es esto? ¿Qué extravagancia es ésta, vamos a ver? —dijo en seguida, muy alegre, la excelente señora.
—¡Un capricho! —Jorge había comido fuera ¡y ella se sintió tan sola!… Le dieron ganas de ir al teatro. No lo pudo resistir… Tenían que ir a buscarlo al hotel Gibraltar.
—Pues yo acababa de comer cuando recibí tu carta. ¡Me quedé!… Y estuve por no venir —dijo, sentándose, dando muy satisfecha unos toques a los pliegues de su vestido—. ¡Encorsetarme después de comer! ¡Afortunadamente no había tomado casi nada!
Quiso entonces saber lo que daban. ¿El Fausto? ¡Muy bien! ¿A qué lado estaba el palco? ¿El dieciocho? No verían entonces a la familia real; ¡era una lástima!… ¡Lo ajena que estaba ella a aquella noche de teatro!… Y levantándose, se paseaba por delante del tocador, mirándose de reojo alisándose los bandos, agitando las pulseras, ceñida en el corsé, con las pupilas brillantes. Un carruaje paró en la puerta.
—¡El coche! —dijo toda risueña.
Luisa, poniéndose los guantes, con la capa echada ya sobre los hombros, miraba alrededor: le latía con fuerza el corazón, en sus ojos había una fiebre. ¿No le faltaba nada? —preguntó doña Felicidad—. ¿La llave del palco? ¿El pañuelo?
—¡Ay! ¡Mi ramo! —exclamó Luisa.
Juliana se quedó espantada cuando la vio vestida de teatro. Fue a alumbrar en silencio, y dando un portazo con un golpe insolente:
—¡No hay siquiera vergüenza en esa cara! —rezongó.
Rodaba ya el coche cuando doña Felicidad rompió a gritar, dando en los cristales:
—¡Espere, pare! ¡Qué lata, me olvidé el abanico! ¡No puedo ir sin abanico! ¡Pare, cochero!
—Se hace tarde, hija, te daré el mío. ¡Toma! —dijo Luisa, impaciente.
Aquellas agitaciones trastornaban la comprimida digestión de doña Felicidad; por fortuna suya, como ella decía, ¡eructaba!
Pero la bajada del Chiado la alegró mucho. Grupos oscuros, donde se gesticulaba, resaltaban sobre los portales vivamente iluminados de la Casa Habanera; pasaban los coches hacia el Paseo con un rápido rebrillar de faroles que iluminaban las fajas blancas de los capotes de los lacayos. Doña Felicidad, con su rostro jubiloso en la portezuela, gozaba de la claridad del gas en los escaparates, del aire invernal, y vio encantada acercarse hasta la portezuela al conserje del Gibraltar con la gorra en la mano. Preguntaron por Jorge.
Y, calladas, contemplaron la escalera de empaque decorativo, donde varios globos esmerilados esparcían una luz suave. Doña Felicidad, muy curiosa por la «vida de hotel», divisó a una planchadora, que entraba con un cesto de ropa; después, a una señora que le pareció «extravagante» y que bajaba, vestida de soirée, enseñando el pie calzado con un zapato de raso blanco; y sonreía viendo a los transeúntes pasar rozando el coche y lanzar hacia adentro miradas codiciosas.
—Están desatinados por saber quiénes somos.
Luisa callaba, apretando en sus manos el ramo. Al fin, Jorge apareció en lo alto de la escalera, conversando atentamente con un individuo delgadísimo, de sombrero ladeado, sepultadas las manos en los bolsillos de unos pantalones muy estrechos y con un enorme puro, enristrado en la comisura de la boca. Se paraban, gesticulaban, cuchicheaban. Por fin, el sujeto aquel estrechó la mano a Jorge, le habló al oído, riendo quedamente, retorciéndose, dándole en el hombro y le obligó muy serio a aceptar otro puro, y poniéndose el sombrero más ladeado aún, fue a hablar con el conserje.
—Bueno ¿qué rareza es esta? ¡Teatro, coche!… ¡Yo pido el divorcio!
Parecía muy jovial. Lo único que sentía era no estar vestido… Se quedaría detrás, en el palco. Y, para no arrugarlas, subió al pescante.