Fue por aquel tiempo cuando un sábado el Diario Oficial publicó un decreto nombrando al consejero Acacio caballero de la Orden de Santiago, en atención a sus obras publicadas, de utilidad reconocida, y a otras prendas…
La noche siguiente, al entrar en casa de Jorge, todos le rodearon, felicitándole ruidosamente; el consejero, después de abrazarlos uno por uno con una presión nerviosa y conmovida se desplomó en el sofá, extenuado, y murmuró:
—¡No lo esperaba tan pronto de la real munificencia! ¡No lo esperaba tan pronto! —y añadió, con la mano abierta sobre el pecho—: Diré como el filósofo: «¡Esta condecoración es el mejor día de mi vida!».
E invitó, acto seguido, a Jorge, Sebastián y Julián a una comida el siguiente jueves, una modesta comida de estudiantes, en su humilde tugurio, para festejar la regia merced.
—¡A las cinco y media, mis buenos amigos!
Y aquel jueves, los tres, que se habían reunido en la Casa Habanera, eran introducidos por una muchacha bizca, sucia como una bayeta de fregar, en la sala del consejero. Un amplio canapé, de damasco amarillo, ocupaba la pared del fondo, y delante había un tapiz, en que un chileno rojo cazaba, teniendo a su lado un búfalo color chocolate; encima, un lienzo pintado en tonos color carne y lleno de cuerpos desnudos, tocados con cascos, representaba al valeroso Aquiles arrastrando a Héctor ante les muros de Troya. Un piano de cola, mudo y triste bajo su funda de paño verde, ocupaba el hueco entre los dos balcones. Sobre una mesa de juego, entre dos candelabros de plata, galopaba una galguita de vidrio transparente, ¡y el objeto en que se notaba más el calor del uso era una caja de música de dieciocho piezas!
El consejero los recibió con el hábito de Santiago sobre el negro frac. Había otra persona en la sala, el señor Alves Coutiño. Era picado de viruelas y tenía la cabeza muy hundida entre los hombros; cuando su mirada, apagada, se fijaba en las personas, embobada, su bigote ralo se le alzaba, por costumbre, en una sonrisa estúpida, que mostraba una boca horrenda llena de dientes podridos; hablaba poco, se restregaba las manos sin cesar y asentía a todo; su aspecto expresaba un libertinaje vulgar y un antiguo embrutecimiento. Era empleado del ministerio de la Gobernación y famoso por su buena letra.
Al poco rato apareció allí la figura conocida de Saavedra, el redactor del Século. Su pálido rostro parecía aún más fofo; el bigote, más negro, relucía de cosmético; los lentes, de oro, acentuaban su empaque oficial. Traía aún en la quijada los polvos que le pusiera el barbero, y la mano, que escribía tanta vulgaridad y tanta mentira, ¡estaba ceñida por un guante nuevo, color amarillo huevo!
—¡Ya estamos todos! —dijo, con júbilo, el consejero. E inclinándose—: ¡Bien venidos, amigos míos! ¡Estaremos quizá más a gusto en mi cuarto de estudio! ¡Por aquí! ¡Hay un escalón, cuidado! ¡Es mi sanctasantórum!
En una salita muy limpia, a la que los visillos de muselina, la luz de dos ventanas y el empapelado claro daban un aspecto blanquecino, estaba la ancha escribanía de trabajo, con un tintero de plata, los lápices muy afilados, las reglas preparadas. Veíase allí el sello con las armas del consejero, colocado sobre la Carta Constitucional, ricamente encuadernada. En la pared, enmarcado, colgaba el real decreto nombrándole consejero; enfrente, una litografía del retrato del rey, y encima de una mesa se alzaba el busto, en yeso, de Rodrigo de Fonseca Magalhaes,[42] ceñida la cabeza por una corona de siemprevivas, que le glorificaba y le lloraba al mismo tiempo. Julián se dedicó en seguida a examinar la librería.
—¡Me precio de tener los autores más ilustres, amigo Zuzarte! —dijo con orgullo el consejero.
Y le mostró la Historia del Consulado y del Imperio, las obras de Delille, el Diccionario de la Conversación, la abultada edición de la Enciclopedia Roret, el Parnaso lusitano. Le habló de sus trabajos, y añadió que, viendo allí reunidas a unas personas de tan elevada ilustración, desearía grandemente leerles algunas de las pruebas que estaba revisando de su nuevo libro, Descripción de las principales ciudades del Reino y de sus establecimientos, para oír su opinión, desapasionada y severa.
—Si no les molesta…
—¡Es un placer, consejero, es un placer!
Escogió entonces, «como la más adecuada para dar una idea de la importancia del trabajo» la página relativa a Coimbra.
Se sonó y, colocado en el centro de la sala, en pie, con las hojas en la mano, leyó, con voz fuerte y gestos pausados:
—«… Reclinada blandamente en su verdeante colina, como una odalisca en sus aposentos, está la sabia Coimbra, la lusa Atenas. Le besa los pies, musitándole amor, el nostálgico Mondego. Y en sus bosques, en la bien conocida salceda, el ruiseñor y otras aves canoras lanzan sus melancólicos trinos. Cuando os acercáis por la carretera de Lisboa, donde en otro tiempo un bien organizado correo de posta hacía el servicio, que el progreso hoy trasladó a una humeante locomotora, se la ve blanquear, coronada por el edificio imponente de la Universidad, asilo de la sabiduría. Allá se yergue la torre del campanario, que, en su regocijante lenguaje, la juventud estudiosa llama la Cabra. Más lejos, un frondoso árbol atrae vuestras miradas: es el famoso árbol de los Dorias, que extiende sus seculares ramas en el jardín de uno de los miembros de esa respetable familia. Y en seguida divisáis, sentados en los parapetos del antiguo puente, en sus inocentes recreos, a los briosos jóvenes, esperanza de la patria, requebrando a las tiernas campesinas, que pasan, florecientes de mocedad y lozanía, o dando vueltas en sus mentes a los más arduos problemas de sus bien redactados compendios».
—La sopa está en la mesa —vino a decir una criada, de delantal blanco, muy gruesa.
—¡Muy bien consejero, muy bien! —dijo en seguida Saavedra, el del Século, levantándose—. ¡Es admirable!
Afirmó con autoridad «que el estilo era digno de un Rebello o de un Latino, y que realmente se estaba necesitando ansiosamente en Portugal una obra de aquella perfección…».
Y pensaba para sus adentros: «¡Grandísima mula!…». Lo cual constituía su apreciación genérica de todas las obras contemporáneas, exceptuando sus artículos del Século.
—¿Qué le parece, mi buen amigo? —preguntó, bajo, el consejero a Julián, poniéndole la mano sobre el hombro—. ¡Pero su opinión imparcial, Zuzarte!
—¡Señor consejero —dijo Julián, con voz profunda—, le envidio! —y sus lentes ahumados se fijaban, con una preocupación creciente, en un capote gris que cubría por entero, en un rincón, una alta pila de libros, a juzgar por su forma. ¿Qué sería aquello?—. ¡Le envidio! —repitió—. Y ahora otra cosa, consejero: quisiera lavarme las manos.
Acacio le condujo a su cuarto y se retiró después, discretamente. Julián, siempre curioso, observó, sorprendido, dos grandes litografías a los lados de la cama: ¡un Ecce homo! y la Virgen de los Siete Dolores. El cuarto estaba esterado y el lecho era bajo y ancho. Abrió entonces el cajoncito de la mesa de noche, ¡y vio, espantado, un gorro y un tomo encuadernado de las poesías de Boccaccio! Entreabrió las colgaduras, ¡y tuvo el consuelo de comprobar que había bajo el almohadón dos fundas unidas de un modo conyugal y tierno!
Apenas salió del cuarto, limpiándose las uñas con el pañuelo, el consejero le llevó al comedor, diciendo jovialmente:
—No esperen el festín de Lúculo; ¡es apenas el modesto condumio de un humilde filósofo!
Pero Alves Coutiño se extasió ante la abundancia de los platos de dulce; había crema tostada a la plancha; un plato de huevos hilados y otro de fideos, con las iniciales del consejero, trazadas con canela.
—¡Es un día grande para Sebastián! —dijo Jorge.
Alves Coutiño se volvió hacia Sebastián, y restregándose las manos, y con una sonrisa en su cara descolorida:
—Es usted de los míos, ¿eh? ¡Le gusta el buen dulce! ¡También a mí me enajena, me enajena!…
Hubo entonces un silencio Las cucharas de plata, removiendo despacio la sopa, muy caliente, agitaban los largos canutos, amarillos y blandos, de los macarrones.
El consejero dijo:
—No sé si les gustará la sopa. Yo adoro los macarrones.
—¿Le gustan los macarrones? —intervino Alves.
—Mucho, querido Alves. ¡Me recuerdan a Italia! —y añadió—: País que siempre he deseado ver. Me han dicho que sus ruinas son de primer orden. Puede usted ir trayendo el cocido, Filomena… —pero deteniéndola con un grave gesto—: Perdón; con franqueza: ¿prefieren el cocido o el pescado? Es un pargo.
Hubo un titubeo, y Jorge dijo:
—El cocido, tal vez.
Y el consejero, amablemente:
—Jorge se inclina por el cocido.
—¡Soy también de su opinión! —exclamá Alves Coutiño, volviéndose hacia Jorge, con la mirada llena de gratitud—. ¡El cocidito!
Y el consejero, que juzgaba un deber suyo dar a la conversación nobleza e interés, dijo, limpiándose, despacio, el bigote de la grasa de la sopa:
—¡Me han dicho que es muy liberal la Constitución de Italia!
¡Liberal! Según Julián, si Italia fuese liberal, ¡debería haber expulsado a culatazos hacía mucho tiempo al Papa, al Sacro Colegio y a la Compañía de Jesús! El consejero pidió, bondadoso, benevolencia al amigo Zuzarte para «el jefe de la Iglesia».
—¡No es que sea yo —explicó— un sectario del Syllabus! ¡No es que quiera ver a los jesuítas entronizados en el seno de la familia! Pero —y su voz se tornó profunda— ¡el respetable prisionero del Vaticano es el Vicario de Cristo! ¡Sebastián, sírvase arroz!
Julián observó que no eran de extrañar aquellas oposiciones católicas del consejero, ya que tenía dos imágenes de santos colgadas a la cabecera de la cama…
La calva de Acacio enrojeció; Saavedra, el del Secuto, exclamó, con la boca llena:
—¡No sabía que fuese usted un santurrón, consejero!
Acacio, afligido, con el tenedor suspendido sobre el rojo chorizo, replicó:
—Ruego al amigo Saavedra que no saque de ese hecho conclusiones erróneas. Son bien conocidos mis principios. No soy ultramontano ni hago votos por el restablecimiento de la persecución religiosa. Soy liberal. Creo en Dios. Pero reconozco que la religión es un freno…
—Para quienes lo precisen… —interrumpió Julián.
Rieron todos. Alves Coutiño se desternillaba. El consejero, desconcertado, respondió despacio, colocando las rodajas de chorizo:
—No lo necesitamos, sin duda, nosotros, los que pertenecemos a las clases ilustradas. Pero lo necesita la masa del pueblo, señor Zuzarte. Si no, veríamos aumentar la estadística criminal.
Y Saavedra, levantando las cejas y con una cara muy seria:
—Pues ha dicho usted una grandísima verdad —y repitió la frase modificándola—: ¡La religión es una brida!
E hizo el ademán de contener con esfuerzo una muía. Luego pidió más arroz; devoraba.
El consejero seguía explicando:
—Como decía, soy liberal; pero entiendo que unas litografías o grabados, alusivas al misterio de la Pasión tienen su sitio en una alcoba e inspiran, en cierto modo, sentimientos cristianos. ¿No es verdad, Jorge?
Pero Saavedra interrumpió ruidosamente, con la cara animada de una jovialidad libertina:
—¡Yo, en una alcoba, no admito más pinturas que una hermosa ninfa desnuda o una bacante desenfrenada!
—¡Eso, eso! —vociferó Alves Coutiño. La boca se le ensanchaba en una admiración sensual.
—¡Este Saavedra! ¡Este Saavedra! —y bajo, a Sebastián—: ¡Tiene un talento! ¡Tiene un talento!
El consejero se volvió hacia Julián, y, tapándose el estómago con la servilleta:
—Espero que no sean esos los cuadros inmorales que se ven en su gabinete de estudio…
Julián rectificó:
—En mi cubículo. ¡Ah, no, consejero! No tengo más que dos litografías: una es un hombre sin piel, para mostrar el sistema arterial, y la otra, el mismo individuo, igualmente sin piel, para que se vea el sistema nervioso…
El consejero hizo con la mano un vago ademán de enojo, y expresó la opinión de que en la Medicina, ¡una gran ciencia, por lo demás!, había casos bastante repugnantes. Así, él había oído decir que en los anfiteatros anatómicos los estudiantes de ideas más avanzadas llevaban su desprecio por la moral hasta tirarse unos a otros, jugando, trozos de miembros humanos: pies, muslos, narices…
—Pero si es como quien maneja tierra, consejero —dijo Julián, llenando su copa—. ¡Es materia inerte!
—¿Y el alma, señor Zuzarte? —exclamó el consejero. Hizo un gesto de vaga reticencia, y creyendo haberle aniquilado con aquella frase definitiva, dedicó a Sebastián una sonrisa cortés y protectora:
—¿Y qué dice nuestro bondadoso Sebastián?
—Estoy escuchando, señor consejero.
—¡No preste atención a estas doctrinas! —y señaló con el tenedor la cara biliosa de Julián—. Mantenga pura su alma.
—Son perniciosas. Nuestro Jorge (lo cual es de lamentar en un hombre de orden y funcionario del Estado) ¡se inclina también a esas exageraciones materialistas!
Jorge se echó a reír, declaró que sí, que tenía ese honor…
—Entonces, ¿el consejero quiere que yo, un ingeniero, un estudiante de Matemáticas, crea que hay almas que viven en el cielo, con unas alitas blancas unas túnicas azules y tocando unos instrumentos?
El consejero replicó:
—¡No; instrumentos, no! —y, como apelando a todos—: No creo que haya hablado yo de instrumentos.
Eso es una exageración. Son, podría decirse, tácticas del partido reaccionario…
Iba a fulminar contra la doctrina ultramontana, pero Filomena le puso delante la fuente con una pierna de ternera asada. Compenetrándose en seguida de su deber, afiló el trinchante con solemnidad y fue cortando finos trozos, con la cabeza muy inclinada, como realizando una grave función. Entonces Julián, acodándose sobre la mesa, y hurgándose los dientes con la uña, preguntó:
—Y el Gobierno, ¿cae o no cae?
Sebastián había oído decir en el vapor de Almada, hacía unas tardes, que «la situación era estable».
Pero Saavedra vació su copa, se limpió los labios y afirmó que dentro de dos semanas «habría caído». ¡No podía continuar aquel escándalo! No tenían ni la más leve idea de gobernar. ¡Ni la más leve idea! Así, por ejemplo, él… —y se metió las manos en los bolsillos recostándose en la silla—. Él lo había apoyado, ¿verdad? Y con lealtad. ¡Porque era leal! ¡Siempre lo fue en política! Pues bien: ¡no habían nombrado a su primo recaudador de Aljustrel y se lo tenían prometido! ¡Y ni siquiera le dieron una satisfacción! ¡Así no era posible hacer política! ¡Eran una colección de idiotas!
Jorge se alegraba de que viniesen otros; tal vez le concedieran de nuevo su comisión en el Ministerio, pues él lo que quería era estarse quieto en su rinconcito…
Alves Coutiño callaba con prudencia, engullendo cortezas de pan.
—Que caigan o que se queden —dijo Julián—, que vengan estos o aquellos… Gracias, consejero —y cogió su plato de ternera—, me es por completo indiferente ¡Es todo la misma podredumbre!
El país le inspiraba asco; era, de arriba abajo, una indecencia, y esperaba pronto que, por la lógica de las cosas, una revolución barriese la porquería.
—¡Una revolución! —dijo Alves Coutiño, asustado, con miradas inquietas a los lados, rascándose nerviosamente la barbilla.
El consejero se sentó, y dijo entonces:
—No quiero entrar en discusiones políticas, que solo sirven para dividir las familias más unidas; pero le recordaré únicamente una cosa, señor Zuzarte: los excesos de la Comuna…
Julián se echó hacia atrás, y con una voz tranquila:
—Pero ¿dónde está el mal, señor consejero, si fusilamos tan solo a algunos banqueros, a algunos curas, a algunos rentistas gordos y a algunos marqueses degenerados? ¡Sería una pequeña limpieza!… —y hacía el gesto de afilar la navaja.
El consejero sonrió cortésmente; tomaba como una brama aquella salida sanguinaria de Zuzarte; sin embargo, intervino con autoridad:
—Yo soy, en el fondo, republicano…
—Y yo —dijo Jorge.
—Y yo —dijo Alves Cutiño, inquieto ya—. ¡Cuenten también conmigo!
—Pero —continuó el consejero— lo soy de principio. ¡Porque el principio es hermoso, el principio es ideal! Pero ¿y la práctica? Sí… ¿Y la práctica? —y se volvió hacia todos lados, con su cara fofa.
—¡Sí; en la práctica! —exclamo Alves Coutiño como un eco admirativo.
—¡La práctica es imposible! —afirmó Saavedra. Y se lleno la boca de ternera.
El consejero, entonces, concluyó:
—La verdad es ésta: el país está sinceramente entregado a la familia real… ¿No le parece, mi buen Sebastián? —se dirigía a él, como propietario y dueño de valores del Estado.
Sebastián, interpelado así, enrojeció y dijo que no entendía nada de política; había, sin embargo, ciertos hechos que le apenaban; le parecía que los obreros estaban mal pagados; la miseria aumentaba; los cigarreros, por ejemplo, cobraban apenas dos pesetas diarias y, teniendo familia, aquello era triste…
—¡Es una infamia! —dijo Julián, encogiéndose de hombros.
—Y hay pocas escuelas… —observó, tímidamente, Sebastián.
—¡Es una torpeza! —insistió Julián.
Saavedra callaba, ocupado en comer; se había desabrochado la hebilla del chaleco; se le difundía por el grueso rostro un color de hartura, y sonreía vagamente, repleto.
—¿Y los idiotas de San Benito?… —exclamó Julián.
Pero el consejero le interrumpió:
—Mis queridos amigos, hablemos de otra cosa. Es más digno de unos portugueses y de unos súbditos fieles.
Y, volviéndose después hacia Jorge, quiso saber cómo estaba la muy estimada doña Luisa.
—Se encuentra un poco malucha hace días —dijo Jorge—. Pero no es nada; el cambio de estación, un poco de anemia…
Saavedra, dejando la copa y cortésmente:
—Tuve el gusto de verla pasar este verano casi todas las mañanas por mi casa —dijo—. Iba hacia Arroyos. Unas veces en coche y otras a pie…
Jorge pareció un poco sorprendido, pero el consejero estaba ya diciendo cuánto lamentaba no tener el gusto de verla compartir aquella modesta comida; sin embargo, como era soltero… y no tenía una esposa para hacer los honores…
—Y lo que me admira en usted, consejero —observó Julián—, es que teniendo una casa tan confortable, no se haya casado, no haya buscado el amparo de una mujer…
Todos asintieron. ¡Era verdad! El consejero debía de haberse casado.
—Son muy serias, ante Dios y ante la sociedad, las responsabilidades de un jefe de familia —declaró él.
—Pero, en fin —dijeron—, es el estado más natural. Además, ¡qué diablo!, ¡alguna vez tenía que sentirse solo! ¡Sin contar con la alegría que dan los hijos!…
El consejero objetó: «Los años, las nieves en las sienes…».
Nadie le decía tampoco que se casase con una joven de quince años. No, esto era peligroso. Pero con una persona de cierta edad que tuviese atractivos, que cuidase del hogar… Era incluso moral.
—Porque, en fin, consejero, la naturaleza es la naturaleza… —dijo Julián, con malicia.
—Hace ya mucho, amigo mío, que se apagó dentro de mí el fuego de las pasiones.
¡Cómo! ¡Era un fuego que no se extinguía nunca! ¡Qué diablo! Era imposible que el consejero, a pesar de sus cincuenta y cinco años, ¡fuera indiferente a unos bellos ojos negros, a unas formas torneadas!…
El consejero se ruborizaba. Y Saavedra declaró, con púdicos circunloquios, que ninguna edad se libraba de la influencia de Venus.
—Toda la cuestión estriba en nuestros gustos —agregó—. A los quince años nos gusta una matrona llena y a los cincuenta una fruta tierna… ¿No es verdad, amigo Alves?
Alves abrió unos ojos concupiscentes e hizo chasquear su lengua. Y Saavedra prosigió:
—Mi primera pasión fue una vecina, mujer de un capitán de navio, madre de seis hijos y que no cabía por aquella puerta. Pues bien, señores, la hice versos, y la excelente criatura me enseñó un par de cosas agradables… Se debe empezar pronto, ¿no es verdad? —y se volvió hacia Sebastián.
Quisieron entonces conocer las opiniones de Sebastián, que se puso rojo como la grana.
Finalmente, después de haberle instado mucho, dijo con timidez:
—Encuentro que debe uno casarse con una muchacha de bien y quererla toda la vida…
Aquellas sencillas palabras produjeron un corto silencio. Pero Saavedra, echándose hacia atrás, calificó aquella opinión de «burguesa»; el casamiento era una carga, no había nada como la variedad.
Y Julián expuso dogmáticamente:
—El casamiento es una fórmula administrativa que acabará algún día.
Además, según él, la hembra era un ente inferior: el hombre debería acercarse a ella en ciertas épocas del año (como hacen los animales), fecundarla y alejarse con hastío.
Aquella opinión escandalizó a todos, especialmente al consejero, que la encontró «de un materialismo repugnante».
—Esas hembras para quien es usted tan severo, señor Zuzarte —exclamó él—, esas hembras son nuestras madres, nuestras cariñosas hermanas, la esposa del jefe del Estado, las damas ilustres de la nobleza…
—Son el mejor trozo de este valle de lágrimas —interrumpió con fatuidad Saavedra, dándose palmaditas en el estómago. Disertó entonces sobre las mujeres. El lo que las exigía, sobre todo, era un bonito pie. ¡No había nada como un piececito coquetón! ¡Y prefería a todas la mujer española!
Alves votaba por las francesas: citaba algunas del café-concierto, ¡criaturas capaces de hacer perder la cabeza!… —y se le inyectaban los ojos.
Saavedra dijo con un gesto hostil:
—Si, para un poco de cancán… Para el cancán no hay como las francesas… Pero ¡son muy aprovechonas!
El consejero afirmó, agitando los lentes:
—Viajeros cultos me han asegurado que las inglesas son unas notables madres de familia…
—Pero frías como esta madera —dijo Saavedra, golpeando la mesa—. ¡Mujeres de hielo!
¡Él pedía españolas! ¡Quería fuego y salero! Tenía la mirada brillante del vino; la comida le encendía el sentimiento.
—¿Una bella gaditana, eh, amigo Alves?
Pero en presencia de los dulces que Filomena puso sobre la mesa, Alves Coutiño se olvidó de las mujeres, y volviéndose hacia Sebastián, discutió de golosinas. Indicaba las especialidades: para los hojaldres, una marca de vino dulce; para las natas, otra; para las gelatinas, otra. Daba recetas, contaba proezas de glotonería, poniendo los ojos en blanco.
—Porque —dijo— ¡el dulce y las mujeres son lo que más me llega al alma!
Y así era; todo el tiempo que no dedicaba al servicio del Estado lo repartía, solícito entre las pastelerías y los lupanares.
Saavedra y Julián discutían sobre la Prensa. El redactor del Século ensalzaba la profesión de periodista, cuando la gente, naturalmente, lleva algo dentro; pero más tarde o más temprano se pilla un empleo; ¿no es cierto? Además, había las entradas para los teatros y la influencia sobre las cantantes. Siempre le temen a uno un poco…
Y el consejero, sirviendo los huevos hilados, saboreando los goces de la convivencia, dijo a Jorge:
—¡Qué mayor placer, amigo mío, que pasar así las horas entre amigos, todos de reconocida ilustración, discutiendo las cuestiones más importantes, viendo entablarse una conversación erudita!… Parecen excelentes estos huevos.
Filomena, entonces, vino con solemnidad a ponerle al lado una botella de champaña. Saavedra solicitó permiso para descorcharla, porque lo hacía con mucho chic. Y apenas saltó el tapón, en el silencio creado por la ceremonia, se llenaron las copas y Saavedra, que seguía en pie, dijo:
—¡Consejero!
Acacio se inclinó, pálido.
—Consejero, bebo con el mayor placer, bebemos todos a la salud de un hombre que —y alzando el brazo se estiró el puño de la camisa con elocuencia— por su respetabilidad, su posición y sus vastos conocimientos, es una de las notabilidades de este país. ¡A su salud, consejero!
—¡Consejero! ¡Consejero! ¡Amigo consejero!
Bebieron ruidosamente. Acacio, después de limpiarse los labios, se pasó la mano trémula por la calva y, levantándose conmovido, empezó:
—¡Mis buenos amigos! No me he preparado para esta circunstancia. De haberlo sabido de antemano, hubiera tomado unas notas. No tengo la elocuencia de los Rodrigos o de los Garretts. Y siento que las lágrimas van a embargar mi voz…
Habló entonces de él con modestia: reconocía, viendo en la capital a tan ilustres parlamentarios, tan sublimes oradores, tan consumados estilistas, reconocía ¡que él era un cero! Y con la mano levantada formaba en el aire, juntando el pulgar y el índice, un cero. Proclamó su amor a la patria: si mañana, las instituciones o la familia real le necesitaban, ¡su cuerpo, su pluma, su modesto peculio, todo lo ofrecía de buen grado! ¡Quería derramar su sangre toda por el trono! Y, prolijo, citó el Eurico, las instituciones de Bélgica, Bocage y algunos pasajes de sus prólogos. Se honraba en pertenecer a la Sociedad Primero de Diciembre…[43]
—¡Este memorable día —exclamó— yo mismo ilumino mis balcones, sin el lujo de los grandes establecimientos del Chiado, pero con alma sincera!
Y terminó diciendo:
—¡No olvidemos, amigos míos, como portugueses, de hacer votos por el culto monarca, que dio a las nieves de mis sienes, antes de bajar yo al sepulcro, el consuelo de poder vestir el honroso hábito de Santiago! ¡Amigos míos, por la familia real! —y levantó su copa—. Por la familia modelo que, empuñando el timón del Estado, dirige, rodeada por las lumbreras de nuestra política, dirige… —buscó el remate del párrafo; había un silencio expectante— dirige… —A través de los lentes ahumados, sus ojos se clavaron buscando la inspiración en la fuente de fideos— dirige… —se rascó la calva, afligido; pero una sonrisa iluminó su cara: acababa de encontrar la frase, y extendiendo el brazo…—: ¡dirige la barca de la gobernación pública con envidia de las naciones vecinas! ¡Por la familia real!
—¡Por la familia real! —dijeron con respeto.
El café fue servido en la sala. Las velas ponían una luz triste en aquella habitación fría, el consejero fue a dar cuerda a la caja de música y a los sones del coro nupcial de Lucía, ofreció puros a su alrededor.
—Adelaida puede traer los licores —dijo a Filomena.
Vieron entonces aparecer a una bella mujer de treinta años, muy blanca, de ojos negros y formas opulentas, con un vestido de lana azul, trayendo en una bandeja de plata, sobre la que temblequeaban unas copitas, la botella de coñac y la de curaçao.
—¡Buena moza! —rezongó con el rostro encendido Alves Coutiño.
Julián casi le tapó la boca con la mano. Y hablándole al oído y mirando al consejero, recitó:
¡No oses, temerario, alzar tus ojos
hacia la esposa tímida de César!
Mientras bebían el curaçao, Julián se dirigió cautelosamente hacia el despacho y fue a levantar la punta del capote pardo que tanto le preocupaba: eran unas pilas de libros encuadernados atadas con cordeles. ¡Las obras intactas del consejero!
Cuando Jorge entró en su casa, a las once, Luisa, acostada ya, leía esperándole.
Quiso saber detalles de la comida del consejero. Excelente, contó Jorge, comenzando a desnudarse. Alabó mucho los vinos. Había habido speech… Y de repente:
—Por cierto, ¿adonde ibas tú hacia Arroyos?
Luisa se pasó despacio las manos sobre el rostro para ocultar su alteración. Y dijo, bostezando ligeramente:
—¿Hacia Arroyos?
—Sí: Saavedra, un sujeto que estaba en casa del consejero, dice que te veía pasar todos los días por allí, en coche o a pie.
—¡Ah! —dijo Luisa después de toser—. Iba a ver a mi amiga Guedes, una muchacha que estuvo conmigo en el colegio y que había llegado de Oporto. ¡Sí; Silva Guedes se llama!
—¡Silva Guedes!… —dijo Jorge reflexionando—. ¡Creí que estaba de secretario general en Cabo Verde!…
—No lo sé. Estuvieron ahí un mes este verano; vivían en Arroyos. Ella andaba malucha, la pobre; fui allá algunas veces. Me mandaba llamar. Pon esa luz fuera. Me da en los ojos.
Se quejó de haber estado toda la tarde rara. Sentíase floja, con una ligera destemplanza…
* * *
Tampoco se encontró mejor en los días siguientes. Se quejaba todavía un poco de tener la cabeza pesada, de cierto malestar… Una mañana, incluso, se quedó en la cama. Jorge, inquieto, no salió y quiso ya que fuesen a llamar a Julián. Pero Luisa insistió en que «no era nada, un poquito de debilidad tal vez…».
Aquella fue también la opinión de Juliana, arriba, en la cocina.
—La señora está floja, tiene algo de pecho —dijo dándose importancia.
Juana, que estaba inclinada sobre el fogón, replicó:
—¡Ella lo que es, es una santa!…
Juliana clavó en su espalda una mirada rencorosa. Y con una risita:
—Dice usted eso como si las otras fuesen una calamidad.
—¿Qué otras?
—Yo, usted, las demás gentes…
Juana, moviendo siempre las ollas sin volverse:
—¡Mire, Juliana; no encontrará usted otra igual! ¡Una señora que la deja hacer todo lo que quiere y que la sustituye incluso! El otro día tiró las aguas sucias. ¡Es una santa!
Aquel tono hostil de Juana la exasperó, pero se contuvo; a pesar de su posición en la casa, dependía de ella para los calditos, los biftecs, las golosinas; mostraba ante ella la vaga timidez respetuosa de los organismos débiles por los cuerpos fuertes, y dijo con una voz tortuosa, ambigua:
—¡Eso va en caracteres! A ella le gusta arreglar las cosas. Hay que reconocer que es una señora muy ordenada. Pero le gusta, le gusta trabajar. Algunas veces le basta con ver una mota de polvo para agarrar en seguida el plumero… Es cuestión de carácter. He visto otras así…
Y ladeaba la cabeza, frunciendo los labios.
—Lo que es ella es una santa —repitió Juana.
—¡Es cuestión de carácter! Está siempre en actividad. Yo no salgo nunca sin dejar todo arreglado. Pues nunca está satisfecha. Hasta el otro día, ahí abajo, repasando la ropa… Yo iba a salir, pero me quité en seguida el sombrero y no lo consentí. Mire usted: ¿quiere que le diga la verdad? Eso es falta de preocupaciones, el no tener hijos… Pues a ella no le falta nada…
Y enmudeció, y mirándose el pie, satisfecha:
—Ni a mí —dijo, recostándose en la silla.
Juana empezó a canturrear. No quería «cuestiones». Pero le parecía «todo aquello desquiciado». Juliana, siempre en la calle o metida en su cuarto trabajando para ella, sin importarle nada lo demás, ¡dejando que Dios lo arreglase todo, mientras la pobre señora barría, planchaba, enflaquecía! ¡No; allí había algo! Pero su Pedro, a quien consultó, le dijo con finura, retorciéndose el bigotillo: «¡Ellas se entienden! Procura tú gozar y no te importe la vida de los demás. ¡La casa es buena y debes aprovecharte!».
Pero Juana sentía crecer «allí dentro» su aversión por Juliana. La tenía asco por sus elegancias, por los lujos de su cuarto, por los paseos durante todo el día, por sus modales de señora; no se negaba a hacer su servicio, porque eso le proporcionaba regalitos de la señora, pero ¡qué tirria la tenía! Lo que la consolaba era la idea ¡de que un papirotazo desharía a aquella flacucha! E iba sacando partido de la casa también. Pedro tenía razón.
Juliana, en efecto, ahora ya no se contenía. Después de la escena de la ropa se asustó, porque al final el escándalo podría hacerle perder su posición. Durante algunos días no salió, fue muy cumplidora; pero cuando vio a Luisa resignarse, se abandonó en seguida, casi con fervor, a las satisfacciones de la holganza y a las pequeñas alegrías de la venganza. Paseaba, cosía encerrada en su cuarto ¡y que la mosquita muerta se las arreglase! Delante de Jorge se contenía aún; le temía. Pero ¡en cuanto él salía, qué desquite! Algunas veces estaba barriendo o arreglando, ¡y apenas le oía cerrar la cancela, tiraba la plancha, o la basura, y se dedicaba a holgazanear. ¡Allí estaba la mosquita muerta para terminar!
Luisa, entre tanto, empeoraba; tenía de repente, sin motivo, fiebres efímeras; adelgazaba y sus melancolías atormentaban a Jorge. Ella lo explicaba todo con «los nervios».
—¿Qué será, Sebastián? era la pregunta incesante de Jorge. ¡Y recordaba con terror que la madre de Luisa había muerto de una dolencia relacionada con la anemia cerebral!
En la calle sabían por la cocinera, por Juana, que la del ingeniero «iba mal». Juana juraba que era la solitaria. Porque, en fin, una persona que no carecía de nada, con un marido que era un ángel, una buena casa, con todas las comodidades, ¡y que se consumía!… ¡Era la bicha! ¡No podía ser más que la bicha!
Y todos los días indicaba a Sebastián que debían llamar al hombre de Villanueva de Famaligao, que tenía el remedio «para la bicha».
Pablo, el prendero, lo explicaba de otra manera:
—Eso es cosa de la cabeza —decía, inclinando la suya con aire profundo—. ¿Sabe usted lo que tiene la del ingeniero, señora Elena? Hay mucha dosis de novelas en aquella sesera. La veo desde la mañana a la noche con un libro en la mano. ¡Se pone a leer novelones y más novelones!… ¡Y ahí tiene el resultado: que está llena su imaginación hasta los topes!
Un día, Luisa, de repente, sin razón, se desmayó, y cuando volvió en sí se quedó débil, con el pulso muy flojo y los ojos hundidos. Jorge fue en seguida a buscar a Julián; lo encontró muy nervioso, porque el concurso estaba señalado para el día siguiente y tenía «cólicos».
Durante todo el camino no dejó de hablar excitadamente de su tesis, del escándalo de los recomendados, del jaleo que armaría si hacían una injusticia, ¡arrepentido ahora de no haber «metido más cuñas»!
Después de haber examinado a Luisa, salió de la alcoba diciendo furioso a Jorge:
—¡No tiene nada! ¡Y me vas a buscar para esto! Tiene anemia, lo que todos tenemos. Que pasee, que se distraiga. Diversiones y hierro, mucho hierro… ¡Y agua fría sobre el espinazo!
Como eran las cinco, le invitó a comer, despotricando toda la tarde contra el país, maldiciendo la carrera de médico, injuriando a su contrincante y fumando con desesperación los puros de Jorge.
Luisa tomó el hierro, pero rechazó las distracciones: le cansaba vestirse, le aburría el teatro… Después, en cuanto vio a Jorge preocuparse de su estado, quiso fingir fuerzas, alegría, buen humor, y aquel esfuerzo la abatió extraordinariamente.
—¿Quieres que nos vayamos al campo? —le decía Jorge, desolado, viéndola consumirse.
Y ella, temiendo posibles complicaciones, no aceptaba; no se sentía bastante fuerte, decía. ¿Dónde podía estar mas cómoda que en su casa? Y, además, los gastos, las dificultades…
Una mañana en que Jorge volvió a casa inesperadamente, la encontró en bata, con un pañuelo ceñido a la cabeza, barriendo sombríamente. Se quedó en la puerta, atónito:
—¿Qué estás haciendo? ¿Barriendo?
Ella se puso muy colorada, tiró la basura y fue a abrazarle.
—No tenía nada que hacer… Me dio la manía de la limpieza. Estaba aburrida, y, además, esto me sienta bien, es un ejercicio.
Jorge contó a Sebastián por la noche aquella «tontería de estarse extenuando»…
—Una persona tan débil como usted, señora… —observó en tono de censura Sebastián.
—¡Nada de eso! —dijo ella. ¡Se encontraba mucho mejor! Hasta ahora estaba mucho mejor.
Y casi no habló aquella noche, inclinada sobre su labor de crochet, un poco pálida, y sus ojos se alzaban a veces con una fatiga triste, sonriendo silenciosamente, de una manera desconsolada. Pidió a Sebastián que tocase algo del Requiem de Mozart. ¡Lo encontraba tan bonito! Le gustaría que lo cantasen en la iglesia cuando se muriera. Jorge se enfadó. ¡Qué manía de hablar de cosas ridiculas!
—Pero ¿entonces no es posible que yo muera?
—¡Bueno; muérete y déjanos en paz! —exclamó él, furioso.
—¡Qué buen marido! —dijo ella, sonriendo, a Sebastian. Dejó el crochet en el regazo y le pidió entonces los dieciséis compases de «La Africana». Escuchaba con la cabeza apoyada en la mano: aquellos sonidos penetraban en su alma con la dulzura de unas voces místicas que la llamaban; parecíale que la transportaban, que se desprendía de todo lo que era terrestre y agitado, que se hallaba en una playa desierta, junto al mar triste, bajo una fría luz lunar, y que allí, con un espíritu puro, libre de las miserias camales, giraba en los remolinos del aire, temblaba en los rayos luminosos y pasaba sobre los brezales en las ráfagas saladas.
La melancólica actitud de su cuerpo desfallecido enfureció a Jorge:
—¡Sebastián! ¿Quieres hacerme el favor de tocar el fandango Barba Azul el diablo? ¡Si queréis melancolía, empiezo el canto llano!
¡Y cantó con tono fúnebre:
Dies irae, Dies lile,
Solvunt saecula in favilla!
Luisa se echó a reír:
—¡Qué loco! No se puede estar triste…
—¡Sí que se puede! —exclamó Jorge—. Pero venga entonces la bella tristeza, venga la tristeza completa.
Y entonó con una voz horrenda el Benedicite.
—Van a decir los vecinos que estamos locos, Jorge… —interrumpió ella.
—¡Y lo estamos realmente!
Y entró en su despacho, dando un portazo.
Sebastián tocó algunos compases, y, volviéndose hacia ella, bajo:
—Pero ¿qué ideas son ésas? ¿Qué melancolía es ésa?
Luisa alzó los ojos hacia él; vio su cara bondadosa y amiga llena de simpatía; iba quizá a contarle todo en una explosión de dolor, pero Jorge salía del despacho. Sonrió, encogióse de hombros y reanudó su labor de crochet.
* * *
Al domingo siguiente, por la noche, conversaban en la sala. Julián contó lo de su concurso. En resumen, estaba contento: había hablado dos horas bien, con precisión y lucidez. El doctor Figueiredo le dijo que «debía haber estado un poquillo más ameno…».
—¡Literatos! —decía Julián, encogiéndose de hombros con desprecio—. No pueden hablar cinco minutos del hueso del tobillo sin mencionar ¡las «flores de la primavera» y «la antorcha de la civilización»!
—Los portugueses tienen la manía de la retórica… —dijo Jorge.
En aquel momento entró Juliana en la sala con una carta.
—¡Oh! ¡Es del consejero!
Les tenía inquietos. Pero Acacio no decía más sino que se disculpaba «de no poder ir, como prometiera la víspera a participar del excelente té de doña Luisa. Un trabajo urgente le retenía atado al duro banco del deber». Mandaba recuerdos para sus buenos amigos Sebastián y Julián y sus «afectuosos respetos para la interesante doña Felicidad».
Una oleada de sangre abrasó el rostro de la buena señora. Se quedó sofocada, confusa; cambió dos veces de silla, fue a tocar en el teclado con un dedo La perla de Ofir, y, por último, sin poderse dominar, pidió bajo a Luisa «que viniese con ella al tocador, pues tenía un secreto…».
Apenas entraron, y cerrando la puerta de la sala:
—¿Qué me dices de esa carta de él?
—Mi enhorabuena —replicó Luisa, riendo.
—¡Es el milagro! —exclamó doña Felicidad—. ¡Empieza a realizarse el milagro! —y más bajo—: ¡Mandé al hombre! ¡El que te dije, el gallego!
Luisa no comprendía.
—¡El hombre a Tuy, a la embrujadora! Llevó mi retrato y el de él. Partió hace una semana; la mujer empezó ya, naturalmente, a clavarle las agujas en el corazón…
—¿Qué agujas? —preguntó Luisa, atónita.
Estaban en pie, junto al tocador. Y doña Felicidad, con una voz misteriosa:
—La mujer modela un corazón de cera, lo pega en el retrato del consejero, Y durante una semana, a medianoche, le clava una aguja bendita con la preparación que ella fabrica y reza las oraciones…
—¿Y diste el dinero a ese hombre?
—¡Los cincuenta duros!
—¡Vamos, Felicidad!
—¡Ay, no me digas! ¡Ya ves! ¡Qué cambio! ¡De aquí a unos días estará babeante! ¡Ay, que Nuestra Señora del Buen Gozo lo permita! ¡Que Nuestra Señora lo permita! Porque ese hombre me tiene loca. ¡Tengo cada sueño por la noche! ¡Hasta incurro en pecado mortal! ¡Y qué sudores! ¡Me tengo que mudar tres y cuatro veces, no te digo más!
Y se miraba al espejo: quería convencerse de que sus encantos personales ayudarían a las agujas de la bruja; se alisó el pelo.
—¿No me encuentras más delgada?
—No.
—¡Pues lo estoy, hija, lo estoy! —y enseñó su corpiño flojo. Hacía ya proyectos. Iría a pasar la luna de miel a Cintra… Los ojos se le velaban con un fluido lúbrico—. ¡Nuestra Señora del Buen Gozo lo permita! Le tengo encendidas dos velas día y noche…
Pero de repente la voz afligida de Juana gritó desde la escalera de la cocina:
—¡Señora, señora, venga!
Luisa corrió, Jorge también, pues había oído el grito desde la sala. Juliana estaba tendida en el suelo de la cocina, desmayada.
—¡Le dio de repente, le dio de repente! —exclamó Juana muy blanca, temblando toda—. Cayó hacia un lado de pronto…
Julián les tranquilizó en seguida: era un sencillo síncope. La trasladaron a su cama. Julián mandó que le frotasen enérgicamente las extremidades con una franela caliente. E incluso, antes de que Juana, aturdida, corriese a pelo a la botica en busca de antiespasmódica, Juliana volvió en sí, muy débil. Cuando llegaron a la sala, Julián dijo liando un cigarrillo:
—No es nada. Estos síncopes son muy frecuentes en los enfermos de corazón. Éste ha sido sencillo. Pero ¡son el demonio! A veces tienen un carácter apoplético y viene la parálisis, que dura poco, eso sí, porque el derrame de sangre en el cerebro es muy pequeño; pero, en fin, resulta siempre desagradable —y encendiendo el cigarro—: Esa mujer se les muere cualquier día, aquí, en casa.
Jorge, preocupado, se paseaba por la sala con las manos en los bolsillos.
—Lo he dicho siempre —intervino doña Felicidad, bajando la voz, asustada—. Siempre lo he dicho. Deben desprenderse de ella.
—Además de eso, el tratamiento es incompatible con el trabajo —dijo Julián—. En fin, incluso planchando la ropa se puede tomar digitalina o quinina, pero el verdadero tratamiento es el reposo, la absoluta supresión de fatiga. ¡Si un día se enfada o tiene una mañana de ajetreo, puede irse al otro mundo!
—¿Y está muy adelantada la enfermedad? —preguntó Jorge.
—Por lo que ella dice tiene ya dificultad asmática, opresión, un dolor agudo en la región cardíaca, flatulencia, humedad en las extremidades, ¡el diablo!
—¡Es una ganga! —murmuró Jorge, mirando alrededor.
—¡Póngala en la calle! —resumió doña Felicidad.
Cuando se quedaron solos, a las once, Jorge dijo en seguida á Luisa:
—¿Qué te parece esto? Es preciso quitarnos de encima a esa mujer. ¡No quiero que se nos muera en casa!
Ella, sin moverse, delante del tocador, quitándose los pendientes, empezó a decir que no podían tampoco mandar a la pobre criatura a morir en la calle… Recordó vagamente lo que había hecho por la tía Virginia… Iba colocando despacio sus palabras, con la cautela con que se posa el pie en un terreno traicionero… Se le podía dar tal vez algún dinero, que se fuera a vivir a algún sitio… Jorge, después de un silencio respondió:
—¡No tengo inconveniente en darle cuarenta o cincuenta duros y que se vaya, que se las componga!
«¡Cuarenta o cincuenta duros!», pensó Luisa con una sonrisa triste. Y, junto al tocador, contemplaba su rostro, en el espejo, con una nostalgia indefinida, como si sus mejillas debieran aparecer dentro de poco tiempo hundidas por la aflicción y sus ojos fatigados por las lágrimas…
* * *
Porque, en fin, había llegado la crisis. Si Jorge insistía en despedir a la mujer, ella no podía, sin provocar un espanto y una explicación, decir a Jorge: «¡No quiero que se vaya, quiero que muera aquí!». Y Juliana, viéndose expulsada, desesperada, enferma, al notar que Luisa no la defendía, no la reclamaba, ¡se vengaría! ¿Qué debía hacer?
Se levantó al otro día con una gran agitación, Juliana, muy fatigada, estaba todavía en la cama. Y mientras Juana ponía la mesa, Luisa, sentada en el voltaire ante el balcón del comedor, leía maquinalmente, casi sin entender, el Diario de Noticias, cuando una gacetilla, en lo alto de la página, le causó un sobresalto: «Mañana saldrá para Francia nuestro amigo el conocido banquero señor Castro, de la razón social Castro, Miranda y Compañía. El señor Castro se retira de los negocios de esta plaza y va a establecerse definitivamente en Francia, cerca de Marsella, en donde ha adquirido últimamente una suntuosa finca».
¡Castro! ¡El hombre que le daría el dinero que quisiera, según decía Leopoldina! ¡Se marchaba!… ¡Y aunque le había parecido, desde el primer momento, infame aquel recurso, sentía a su pesar cierto desconsuelo viéndole desaparecer! ¡Porque Castro no volvería nunca a Portugal!… Y de repente le traspasó una idea que la hizo vibrar toda, levantarse muy pálida: ¡Si en la víspera de la partida de él, Santo Dios, si en la víspera accediera ella!… ¡Oh, era horrible! ¡Ni pensarlo siquiera!…
Pero pensó en ello y se sentía tan débil contra aquella creciente tentación que se le enroscaba en el alma con caricias persuasivas. ¡Entonces estaría salvada! ¡Daría los mil duros a Juliana! ¡Y aquel demonio con figura de mujer iría a morirse lejos!
¡Y el hombre aquel tomaría el vapor! ¡No tendría que sonrojarse ante él! ¡Su secreto se iría al extranjero, tan muerto como si estuviera en la tumba! ¡Y además, si el tal Castro sentía por ella una pasión, era muy posible que se lo prestase sin condiciones!
¡Dios misericordioso! Al día siguiente podía tener en el bolsillo de su bata aquella suma… ¿Por qué no? ¿Por qué no? Y le acometió un deseo ansioso de libertarse, de vivir feliz, sin agonías ni martirios…
Volvió a su cuarto. Se puso a revolver en el tocador, mirando de soslayo a Jorge, que se vestía… La presencia de él le ocasionó un remordimiento. ¡Ir a pedir dinero a un hombre, consentir sus miradas lascivas, sus palabras intencionadas!… ¡Qué horror! Pero volvía a argumentar interiormente. ¡Era por Jorge, por él tan sólo! Era por evitarle el disgusto de saber. Era para poderle amar libremente toda la vida, sin temores, sin reservas…
Estuvo callada durante todo el almuerzo. El rostro simpático de Jorge la enternecía ¡El del otro le parecía horrendo, le odiaba ya!…
Cuando Jorge salió, quedóse muy nerviosa. Fue hacia el balcón; el sol le parecía adorable, la calle la atraía. ¿Por qué no? ¿Por qué no?
La voz de Juliana, muy agria, habló entonces en la escalera de la cocina, y aquel timbre odioso la decidió bruscamente.
Se vistió con esmero: era mujer y quiso parecer bonita. Y llegó toda sofocada a casa de Leopoldina, cuando daban las doce en San Roque.
La encontró vestida, esperando el almuerzo, y quitándose inmediatamente el sombrero se sentó en el sofá y explicó muy claramente a Leopoldina su resolución. ¡Quería el dinero de Castro! ¡En préstamo o dado, quería el dinero!… ¡Estaba en un doloroso apuro y tenía que recurrir a todo!… Jorge quería despedir a aquella mujer… Tenía miedo de la venganza de ella… ¡Quería el dinero, y allí estaba!
—Pero ¡así, de repente, hija! —dijo Leopoldina, asombrada de su mirada decidida.
—El tal Castro se va mañana. Sale para Burdeos, ¡para el infierno! ¡Es necesario hacer algo!
Leopoldina indicó que le escribiese.
—Lo que quieras… ¡Yo, aquí estoy!
La otra sentóse despacio ante la mesa, escogió un pliego de papel y, con el meñique levantado y la cabeza inclinada, empezó a garrapatear.
¡Sentía ella ahora una resolución tenaz, fortalecida por la presencia de Leopoldina! ¡Ésta se divertía, bailaba, iba al campo, gozaba, vivía, sin tener como ella una tortura que la minaba, que trastornaba su vida! ¡Ah, no volvería a su casa sin llevar en el bolsillo, en buenos billetes, el rescate, la salvación! ¡Aunque tuviese que ser tan vil como las mujerzuelas del Barrio Alto! ¡Estaba harta de humillaciones, de sustos, de noches llenas de pesadillas!… ¡Quería saborear la vida, qué demonio: su amor, su comida, sin inquietudes, con el corazón alegre!
—Mira —dijo Leopoldina, leyendo:
Mi querido amigo:
Necesito hablarle sin falta. Es un asunto grave. Venga en cuanto pueda. Tal vez me lo agradezca. Le espero hasta las tres, lo más tarde.
Queda con toda estimación, suya afectísima amiga,
LEOPOLDINA
—¿Qué te parece?
—¡Horrible! Pero está bien… ¡Está muy bien! Tacha el tal vez me lo agradezca. Es preferible.
Leopoldina copió aquellas líneas y las envió con Justina en un coche.
—Y ahora voy a almorzar, pues no me sostienen las piernas.
El comedor daba a un estrecho zaguán. Las paredes estaban embadurnadas con una pintura horrorosa, en la que grandes manchas verdes semejaban colinas y líneas azules turquí representaban lagos. Un armario, en un ángulo de la pared, servía de aparador… Las sillas de paja tenían almohadones de paño rojo, y en la servilleta había manchas de café del día anterior.
—Puedes estar segura de una cosa —dijo Leopoldina, bebiendo grandes sorbos de té—, y es que Castro ¡es hombre que sabe guardar un secreto!… Si te presta ese dinero, de su boca no saldrá una palabra. En eso es perfecto… ¡Mira que fue amante de la Videira muchos años; pues ni a Mendoza, que es su íntimo, le dijo una palabra! ¡Ni la menor alusión! Es un pozo.
—¿Qué Videira? —preguntó Luisa.
—Una alta, de nariz grande, que tiene lando.
—Pues pasa por ser una mujer seria…
—¡Ya ves! —y con una risita—: ¡Ay, pasan, pasan! Pasan por muchas cosas. ¡La cuestión es conocer sus vicios, señora mía!
Y untando de manteca grandes rebanadas de pan se puso a hablar, complacida, de los escándalos de Lisboa, revelando interioridades; citó nombres, caracteres, las que después de haberse consagrado al diablo, dedican a una tardía devoción el resto de una vieja sensibilidad, ¡pues algunas acaban por las sacristías! Las que cansadas, sin duda, de una virtud monótona, preparan hábilmente su «fracaso» yéndose a Cintra o a Cascaes. ¡Pues y las chicas solteras! Muchos pequeñuelos, criados por amas de los alrededores, tienen derecho a llamarlas mamá. Otras, más prudentes, temiendo las consecuencias del amor, se amparan en las precauciones del libertinaje… ¡Sin contar las señoras que, en vista de los sueldos escasos, completan al marido con un individuo suplementario! Exageraba mucho, pero ¡es que las odiaba tanto! Porque todas habían sabido conservar, más o menos, una apariencia decente, que ella perdió, ¡y maniobraban con habilidad, allí donde ella, la muy estúpida, empleó solo sinceridad; Y mientras ellas conservaban sus relaciones, los convites a veladas, la estimación de la capital, ¡ella lo había perdido todo, era apenas la Quebraes!…
Aquella conversación enervaba a Luisa; ante tal generalidad del vicio, le parecía que su caso, como un edificio entre la niebla, perdía su relieve cruel, se difuminaba, y al sentirlo tan poco visible, lo creía casi justificado.
Permanecieron calladas, vagamente entorpecidas por aquel sentimiento de una gran inmoralidad general, donde las resistencias y los orgullos se ablandan, desfallecen, como los músicos en un invernadero saturado de emanaciones tibias.
—Este mundo es un lío —dijo Leopoldina, levantándose con un desperezo.
—Y tu marido, ¿dónde está? —preguntó Luisa en el pasillo.
Habíase marchado a Oporto. ¡Estaban a gusto, podían cometer crímenes! Y Leopoldina, en su cuarto, tumbándose en el canapé, con el cigarrillo rubio en la boca, empezó también a quejarse. Estaba aburrida hacía tiempo; todo la hastiaba, todo le parecía monótono; ¡quería algo nuevo, algo desusado! Sentíase bostezar por todos los poros de su cuerpo…
—¿Y Fernando, entonces? —dijo distraídamente.
Luisa que se acercaba a la ventana a cada momento.
—¡Es un idiota! —respondió Leopoldina con un movimiento de hombros, lleno de saciedad y de desprecio.
¡No; realmente deseaba otra cosa, no sabía bien el qué! ¡A veces pensaba en meterse monja! Y estiraba los brazos con un lánguido tedio. ¡Eran tan insulsos todos los hombres que conocía! ¡Tan vulgares todos los placeres que encontraba! Ansiaba otra vida, intensa, aventurera, peligrosa, que la hiciese palpitar: ser mujer de un salteador, recorrer los mares en un navio pirata… ¡Mientras que Fernando, el amado Fernando, le daba náuseas! Cualquier otro que llegase sería lo mismo. ¡Estaba harta de los hombres! ¡Sentíase capaz de tentar a Dios!
Y, después de desencajarse la boca en un bostezo de fiera enjaulada:
—¡Me aburro, me aburro, oh cielo!
Estuvieron un momento calladas.
—Pero ¿qué hay que decirle a ese hombre? —preguntó de repente Luisa.
Leopoldina, exhalando el humo del cigarro y con voz perezosa:
—Se le dice que son necesarios mil o dos mil duros… ¿Qué se le va a decir si no? Que se le pagarán.
—¿Cómo?
Leopoldina dijo, echada, con los ojos en el techo:
—En efecto.
—¡Oh, es horrible! —exclamó Luisa, exasperada—. Me ves aquí desgraciada, medio loca, dices que eres mi amiga y estás riendo, escarneciéndome…
Su voz temblaba, casi llorosa.
—¡Es que también tu pregunta es muy tonta! ¿Cómo se le ha de pagar? ¿No lo sabes?
Se miraron un momento.
—¡No; yo me voy ahora mismo, Leopoldina! —exclamó Luisa.
—¡No seas criatura!
Un coche paró en la calle. Apareció Justina, No había encontrado al señor Castro en casa; estaba en su despacho. Fue allí y le dijo que vendría inmediatamente.
Pero Luisa, muy pálida, tenía el sombrero en la mano.
—No —dijo Leopoldina casi escandalizada—. ¡Tú no me dejas ahora aquí con ese hombre! ¿Qué voy a decirle?
—¡Es horrible! —murmuró Luisa con una lágrima en sus párpados, dejando caer los brazos. ¡Atraída por el interés, sobrecogida por la vergüenza, sintiéndose harto desgraciada!
—¡Es como quien toma aceite de ricino! —dijo la otra con un gesto cínico. Y añadió, viendo el horror de Luisa—: ¡Qué diablo! ¿Dónde está la deshonra? ¿En pedir dinero prestado? ¡Todo el mundo lo pide!…
En aquel momento otro carruaje, al trote largo, se detuvo ante la casa.
—¡Entra tú primero! ¡Háblale tú primero! —suplicó Luisa, alzando las manos hacia ella.
La campanilla repiqueteó. Luisa, muy trémula, muy pálida, miró hacia todos lados con una mirada desorbitada, de susto, de ansiedad, como buscando una idea, una resolución o un rincón donde esconderse. Unas botas de hombre crujieron en la alfombra contigua a la sala. Leopoldina, entonces, le dijo bajo, despacio, como para clavarle las palabras en el alma una por una:
—¡Acuérdate de que dentro de una hora puedes estar salvada, con tus cartas en el bolsillo, feliz, libre!
Luisa se puso en pie con una brusca decisión. Fue al tocador, se dio polvos, se atusó el pelo y entraron en la sala.
Al ver a Luisa, Castro tuvo un movimiento de sorpresa. Saludó, con sus pies pequeños muy juntos, inclinando su gruesa cabeza, en la que los cabellos, muy finos y rubios, escaseaban ya.
Sobre su vientrecillo redondo, que la pierna corta hacia parecer casi panzudo, el colgante del reloj resaltaba con opulencia. Llevaba en la mano una fusta, cuyo puño de plata representaba una Venus retorciendo los brazos. Su piel tenía un color saludable. El bigote abundante terminaba en unas guías agudas, atiesadas por el cosmético y de aspecto napoleónico. Sus lentes de oro dábanle un aire autoritario, de banquero amigo del orden. Parecía satisfecho de la vida como un gorrión harto.
—¡Cómo! ¡Era necesario mandarle llamar para poder echarle la vista encima!, empezó a decir Leopoldina. —Y después de presentarle a Luisa, «su íntima amiga del colegio»—: ¿Qué ha sido de usted, que no ha aparecido?
Castro se arrellanó en un sillón, y, golpeándose las botas con la fusta se disculpó con los preparativos de la marcha…
—¿Es cierto, pues? ¿Nos deja usted?
Castro se inclinó:
—Pasado mañana. En el Orinoco.
—Entonces no han mentido los periódicos esta vez. ¿Y estará mucho tiempo fuera?
—Per omnia saecula saeculorum.
Leopoldina se asombró. ¡Dejar a Lisboa! ¡Un hombre tan estimado, que podía divertirse tanto!
—¿No es verdad? —dijo, volviéndose hacia Luisa, para sacarla de su silencio embarazoso.
—Seguramente… —murmuró ella.
Estaba sentada al borde de la silla, como asustada, dispuesta a huir. Y las miradas de Castro, insistentes a través del reflejo de los lentes, la molestaban.
Leopoldina se recostó en el sofá, y, amenazándole con el dedo levantado:
—¡Ah! ¡En esa ida a Francia debe de haber un asunto de faldas!
Él negó blandamente, con una sonrisa fatua. Pero Leopoldina no encontraba bonitas a las francesas: lo que tenían era mucho chic, mucha animación…
Castro las declaró adorables. ¡Sobre todo para divertirse! ¡Ah, las conocía bien! En fin él no hablaba como madres de familia. Pero para una cena, para un rato de cancán no había otras… Lo afirmaba convencido, pues, como los burgueses de su «corro», juzgaba a doce millones de francesas por seis prostitutas de café-concierto ¡que había pagado caro para aburrirse enormemente!
Leopoldina, para lisonjearle, ¡le llamó calavera! Él sonreía, complacido, afilándose las guías.
—Calumnias, calumnias… —murmuró.
Y Leopoldina, volviéndose hacia Luisa:
—¡Ha comprado una quinta magnífica en Burdeos, un palacio!…
—Una choza, una choza…
—Y, naturalmente, ¡dará fiestas soberbias!…
—Unos modestos tés, unos modestos tés —dijo, removiéndose en su asiento. Y ambos rieron de un modo muy afectado.
Castro se inclinó entonces hacia Luisa:
—Tuve el gusto de ver a usted, señora, haca tiempo, en la calle de Ouro…
—Creo acordarme también… —respondió ella. Y permanecieron callados.
Leopoldina tosió, sentóse más al borde del sofá, y después de sonreír:
—Pues le he mandado llamar porque tenemos una cosa que decirle.
Castro se inclinó. Su mirada no se apartaba de Luisa, la recorría con atrevimiento, la palpaba.
—Se trata de lo siguiente: iré derecha a las cosas, sin preámbulos —y tuvo otra risita—: Aquí, mi amiga, se encuentra en un gran apuro y necesitaría algo más de mil duros.
Luisa intervino, con voz casi imperceptible:
—Dos mil duros…
—Eso no importa —dijo Leopoldina con una opulenta indiferencia—. ¡Estamos hablando con un millonario! La cuestión es ésta: ¿quiere usted, amigo mío, hacer ese favor?
Castro se enderezó en la silla, despacio, y con una voz arrastrada, ambigua:
—Ciertamente, ciertamente…
Leopoldina se levanto en seguida:
—Bien. Tengo ahí, en el cuarto, esperando a la costurera. Les dejo para que hablen del asunto.
Y en la puerta de la habitación, volviéndose hacia Castro y amenazándole con el dedo, en tono muy alegre:
—Que sea pequeño el interés, ¿eh?
Y salió riendo.
Castro dijo en seguida a Luisa, inclinándose:
—Entonces, señora, yo…
—Leopoldina le ha contado la verdad, estoy en un gran apuro de dinero. Y me dirijo a usted si… Son dos mil duros… Procuraré pagárselos lo más pronto que pueda…
—¡Oh señora! —dijo Castro con un gesto generoso.
Empezó entonces a decir que comprendía perfectamente, que todo el mundo tenía sus apuros… Lamentaba no haberla conocido antes… Siempre había sentido una gran simpatía por ella… ¡Una gran simpatía!
Luisa callaba, con los ojos bajos. El fue a dejar la fusta sobre una mesita y vino a sentarse en el sofá junto a ella. Al ver su aire cohibido, le rogó que no se afligiese. ¡No valía la pena por cuestiones de dinero! Tenía el mayor placer en servir a una señora joven, tan interesante… Había hecho perfectamente en dirigirse a él. Conocía casos en que las señoras se dirigían a usureros que las explotaban, que eran indiscretos… Y mientras hablaba le cogió la mano: el contacto con aquella piel apetecida excitó su deseo brutalmente y le hizo respirar jadeante. Luisa, toda azorada, no retiró la mano, y Castro, encendido, con una verbosidad un poco ronca, ¡prometió todo, todo lo que ella quisiese!… Sus ojillos, muy abiertos, devoraban el cuello blanquísimo.
—¡Dos mil duros, lo que quiera!…
—¿Y cuándo? —dijo Luisa, muy agitada.
El notó su agitación y en la irrupción del deseo brutal:
—¡Ahora!
La asió por el talle y le disparó un beso voraz, mordiéndole casi la cara.
Luisa se levantó con un salto de muelle de acero. Pero Castro resbaló sobre la alfombra y, cayendo de rodillas, le agarró ávidamente el vestido:
—¡Le daré lo que quiera, pero siéntese! Hace años que tengo una pasión por usted. ¡Escuche!
Sus brazos subían trémulos; la envolvían y lo que rozaban de sus formas le inflamaba.
Luisa, sin hablar, rechazaba aquellas manos, retrocedía.
—¡Lo que quiera! Pero ¡óigame! —balbucía él, intentando atraerla. La brutal concupiscencia le daba una respiración de toro.
Entonces, con un tirón desesperado de sus faldas, ella se soltó y, apartándose afligida:
—¡Déjeme! ¡Déjeme!
Castro se levantó jadeante, y, con los dientes cerrados y los brazos abiertos, se precipitó hacia ella. Ante aquella lujuria bestial, Luisa, indignada, cogió instintivamente la fusta de la mesita y le azotó fuertemente la mano. El dolor, la rabia y el deseo le enfurecieron.
—¡Es usted el diablo! —rezongó, rechinando los dientes. Iba a arrojarse sobre ella. Pero Luisa entonces, alzando el brazo, trastornada por una cólera frenética, empezó a darle fustazos rápidamente en los brazos, en los hombros, muy pálida, muy seria, con una crueldad que hacía relucir sus ojos, saboreando la alegría del desquite al flagelar aquella carne adiposada.
Castro, asombrado, se defendía flojamente, con los brazos delante de la cara, retrocediendo; de repente tropezó con la mesa; la lámpara de porcelana osciló, y perdiendo el equilibrio rodó por el suelo con un ruido de loza rota y una mancha oscura de aceite se extendió por la alfombra.
—¡Ahí tiene! ¿Lo ve usted? —dijo Luisa, toda temblorosa, apretando aún convulsivamente la fusta.
Leopoldina, al estrépito, acudió corriendo desde su cuarto.
—¿Qué ha sido? ¿Qué ha sido?
—Nada, estamos bromeando —dijo Luisa.
Tiró la fusta al suelo y salió de la habitación. Castro, lívido de rabia, cogió el sombrero, y clavando una mirada terrible en Leopoldina:
—¡Muy agradecido! ¡Cuente conmigo cuando quiera!
—Pero ¿qué ha sido? ¿Qué ha sido?
—¡Hasta la vista! —rugió Castro; y recogiéndo la fusta y sacudiéndola amenazadoramente hacia el cuarto, en donde Luisa había entrado—: ¡Gran buscona! —murmuró con rencor. Y salió dando portazos.
Leopoldina, atónita, encontró a Luisa en el cuarto poniéndose el sombrero, con las manos trémulas aún y los ojos muy brillantes, satisfecha.
—Sentí una cosa y le llené la cara de latigazos.
Leopoldina estuvo un momento mirándola, petrificada.
—¿Que le pegaste?… —y de repente rompió a reír, convulsivamente—. ¡Castro el de los lentes, Castro lleno de latigazos! ¡Castro tundido a golpes! —se tiró sobre la chaise longue, revolcándose en ella, se sofocaba—. ¡Si hasta me da una punzada, Jesús! ¡Castro! ¡Venir a una casa conocida, aguantar el golpe de los dos mil duros y verse molido a fustazos!… ¡Con su propia fusta!… ¡Oh, era para estallar!…
—Lo peor ha sido la lámpara —dijo Luisa.
Leopoldina se levantó de un salto.
—¡Y el aceite derramado! ¡Ay, qué mal agüero! —corrió a la sala. Luisa la encontró ante la mancha oscura, con los brazos cruzados, como si viese, muy pálida, acercarse una serie de catástrofes—. ¡Qué mal agüero, Santo Dios!
—Echale sal en seguida.
—¿Es de buen efecto?
—Sirve para quebrar la mala suerte.
Leopoldina corrió a buscar sal, y de rodillas, espolvoreando la mancha:
—¡Ay! ¡Nuestra Señora permita que no pase nada malo! Pero ¡qué caso este, qué caso! ¿Y ahora, hija mía?
Luisa se encogió de hombros:
—¡Bien lo sé yo! ¡Sufrir!…