Capítulo X

Aquel día, hacia la una, Jorge y Luisa acababan de almorzar, como en la víspera de la partida de él. Pero ahora no pesaba la centelleante inclemencia de la calima. Los balcones estaban abiertos al grato sol de octubre. Pasaban ya en el aire ciertos frescores otoñales; había una tierna palidez en la luz; al anochecer «venían muy bien» los abrigos, y unos tonos amarillentos empezaban a envejecer las verduras.

—¡Qué bien está uno, otra vez, en su nido! —dijo Jorge, estirándose en el sillón.

Estuvo contando su viaje a Luisa. ¡Había trabajado como un negro y ganado dinero! Traía los elementos para un magnífico informe. Hizo amistades entre aquella buena gente del Alentejo. Se acabaron las insolaciones, las cabalgadas por los encinares, los cuartos en posadas; estaba allí, al fin, en su casita. Y como en la víspera de su marcha, lanzaba el humo del cigarro, atusándose con delicia el bigote, ¡porque se había cortado la barba! Luisa se quedó muy sorprendida al verle. Y él explicó, con humilde melancolía, que le había salido un furúnculo en la barbilla con el calor.

—¡Pues te sienta muy bien! —le dijo ella—, ¡te sienta muy bien!

Jorge le trajo de regalo seis platos de porcelana china, muy antiguos, con mandarines panzudos, de túnicas esmaltadas, suspendidos majestuosamente en el aire azulado, una preciosidad que descubrió en casa de unas viejas «miguelistas», en Mertola. Luisa los colocó muy decorativamente en los anaqueles del aparador, y de puntillas, con la larga cola de su bata extendida por detrás y la masa rubia de pelo abundante, un poco desordenado sobre la espalda, le pareció a Jorge más esbelta, más irresistible, y nunca su fino talle atrajo tanto sus brazos.

—La última vez que almorcé aquí, antes de marchar, era domingo, ¿te acuerdas?

—Me acuerdo —dijo Luisa sin volverse, colocando con mucha delicadeza un plato.

—Es verdad —preguntó Jorge de repente—. ¿Y tu primo? ¿Le viste? ¿Vino a verte?

El plato se la escurrió y hubo un tintineo de copas.

—Sí, vino —dijo Luisa, después de un silencio—; estuvo aquí unas cuantas veces. Siempre poco rato…

Se agachó, abrió el cajón del aparador y estuvo rebuscando entre las cucharas de plata; se levantó, por último, con una sonrisa arrebolada, sacudiéndose las manos:

—¡Colocados!

Y fue a sentarse sobre las rodillas de Jorge.

—¡Qué bien te sienta! —le dijo, retorciéndole el bigote. Lo admiraba de un modo ardiente. Cuando se arrojó en sus brazos aquella madrugada sintió que se le abría el corazón, removido deliciosamente por un amor repentino; le invadió un deseo de adorarle perpetuamente, de servirle, de apretarle en sus brazos hasta hacerle daño, de obedecerle con humildad; era una sensación múltiple, de una dulzura infinita, que la traspasó hasta las profundidades de su ser. Y pasándole un brazo por el cuello, murmuró con un ademán de adulación casi lasciva:

—¿Estás contento? ¿Te encuentras bien? ¡Di!

Nunca le había parecido tan guapo, tan bueno; su persona, después de aquella separación, le producía las admiraciones, los éxtasis de una nueva pasión.

—Es don Sebastián —entró a decir Juliana, dirigiéndose muy risueña a Jorge.

Jorge dio un salto, apartó a Luisa bruscamente y se precipitó por el corredor, gritando:

—¡A mis brazos, a mis brazos, bandido!

* * *

Pocos días después, una mañana que Jorge marchó al Ministerio, Juliana entró en el cuarto de Luisa, y, cerrando despacio la puerta, con voz muy amable:

—Deseaba hablar de una cosa a la señora…

Y empezó a decir que su cuarto de encima, en el desván, era peor que un calabozo; que no podía seguir allí. ¡El calor, el mal olor, las chinches, la falta de aire, y en invierno, la humedad, la mataban! En fin, que deseaba trasladarse abajo, al cuarto de los baúles.

El cuarto de los baúles tenía una ventana en la parte de atrás: era alto el techo y espacioso; se guardaban allí los baúles de Jorge, sus maletas, sus gabanes viejos y los venerables baúles del tiempo de su abuelo, de cuero rojizo con clavos dorados.

—¡Allí estaría como en el cielo, señora!

Y… ¿dónde iban a poner los baúles?

—Arriba, en mi cuarto —y con una risita—: Los baúles no son personas, no sufren…

Luisa dijo, un poco cohibida:

—Bueno; ya veré, hablaré con el señorito.

—Cuento con la señora.

Pero apenas aquella tarde Luisa explicó a Jorge «la pretensión de aquella desgraciada», él dio un salto:

—¿Cómo? ¿Cambiar los baúles? ¡Está loca!

Luisa entonces insistió: ¡Era el sueño de la pobre mujer desde que entró en la casa! Le enterneció. ¡No; él no se imaginaba, nadie se imaginaba, lo que era el cuarto de la infeliz! El olor apestaba, los ratones se le paseaban por el cuerpo, el techo estaba abierto, llovía dentro; había subido allí unos días antes y aquello la hizo estremecer…

—¡Santo Dios! ¡Pero si eso es lo que contaba mi abuelo de los calabozos de Almeida! ¡Trasládala, trasládala pronto, hija!… Pondré mis queridos baúles en el desván.

Cuando Juliana supo aquel favor:

—¡Ay señora, me da usted la vida! ¡Dios se lo pague! ¡Yo no tengo salud para vivir en un cuchitril de esos!

Últimamente se quejaba más; andaba muy descolorida, tenía los labios un poco morados; tenía días de una tristeza negra o de una irritabilidad morbosa; los pies nunca le entraban en calor. ¡Ah! ¡Necesitaba cuidarse mucho, cuidarse mucho!

Por eso a los pocos días vino a pedir a Luisa «que hiciera el favor de ir al cuarto de los baúles». Y allí, señalándole el suelo, viejo y carcomido:

—Esto no puede quedar así, señora; esto necesita una estera, si no, no vale la pena de trasladarse. Si yo tuviese dinero, no molestaría a la señora; pero…

—Bien, bien; yo lo arreglaré —dijo Luisa con voz paciente.

Y pagó la estera, sin decir nada a Jorge. Pero la mañana en que los estereros la clavaban, Jorge vino, asombrado, a preguntar a Luisa qué eran aquellos «rollos de estera en el corredor».

Ella se echó a reír, le puso las manos sobre los hombros:

—Fue la pobre Juliana que pidió la estera como una limosna, porque el suelo estaba podrido. Hasta la quería pagar y que yo se la descontara de su salario. Y como era una pequeñez… —y con gesto compasivo—: ¡También ellas son criaturas de Dios y no esclavas, hijo!

—¡Magnífico! ¡Y que no se retrasen los espejos y los bronces! Pero ¿qué cambio es éste, tú que no la podías ver?

—¡Pobre! —dijo Luisa—. He reconocido que era una buena mujer. Y como estaba sola, la traté más. No tenía con quién hablar y me hizo mucha compañía. Hasta cuando estuve mala…

—¿Estuviste mala? —exclamó Jorge, espantado.

—¡Oh, sólo tres días! —replicó ella. Un resfriado. Pues mira: no se apartó de mi lado ni de día ni de noche.

Luisa se quedó luego con el temor de que Jorge hablase de la enfermedad, y Juliana, desprevenida, lo negase; por eso aquella tarde, al oscurecer, la llamó al cuarto:

—He dicho al señorito que usted me había hecho mucha compañía en una enfermedad… —y su rostro enrojeció de vergüenza.

Juliana, risueña, contenta de aquella complicidad:

—¡Quedo enterada, señora! ¡Puede usted estar tranquila!

En efecto, Jorge, al otro día, después del café, volviéndose hacia Juliana, y con bondad:

—Parece que ha hecho usted buena compañía a la señora…

—¡Cumplí con mi deber! —exclamó, con la mano en el pecho.

—Bien, bien —dijo Jorge, rebuscando en el bolsillo. Y al salir del comedor le puso un duro en la mano.

—¡Estúpido! —murmuró ella.

Aquella semana empezó a quejarse a Luisa de «que la ropa y los vestidos se le arrugaban en el baúl…». ¡Se le estropeaba todo! Si ella tuviera dinero no le haría aquellas peticiones a la señora, pero… En fin, una mañana declaró terminantemente que necesitaba una cómoda.

Luisa sintió que la rabia le encendía la sangre, y sin levantar los ojos del bordado:

—¿Una media cómoda?

—Si la señora quiere hacer el favor, será mejor una cómoda entera…

—Pero si no tiene usted apenas ropa —dijo Luisa.

Empezaba a amoldarse a la humillación y regateaba ya las condescendencias.

—Tengo poca, sí, señora —replicó Juliana—; ¡pero ahora la completaré!

La cómoda fue comprada en secreto e introducida ocultamente. ¡Qué día más feliz para Juliana! ¡No se hartaba de saborear el olor de la madera nueva! ¡Pasaba la mano con el temblor de una caricia sobre el brillante pulimento!… Forró los cajones con papel de seda. ¡Empezaba a completar su ajuar!

* * *

Fueron unas semanas de amargura para Luisa. Juliana entraba en el cuarto todas las mañanas, muy cumplimentera; empezaba a arreglar aquello y, de pronto, con una voz quejumbrosa:

—¡Ay! ¡Estoy tan escasa de camisas! Si la señora me pudiese ayudar…

Luisa iba a sus cajones llenos, olorosos, y comenzaba melancólicamente a apartar las prendas más usadas. Adoraba su ropa blanca, tenía de todo por docenas, con lindas marcas y bolsitas para perfumar. ¡Y aquellas dádivas la desgarraban como mutilaciones!

Juliana, finalmente, pedía ya con sequedad, como haciendo valer un derecho:

—¡Qué bonita es esta camisa! —decía simplemente—. La señora no la quiere, ¿verdad?

—¡Llévesela, llévesela! —decía Luisa, sonriendo, por orgullo, para no mostrarse violenta.

Y todas las noches Juliana, encerrada en su cuarto, sentada en la estera, henchida de alegría, con la palmatoria sobre una silla, quitaba la marca de la ropa, haciendo desaparecer las dos iniciales de Luisa, bordando, en cambio profusamente las suyas enormes, con hilo rojo, J. C. T. ¡Juliana Couceiro Tavira!

Pero cesó, al fin, de pedir, porque como ella decía «estaba repleta de ropa blanca…».

—Si ahora quisiese la señora ayudarme con alguna cosilla para salir…

Y Luisa empezó a vestirla. Le dio un vestido rojo de seda, una chaqueta de casimir negro, con bordados en soutache. Y, temiendo que a Jorge le extrañaran aquellas liberalidades, modificaba las prendas para que él no pudiera reconocerlas; mandó teñir en marrón el vestido, y ella, con su propia mano, puso una guarnición de terciopelo a la chaqueta. ¡Ahora trabajaba para ella! ¿Cómo acabaría todo aquello, Santo Dios?

Y encima Jorge dijo un domingo, en la comida, riendo:

—¡Esta Juliana viste como una elegante! ¡Prospera a ojos vistas!

Doña Felicidad, por la noche, también lo notó:

—¡Qué chic! ¡Ni una doncella de marqueses!

—¡Pobre! Son cosas que aprovecha.

¡Prosperaba, en efecto! En su cama ponía solamente sábanas de hilo. ¡Exigió colchones nuevos, un felpudo para los pies de la cama! Las bolsitas para perfumar la ropa de Luisa iban pasando a los pliegues de sus ropas. Tenía visillos de muselina en la ventana, sostenidos con viejas cintas de seda azul, y sobre la cómoda dos jarrones dorados de Vista Alegre. Finalmente, ¡un día de fiesta, en lugar de la redecilla de hilo de seda, apareció con un chignon de pelo!…

A Juana la asombraban aquellas elegancias. Las achacaba a bondad de la señora y le dolía que la tuviesen «olvidada» a ella. Incluso un día que Juliana estrenó una sombrilla, dijo delante de Luisa, con tono de despecho:

—¡Para unas todo y para otras nada!…

Luisa replicó, riendo:

—¡Tonterías! Yo soy igual para las dos.

Pero reflexionó; Juana podía sentir desconfianzas también, haber oído algo a Juliana… Y, al otro día, para tenerla contenta y amiga, le dio dos pañuelos de seda y luego quince duros para un vestido, y de allí en adelante nunca le negó permiso para salir al anochecer a casa de su tía…

Juana fue diciendo por todas partes que «la señora era un ángel». En la calle, además, habían notado el lujo de Juliana. ¡Sabían lo del «cuarto nuevo», decían en voz baja que tenía alfombra! Pablo afirmó, indignado, que «allí indudablemente había gato encerrado». Pero Juliana, una tarde, delante de Pablo y de la estanquera, lo explicó, apaciguó las sospechas.

—¡Vaya, dicen que tengo esto y aquello! ¡No es tanto! Tengo mis comodidades. ¡Pero hay que ver también cómo me porté con la tía del señor, sin moverme de su lado ni de día ni de noche!… ¡Por mucho que hagan no me lo pagan, que eché a perder mi salud!

Así quedó justificada la prosperidad de Juliana. Era una familia agradecida, decían; ¡la trataban como a una parienta!

Y poco a poco la casa del ingeniero tuvo para la servidumbre de la vecindad la vaga seducción de un paraíso; ¡se contaba que los salarios eran enormes, que daban vino a discreción, que recibían regalos todas las semanas, que cenaban todas las noches caldo de gallina! Todos envidiaban aquel «momio». Gracias a la comadrona, la fama de la casa del ingeniero se extendió. Se forjó una leyenda.

Jorge, atónito, recibía a diario cartas de personas ofreciéndose para ayudas de cámara, para criadas de cuerpo de casa, cocineros, amas de gobierno, cocheros, porteros, pinches de cocina… Citaban las casas aristocráticas de donde salían, ¡solicitaban audiencia! Sospechando ciertas cosas, una linda doncella envió adjunta su fotografía; un cocinero trajo una carta de recomendación del director general del Ministerio.

—¡Qué cosa más rara! —decía Jorge asombrado—. ¡Se disputaban el honor de servirme! ¿Se habrán creído que me ha tocado el premio grande?

Pero no prestaba mucha atención a aquella singular actitud. Vivía por entonces muy ocupado; estaba redactando su informe. Y salía a las doce todos los días, volviendo a las seis con rollos de papeles, planos, folletos, cansado, reclamando la comida, radiante.

Un domingo por la noche contó, riendo, aquel caso. El consejero observó en seguida:

—Con el buen carácter de doña Luisa y con el suyo, Jorge, en este barrio saludable, en una casa sin escándalos sin riñas de familia, toda virtud, es natural que la servidumbre menos favorecida aspire a una situación tan agradable.

—¡Somos los amos ideales! —dijo Jorge, muy contento, dando palmaditas en el hombro a Luisa.

La casa, en efecto, hacíase «agradable». Juliana exigió que la comida fuera abundante (para tener su parte, sin sobras), y como era buena cocinera, vigilaba los fogones, probaba, enseñaba platos a Juana.

—Esta Juana es una revelación —decía Jorge—. ¡Se le ve aumentar el talento!…

Juliana, bien alojada, bien alimentada, con ropa fina sobre la piel, blandos colchones, saboreaba la vida; su carácter se suavizó con aquellas abundancias; después, bien aconsejada por la tía Victoria, hacía su trabajo con un celo minucioso y hábil. Los vestidos de Luisa eran cuidados como reliquias. ¡Nunca habían estado más brillantes las pecheras de Jorge! El sol de octubre alegraba la casa, muy aseada, de una tranquilidad de abadía. Hasta el gato engordaba.

Y, en medio de aquella prosperidad Luisa enflaquecía. ¿Hasta dónde iba a llegar la tiranía de Juliana? Era ahora su terror. ¡Y cómo la odiaba! La seguía a veces con una mirada tan intensamente rencorosa, que temía que aquella mujer se volviera de pronto, como herida por la espalda. Y la veía satisfecha, canturreando la Carta ardorada, durmiendo en colchones tan buenos como los suyos, ¡pavoneándose en su ropa, reinando en su casa! ¿Era aquello justo, cielo santo?

A veces le agitaba una rebeldía, retorcía los brazos, blasfemaba, se debatía en su infortunio como entre las mallas de una red; pero no encontrando ninguna solución, recaía en una tristeza áspera, en la que su carácter se aguaba. Seguía con satisfacción la palidez creciente de la cara de Juliana, tenía puestas sus esperanzas en el aneurisma. ¿No se le reventaría alguna vez a aquel demonio? ¡Y tenía que elogiarla delante de Jorge!

La vida le pesaba. Apenas salía él por la mañana y cerraba la puerta, sus penas, sus temores caían sobre su alma, despacio, como grandes velos espesos que descendiesen lúgubremente; no se vestía entonces hasta las cuatro o las cinco, y con la bata suelta, en chinelas, despeinada, arrastraba su aburrimiento por el cuarto. ¡Dábanle a ratos, de repente, deseos de huir, de meterse en un convento! Su sensibilidad muy exaltada la empujaba realmente a alguna resolución melodramática si no la hubiese contenido, con la fuerza de una seducción permanente, su amor a Jorge. ¡Porque le amaba ahora inmensamente! Le amaba con cuidados materiales, con ímpetus de concubina… ¡Tenía celos de todo, hasta del Ministerio, hasta del informe! Iba a interrumpirle a cada momento, a quitarle la pluma de la mano, a buscar su mirada, su voz, y los pasos de él, en el corredor, le producían el alborozo de los amores ilegítimos.

Por otra parte, la infeliz se esforzaba en cultivar aquella pasión, hallando en ella la compensación inefable de sus humillaciones. ¿Cómo apareció aquello? Porque habíale amado siempre, sin duda, ahora lo reconocía, ¡pero no tanto, no tan exclusivamente! Ni ella misma lo sabía. Se avergonzaba, incluso sintiendo vagamente en aquella violencia amorosa poca dignidad conyugal; sospechaba si aquello no era apenas un capricho. ¡Un capricho por su marido! No le parecía rigurosamente casto… ¿Qué le importaba, por lo demás? Aquello la hacía feliz, prodigiosamente feliz ¡Fuera lo que fuese, resultaba delicioso!

Al principio, la idea del otro se cernía constantemente sobre aquel amor, poniendo un gesto desdichado en cada beso, un remordimiento en cada noche. Pero poco a poco se olvidó hasta tal punto del otro, que su recuerdo, cuando reaparecía por casualidad, no prestaba otra amargura a la nueva pasión que la que puede dar un terrón de sal a las aguas de un torrente. ¡Qué feliz sería si no fuese por la infame!

* * *

¡La infame sí que era feliz! Algunas veces, sola en su cuarto, poníase a mirar alrededor con risa de avaro: desdoblaba, sacudía los vestidos de seda; colocaba las botas en fila, contemplándolas desde lejos, extasiada, e inclinada sobre los cajones abiertos de la cómoda, contaba y recontaba la ropa blanca, acariciándola con una mirada de posesión satisfecha.

—¡Como la de la mosquita muerta! —murmuraba, sofocada de alegría.

—¡Ay, estoy muy bien! —le decía a la tía Victoria.

—¡Qué duda tiene! La carta no te valió unos miles de pesetas, pero ¡mira que te ha traído un montón de regalos! Y que es un granero: una buena pieza de hilo, un buen atavío, buenos cuartos… Y encima tiene que estar muy agradecida. ¡Ordéñala, hija, ordéñala!

Pero ya había poco que ordeñar. Y, lentamente, Juliana empezó a pensar que ahora lo que debía hacer era gozar. Si tenía buenos colchones, ¿para que había de levantarse temprano? Si tenía buenos vestidos, ¿por qué no había de ir a distraerse a la calle? ¡Le tocaba aprovecharse!

Una mañana que hacía un poco más de frío se quedó en la cama hasta las nueve, con las ventanas entornadas y un buen rayo de sol en la estera. Después explicó secamente que había estado con el dolor. Dos días más tarde, Juana fue a las diez, a decir en voz baja a Luisa:

—¡Juliana sigue aún en la cama y está todo por arreglar!

Luisa se quedó aterrada. ¿Cómo? ¿Tendría que sufrir su incuria como sufría sus exigencias?

Fue al cuarto de ella.

—¿Entonces, se levanta usted a estas horas?

—Me lo ha recomendado el médico —replicó con mucha insolencia.

Y de allí en adelante Juliana se levantaba pocas veces antes de la hora de servir el almuerzo.

Luisa pidió a Juana que hiciera «el servicio por ella». ¡Era por poco tiempo; la pobre mujer andaba tan malucha!…

Y para contentar a la cocinera, le dio unos duros para ayuda de un vestido.

Juliana, después, empezó a salir sin pedir permiso. Cuando volvía tarde para la comida no se disculpaba.

Un día Luisa no pudo contenerse y le dijo, viéndola al pasar por el corredor, ponerse los guantes negros:

—¿Va usted a salir?

Y ella contestó con mucho atrevimiento:

—Ya lo ve usted. Se queda todo arreglado, todo lo que es de mi obligación.

Y salió rápidamente, taconeando. ¡Pues vaya! ¡No! ¡Era lo único que faltaba: tener que contenerse ella por causa de la mosquita muerta!

Juana empezó a refunfuñar: «Juliana se pasa la vida en la calle y yo aquí aguantando».

—Si estuviera usted enferma, nadie le diría nada —replicaba Luisa, afligida, al notar aquellas rebeldías. Y le hacía regalos. Le dio, incluso, vino y postre.

Había ahora un derroche en la casa. Aumentaban los gastos. Luisa estaba abatida. ¿Cómo acabaría todo aquello?

La dejadez de Juliana fue tornándose grave. Para salir más pronto hacía apenas lo «esencial». Era Luisa la que acababa de llenar los jarros, la que se levantaba muchas veces de la mesa durante el almuerzo, la que subía al desván la ropa sucia que quedaba tirada por los rincones…

Un día Jorge, que entró a las cuatro, vio por casualidad una cama sin hacer. Luisa se apresuró a decir que «Juliana había salido porque la mandó ella a la modista».

A los pocos días eran ya las seis y aún no había vuelto para servir la comida.

—Está en la modista… —explicó Luisa.

—Pues si Juliana está únicamente para ir a la modista, tomaremos otra criada para que sirva en casa —dijo él.

Al oír aquellas palabras secas, Luisa palideció y dos lágrimas rodaron por su rostro.

Jorge se quedó asombrado. ¿Qué era? ¿Qué tenía? Luisa no pudo contenerse y estalló en un llanto nervioso, histérico.

—¿Pero que pasa, hija mía, qué tienes? ¿Te has disgustado?…

Ella no pudo contestar, sofocada. Jorge le hizo respirar sales y la besó largamente.

Solo cuando su llanto se calmó pudo ella decir con voz sollozante:

—Me has hablado tan secamente y estoy tan nerviosa…

Él la llamó tontuela, riendo. Y le secó las lágrimas, pero se quedó preocupado. Ya entonces notó en ella ciertas tristezas, ciertos decaimientos inexplicables, una irritabilidad nerviosa… ¿Qué sería aquello?

Para que Jorge no volviese a sorprender aquellos descuidos Luisa empezó a hacer todas las mañanas el arreglo de la casa. Juliana lo notó en seguida, y muy tranquilamente decidió «dejarla cada vez más con qué entretenerse». Ahora ya no barría, después no hizo la cama y, finalmente, una mañana no tiró las aguas sucias. Luisa estuvo espiando en el comedor para que Juana no bajase y la viese, ¡y ella misma las vació! Cuando fue a lavarse las manos le corrían las lágrimas por la cara. ¡Deseó morir!… ¡A lo que había llegado!…

Doña Felicidad entró un día de repente y la sorprendió barriendo la sala.

—¡Que lo haga yo —exclamó—, que tengo una sola criada, pero tú!…

—Era que Juliana tenía tanto que planchar…

—¡Ay, no le quites trabajo, que no te lo agradece! ¡Y encima se ríe de ti! ¡No la acostumbres mal!… ¡Que se aguante, que se aguante!

Luisa sonrió y dijo:

—¡Vaya, hija, por una vez que lo hago!

* * *

Su tristeza aumentaba cada día. Se refugió entonces en el amor de Jorge como en su único consuelo. La noche le traía su desquite. Juliana dormía a aquella hora; no veía su cara horrenda; no la temía; no le era preciso elogiarla, ¡ni trabajar por ella! ¡Era ella misma, era Luisa, como antes! ¡Estaba en su alcoba, con su marido, cerrada por dentro, libre! ¡Podía vivir, reír, conversar, tener incluso apetito! ¡Y traía en efecto, algunas veces mermelada y pan a su cuarto para hacer allí una pequeña cena!

Jorge la desconocía. «De noche eres otra», decía. La llamaba ave nocturna. Ella se reía en enaguas, por el cuarto, con los brazos y el cuello al aire, el rubio pelo recogido en un moño, y gorjeaba, canturreaba, charlaba, hasta que Jorge le decía:

—¡Es más de la una, hija!

Se desnudaba entonces rápidamente y caía en sus brazos. Pero ¡qué despertar! Por clara que estuviera la mañana, todo le parecía gris. La vida le sabía mal. Se vestía despacio, a disgusto, entrando en el día como en una cárcel.

¡Había perdido, ahora, toda esperanza de libertarse! A veces sentía como un relámpago el impulso de «¡contárselo todo, todo, a Sebastián!». Pero cuando le veía, con su mirada recta, abrazar a Jorge, reír los dos, ir a fumar su pipa, a él, tan lleno de admiración por ella, parecíale más fácil salir a la calle y pedir dinero al primer hombre que encontrase que ir a Sebastián, al íntimo de Jorge, al mejor amigo de la casa y decirle: «¡Escribí una carta a un hombre y la criada me la robó». No; antes morir en aquella agonía diaria. ¡Y tener ella misma, rebajándose, que fregar las escaleras! A veces reflexionaba, pensaba: «Pero ¿qué espero yo?». No lo sabía. El azar, la muerte de Juliana… y se dejaba vivir, gozando como un favor cada día que pasaba, sintiendo vagamente, a distancia, ¡algo indefinido y tenebroso donde se hundiría!

Por aquel tiempo Jorge empezó a quejarse de que sus camisas estaban mal planchadas. Juliana, indudablemente «perdía habilidad». Un día incluso se enfadó. La llamó, y tirándola una camisa toda arrugada: «Esto no se puede llevar, está indecente». Juliana se puso lívida y clavó en Luisa una mirada centelleante, pero con los labios trémulos se disculpó: «El almidón era malo, había ido ya a cambiarlo», etc.

Sin embargo, apenas Jorge salió, fue como una exhalación al cuarto, cerró la puerta y se puso a gritar que la señora ensuciaba un «horror» de ropa, el señor un «horror» de camisas, ¡que si no la traían alguien que la ayudase no podía tener las cosas a punto!… Quien quisiera negras, que las trajese del Brasil.

—Y no estoy dispuesta a aguantar el genio de su marido, ¿entiende usted señora? Si quiere, busque alguien que me ayude.

Luisa dijo simplemente:

—Yo la ayudaré.

¡Tenía ahora una resignación muda, sombría, lo aceptaba todo!

Después, a fines de semana, hubo un gran montón de ropa. Y Juliana fue a decirle que si la señora la repasaba, ella plancharía. ¡Si no, no!

Hacía un día delicioso. Luisa pensaba salir… Se puso una bata y, sin decir una palabra, fue a buscar las planchas; Juana se quedó atónita.

—Pero entonces ¿va a planchar la señora?

—¡Hay una pila de ropa, y la pobre Juliana no puede con todo!

Se instaló en el cuarto de la plancha y estaba repasando trabajosamente la ropa blanca de Jorge, cuando Juliana, con sombrero, apareció.

—¿Va usted a salir? —exclamó Luisa.

—Venía a decírselo a la señora. No puedo dejar de salir —y se abrochaba los guantes negros.

—Pero ¿y las camisas? ¿Quién va a plancharlas?

—Yo tengo que salir —dijo la otra secamente.

—Pero, por todos los demonios, ¿quién va a planchar las camisas?

—¡Plánchelas la señora! ¡Tiene bemoles!

—¡Infame! —gritó Luisa. Tiró la plancha al suelo y salió impetuosamente.

Juliana la oyó ir sollozando por el corredor.

Se quitó entonces el sombrero y los guantes, asustada. Al cabo de un momento oyó cerrarse con violencia la puerta de la calle. Fue al cuarto y vio la bata de Luisa tirada, la sombrerera caída. ¿Adonde había ido? ¿A quejarse a la Policía? ¿A buscar al marido? ¡Con mil diablos! ¡Fue una estúpida, dejándose llevar por el genio! Arregló de prisa el cuarto y se fue a planchar, con el oído alerta, muy arrepentida. ¿Adonde demonios habría ido? ¡Debía tener cuidado! Si la impulsaba a cometer algún despropósito, ¿quién perdía? ¡Ella, que tendría que salir de la casa, dejar su cuarto, sus regalos, su situación! ¡Bruta!

* * *

Luisa salió como loca. Pasó un cupé vacío por la calle de la Escuela; se precipitó dentro y dio al cochero las señas de Leopoldina. Debía de haber vuelto de Oporto, quería verla, la necesitaba sin saber para qué… ¡Para desahogarse! ¡Para pedirle una idea, un medio de vengarse! Porque el afán de librarse de aquella tiranía era ahora menor que el deseo de vengarse de aquellas humillaciones. ¡Se le ocurrían ideas insensatas! ¡Si la envenenase! ¡Parecíale que sentiría un placer delicioso en verla retorcerse con vómitos aniquilantes, aullando agónicamente, exhalando el alma!

Subió corriendo las escaleras de casa de Leopoldina; la campanilla siguió tintineando largo rato del tirón de su mano febril.

Apenas la vio Justina, fue gritando por el pasillo:

—¡Es doña Luisa, señora, doña Luisa!

Y Leopoldina, despeinada, con una bata roja de larga cola, corrió a ella extendiendo los brazos.

—¡Eres tú! ¿Qué milagro es este? ¡Me acabo de levantar! Ven para el cuarto. Está todo desarreglado, ¡pero no importa! Bueno, ¿qué es esto, qué es esto?

Abrió las ventanas, que estaban todavía cerradas. Había un fuerte olor a vinagrillo de tocador. Justina sacó apresurada un barreño de cinc con agua jabonosa; veíanse unas toallas sucias tiradas por el suelo y sobre una consola habían quedado sobre una mesita del día anterior, los postizos de pelo, la blusa, una taza con posos de té llena de colillas. Y Leopoldina corrió el transparente, diciendo:

—¡Vamos, gracias a Dios que honra esta casa la señora marquesa!…

Pero, viendo el rostro trastornado de Luisa, sus ojos enrojecidos por las lágrimas:

—¿Qué hay? ¿Qué tienes? ¿Que ha sucedido?

—¡Un horror, Leopoldina! —exclamó, apretándose las manos.

La otra fue a cerrar la puerta rápidamente.

—¿Qué ocurre?

Pero Luisa lloraba sin responder. Leopoldina la miró petrificada.

—¡Juliana me quitó unas cartas! —dijo, por fin, entre sollozos—. ¡Quiere dos mil duros! Estoy perdida. Me está martirizando… Quiero que me digas, a ver si se te ocurre algo… Estoy como loca. Soy yo la que lo hago todo en casa… ¡Me muero, no puedo!

Y redobló en su llanto.

—¿Y tus alhajas?

—Valdrán poco más de mil duros. Y además, ¿que le iba a decir a Jorge?

Leopoldina permaneció un momento callada y mirando a su alrededor abriendo los brazos:

—¡Todo lo que tengo, hija mía, empeñado no vale dos mil pesetas!…

Luisa murmuró, enjugándose los ojos:

—¡Qué castigo el mío, Santo Dios, qué castigo!

—¿Qué dicen las cartas?

—¡Horrores!… Estaba loca… Son una mía y dos de él.

—¿De tu primo?

Luisa dijo «sí» con la cabeza lentamente.

—¿Y él?

—¡No sé! Está en Francia; no me contestó nunca.

—¡Vaya! ¿Cómo te las quitó esa mujer?

Luisa contó rápidamente la historia del sarcófago y del baúl.

—¡Pero tú también, Luisa, tirar una carta de esas! ¡Oh mujer, es horrible!

Y Leopoldina se puso a pasear por el cuarto, arrastrando la larga cola de su bata roja; sus grandes ojos negros, excitados, parecían buscar un medio, algún recurso. Murmuró:

—¡Es una cuestión de dinero!

Luisa, caída en el sofá, repitió:

—¡Es una cuestión de dinero!

Entonces Leopoldina, parándose bruscamente ante ella:

—¡Yo sé quién te daría el dinero!

—¿Quién?

—Un hombre.

Luisa se levantó, espantada:

—¿Quién?

—Castro.

—¿El de los lentes?

Luisa enrojeció:

—¡Oh Leopoldina! —murmuró. Y, después de un silencio, rápidamente—: ¿Quién te lo ha dicho?

—Yo lo sé. Se lo dijo a Mendoza. Ya sabes que son uña y carne. ¡Que te daría todo lo que le pidieses! Se lo ha dicho más de una vez.

—¡Qué horror! —exclamó Luisa, súbitamente indignada—. ¿Y me propones tú semejante cosa?…

Su mirada, bajo las cejas fruncidas, centelleaba de cólera. ¡Irse con un hombre por dinero! Se quitó el sombrero violentamente con manos trémulas, lo arrojó sobre la mesita, y paseando nerviosamente por el cuarto:

—¡Antes huir, meterse en un convento, ponerse a servir, quitar el barro de las calles!

—¡No te exaltes, criatura! ¿Quién te dice eso? Tal vez ese hombre te prestase el dinero desinteresadamente.

—¿Tú crees?…

Leopoldina no contestó, con la cabeza baja, daba vueltas a las sortijas de sus dedos.

—¿Y aunque no fuese así? —exclamó de repente—. ¡Serían mil, dos mil duros, y estabas salvada, volvías a ser feliz!

Luisa agitó los hombros, indignada de aquellas palabras, de sus propios pensamientos quizá.

—¡Es indecente! ¡Es horrible! —dijo.

Permanecieron calladas.

—¡Ah, si fuese yo!… —dijo Leopoldina.

—¿Qué harías?

—¡Escribiría a Castro que viniese con el dinero!

—¡Así eres tú! —exclamó Luisa con arrebato.

Leopoldina se puso como la grana bajo la capa de polvos. Pero Luisa le echó los brazos al cuello:

—¡Perdóname! ¡Perdóname! ¡Estoy loca, no sé lo que digo!…

Empezaron las dos a llorar, muy nerviosas.

—¡Te has enfadado! —dijo Leopoldina entre sollozos—. ¡Pero era por tu bien! Es lo que me parece mejor. Si yo pudiese, te daría dinero… Lo haría todo ¡créeme!

Y abriendo los brazos y señalando su cuerpo con sublime impudor:

—¡Dos mil duros! ¡Si yo valiese tanto dinero, lo tendría mañana!…

Llamaron a la puerta.

—¿Quién es?

—Yo —dijo una voz ronca.

—Es mi marido. El muy animal no se ha marchado aún de casa hoy. No puedo abrir. Ahora saldré.

Luisa se secó los ojos, de prisa, se puso el sombrero.

—¿Cuándo volverás? —preguntó Leopoldina.

—Cuando pueda; si no, te escribiré. Luisa la cogió del brazo:

—Y de esto ni una palabra.

—¡Loca!

* * *

Salió. Fue subiendo, despacio, hasta la explanada de San Roque. La puerta de la iglesia de la Misericordia estaba abierta, con su ancho repostero rojo, en que estaban los escudos bordados y que el viento agitaba blandamente.

Sintió deseo de entrar. No sabía para qué; pero le pareció que, después de la excitación apasionada con que había vibrado, el fresco silencio de la iglesia la calmaría. Y, además, ¡sentíase tan desgraciada que se acordó de Dios! Necesitaba algo superior y fuerte en que ampararse. Fue a arrodillarse al pie de un altar, se persignó, rezó el Padrenuestro y después la Salve. Pero aquellas oraciones, que recitaba de pequeña, no la consolaron; sentía que eran sonidos inertes, que se clavaban tanto hacia el camino del cielo como su propia respiración; no las comprendía bien ni se aplicaban a su caso. Dios no podía nunca saber por aquellas oraciones lo que ella pedía, postrada allí en la aflicción. Quería hablar a Dios, abrirle su pecho por completo, pero ¿con qué lenguaje? ¡Con palabras triviales, como si hablase a Leopoldina! ¿Irían sus confidencias tan lejos que le llegasen? ¿Estaría tan cerca que la oyera? Y permaneció arrodillada, con los brazos sin fuerza y las manos cruzadas en el regazo, mirando los cirios tristes, los bordados descoloridos del frontal, ¡la carita sonrosada y redonda de un Niño Jesús!

Se perdió lentamente en una preocupación, que ella no dominaba, que se formaba y se movía en su cerebro con la fluctuación de un humo que se eleva. Pensaba en la época tan lejana en que por melancolía y por sentimentalismo frecuentó más las iglesias. Vivía aún por entonces su madre, y ella, con el corazón destrozado cuando el otro, Basilio, la escribió rompiendo, intentó disipar su tristeza en los consuelos de la devoción. Una amiga suya, Juana Silveira, marchó por entonces a profesar a Francia, y ella, a veces, pensó en irse también, ser Hermana de la Caridad. ¡Buscar a los heridos en los campos de batalla o vivir en la paz de una celda mística! ¡Qué diferente hubiera sido su vida de la de ahora, agitada de cólera y tan cargada de pecado!… ¿Dónde estaría?

Lejos, en algún monasterio antiguo, entre oscuras arboledas, en un valle solitario y contemplativo; en Escocia, tal vez, país que ella había amado siempre desde sus lecturas de Walter Scott. Podía ser en las tierras verdinegras de Lammermoor o de Glencoe, en alguna vieja abadía sajona. Alrededor, los montes cubiertos de abetos, esfumados entre las brumas, aislan aquellos retiros en una paz fúnebre; en un cielo triste, las nubes pasan despacio, con recogimiento. Ningún sonido alegre rompe la tierna melancolía de las cosas; bandadas de cuervos rasgan el aire de la tarde en un vuelo triangular. Allí viviría, entre las monjas de alta estatura y mirada céltica, hijas de duques normandos o de lores clanes convertidos al rito de Roma. Tendría libros apacibles y llenos de cosas del cielo. Sentada ante la estrecha ventana de su celda vería pasar, entre la maleza, las altas patas de los venados, o escucharía, en las tardes neblinosas, el son lejano de las bagpipe, que va tocando tristemente el pastor, que llega a los valles de Calendar. ¡Y todo el aire se llenaría del murmullo lloroso y goteante de los manantiales, que caen, de roca en roca, por entre los musgos oscuros!

O si no, pasaría una existencia más cómoda en el apacible convento de una buena provincia portuguesa. Allí los techos son bajos; las paredes, encaladas, brillaban al sol, con sus rejas devotas; las campanas repican en el fresco aire azul; alrededor, en los olivares, que suministran aceite para el convento, unas mozas varean la aceituna, cantando; en el patio, solado con unas piedras menudas, las muías y el arriero se espantan las moscas y golpean el suelo con las herraduras; unas comadres cuchichean junto a la rueda; un carro rechina por la carretera, polvorienta y blanca; cacarean los gallos, resaltando al sol, y las monjas, gordiflonas, de ojos negros, charlan en las frescas galerías.

Allí viviría, engordando, sintiendo un leve sopor a la hora del coro, bebiendo copitas de licor de rosa en el cuarto de la madre contadora, copiando recetas de dulces con una letra grande; moriría vieja, oyendo las golondrinas chillar ante su reja; y el señor obispo, en su visita, con la toma de rapé en los blancos dedos, escucharía, sonriendo, extasiado, de labios de la madre abadesa, el relato edificante de su santa muerte…

Un sacristán, que pasaba, escupió con fuerza, y como una bandada de pájaros que enmudecen ante un ruido brusco, todos sus sueños se disiparon. Suspiró, y, levantándose despacio, se encaminó a su casa, tristemente.

Fue Juliana quien salió a abrirla. E inmediatamente, en el corredor, con voz baja y suplicante:

—¡Perdóneme, por lo que más quiera, la señora! ¡Estaba loca! Tenía la cabeza trastornada, no había dormido nada en toda la noche. Me quedé tan apenada…

Luisa entró en la sala, sin responder. Sebastián, que venía a comer, tocaba la serenata del Don Juan, y, apenas apareció ella:

—¿De dónde viene tan pálida?

—Debilidad, Sebastián; vengo de la iglesia…

Jorge entró de su despacho con unos papeles en la mano:

—¡De la iglesia! —exclamó—. ¡Qué horror!