Capítulo IX

Juliana había vuelto a casa de Luisa siguiendo los consejos de la tía Victoria…

—Mira, hija —le dijo—, ¡no hay que negarlo, el pájaro se nos escapó! ¡Ya puedes suspirar, que el dinero en grande se fue! ¡Quién podía imaginar que el hombre iba a levantar el vuelo! ¡No hay modo de entenderlo! Porque de ella no puedes esperar ni una perra.

—Me daré el gusto de mandar las cartas al marido, tía Victoria.

La vieja se encogió de hombros.

—No ganarás nada con eso. Con que ellos se separen, con que la rompa un hueso o la meta en un convento, tú no sacas nada. Y si se arreglan, te quedarás chupándote un dedo y no tendrás siquiera el consuelo de armar cizaña. Y esto en el mejor de los casos, porque encima puedes quedarte poniéndote paños con vinagre si mandan que te den una tanda de palos.

Y viendo el gesto espantado de Juliana:

—No sería el primer caso, hija; no sería el primero. ¡Mira que en Lisboa pasan muchas cosas y no todas vienen en los periódicos!

Realmente, ella lo que tenía que hacer era volver a la casa. Porque, en fin ¿qué quedaba de todo aquello? El miedo de doña Luisa: éste era el que la removía por dentro, y de éste había que sacar provecho…

—Tú vuelves allí —le dijo—, en espera de que ella cumpla lo que prometió. Si te da el dinero, bien… Y si no, tenia, en todo caso, en la mano. Estás dentro de la plaza, sabes lo que allí pasa y puedes apandar algo…

Pero Juliana vacilaba. Era difícil vivir bajo el mismo techo sin que se armase un jaleo por un quítame allá esas pajas.

—No te dice una palabra; ya lo verás.

—Hasta tengo miedo.

—¿De qué? —exclamó la tía Victoria—. Ella no era mujer capaz de envenenarla, ¿verdad? ¿Entonces? El que no se arriesga no pasa la mar. Esto, si tú quieres —añadió—, pues si no, procura colocarte en otro sitio y tira las cartas al fondo del baúl. ¡Qué diablo! Tú verás; si no te conviene, te marchas, y en paz…

Juliana decidió ir «a ver». Y reconoció en seguida que «aquella ladina de la tía Victoria tenía la razón por carretadas».

Luisa, en efecto, pareció resignarse. Sebastián habíase marchado a Almada otra vez. Pero como estaba decidida apenas él volviese a ir a su casa una mañana, arrojarse a sus pies y contárselo todo, todo, aguantaba a Juliana pensando: «¡Son unos días tan sólo!». Por eso no le dijo una palabra. ¿Para qué? Lo que tenía que hacer era pagarla, y, después, echarla, ¿no era cierto? Mientras no lo pudiese hacer, había que callarse y aguantar. Hasta que Sebastián regresase…

Entre tanto, evitaba el verla. No la llamaba nunca. No salía de su alcoba por la mañana sin haberla oído fuera, en el cuarto, llenar el baño, cepillar y sacudir los vestidos. Iba al comedor con un libro y, en los intervalos, no levantaba los ojos de las páginas. Y durante todo el día se quedaba en su cuarto con la puerta cerrada, leyendo, cosiendo, pensando en Jorge y algunas veces también en Basilio con odio, deseando que volviera Sebastián, preparando su historia.

Una mañana, Juliana encontró a Luisa en el corredor llevando a su cuarto el balde lleno de agua.

—¡Oh, señora! ¿Por qué no llamó? —exclamó casi escandalizada.

—No me cuesta trabajo… —dijo Luisa.

Pero Juliana la siguió hasta el cuarto y, cerrando la puerta:

—¡Oh señora! —dijo muy ofendida—. ¡Esto no puede continuar así! ¡Vamos! ¡La señora parece que me tiene miedo! Yo he vuelto para hacer mi trabajo como antes… Verdad es, naturalmente, que sigo esperando que la señora cumpla lo que prometió… Pues yo las cartas no las doy sin tener seguro el pan de mi vejez. Pero lo que pasó fue un arrebato del genio y ya pedí perdón a la señora. Quiero hacer mi trabajo… Ahora, si la señora no quiere, entonces me marcho —y añadió con voz agria—: ¡Tal vez sea peor para todos!

Luisa, muy trastornada, balbució:

—Pero…

—No, señora —cortó Juliana severamente—; aquí la criada soy yo.

Y salió muy tiesa. Tanta osadía aterró a Luisa. ¡Aquella ladrona era capaz de todo! Entonces, para no irritarla, empezó, de allí en adelante, a llamarla, a decir: «Traiga esto, traiga aquello», sin mirarla.

Pero Juliana se mostraba tan servicial, era tan callada, que Luisa, poco a poco, día tras día, con su carácter mudable, inconstante, lleno de aquel dejarse llevar, empezó a perder el sentimiento punzante de aquella dificultad. Y al cabo de tres semanas «las cosas habían vuelto a entrar en caja», como decía Juliana.

Luisa la llamaba ya a gritos desde el cuarto, la mandaba a recados fuera; llegaba a tener con ella trozos de conversación:

—Hace un calor de muerte… Se retrasa la lavandera…

Un día Juliana arriesgó esta frase más íntima:

—Encontré a la criada de doña Leopoldina.

Luisa pregunto:

—¿Sigue aún en Oporto?

—Aún se quedará allí un mes, señora…

Por lo demás la casa tenía un aspecto muy tranquilo. Y Luisa, después de tantas agitaciones, se entregaba gozosa a la satisfacción de aquel descanso. Iba algunas veces a ver a doña Felicidad, que ya se levantaba, a la Encarnación. Y seguía esperando a Sebastián, pero sin impaciencia, casi contenta de ver aplazado el momento terrible de decirle: «¡Escribí a un hombre, Sebastián!».

Así fueron pasando los días; estaban a fines de septiembre.

Una tarde Luisa permaneció más tiempo en el balcón del comedor; dejó caer el libro en el regazo y miró, sonriendo, una bandada de palomas que habían venido de alguna huerta vecina a posarse sobre el muro del solar. Pensó vagamente en Basilio, en el Paraíso… Oyó pasos; era Juliana.

—¿Quién es?

La mujer cerró la puerta, y acercándose a ella en voz baja:

—¿Entonces la señora no ha resuelto nada aún?

Luisa sintió como un golpe en el estómago.

—Aún no he podido arreglar nada.

Juliana estuvo un momento mirando al suelo.

—Bien… —murmuró, al fin.

Y Luisa la oyó decir alto, en el comedor:

—¡Cuando el señor vuelva se ajustarán las cuentas de esto!

* * *

¡Cuando Jorge volviese! Inmediatamente, en su espíritu, que se había ido serenando poco a poco, todos los sustos, las angustias se removieron de nuevo ante aquella amenaza, como una ráfaga repentina pone en conmoción una arboleda. ¡Tenía, pues, que hacer algo antes de que él llegase! Precisamente, Jorge le había escrito que «no se retrasaría ya, que la avisaría telegráficamente…». Deseaba ella ahora que le mandasen en el Ministerio hacer un viaje más lejos, por España o África; ¡que alguna catástrofe, sin hacerle daño, le detuviese unos meses!…

¿Qué haría él si se enteraba? ¿La mataría? Recordaba sus serias palabras aquella noche cuando Ernestito contó el final de su drama… ¿La metería en un coche y la llevaría a un convento? Y veía la gran puerta cerrarse con un ruido fúnebre de cerrojos y unos ojos lúgubres examinarla curiosamente…

Su terror irreflexivo le hizo incluso perder la idea clara de su marido: imaginábase otro Jorge, sanguinario y vindicativo, olvidando su carácter bondadoso, tan poco melodramático. Un día fue al despacho, cogió la caja de las pistolas, la guardó en un baúl de ropa vieja ¡y escondió la llave!…

Una idea la sostenía: ¡la de que apenas volviera Sebastián de Almada estaría salvada! A pesar de aquella agonía muda de todos los momentos, temía casi saber que él hubiese llegado; ¡hasta tal punto la confesión de la verdad se le antojaba una agonía mayor! Por aquel tiempo le vino a la mente una idea: escribir a Basilio. El terror permanente ablandó su orgullo, como la lenta infiltración del agua traspasa un muro. Y todos los días empezó a encontrar una razón, una más, para dirigirse a aquel «infame»: había sido su amante, conocía ya todo el incidente de las cartas, era su único pariente… ¡Así no tendría que «decírselo» a Sebastián! Algunas veces pensó ya que no haber aceptado el dinero de Basilio ¡fue una «fanfarronada bien necia»! Un día, por fin, le escribió. Fue una carta larga, un poco confusa, en la que le pedía dos mil duros. La echó ella misma en Correos, llenándola de sellos.

Aquella tarde, casualmente, Sebastián, que había vuelto de Almada, vino a verla. Le recibió con alegría, feliz de no tener que contárselo… Habló del regreso de Jorge; aludió incluso al primo Basilio, a «la poca vergüenza de la vecindad».

—No —dijo—; es lo primero que voy a contarle a Jorge.

¡Porque ahora se consideraba salvada! Y todos los días seguía la carta con la imaginación en su trayecto hacia Francia, ¡como si su propia vida fuese dentro de aquel sobre, entregado al azar de los trenes y a la confusión de los viajes! ¡Un cartero corría a entregarla en la calle de Sain-Florentin. Basilio la abría tembloroso, llenaba un sobre de billetes, que cubría de besos, y aquel sobre, trayendo su salvación y su sosiego, comenzaba a viajar hacia abajo, por Francia y por Navarra, resoplando como un monstruo y presuroso como un correo de a pie.

El día en que calculó que debía llegar respuesta se levantó más temprano, agitada, con el oído pegado a la puerta, esperando el campanillazo del cartero. ¡Veíase ya echando a Juliana, sollozando de alegría! Pero a las diez y media empezó a ponerse nerviosa; a las once llamó a Juana para «que fuese a ver si había pasado el cartero».

—Dicen que sí, señora, que ya ha pasado.

—¡Canalla! —murmuró ella, pensando en Basilio.

¡Tal vez no había contestado en el mismo día! Esperó aún, aunque desconsolada y ya sin fe. ¡Nada! ¡Ni a la otra mañana, ni a las siguientes! ¡Qué infame!

Se le ocurrió entonces la idea de la lotería, porque, insensiblemente, la esperanza se le hizo necesaria. La primera vez que salió a la calle compró unos décimos. A pesar de no ser religiosa ni supersticiosa, los puso debajo de la peana de un San Vicente de Paúl que tenía sobre la cómoda, en la alcoba. ¡No se perdía nada con ello! Los examinaba todos los días, sumaba los guarismos para ver si daban nueve, que no significaba nada, o un número par, ¡que era de buena suerte! Y a causa de aquel contacto diario con la imagen del santo, que la obligaba sin duda a pensar en la protección inesperada del cielo, ¡hizo una promesa de cincuenta misas si salían premiados los décimos!

No salieron premiados y, entonces, perdió toda esperanza: se abandonó a una inacción en la que sentía casi una voluptuosidad, pasando los días sin vestirse, deseando morir, devorando en los periódicos todos los casos de suicidios, de quiebras, de desgracias, consolándose con la idea de que no sólo ella sufría, de que la vida alrededor, en la ciudad, hervía de aflicciones.

A veces, de repente, sentía una punzada de miedo. Decidíase entonces de nuevo a «franquearse» con Sebastián; después pensaba que era mejor escribirle, pero no encontraba las palabras, no conseguía forjar una historia racional. Sentíase acobardada, y recaía en su inercia, pensando: «Mañana, mañana…».

Cuando, sola en su cuarto, se acercaba por casualidad al balcón, poníase a imaginar ¡«lo que diría la vecindad» cuando lo supiese! ¿La condenarían? ¿La compadecerían? ¿Dirían «qué desvergonzada»? ¿O «qué desgraciada»? ¡Y seguía, desde detrás de los cristales, con ojos casi aterrados, los paseos de Pablo por la calle, el obeso balanceo de la carbonera, las caras de las Acevedos detrás de las colgaduras de su casa! ¡Cómo gritarían todos ellos: «¡Ya lo decíamos nosotros! ¡Ya lo decíamos nosotros!». ¡Qué desdicha! O, también, veía de repente a Jorge, terrible, fuera de sí, con las cartas en la mano, y se encogía como si estuviese ya bajo la cólera de sus puños cerrados.

Pero lo que más la torturaba era la tranquilidad de Juliana, limpiando, canturreando, sirviéndole la comida en la mesa con el delantal blanco. ¿Cuál era su propósito? ¿Qué preparaba? Algunas veces le recorría una oleada de rabia. ¡Si fuese ella fuerte o valiente se arrojaría, sin duda, a su cuello para estrangularla y arrancarle la carta! ¡Pero ella, la pobre, era «una mosquita muerta»!

Precisamente una de aquellas mañanas Juliana entró en el cuarto con el vestido de seda negro al brazo.

Lo extendió sobre la causeuse, y enseñó a Luisa, en la falda, junto al último volante, un ancho desgarrón que parecía hecho con un clavo; lo traía para saber si la señora quería mandarlo a la modista.

¡Luisa se acordaba muy bien de que lo rompió una mañana en el Paraíso, jugueteando con Basilio!

—Esto es fácil de arreglar —dijo Juliana, pasando suavemente la mano abierta sobre la seda, con la lentitud de una caricia.

Luisa lo examinaba, vacilante:

—Tampoco está ya nuevo… Mire, quédeselo para usted.

Juliana se estremeció, poniéndose muy colorada:

—¡Oh, señora! —exclamó—. ¡Muy agradecida! Es un valioso regalo. ¡Muchas gracias, señora! Realmente… —y se alteró su voz.

Lo cogió en sus brazos con todo cuidado, y corrió en seguida a la cocina. Y Luisa, que la siguió cautelosamente, la oyó decir toda excitada:

—Es un regalo soberbio, de lo mejor. ¡Está nuevo! ¡Una seda de primera! —hizo arrastrar la cola por el suelo, con suave frufrú. Siempre lo había ansiado y ahora lo tenía; era suyo—. ¡Es muy buena la señora, Juana, es un ángel!

Luisa volvió al cuarto, toda alborozada; era como una persona perdida de noche en un descampado ¡que ve, de repente, a lo lejos, brillar una luz tras unos cristales! ¡Estaba salvada! ¡Había que hacerle regalos, que llenarle de cosas! Comenzó a pensar en seguida en qué más la podría ir dando, poco a poco; ¡el vestido rojo, ropa interior, la bata vieja, una pulsera!

* * *

Dos días después —era un domingo— recibió ella un telegrama de Jorge:

«Saldré mañana Carregado. Llegaré tren Oporto seis mañana».

¡Qué sobresalto! ¡Volvía, al fin!

Era joven, era amorosa, y en el primer momento todos los sustos, las inquietudes, desaparecieron bajo una sensación de amor y de deseo, que la inundó ¡Vendría de madrugada, la encontraría acostada! ¡Y pensaba ya en la delicia de su primer beso!…

Fue a mirarse al espejo; estaba un poco delgada, con la cara tal vez un poco cansada… ¡Y la imagen de Jorge se le apareció entonces con toda nitidez, pero tostada por el sol, con sus ojos tiernos y su pelo tan rizoso! ¡Qué cosa más extraña! Nunca había ansiado tanto verle. Fue en seguida a ocuparse de él. ¿Estaría bien arreglado el despacho? ¡Querría un baño tibio, sería necesario calentar agua en la tina grande!… E iba y venía, canturreando, con un brillo exaltado en los ojos.

Pero la voz de Juliana, que sonó de repente en el corredor, la hizo estremecer. ¿Qué haría aquella mujer? ¡Al menos, que la dejase, aquellos primeros días, gozar de la vuelta de Jorge tranquilamente!… Con una súbita audacia, llamó.

Juliana entró con el vestido de seda nuevo, moviéndose con cuidado:

—¿Quiere algo la señora?

—El señor vuelve mañana… —dijo Luisa.

Y se detuvo. El corazón latíale con violencia.

—¡Ah! —exclamó Juliana—. Bien, señora.

Y fue a salir.

—¡Juliana! —dijo Luisa con voz alterada.

La otra se volvió, sorprendida. Y Luisa, juntando las manos con un movimiento suplicante:

—Mire usted, al menos en estos primeros días… ¡Yo lo arreglaré, esté segura!…

Juliana replicó inmediatamente:

—¡Oh, señora! Yo no quiero dar disgustos a nadie. Lo que quiero es un bocado de pan para la vejez. De mi boca no saldrá perjuicio para nadie. Lo único que pido a la señora es que si tiene voluntad y me quiere ir ayudando…

—Eso sí… Lo que usted quiera…

—Pero puede estar segura de que esta boca… —y se cerró los labios con los dedos.

¡Qué alegría para Luisa! ¡Tenía por delante unos días, unas semanas, sin tormentos, al fin, con su Jorge! Entonces se entregó toda a la deliciosa impaciencia de verle. Era singular, ¡pero le pareció que le amaba más!… Después pensaría, vería, haría otros regalos a Juliana, podría ir preparando poco a poco a Sebastián… Sentíase casi feliz.

A la tarde, Juliana vino a decirla muy risueña:

—Juana ha salido; hoy era su día, pero yo tengo precisión de salir también… Si a la señora no le importa quedarse sola…

—¡No! Me quedaré. ¿Por qué no? Salga, salga.

Y al poco rato oyó su taconeo en el corredor y cerrar con ruido la cancela.

Entonces, de repente, le deslumbró una ocurrencia, como si fuera la fulguración de un relámpago. ¡Ir al cuarto de ella, rebuscar en su baúl, robarle las cartas!

La vio, desde el balcón, doblar la esquina. Subió en seguida al desván, despacio, escuchando, con el corazón sobresaltado. La puerta del cuarto de Juliana estaba abierta; venía de allí un olor a moho y a ropa sucia que la dio náuseas; por el postigo entraba una luz triste, de tarde nublada: ¡debajo, arrimado a la pared, estaba el baúl! ¡Pero estaría cerrado, seguramente! Bajó corriendo, fue a buscar su manojo de llaves. Sintió una gran vergüenza, pero ¿y si encontraba las cartas? Aquella esperanza le daba todas las osadías, como un vino muy fuerte. Empezó a probar las llaves; ¡le temblaba la mano! ¡De repente, la lengüeta cedió con un ruidito seco! Levantó la tapa: ¡allí estaban tal vez! Y entonces, con cautela, muy femeninamente, empezó a sacar las cosas una por una, colocándolas encima del colchón: el vestido de lana; un abanico con figuras doradas envuelto en papel de seda, cintas viejas, rojas y azules, planchadas; un alfiletero de raso color rosa con un corazón bordado en realce, dos frasquitos de perfume, intactos, que tenían pegados al cristal ramitos de rosas de papel recortado; tres pares de botas, envueltas en periódicos; la ropa blanca, de la que se desprendía un olor a madera y a hojas de manzana camuesa. Entre dos camisas había un fajo de cartas atadas con bramante… ¡Ninguna era de ella! ¡Ni de Basilio! ¡Eran de una letra de gente pueblerina, ininteligible y amarillenta! ¡Qué rabia! ¡Y se quedó mirando el baúl vacío, en pie, con los brazos tristemente caídos! De repente, pasó una sombra por delante del postigo. Se estremeció aterrada. Era un gato, que con pisadas leves vagabundeaba por el tejado. Volvió a colocarlo todo con los mismos dobleces, cerró el baúl, fue a salir, pero se acordó entonces de ir a buscar en el cajón de su mesilla y debajo del cuadrante. ¡Nada! Se impacientó entonces; no quería irse sin haber agotado toda esperanza; apartó la ropa, registró la paja ablandada del jergón, sacudió las botas viejas, escudriñó los rincones… ¡Nada! ¡Nada!

Súbitamente, repiqueteó la campanilla. Bajó corriendo. ¡Qué sorpresa! Era doña Felicidad.

—¡Eres tú! ¿Cómo estás? Entra.

Estaba mejor, le fue contando en seguida por el corredor. Había salido la víspera de la Encarnación; el pie le dolía aún, a veces. ¡Pero gracias a Dios estaba fuera de peligro! ¡Que se lo agradeciese, era su primera visita!

Entraron en el cuarto. Oscurecía. Luisa encendió las velas.

—¿Y tú, cómo me encuentras? —preguntó doña Felicidad poniéndose delante de ella.

—Un poquito más pálida.

¡Ay! ¡Había sufrido mucho! Se alzó la falda, y enseñando el pie calzado con un zapato ancho, obligó a Luisa a que lo palpase… Le quedaba un consuelo: ¡que todo Lisboa la había ido a ver! ¡Gracias a Dios! ¡Todo Lisboa, lo mejor de Lisboa!

—¡Y tú —añadió— no has aparecido esta semana!… Pues te han despellejado…

—No he podido hija. Jorge llega mañana, ¿no lo sabías?

—¡Ah, el muy tunante! ¡Vamos! ¡Ese corazoncito está brincando! —y le secreteó al oído.

Rieron largamente.

—Pues yo —prosiguió doña Felicidad, sentándose— arreglé hoy mi salida. Encontré esta mañana al consejero, que me dijo que vendría aquí. ¡Le encontré en Los Mártires! ¡Mira que ha sido suerte, al primer día de salida! —y un poco desfallecida—: ¡Oye! Yo tomaría una cucharadita de dulce…

* * *

Fue Luisa la que abrió la puerta al consejero y a Julián, que se habían encontrado en la escalera, y les dijo, riendo:

—¡Hoy soy yo el portero!

Doña Felicidad, en la sala, para disimular la conmoción que le produjo la visión amada de la persona de Acacio, empezó con gran volubilidad a censurarla «por dejar salir, el mismo día a las dos criadas…».

—¿Y si te sientes mal, hija, si te da algo?

Luisa se echó a reir. No era propensa a indisposiciones… Pero la encontraban algo decaída. Y el consejero le preguntó con interés:

—¿Ha vuelto usted a sufrir de los dientes, señora?

—¿De los dientes? ¡Era la primera vez que oía semejante cosa! —exclamó doña Felicidad.

Julián declaró que rara vez había visto una dentadura tan perfecta. El consejero se apresuró a citar:

en labios de coral perlas tan finas

Y añadió:

—¡Es verdad! ¡Pero la última vez que tuve el honor de estar con doña Luisa se vio tan repentinamente atacada de un dolor de muelas que tuvo que ir corriendo a que se la empastase Vitry!

Luisa se puso muy encarnada. Por fortuna, sonó la campanilla. Debía de ser Juana. Fue a abrir…

—¡Es verdad! —continuó el consejero—. Habíamos dado una vuelta deliciosa, cuando de pronto doña Luisa palideció y, al parecer, el dolor fue tan grande, que se precipitó hacia la escalera del dentista como loca.

A propósito de dolores, doña Felicidad, ansiosa de interesar y de conmover al consejero, comenzó la historia de su pie. Contó la caída, lo milagroso de no haberse matado, las visitas asiduas de condesas y vizcondesas, el susto en toda la Encarnación, los cuidados del buen doctor Camiña…

—¡Ay! ¡He sufrido mucho! —suspiró con los ojos fijos en el consejero, para provocar una palabra de simpatía.

Acacio dijo entonces con autoridad:

—Es siempre un error bajar una escalera empinada sin buscar el apoyo de la barandilla.

—¡Pude matarme! —exclamó ella. Y volviéndose hacia Julián—: ¿No es verdad?

—En este mundo se muere por cualquier cosa —dijo él, hundido en su sillón fumando voluptuosamente.

Él mismo había estado a punto, aquella tarde, de ser atropellado por un tranvía. Reservó el domingo para descansar y dio un gran paseo por las afueras…

—Hace más de un mes vivo en mi cubículo como un fraile benedictino en la biblioteca de su convento —añadió, riendo, y dejó caer, complacido, la ceniza de su cigarro sobre la alfombra.

El consejero quiso conocer entonces el tema de la tesis; muy del momento, seguramente.

Y apenas Julián le dijo: «Sobre fisiología, señor consejero», Acacio observó en seguida con voz profunda:

—¡Ah, sobre fisiología! ¡Será entonces de gran magnitud! Y se presta más al estilo ameno.

Se quejó él también de estar abrumado, bajo el peso de sus trabajos literarios…

—¡Esperamos, eso, sí, señor Zuzarte, que no serán infructuosas nuestras vigilias!

—¡Las suyas, señor consejero, las suyas! —y con interés—: ¿Cuándo nos dará a conocer su trabajo? ¡Hay impaciencia por leerlo!

—Hay cierta impaciencia —corroboró el consejero con gran seriedad—. Hace días me hacía el honor de decirme el señor ministro de Justicia (ese vigorosísimo talento), decíame, repito, hace días, o mejor aún, me hizo el honor de decirme: «¡Dénos pronto su libro, Acacio; estamos necesitados de luz, de mucha luz». Así me dijo. Yo me incliné, naturalmente, y respondí: «Señor ministro, ¡no seré yo quien se la niegue a mi país cuando mi país la necesite!».

—¡Muy bien, muy bien, consejero!

—Y les diré —añadió—, aquí, en familia, ¡que nuestro ministro de la Gobernación me dejó entrever en un futuro nada remoto la encomienda de Santiago!

—¡Ya se la debían de haber dado, consejero! —exclamó Julián, chanceándose—. Pero en este desdichado país… ¡Ya debía usted tenerla sobre el pecho, consejero!

—¡Hace mucho tiempo! —exclamó con ímpetu doña Felicidad.

—¡Muchas gracias, muchas gracias! —balbució el consejero, arrebolado. Y en la expansión de su júbilo ofreció con una familiaridad agradecida su caja de rapé a Julián.

—Lo tomaré para estornudar —dijo éste.

Sentíase aquella tarde en benévola disposición; el trabajo y las elevadas esperanzas que éste le daba habían disipado, sin duda, su amargura; parecía, incluso, haber olvidado su humillación cuando se encontró allí, en aquella sala, al primo Basilio, pues apenas entró Luisa le preguntó por él.

—Marchó a París, ¿no lo sabían? ¡Hace ya tiempo!

Doña Felicidad y el consejero hicieron en seguida el elogio de Basilio. Había ido a dejar tarjeta en casa de ambos, lo cual encantó a doña Felicidad Y enorgulleció al consejero.

—¡Es un verdadero noble! —declaró ella.

Y Acacio afirmó autoritario:

—Y con una voz de barítono digno de la Ópera.

—¡Es muy elegante! —dijo doña Felicidad.

—¡Un gentleman! —resumió el consejero.

Julián, callado, movía la pierna. Ahora, ante aquellos elogios, renacía su despecho. Recordaba la sequedad constante de Luisa aquella mañana, las poses del otro. No resistió a la tentación de decir:

—Un poco recargado de alhajas y de bordados en los calcetines. Es, según creo, moda en el Brasil…

Luisa se puso encarnada; le odió. Y sintió una vaga nostalgia de Basilio.

Doña Felicidad preguntó entonces por Sebastián, que no le había visto hacia un siglo. Y lo sentía, porque era una persona que la daba salud solo con verla.

—Es un alma grande —dijo con énfasis el consejero. Le reprochaba un poco, si acaso, el que no se ocupase ni se hiciese útil a su país—. Porque, en fin —declaró—, el piano es una bonita habilidad, pero no da una posición en sociedad.

Citó entonces a Ernestito, que, aun entregado al arte dramático, era además —y su voz se tornó grave—, según todas las noticias, un excelente funcionario de Aduanas…

—¿Qué hacía ahora Ernestito? —preguntaron.

Julián se lo había encontrado. Le dijo que Honor y pasión iba a estrenarse de allí a dos semanas. Ya se estaban tirando los carteles. ¡Y en la calle de los Condes le conocían solamente por el Dumas hijo portugués! Y el pobre muchacho se cree realmente un Dumas hijo.

—No conozco a ese autor —dijo con gravedad el consejero—, aunque me parece, por el nombre, que es hijo del escritor que se hizo famoso con sus Tres mosqueteros y otras obras de imaginación… Pero, además, ¡nuestro Ledesma es un exquisito cultivador del arte de los Corneilles! ¿No le parece, doña Luisa?

—Sí —dijo ella con una vaga sonrisa.

Parecía preocupada. Fue ya dos veces a ver la hora en el reloj de su cuarto. ¡Eran casi las diez y Juliana no había vuelto! ¿Quién iba a servir el té? Ella misma fue a colocar las tazas en la bandeja, a llenar el palillero. Cuando volvió a la sala notó un silencio aburrido…

—¿Quieren que toque? —preguntó.

Pero doña Felicidad, que examinaba, al lado de Julián, los grabados de La Divina Comedia, ilustrados por Gustavo Doré, que aquél hojeaba con el tomo sobre las rodillas, exclamó de repente:

—¡Ay qué bonito! ¿Qué es? ¡Muy bonito! ¿Has visto, Luisa?

—Es un caso de amor desgraciado, doña Felicidad —dijo Julián—. La historia triste de Paolo y Francesca de Rímini —y explicando el dibujo—: Esta dama sentada es Francesca; este joven de melena, arrodillado a los pies de ella y que la abraza es su cuñado, y, siento tener que decirlo, su amante. Y aquel barbazas que ahí, al fondo, alza el tapiz y saca su espada, es el marido que llega, ¡y zas!… —e hizo ademán de hundir el acero.

—¡Caramba! —dijo doña Felicidad, estremecida—. ¿Y qué es ese libro caído en el suelo? ¿Estaba leyendo?

—Sí… Habían empezado a leer, pero después…

Quel giomo piú no vi leggiemi avante.

lo cual quiere decir: «¡Y no leimos más aquel día!».

—Y se pusieron a hablar galantemente —dijo doña Felicidad con una sonrisa.

—¡Peor, señora, peor! Pues según la propia confesión de Francesca, este doncel, el de la melena, su cuñado

La bocca me bacció tutto tronnante,

lo cual significa: «La boca me besó todo trémulo…».

—¡Ah! —dijo doña Felicidad con una rápida mirada hacia el consejero—. ¿Es una novela?

—Es La Divina Comedia, de Dante, doña Felicidad —rectificó con severidad el consejero—, un poema épico, clasificado entre los mejores. ¡Inferior, sin embargo, a nuestro Camoens! ¡Pero rival del famoso Milton!

—¡En esas historias extranjeras los maridos matan siempre a las mujeres! —exclamó ella. Y volviéndose hacia el consejero—: ¿No es verdad?

—Sí, doña Felicidad; se repiten por ahí fuera con frecuencia esas tragedias domésticas. Es mayor el desenfreno de las pasiones. Pero, entre nosotros, digámoslo con orgullo, el hogar es muy respetado. Así, yo, por ejemplo, entre todas mis relaciones en Lisboa, que son numerosas, gracias a Dios, no conozco sino esposas modelos… —y con una sonrisa galante—: De las cuales es, sin duda, la flor la dueña de esta casa.

Doña Felicidad volvió los ojos hacia Luisa, que estaba recostada en su silla, y dándole en el brazo:

—¡Esto es una joya! —dijo con amor.

—Y además —continuó el consejero, nuestro Jorge lo merece. Porque como dijo el poeta:

Su corazón es noble y su frente altiva

la fina esencia de su alma revela.

Aquella conversación impacientaba a Luisa. Iba a sentarse al piano cuando doña Felicidad exclamó:

—Dime: ¿es que no se toma hoy el té en esta casa?

Luisa fue otra vez a la cocina. Dijo a Juana que trajese ella misma el té. Y a poco rato Juana, con delantal blanco, sonrojada, muy aturdida, entró con la bandeja.

—¿Y Juliana? —preguntó entonces doña Felicidad.

—Salió; la pobre —exclamó Luisa— ha estado mala…

—¿Y anda por ahí todavía a estas horas?… ¡Vaya! Eso es desacreditar una casa…

El consejero lo encontró también imprudente:

—¡Porque, en fin, las tentaciones son grandes en una capital, señora!

Julián exclamó, riendo:

—¡Si la tientan a esa, dejo de creer para siempre, totalmente, en mis contemporáneos!

—¡Oh, señor Zuzarte! —replicó el consejero, casi severamente—. Me refería a otras tentaciones: entrar en una tienda de bebidas, apetecerla ir al circo y descuidar sus deberes…

Pero doña Felicidad no podía sufrir a Juliana. La encontraba cara de Judas, tenía aspecto de ser capaz de todo…

Luisa la defendió: era muy servicial, muy buena planchadora, muy honrada…

—¡Y anda por la calle hasta las once de la noche! ¡Vamos! ¡Si lo hiciese conmigo!

—Y creo —observó el consejero— que tiene una enfermedad mortal. ¿No es verdad, señor Zuzarte?

—Mortal. Un aneurisma —respondió Julián, sin levantar los ojos del libro de Dante.

—¡Eso más! —exclamó doña Felicidad. Y bajando la voz—: ¡Lo que debes hacer es desprenderte de ella! ¡Una criada con una enfermedad de esas! Que hasta le puede reventar al ir a dar un vaso de agua a la gente… ¡Pues sí!

El consejero la apoyaba:

—¡Y a veces qué dificultades con la autoridad!

Julián cerró La Divina Comedia, y dijo:

—Me he olvidado de decírselo a Jorge, pero un día esa mujer se les cae redonda al suelo —y tomó un sorbo de té.

Luisa estaba afligida. Le parecía que una nueva complicación se fraguaba para torturarla… Y explicó que era tan difícil encontrar criadas… En eso estuvieron de acuerdo. Hablaron de la servidumbre, de sus exigencias. ¡Eran cada vez más descaradas! ¡Y en dándolas confianza! ¡Qué inmoralidad!

—Muchas veces es culpa de las amas —dijo doña Felicidad—. Hacen a las criadas confidentes suyas, y en cuanto ellas se apoderan de un secreto, se hacen las dueñas de la casa…

Las manos trémulas de Luisa hicieron tintinear la taza. Y dijo con una voz afectadamente risueña:

—¿Y qué tal anda de criados el consejero?

Acacio tosió:

—Bien. Tengo una mujer respetable, con buen paladar, muy escrupulosa en las cuentas…

—Y que no es fea —intervino Julián—. Así me lo pareció a mí una vez que estuve en la calle del Ferregial…

Se difundió el rubor por la calva del consejero. Doña Felicidad le miró con ansiedad, llameantes sus pupilas. Acacio dijo entonces con severidad:

—Yo no me fijo nunca en la fisonomía de los subalternos, señor Zuzarte.

Julián se levantó, y, con las manos en los bolsillos, jovialmente:

—¡Fue un gran error abolir la esclavitud!

—¿Y el principio de la libertad? —replicó el consejero—. ¿Y el principio de la libertad? Reconozco que los negros eran grandes cocineros… Pero la libertad es un bien mayor.

Se extendió entonces en consideraciones, condenó los horrores del tráfico de los negreros, lanzó sospechas sobre la filantropía de los ingleses, fue severo con los plantadores de Nueva Orleáns, contó el caso del Charles and Georges; se dirigía exclusivamente a Julián, que fumaba, cabizbajo.

Doña Felicidad fue a sentarse junto a Luisa, y, muy inquieta, hablándole al oído:

—¿Tú conoces a la criada del consejero?

—No.

—¿Será bonita?

Luisa se encogió de hombros.

—¡No sé lo que me dice el corazón, Luisa! ¡Estoy sofocada!

Y mientras Acacio, en pie, peroraba hacia Julián, doña Felicidad fue transmitiendo a Luisa las quejas de su pasión.

¡Qué alivio para Luisa cuando se marcharon todos! ¡Lo que ella sufrió por dentro toda la tarde! ¡Qué pelmas, qué idiotas! ¡Y la otra sin venir! ¡Oh qué vida la suya!

Fue a la cocina a decir a Juana:

—Espere usted a Juliana, tenga paciencia. No puede tardar. ¡Esto es que la pobre mujer se habrá puesto peor!

Pero pasaba de medianoche y Luisa estaba ya acostada cuando la campanilla sonó ligeramente; luego, con más fuerza, y, finalmente, con impaciencia.

«La chica se ha dormido», pensó Luisa. Saltó de la cama, subió descalza a la cocina. Juana, echada, sobre la mesa, roncaba junto al quinqué, que humeaba maloliente. La sacudió, haciéndole ponerse en pie, mal despierta; volvió corriendo a acostarse, y oyó poco después, en el corredor, la voz de Juliana decir con satisfacción:

—Ya está todo arreglado, ¿eh? Pues yo estuve en el teatro. ¡Muy bonito! ¡De lo mejor, señora Juana, de lo mejor!

Luisa se durmió tarde, y durante toda la noche la agitó una pesadilla: Estaba en un teatro inmenso, dorado como una iglesia. Era noche de gala: refulgían las joyas sobre los senos mimosos y brillaban las condecoraciones sobre los uniformes palaciegos. En su palco, un rey triste y joven, inmóvil en una lasitud recogida, hierática, sostenía, en su mano la esfera armilar, y su manto de terciopelo oscuro, constelado de pedrerías como un firmamento, caía alrededor en pliegues de escultura, haciendo tropezar a la multitud de cortesanos, vestidos como los jinetes de los caballos de bastos.

Ella estaba en escena; era actriz; debutaba con el drama de Ernestito. Toda nerviosa, veía ante ella, en el amplio patio murmurador, hileras de ojos negros y ardientes clavados en ella con furor; en medio, la calva del consejero, de una redondez nívea y noble, sobresalía, rodeada como una flor de un enjambre amoroso de abejas. En la escena oscilaba una gran decoración de boscaje; ella notaba, sobre todo a la izquierda, una encina secular de una arrogancia heroica, cuyo tronco tenía la vaga configuración de un rostro y que se parecía a Sebastián.

Pero el traspunte dio unas palmadas; era flaco, semejábase a Don Quijote; llevaba unos lentes redondos con armadura de metal; blandía el Diario del Comercio, retorcido como un sacacorchos y chillaba: «¡Venga la escenita de amor! ¡Venga esa maravilla!». Entonces la orquesta, en la que los ojos de los músicos relucían como granadas y sus cabelleras se erizaban como montones de estopa, interpretó con una lentitud melancólica el fado de Leopoldina, y una voz áspera y canalla cantaba en falsete:

Le veo en las altas nubes,

le veo en el mar sin fin,

y por muy lejos que esté,

yo le siento junto a mí.

Luisa se hallaba entre los brazos de Basilio, que la enlazaban, la abrasaban; toda desfallecida, sentíase perdida, fundida en un elemento cálido como el sol y dulce como la miel: gozaba prodigiosamente; pero entre sus sollozos sentíase avergonzada, ¡porque Basilio repetía en escena, sin pudor, los delirios libertinos del Paraíso! ¿Cómo lo consentía ella?

El teatro gritaba, en una inmensa aclamación: «¡Bravo! ¡Bis! ¡Bis!». Miles de pañuelos revoloteaban como mariposas blancas en un campo de trébol; los brazos desnudos de las mujeres arrojaban con un gesto ondulante ramos de violetas; el rey se levantaba espectralmente, y, triste, lanzaba como un bouquet su esfera armilar. Y después el consejero, con frenesí, para seguir el ejemplo de su majestad, destornillando rápidamente la calva, se la tiraba, ¡con un grito de dolor y de gloria! El traspunte vociferaba: «¡Den las gracias, den las gracias!». Ella se inclinaba, sus cabellos de Magdalena rozaban el tablado y Basilio, a su lado, seguía con ojos brillantes los puros que le arrojaban, ¡cogiéndolos con la gracia de un torero y la destreza de un clown!

De pronto, sin embargo, todo el teatro exhaló un ¡ah! de espanto. Se hizo un silencio ansioso y trágico, y todos los ojos, miles de ojos atónitos, se clavaron en el tapiz de fondo, donde un pabellón erigía su estructura, toda sembrada de rositas blancas. Ella se volvió también hipnotizada y vio a Jorge, a Jorge, que se adelantaba, vestido de luto, con guantes negros y un puñal en la mano. ¡Y la hoja relucía menos que sus ojos! Se acercó a las candilejas, e inclinándose, dijo, con una voz graciosa:

—Majestad, serenísimo señor infante, señor gobernador civil, señoras y señores míos: ¡Ahora me toca a mí! ¡Fíjense en este trabajito!

Se dirigió entonces hacia ella con pasos marmóreos que hacían retemblar el tablado, le agarró los cabellos como un manojo de hierba que se quiere arrancar; le echó la cabeza hacia atrás, levantó de un modo clásico el puñal; apuntó al seno izquierdo, y balanceando el cuerpo, guiñando un ojo, ¡le clavó la hoja!

¡Muy bonito! —dijo una voz—. ¡Buen trabajo!

¡Era Basilio, que había hecho entrar noblemente en el patio de butacas su faetón! Erguido en el pescante, con el sombrero ladeado y una rosa en el ojal, refrenaba con mano negligente la inquietud soberbia de sus caballos ingleses, y junto a él, sentado como un lacayo, cubierto con sus vestiduras sacerdotales, ¡iba el patriarca de Jerusalén! Pero Jorge arrancaba el puñal, todo enrojecido; las gotas de sangre corrían hasta la punta, se coagulaban; caían después con un sonido cristalino y rodaban por el tablado como cuentas de cristal rojo.

Ella caía tumbada, expirante, bajo la encina que se parecía a Sebastián. Entonces, como la tierra era dura, el árbol extendía por debajo de ella sus raíces, blandas como cojines de plumas; como el sol abrasaba el árbol, desdobló sobre ella sus raíces, como las colgaduras de una tienda, ¡y desde las hojas dejaba escurrir sobre sus labios gotas de vino de Madera! ¡Ella veía, entre tanto, con terror, brotar su sangre de la herida, roja y vigorosa, correr, esparcirse, formando pozas por un lado, regueros tortuosos por otro. Y oía chillar a los del patio:

—¡El autor! ¡Que salga el autor!

Ernestito, muy rizado, pálido, apareció; dio las gracias sollozando, y, haciendo reverencias, saltaba de aquí para allá, para no manchar con la sangre de la prima Luisa sus zapatitos de charol…

¡Sintió que iba a morir! Una voz dijo vagamente:

—¡Hola! ¿Cómo va eso?

Parecióle la de Jorge. ¿De dónde venía? ¿Del cielo? ¿Del patio de butacas? ¿Del corredor?

Un ruido fuerte, como al dejar caer un baúl, la despertó. Se sentó en la cama.

—Bien, déjelo ahí —dijo la voz de Jorge.

Saltó del lecho, en camisa. Entraba él. Y permanecieron enlazados, en un largo abrazo, con los labios unidos, sin una palabra. El reloj del cuarto dio las siete.