La primera impresión de Luisa, apenas volvió en sí, fue que dos figuras que no conocía estaban inclinadas sobre ella. Una, la más fuerte, se apartó; el frío sonido de un frasco de cristal, dejado sobre el mármol del tocador, la despertó. Oyó entonces una voz que decía quedamente:
—Está mucho mejor. Pero ¿y le dio de repente, señora Juliana?
—De repente.
—Yo la vi entrar tan sofocada…
Unas pisadas cautelosas se acercaron y la voz de Juana le preguntó junto a la cara:
—¿Está mejor la señora?
Abrió los ojos y fue recobrando la percepción clara de las cosas: estaba tendida en la causease, le habían desabrochado el vestido y flotaba en el cuarto un fuerte olor a vinagre. Se incorporó sobre el codo, despacio, con una mirada errante, vaga:
—¿Y la otra?
—¿Juliana? Ha ido a echarse. Tampoco se encontraba bien; fue al ver así a la señora, pobrecilla… ¿Está usted mejor?
Se sentó. Sentía un gran cansancio en todo el cuerpo: el cuarto entero le pareció que oscilaba lentamente.
—Puede usted irse, Juana, puede irse —dijo.
—¿La señora no necesita nada más? Tal vez un caldito la sentase bien…
Una vez sola, Luisa miró a su alrededor, espantada. Estaba ya todo arreglado; los balcones cerrados. Un guante quedó caído en el suelo, se levantó, vacilante aún; fue a recogerlo, estuvo estirando los dediles maquinalmente, como sonámbula, y lo guardó en el cajón del tocador. Se alisó el pelo: se encontró cambiada, con otra expresión, como si fuera ella otra, y el silencio del cuarto le pareció extraordinario.
—Señora… —dijo la voz tímida de Juana.
—¿Qué es?
—El cochero.
Luisa se volvió sin comprender.
—¿Qué cochero?
—Un cochero. Dice que la señora no tenía cambio, que le mandó esperar…
—¡Ah!…
Y como una luz de gas que brota súbitamente e ilumina una decoración ¡vio en un relámpago toda «su desgracia»!
Se quedó tan trémula, que apenas pudo abrir el cajoncito de la cómoda:
—Me había olvidado, me había olvidado… —balbuceó.
Dio el dinero a Juana, y dejándose caer sobre la causease:
—¡Estoy perdida! —murmuró, apretándose la cabeza con las manos.
¡Todo descubierto! Y aparecieron en seguida en su espíritu, con la intensidad de unos dibujos negros sobre un muro blanco, el furor de Jorge, el espanto de sus amigos, la indignación de unos, el escarnio de otros; y aquellas imágenes cayendo con ruido en su alma, como combustible en una hoguera, transmitíanla desesperadamente el terror.
¿Qué recurso le quedaba? ¡Huir con Basilio!
Aquella idea, la primera, la única, se clavó en ella impetuosamente, la traspasó como el agua de una inundación que cubre de pronto un campo. ¡Él le había jurado tantas veces que serían muy felices en París, en su piso de la calle de Saint-Florentin! ¡Pues bien, iría! No llevaría equipaje; metería en su pequeño maletín de piel alguna ropa blanca, las alhajas de su madre… ¿Y las criadas? ¿Y la casa?… ¡Dejaría una carta a Sebastián para que viniese y lo cerrase todo… Llevaría en el viaje el vestido de algodón azul!, ¡o el negro! y nada más. El resto lo compraría lejos, en otras ciudades…
—Si la señora quiere venir a comer… —dijo Juana, desde la puerta. Se había puesto un delantal blanco, y añadió—: Juliana está acostada; dice que tiene un dolor y que no puede servir la mesa.
—Ya voy.
Tomó apenas una cucharada de sopa, bebió un gran sorbo de agua y levantándose:
—¿Qué tiene?
—Dice que es un dolor muy fuerte en el corazón.
¡Si muriese! ¡Estaría salvada! ¡Podría quedarse allí entonces! Y con una esperanza perversa:
—¡Vaya a ver, Juana; vaya a ver cómo está!
¡Había oído hablar de tantas personas muertas por un dolor!
Iría entonces al cuarto de ella a rebuscar en su baúl, a coger la carta. Y no la asustaría el silencio de la muerte, ni la lividez del cadáver…
Está más descansada, señora —vino a explicarle Juana—; dice que luego se levantará. Entonces, ¿no come la señora? ¡Vaya!
—No. Y entró en su cuarto, pensando: «¿De qué me sirve estar imaginando cosas? Solo me queda la fuga».
Decidióse entonces a escribir a Sebastián; pero no pudo acertar a trazar más palabras que las del comienzo, en la parte alta, con una letra muy temblona: ¡Amigo mío! ¿Para qué iba a escribir? Cuando, al otro día, ella no volviese ni por la tarde ni por la noche, las criadas, la otra, ¡la infame!, irían en seguida a casa de Sebastián. Era el íntimo de la casa. ¡Qué espanto el de él! Se imaginaría algún accidente, correría a la Encarnación, después a la Policía. ¡Esperaría, angustiado, hasta la madrugada! Todo el día siguiente lo pasaría con nuevas esperanzas de verla llegar, con decepciones aterradas, ¡hasta telegrafiaría a Jorge! ¡Y a esas horas seguramente, ella, encogida en un rincón del departamento, rodaría, con el ruido jadeante de la máquina, hacia un nuevo destino!…
Pero ¿por qué afligirse, en realidad? ¡Cuántas envidiarían su desgracia! ¡No había nada triste en abandonar su vida estrecha, entre cuatro paredes, pasada en hacer cuentas de cocina y crochet; en partir con un hombre joven y amado, en marchar a París!, ¡a París! ¡Vivir allí, entre los consuelos del lujo, en alcobas de seda, con un palco en la Ópera!… ¡Era muy tonta en afligirse! Casi resultaba una felicidad aquel «desastre». Sin aquello no hubiese tenido nunca valor para despedirse de su vida burguesa; ¡hasta cuando un alto deseo la impulsaba siempre había una timidez mayor que la retenía!
¡Y además, al huir, su amor se dignificaba! Sería de un hombre solo. ¡No tendría que amar en casa y fuera de casa! Se le ocurrió, incluso, la idea de ir a ver inmediatamente a Basilio, de «acabar con aquello de una vez». Pero era tarde para ir al hotel, temía las calles oscuras, la noche y los borrachos…
Fue a preparar el maletín de piel. Metió unos pañuelos, alguna ropa blanca, el estuche para las uñas, el rosario que le dio Basilio, la pulsera, algunas alhajas que habían pertenecido a su madre… Quiso llevarse también las cartas de Basilio… Las tenía guardadas en un cofre de sándalo, en el cajón del ropero. Las esparció sobre su regazo; abrió una, de la que cayó una florecilla seca; otra que tenía, en el doblez, la fotografía de Basilio. De repente le pareció ¡que no estaban completas. Tenía siete, cinco tarjetones cortos y dos cartas: la primera que él la escribió!, ¡tan tierna! ¡Y la última del día de la riña! Las contó… ¡Faltaban, en efecto la primera y dos tarjetones! ¡Las había robado también! Se levantó, lívida. ¡Ah qué infame! ¡Le entró un deseo rabioso de subir al desván, de luchar con ella, de arrancárselas, de estrangularla…! ¡Qué le importaba, en fin! Y se dejó caer en la causeuse, aniquilada. ¡Que ella tuviese una, dos, todas, representaba la misma desgracia!
Y, muy excitada, fue a preparar el vestido negro que debía llevar, el sombrero, una manta de viaje…
El cuco cantó las diez. Entonces entró en la alcoba; puso el candelabro sobre la mesita y se quedó mirando el amplio lecho con sus cortinas de fustán blanco. ¡Era la última vez que dormía allí! Ella fue la que bordó aquella colcha de crochet el primer año de casada. No había una malla que no correspondiese a una alegría. Jorge, a veces, iba a verla trabajar, y, callado, la contemplaba con una sonrisa o le hablaba bajo, ¡enrollando despacio con los dedos el hilo de grueso algodón! Allí había dormido con él tres años: su sitio estaba allá, del lado de la pared… En aquella cama estuvo ella enferma, con la neumonía. Durante semanas enteras, él no se acostó, velándola, arropándola, dándole los caldos, las medicinas, con toda clase de palabras dulces, ¡que le hacían tanto bien!… Le hablaba como a una niña; le decía «esto va a pasar, mañana estás ya buena y nos iremos de paseo». ¡Pero su mirada ansiosa estaba empañada de lágrimas! O también le rogaba: «¿Mejora usted, verdad? ¡Hágame el favor, mi querida señora!…». Y ella deseaba curarse de tal modo ¡que sentía como si la invadiese una ligera oleada de vida que refrescaba su sangre!
¡En los primeros días de la convalecencia era él quien la vestía! Se arrodillaba para ponerle los zapatos, la envolvía en la bata, la dejaba echada en la causeuse, se sentaba a su lado a leerle novelas, a dibujarle paisajes, a recortarle soldados de papel. Y Luisa dependía por entero de él. ¡No tenía a nadie en el mundo que la cuidase, que sufriese, que llorase por ella, más que a él! Se dormía con sus manos en las de él, porque la enfermedad le dejó un miedo vago a las pesadillas de la fiebre, y el pobre Jorge, para no despertarla, permanecía allí con la mano cogida, horas y horas, sin moverse. Se acostaba vestido en un colchoncito, junto a ella. Muchas veces, al despertarse de noche, le había visto limpiarse las lágrimas, de alegría, sin duda, ¡porque ella entonces estaba salvada! El médico, aquel buen doctor Camiña, se lo había dicho: «Está fuera de peligro. Ahora a recomponer ese cuerpecillo». ¡Y Jorge, el pobre Jorge, infeliz, sin decir nada, estrechó las manos del viejo y se las cubrió de besos!
¡Y ahora, cuando él lo supiera, cuando él volviese! ¡Cuando al entrar allí en la alcoba viese los dos almohadones todavía! Ella se encontraría ya lejos, con otro, por caminos extraños, oyendo otra lengua. ¡Qué horror!
Y él estaría allí, solo en aquella casa, llorando, abrazado a Sebastián. ¡Cuántos recuerdos de ella para torturarle! ¡Sus vestidos, sus chinelas, sus peines, la casa toda! ¡Qué triste vida la de él! ¡Dormiría allí solo! Ya no tendría a nadie que le pasase el brazo por el cuello, que le dijese: «¡Es tarde, Jorge!». Todo habría terminado para los dos. ¡Nunca más! Rompió a llorar, de bruces sobre la cama…
Pero la voz de Juliana habló alto en el comedor con Juana. Se levantó aterrada. ¿Vendría a verla aquella infame? Las pisadas de zapatillas se alejaron despacio y entró Juana con la cuenta y la lamparilla.
—Juliana —dijo— se ha levantado un momento, pero dice la pobre que sigue mala. Se ha ido a acostar. ¿No necesita nada más la señora?
—No —dijo Luisa desde la alcoba.
Se desnudó y, postrada, se durmió profundamente.
* * *
Juliana, encima, no dormía. El dolor se le había pasado y se agitaba sobre el jergón, «con el diablo despertador», como tantas otras noches en las últimas semanas. Porque desde que cogió la carta del sarcófago vivía en plena fiebre; pero su alegría era tan aguda, su esperanza tan amplia, ¡que la sostenían, le comunicaban salud! ¡Dios se había acordado al fin de ella! Desde que Basilio empezó a ir a la casa tuvo en seguida una corazonada, ¡un algo que le decía que su vez había llegado, por fin! Tuvo su primera satisfacción aquella noche en que encontró, después de marcharse Basilio, a las diez, la pequeña peineta de Luisa caída en el suelo, junto al sofá. ¡Pero qué explosión de felicidad cuando, después de tanto espionaje, de tantas fatigas, cogió al fin la carta del sarcófago! Corrió al desván, la leyó ávidamente y cuando vio la importancia de la «cosa», se le llenaron los ojos de lágrimas, lanzó su alma perversa hacia las alturas, gritando interiormente, con un gozo triunfal:
—¡Bendito sea Dios! ¡Bendito sea Dios!
¿Y qué iba a hacer con aquello? Esa fue entonces su preocupación. Pensó en vendérsela a Luisa por una elevada suma…, pero ¿de qué iba a tener ella el dinero? No; lo mejor era esperar la vuelta de Jorge, y con amenazas de publicarla, sonsacarle un «horror» de pesetas por medio de otra persona, claro es, ¡y ella estaría así a cubierto! Y ciertos días en que la cara, las toilettes, los paseos de Luisa la irritaban más, ¡le daban unas ganas furiosas de salir a la calle, llamar a los vecinos, leer aquel papel, dejarla afrentada, llena de lodo!, ¡vengarse de aquella «cabra»!
Fue a casa de la tía Victoria, que la calmó y la dirigió. Le dijo después que «para preparar bien el lazo se necesitaba una carta del gomoso». ¡Empezó entonces un lento trabajo para quitársela! ¡Aquello requirió mucha cautela, muchas probaturas de llaves, dos de éstas hechas con moldes de cera, una paciencia gatuna, mañas de ratero! Se la leyó a la tía Victoria, ¡que se rió tanto, tanto!… Sobre todo de aquel tarjetón en que Basilio le decía: «Hoy no puedo ir, pero te espero mañana a las dos; te mando esa rosita y te pido que hagas lo que hiciste con la otra: traerla entre tus pechos, ¡porque es tan delicioso luego oler tu adorado seno perfumado…!». La tía Victoria, sofocada, quiso enseñársela a su vieja amiga, la Petra, la gorda, que estaba en la salita.
¡La Petra se retorció! Sus enormes pechos, colgantes como odres sin llenar, se agitaron con furiosas sacudidas de hilaridad. Y con los brazos en jarras, roja, rezongó con su vozarrón estruendoso:
—¡Ésta es de las buenas, tía Victoria! ¡Es de aúpa! ¡Merece salir en los papeles! ¡Ay, qué tíos borrachos! ¡Rayos del diablo!
La tía Victoria dijo muy seria a Juliana:
—Bueno; ¡ahora tienes la sartén por el mango! Con esto ya puedes hablar alto. No hay más que esperar la ocasión. Muy buenos modos, cara agradable, sonrisas incesantes para que ella no desconfíe y estáte ojo avizor. ¡Tienes seguro el ratón, deja que saque el rabo!
Y desde aquel día Juliana saboreó con deleite, con gula, muy en su interior, el gozo aquel de tener «en su mano» ¡a Luisita, la señora, el ama, la mosquita muerta! La veía acicalarse, ir hacia aquel hombre, canturrear, comer bien y pensaba con voluptuosidad femenina: «¡Anda, diviértete, diviértete, que ya te la tengo armada!». ¡Aquello le daba un orgullo malvado! Sentíase vagamente señora de la casa. ¡Tenía allí encerrada en la mano la felicidad, el buen nombre, la honra, la tranquilidad de los amos! ¡Qué desquite! ¡Y el porvenir estaba asegurado! Aquello representaba dinero, el pan de su vejez. ¡Ah, le había llegado su hora! ¡Rezaba todos los días una Salve, en acción de gracias a Nuestra Señora, madre de los hombres!
Pero ahora, después de aquella «escena» con Luisa, no podía quedarse cruzada de brazos, con las cartas en el bolsillo. Debía marcharse de casa, irse al campo hacer algo. ¿Qué haría? La tía Victoria era quien habría de decírselo…
Y por la mañana, a las siete, sin tomar su café, sin hablar con Juana, bajó despacio, salió.
La tía Victoria no estaba en casa, había gente esperando en la salita. El señor Gouvea, con la borla de su gorro muy tiesa, garrapateaba, encorvado, escupiendo su catarro. Juliana dio los buenos días a su alrededor y se sentó en un rincón, erguida, con su sombrilla sobre las rodillas.
Se conversaba; una mujer de treinta años, picada de viruelas, que estaba sentada en el canapé, después de haber dedicado una sonrisa a Juliana, continuó, vuelta hacia otra, gordezuela, con un mantón a cuadros rojos:
—¡Pues no se imagina usted, señora Ana; no puede darse idea! ¡Es una desgracia! Y todas las noches como un carro. A veces hasta me despierto con el jaleo que arma hablando solo, tropezando en la escalera… Yo a lo que tengo más miedo es a que el demonio se duerma con la luz encendida y haya un fuego. ¡Ah, es un tormento!
—¿Quién? —preguntó un jovencillo guapo, con blusa de lacayo, que hablaba en pie con un criado alto, de patillas y corbata blanca, sucia.
—Cuña, el hijo de mi patrón. ¡Es una desdicha!
—¿Borracho siempre, eh? —dijo el jovenzuelo, liando un cigarro.
—¡Un horror! Yo, por las mañanas, no puedo entrar en el cuarto del olor… La pobre madre llora, se aflige; el individuo estaba ya a punto de ser despedido. ¡Ay, no estoy nada contenta, nada contenta!
—Pues por allí también hay un disgusto grande —dijo, bajando la voz la del mantón a cuadros.
Los dos hombres se aproximaron.
—El señor —prosiguió ella con gestos asustados— ¡es una vergüenza con la cuñada!… La señora lo sabe, ¡y aquello es una bronca continua, de día y de noche! Las dos hermanas están siempre enzarzadas. El hombre se pone de parte de la muchacha y la mujer empieza a gritar… ¡Ay, aquello va a acabar mal!
—¡Y, en cambio si una mujer pobre tiene un desliz —dijo el de la corbata blanca, con indignación—, la traen y la llevan, despellejándola!
—Su gente, en cambio, es tranquila, señor Joaquín —observó la picada de viruelas.
—Es buena gente. Las chicas, enamoradizas. Lo cual es provecho para las criadas, que sacan su vestidito, sus propinas… ¡Pero los vejetes son unas santas personas, la verdad es la verdad! ¡Y se come bien!
Y volviéndose hacia el lacayo y dándole palmadas en el hombro, con un tono de voz entre admirativa y envidiosa:
—¡Pero éste sí! ¡Éste sí que se da buena vida!
El joven sonrió con satisfacción:
—¡Vamos! ¡Es más el ruido que las hueces!
—Anda, enséñalo —dijo el de la corbata blanca, dándole con el codo—, ¡enseñalo!
El joven se hizo rogar, y, después de arquear la cintura, levantóse la blusa y sacó del bolsillo del chaleco a rayas un reloj de oro.
—¡Muy bonito! ¡Cosa buena! —dijeron las dos mujeres.
—Conseguido con el sudor de mi frente —replicó él, acariciándose la barbilla.
El de la corbata blanca se indignó:
—¡Será bribón! —y en voz baja, dirigiéndose a las muchachas—: ¿Con el sudor de su frente, eh? Es el capricho de la patrona, una señora alta, toda envuelta en sedas, bonísima mujer, un poco pegajosa, pero muy buena mujer. ¡Le regalan recuerdos de estos, un reloj de muchos cientos de pesetas y todavía habla!
El joven dice entonces, hundiendo las manos en los bolsillos:
—¡Y si quiero, aflojará la pasta!
—¡No le costará mucho! —exclamó el de la corbata blanca—. Una gente que tiene ahí, por la Baja, ¡hileras de casas! ¡La mitad de la calle de los Retrozeiros es de ellos!
—¡Pero muy agarrada! —dijo el joven. Y bamboleando el cuerpo con el cigarro en la comisura de la boca—: Estoy con ella hace dos meses, ¡y no ha soltado aún más que el reloj y tres libras de oro!… ¡Bueno; yo cualquier día la dejo plantada, como quien dice! —y, alisándose el pelo hacia atrás—: ¡No faltan mujeres! ¡Y de las que tienen títulos!
Pero la tía Victoria entró muy presurosa, con un mantón al brazo, y al ver a Juliana:
—¡Hombre, tú aquí! Tuve que hacer unas cosillas: estoy en la calle desde las seis. Buenos días, señora Teodosia; buenos días, Ana. ¡Vaya, vaya, tenemos por aquí al bibelot! ¡Entra para dentro, Juliana! ¡Vengo en seguida, pichones míos; es un momento!
La condujo a otro cuarto del lado del zaguán:
—Bueno, ¿qué hay de nuevo?
Juliana le contó extensamente la «escena» del día anterior, el desmayo…
—Pues mira, rica —dijo la tía Victoria—, lo hecho, hecho está; no hay tiempo que perder, y… ¡manos a la obra! Te vas derecha a buscar a ese Brito, al hotel, y te entiendes con él.
Juliana se resistió. No se atrevía, tenía miedo…
La tía Victoria reflexionó, rascándose la oreja; fue adentro, cuchicheó con el tío Gouvea, volvió, y, cerrando la puerta del cuarto:
—Ya está arreglado quién irá. ¿Tienes las cartas? Juliana sacó del bolsillo una carterita usada, de tafilete rojo. Pero vaciló un momento, mirando a la tía Victoria con desconfianza:
—¿Tienes miedo de entregar los papeles, criatura? —exclamó, ofendida, la vieja—. Arréglatelas entonces tú sola, arréglatelas…
Juliana se las dio en seguida. ¡Pero que las guardase, que tuviese cuidado!
—La persona —dijo la tía Victoria— irá mañana por la noche a hablar con el Brito y a pedirle mil duritos.
Juliana se quedó deslumbrada. ¡Mil duros! ¿Estaba bromeando la tía Victoria?
—¡Vamos! ¿Qué te has creído? Por una carta que no tenía casi nada de particular pagó una persona que va en coche por el Chiado —ayer precisamente la vi con una pequeña que tiene—, pagó tres mil duros. Y en buenos billetes. Los pagó el galán, claro es, él los pagó. Si fuera otro, no digo, ¡pero ese Brito! Es rico, un manirroto y los dará pronto…
Juliana, muy pálida, le agarró un brazo, y trémula:
—¡Oh, tía Victoria, le regalo un corte de seda!…
—¡Azul! ¡Te digo ya hasta el color!
—Pero ese Brito es un hombre muy violento; ¡no vaya a sacarle las cartas, a hacerle alguna!
La tía Victoria la miró con desdén.
—¡Tú eres tonta! ¿Te figuras que voy a mandar a un infeliz? ¡No llevará las cartas siquiera, sino una copia! ¡Pues, sí! ¡Va a ir menudo lagartón!
Y después de reflexionar un momento:
—Tú vete a casa…
—No; allí no vuelvo…
—Quizá tengas razón. Hasta ver en qué paran las cosas, vente aquí a dormir. Comes ya hoy; tengo una merluza riquísima…
—¿Pero no habrá peligro, tía Victoria? ¡Si el Brito acude a la Policía!…
La tía Victoria se encogió de hombros, e impaciente:
—¡Mira, vete, que me estás sulfurando! ¡La Policía! ¿Qué Policía? ¡Estas cosas no se cuentan a la Policía!… ¡Déjalo de mi cuenta! Adiós y ven a las cuatro a comer ¿eh?
¡Juliana salió como si flotase en el aire! ¡Mil duros! Eran aquellos mil duros que entrevio ya un día, que se le escaparon, que venían ahora a caer en su mano, ¡con un tintineo de monedas y un frufrú de billetes! ¡Y se le henchía el cerebro confusamente de perspectivas diversas, todas maravillosas: un mostrador de sombrerera, donde ella vendería!, ¡un marido a su lado a la hora de cenar! ¡Pares de zapatos de los buenos, de los chics! ¿Dónde colocaría el dinero? ¿En el Banco? No; en el fondo del baúl, ¡para tenerlo más seguro, más a mano!
Para pasar el rato compró un paquete de caramelos y fue a sentarse al Paseo, con la sombrilla abierta, deleitándose, rumiando su vida opulenta, viéndose ya señora; ¡hasta guiñó el ojo a un caballero pacífico y rubicundo, que se alejó escandalizado!
* * *
A aquella hora Luisa despertó. Y sentándose bruscamente en la cama: «¡Es hoy!». Fue su primer pensamiento. Un miedo, una tristeza horribles, le contraían el corazón. Empezó después a vestirse, ¡muy nerviosa ante la idea de ver a Juliana! Estuvo incluso pensando encerrarse, no desayunar, salir cautelosamente a las once, ir en busca de Basilio al hotel, cuando la voz de Juana dijo a la puerta del cuarto:
—¿Hace el favor la señora?
Y empezó a contarle en seguida, muy asustada, que Juliana había salido temprano, que aún no había vuelto y estaba todo por arreglar…
—Bien; póngame el desayuno, que ya voy…
¡Qué alivio para ella!
Calculó después que Juliana habría decidido marcharse de la casa. ¿Para qué? ¡Para armarle alguna, seguramente! Lo mejor era salir inmediatamente… Podía esperar a Basilio en el Paraíso.
Fue al comedor, bebió un sorbo de té, sin sentarse, de prisa.
—Ha tenido que pasarle algo a Juliana —vino a decirle Juana, asombrada.
Luisa se encogió de hombros y respondió distraídamente:
—Ya se sabrá después…
Eran las once y media; fue a ponerse el sombrero. Le latía fuertemente el corazón, y, a pesar del miedo de ver entrar a Juliana, no se decidía a salir; se sentó incluso, con el maletín de piel sobre las rodillas. «¡Vamos!», pensó por último. Se levantó, pero parecía que algo sutil y fuerte la retenía, la ataba allí… Entró en la alcoba despacio: su bata estaba tirada a los pies de la cama, sus chinelas sobre el grueso felpudo… «¡Qué desgracia!», dijo en voz alta. Fue al tocador, removió los peines, abrió los cajones; de repente entró en la sala, cogió el álbum, sacó la fotografía de Jorge, la metió toda trémula en el maletín, miró de nuevo a su alrededor como alucinada, salió, cerró la puerta y bajó la escalera corriendo.
Pasaba un cupé por la Patriarcal. Lo tomó, dándole al cochero la dirección del Hotel Central.
El señor Brito había salido muy temprano, dijo el conserje, solícito. Seguramente había llegado algún buque, porque entraban equipajes, grandes baúles forrados de hule, cajas de madera con cantos de hierro; pasajeros con el aspecto asustado de la llegada, aturdidos aún por el balanceo del mar, hablaban y llamaban. Aquel movimiento la animó: ¡Sintió deseos de viajar, de oír el ruido nocturno de las gares, iluminadas con gas, la alegre agitación de las partidas en las mañanas frescas, sobre la cubierta de los vapores!
Dio al cochero las señas del Paraíso. Y a medida que el carruaje trotaba, parecíale que toda su vida pasaba: Juliana, la casa, se esfumaban, se disipaban en un horizonte perdido. En la puerta de una librería creyó divisar a Julián; se asomó por la ventanilla precipitadamente; no le vio y sintió tristeza; ¡se iba sin ver a un amigo de la casa! Ahora todos, Julián, Ernestito, el consejero, doña Felicidad le parecían adorables, con nobles cualidades que no había notado nunca, que, de pronto, adquirían un gran encanto. ¡Y el pobre Sebastián, tan bueno! ¡No le oiría tocar nunca más su Malagueña!
Al final de la calle de Ouro el cupé tuvo que parar en un atasco de coches, y Luisa vio en el paseo contiguo a Castro, el de los lentes, el banquero, aquel que, según le dijo Leopoldina, «sentía una pasión por ella»; un golfillo andrajoso le ofrecía décimos de lotería, y el rollizo Castro, con los pulgares en el bolsillo del chaleco blanco, decía chistes al chico, con un desdén de ricacho, lanzando miradas hacia Luisa a través de sus lentes de oro. Ella le observó con el rabillo del ojo: ¡aquel hombre sentía una pasión por ella, qué espanto! Le encontró horrendo, con su panza saliente y sus piernecitas cortas. Se le apareció el recuerdo de Basilio, ¡su esbelta figura!… Y golpeó en los cristales, impaciente, con prisa por verle.
El coche se detuvo al fin. La plaza del Rocío brillaba al sol; del tranvía americano parado en la esquina bajaban gentes apresuradas, con pantalones blancos y vestidos ligeros, llegadas de Belem, de Pedroucos; se oían pregones; ¡todos se quedaban allí, con sus familias y sus felicidades; sólo ella partía!
Vio venir por la calle Occidental a doña Camila, una señora casada con un viejo, famosa por sus amantes. Parecía estar encinta, y avanzaba despacio, con el blanco rostro satisfecho, una lasitud en el cuerpo torneado, paseando a un niño con blusa color piñón y a una chiquilla de falditas ahuecadas; delante un ama, vestida de montañesa, empujaba un cochecito en el que babeaba un rorro. Y doña Camila, feliz, avanzaba tranquilamente por la calle, ¡luciendo sus fecundidades adúlteras! Era muy festejada, nadie hablaba mal de ella; tenía dinero, daba soirées… «¡Lo que es el mundo!», pensó Luisa.
El coche paró en la puerta del Paraíso; eran las doce. La puertecita de al lado estaba cerrada, pero la dueña apareció en seguida, diciendo, con su ceceo, que «lo sentía muchísimo, pero que sólo el señor tenía la llavecita; si la señora quería descansar…». En aquel momento llegó otro carruaje y apareció Basilio, que había subido la escalera corriendo.
—¡Al fin! —exclamó, abriendo la puerta—. ¿Por qué no viniste ayer?
—¡Ah, si tú supieras!…
Y agarrándole los brazos y clavando los ojos en él:
—¡Basilio, ¿no sabes?; estoy perdida!
—¿Qué pasa?
Luisa arrojó el maletín sobre el canapé, y de un tirón le contó la historia de la carta cogida entre los papeles, las de él robadas, la «escena» en el cuarto…
—No me queda otro recurso que huir. Aquí estoy. Llévame. Tú dijiste que podías, lo has dicho muchas veces. Estoy dispuesta. He traído ese maletín con lo más preciso, pañuelos, guantes… ¿Eh?
Basilio, con las manos en los bolsillos, haciendo tintinear el dinero y las llaves, seguía atónito sus gestos, sus palabras.
—¡Esto sólo a ti te pasa! —exclamó—. ¡Qué loca! ¡Qué mujer! —y muy excitado—: ¡No es cosa de huir! ¿Qué estás diciendo de huir? Es cuestión de dinero. Lo que ella quiere es dinero. ¡Hay que ver cuánto quiere y pagárselo!
—¡No, no! —exclamó Luisa—. ¡No puedo quedarme!
Su voz era afligida. La mujer vendería la carta, pero retendría el secreto, podía hablar en cualquier momento, enterarse Jorge. ¡Estaba perdida, le faltaba valor para volver a casa!
—No tendré un momento de descanso mientras esté en Lisboa. ¡Salgamos hoy, sí! Y si no puedes, mañana. Yo me iré a un hotel, donde nadie me conozca, y me esconderé esta noche. Pero mañana nos marchamos. ¡Si él se entera, me mata, Basilio! ¡Sí, dime que sí! —se agarraba a él, buscando afanosamente con sus ojos el asentimiento en los de él.
Basilio se desprendió con suavidad:
—¡Estás loca, Luisa; has perdido el juicio! ¿Cómo se puede pensar en huir? ¡Sería un escándalo atroz, nos cogería seguramente la Policía, telegrafiarían! ¡Es imposible! ¡Huir está bien para las novelas! ¡Y además, hija mía, no es éste un caso para eso! Es una simple cuestión de dinero…
Luisa se quedó blanca, oyéndole.
—Además de eso —continuó Basilio, paseando muy excitado por el cuarto—, ¡ni tú ni yo estamos preparados! No se huye así como así. Quedarías deshonrada para toda la vida, sin remedio, Luisa. Una mujer que huye deja de ser señora de Tal, y es ya la Fulana, la que se escapó, ¡la desvergonzada, una concubina! Yo tendré que ir seguramente al Brasil. ¿Dónde vas a quedarte tú? ¿Querrías venir también, estar un mes en un camarote, arriesgarte a coger la fiebre amarilla? ¿Y si tu marido nos persigue, si somos detenidos en la frontera? ¿Te parece bonito volver aquí entre dos agentes e ir a pasar un año al Limoeiro? Tu caso es sencillísimo. Te entiendes con esa mujer; se le dan unos duros, que es lo que ella quiere, ¡y te quedas en tu casa tranquila, respetada como antes, sólo que con más prudencia! ¡Y nada más!
Aquellas palabras cayeron sobre los planes de Luisa como hachazos que derriban árboles. A veces la verdad que contenían la traspasaba de un modo irresistible, veloz como un relámpago desagradable como un filo helado. Pero vio en aquella negativa una ingratitud, un desamparo. Después de haberse situado imaginariamente en una seguridad feliz alejada, en París, le parecía intolerable tener que volver a su casa, con la cabeza baja, soportar a Juliana, esperar la muerte; y las satisfacciones que entrevio en aquel otro destino, ahora que se le escapaban de las manos, parecíanle maravillosas, casi indispensables. Además ¿de qué serviría rescatar las cartas con dinero? ¡La criada sabría su secreto! ¡Y la vida sería amarga, teniendo siempre a su alrededor, rondándola, aquel peligro!
Se quedó callada, como perdida en una vaga reflexión, y, de repente, alzando la cabeza, con una mirada brillante:
—¡Dime, entonces!…
—Pero si te lo estoy diciendo, hija…
—¿No quieres?
—¡No! —exclamó Basilio con energía—. ¡Si tú estás loca, yo no lo estoy!
—¡Oh, pobre de mí, pobre de mí!
Dejóse caer en el sofá y se tapó el rostro con las manos. Unos sollozos sofocados estremecían su pecho.
Basilio se sentó junto a ella. Aquellas lágrimas le irritaban, le impacientaban.
—¡Pero, en nombre de Dios, escúchame!
Volvió hacia él los ojos, que relucían bajo el llanto:
—¿Para qué me dijiste entonces, muchísimas veces, que seríamos tan felices si yo quisiera…
Basilio se levantó bruscamente:
—Pero ¿tú has pensado en huir, en meterte conmigo en un vagón, en ir a París, en vivir conmigo, en ser mi amante?
—He salido de casa para siempre; eso es lo que he hecho.
—¡Pues vas a volver a tu casa! —exclamó él, casi colérico—. ¿Por qué ibas a huir? ¿Por amor? Entonces debíamos habernos marchado hace un mes. No hay razón ahora para irnos. ¿Para qué, entonces? ¿Para evitar un escándalo? ¿Con un escándalo mayor, no es verdad? ¡Un escándalo irreparable, horroroso! ¡Te hablo como un amigo, Luisa! —le cogió las manos con mucha ternura—: ¿Tú crees que yo no sería feliz yendo a vivir contigo en París? Pero veo las consecuencias, tengo ya experiencia. Todo el escándalo se evita con unos pocos duros. ¿Te imaginas que esa mujer va a ponerse a hablar? Su interés está en huir, en desaparecer; sabe perfectamente lo que hace, que te robó, que utilizó unas llaves falsas. La cuestión es pagarle.
—¿Y dónde tengo yo el dinero?
—¡Claro es que el dinero lo tengo yo! —y después de una pausa—: No mucho, estoy incluso un poco alcanzado, pero en fin… —Titubeó y dijo—: ¡Si esa mujer quiere mil pesetas, se le dan!
—¿Y si no quiere?
—¿Qué va a querer, entonces? ¡Si robó la carta es para venderla! ¡Y no para conservar un autógrafo tuyo!
Le venían a los labios frases duras, se paseaba exasperado por el cuarto. ¡Qué pretensión, querer irse con él a París, entorpeciendo para siempre su vida! ¡Qué gasto tan estúpido dar un montón de duros a una ladrona! Y, además, todo aquel incidente —la carta amorosa robada entre los papeles sucios, la criada, la llave falsa del cajón del ropero— le parecía algo soberanamente burgués, un poco humillante. Y, parándose, para terminar:
—En fin, le ofreceré dos mil pesetas si quieres. Pero ¡por amor de Dios!, no armes otra. ¡No estoy en situación de pagar dos mil pesetas por cada distracción tuya!
Luisa se puso lívida, como si le hubiera escupido en la cara.
—¡Si es cuestión de dinero, lo pagaré yo, Basilio!
No sabía cómo. ¿Qué le importaba? Pediría, trabajaría, empeñaría… ¡No lo aceptaría de él!
Basilio se encogió de hombros.
—¡Estás hablando por hablar! ¿De dónde lo vas a sacar?
—¿A ti qué te importa? —exclamó.
Basilio se rascó la cabeza, desesperado. Y cogiéndole las manos, con una impaciencia contenida:
—Estamos diciendo tonterías, hija; estamos irritándonos… Tú no tienes dinero.
Ella le interrumpió, y, cogiéndole violentamente del brazo:
—Bien, sí; pero habla tú a esa mujer, háblale tú, arréglalo todo. Yo no quiero volver a verla. Si la veo, me muero créeme. ¡Háblale tú!
Basilio retrocedió vivamente, y, dando con el pie en el suelo:
—¡Estás loca, mujer! ¡Si yo le hablo entonces lo pide todo, querrá la luna! ¡Eso es cosa tuya! ¡Yo te doy el dinero y tú arréglate!
—¿Ni eso quieres hacerme?
Basilio no pudo contenerse:
—¡No, con mil diablos, no!
—¡Adiós!
—¡Estás fuera de ti, Luisa!
—No. La culpa es mía —dijo ella, bajándose el velo con manos trémulas—; ¡soy yo quien debe arreglarlo todo!
Y abrió la puerta. Basilio corrió hacia ella y le asió de un brazo.
—¡Luisa, Luisa! ¿Qué vas a hacer? ¡No podemos romper así! Escucha…
—¡Huyamos entonces, sálvame de todo! —gritó ella, abrazándole con ansia.
—¡Caramba! ¡Si te estoy diciendo que no es posible!
Ella cerró de un portazo, bajó la escalera corriendo. El cupé la esperaba.
—Hacia el Rocío —dijo.
Y arrojándose en un rincón del carruaje, rompió a llorar convulsivamente.
* * *
Basilio salió del Paraíso muy agitado. Las pretensiones de Luisa, sus terrores burgueses, la baja trivialidad del caso, le irritaban tanto que sentía deseos de no volver al Paraíso, callarse ¡y dejar correr las cosas! ¡Pero le daba pena ella, la infeliz! Y después, sin amarla, la deseaba; ¡estaba tan bien formada, tan amorosa, las revelaciones del vicio le daban un delirio tan adorable! Representaba un recursillo tan picaresco mientras él estuviese en Lisboa… ¡Maldita complicación! Al entrar en el hotel dijo a su criado:
—Cuando llegue el señor vizconde Reinaldo, que vaya a mi cuarto.
Estaba alojado en el piso segundo, con balcones sobre el río. Bebió una copa de coñac y se tendió en el sofá. A su lado, en la jardinera, estaba su buvard con el ancho monograma en plata bajo la corona de conde, cajas de puros, sus libros —Mademoiselle Giraud ma femme, La vierge de Mabille, Les Fripones!, Mémoires secrets d’une femme de chambre, Le chien d’arret, Manuel du chasseur—, números del Fígaro, la fotografía de Luisa y la de un caballo.
Y exhalando el humo de su veguero ¡empezó a pensar con horror en la «situación»! ¡No le faltaba más sino irse a París con aquel lío! Mezclar una persona en su vida, que era hacía siete años tan ordenadita, ¡y cataplúm! ¡Embrollarlo todo, porque a la muchacha le habían cogido una carta apasionada y tenía miedo a su esposo! ¡Vaya pretensión! ¡A fin de cuentas, toda aquella aventura había sido un error desde el comienzo! Fue una ocurrencia de burgués encalabrinado la de ir a seducir a la prima de la Patriarcal. ¡Él vino a Lisboa para sus asuntos, para ocuparse de ellos, soportar el calor y el boeuf á la mode del Hotel Central, tomar el vapor y mandar la patria al infierno!… Pero no, ¡qué idiota! Sus negocios habían terminado, ¡y el muy burro permanecía allí tostándose, gastando una fortuna en coches a fin de pasearse por la explanada de Santa Bárbara!, ¿para qué? ¡Para meterse en aquel enredo! ¡Hubiera sido preferible traerse a Alfonsina!
Verdad, sí, que mientras estuviese en Lisboa la aventura resultaba agradable y ¡muy excitante por lo completa! Era un pequeño adulterio, casi un pequeño incesto. ¡Pero aquel incidente lo echaba ahora todo a perder! ¡No; realmente lo más razonable era huir!
Había hecho su fortuna con el negocio del caucho en el alto Paraguay; la importancia del asunto trajo la formación de una Compañía, con capitales brasileños; pero Basilio y unos ingenieros franceses querían rescatar las acciones brasileñas, «que eran un obstáculo», formar en París otra Compañía y dar al negocio un movimiento más atrevido. Basilio marchó a Lisboa a entenderse con algunos brasileños y adquirió con habilidad las acciones. La prolongación de aquel incidente amoroso convirtióse en un trastorno para su vida práctica… Y ahora que la aventura tomaba un aspecto enojoso, ¡convenía levantar el vuelo!
Se abrió la puerta y entró el vizconde Reinaldo, sofocado, con gafas azules, furioso. ¡Venía de Bemfica! Estaba muerto, completamente muerto, con aquel calor de tierra de negros. Habíasele ocurrido la estúpida idea de ir a visitar a una tía, ¡que le hizo en seguida miembro de una Asociación para no sabía qué diablos de asilo cuna, y que le predicó moral! ¡Fue también una ocurrencia de colegial ir a visitar a su tía! Porque, realmente, si algo había que le causaba repugnancia ¡eran las ternezas familiares!
—¿Y tú, qué quieres? ¡Voy a estarme metido en el baño hasta la hora de comer!
—¿Sabes lo que me sucede? —dijo Basilio, levantándose.
—¿Qué?
—Imagínate el caso más estúpido.
—¿Te ha pillado el marido?
—¡No, la criada!
—Shocking! —exclamó Reinaldo, con enojo.
Basilio le contó detenidamente el «caso». Y, cruzándose de brazos ante él:
—¿Y ahora?
—¡Ahora es el momento de desaparecer!
Y se levantó.
—¿Adonde vas?
—Al baño.
Que esperase, ¡qué diablos! Quería hablar con él…
—¡No puedo! —exclamó Reinaldo con un egoísmo exacerbado—. Ven tú para abajo. Puedo hablar perfectamente desde dentro del agua.
Salió, llamando a gritos a William, su criado inglés.
Cuando Basilio bajó a los baños, Reinaldo, estirado voluptuosamente en la bañera, de la que salía un fuerte olor a agua de Lubin, exclamó, gozando de su molicie:
—¡Entonces una cartita cogida de los papeles sucios!
—No, Reinaldo; pero, francamente estoy embarazado. ¿Qué te parece a ti que haga?
—¡Los baúles, chico!
Y sentado en la bañera, enjabonando despacio su cuerpo flaco:
—¡Ahí tienes lo que es seducir a las primas de la Patriarcal Queimada!
—¡Oh! —exclamó Basilio, impaciente.
—¿Oh qué? —y cubierto de espuma con las manos apoyadas en el borde de mármol de la bañera—: ¿A ti te parece decente esto? ¡Una mujer que toma por confidente a la cocinera, que está en sus manos, que pierde la carta entre los papeles sucios, que llora, que pide miles de pesetas, que quiere huir!
—¡Mira, chico; es una mujer deliciosa!
El otro se encogió de hombros, incrédulo. Basilio le dio pruebas en seguida: describió bellezas del cuerpo de Luisa, citó episodios lascivos.
El techo y las paredes, barnizadas de blanco, reflejaban la luz, con suaves tonos lechosos; la emanación del agua tibia aumentaba el calor enervante, y un olor fresco a jabón y agua de Lubin hacía el aire más ligero.
—¡Bien! Estás atado a su boquita —resumió Reinaldo con tedio, estirándose.
Basilio tuvo un movimiento de hombros que rechazaba aquella grotesca suposición.
—Entonces, dime: ¿quieres seguir agarrado a sus faldas o quieres desprenderte de ella? ¡Pero venga, la verdad, la verdad!
—Yo —dijo en seguida Basilio, en voz baja, acercándose a la bañera—, si me pudiera desprender de ella decentemente…
—¡Ah, desgraciado! Tienes una ocasión divina; ella salió disparada como una corza, según dices. Bien; escríbele una carta: «Que viendo que ella desea romper, no la quieres importunar y te marchas». ¿Has terminado tus asuntos, no es verdad? ¡No te molestes en negarlo! Lapierre me ha dicho que sí. ¡Bien, entonces sé decente; manda hacer los baúles y líbrate de la sarna!
Y cogiendo la esponja dejó caer grandes chorros de agua por su cabeza y sus hombros, soplando, satisfecho, bajo la perfumada frescura.
—Pero también —dijo Basilio— ¡dejarla ahora en este atolladero con la criada! Al fin y al cabo es mi prima…
Reinaldo agitó los brazos, con gran hilaridad:
—¡Ese espíritu de familia es magnífico! Vete allí, idiota; dile que te ves obligado a partir, tus negocios, etcétera, y ponle unos cuantos billetes en la mano.
—Eso es brutal…
—¡Escaro!…
Basilio dijo entonces:
—Fíjate que también es una situación la de la pobre muchacha en manos de la criada…
Reinaldo se estiró más y dijo con júbilo:
—¡Estarán a estas horas arañándose las dos!
Se recostó beatíficamente; quiso saber la hora; ¡confesó que estaba ricamente, que se sentía feliz! ¡Con tal que John no se hubiese olvidado de frapper el champaña!
Basilio se retorció el bigote en silencio. Volvió a ver la sala de Luisa de reps verde, la cara horrible de Juliana, con su enorme moño… ¡Estarían, en efecto, riñendo, descompuestas! ¡Qué asco le daba todo aquello! Verdaderamente, debía marcharse.
—Pero ¿qué pretexto le voy a dar para salir de Lisboa?
—¡Un telegrama! ¡No hay nada como un telegrama! Telegrafía en seguida a tu socio en París, ese Labachardie, o Labachardette, o como sea, que te mande inmediatamente este parte: «Venga, negocios mal», etcétera. ¡Es lo mejor!
—Voy a hacerlo —dijo Basilio, levantándose muy decidido.
—¿Y nos vamos mañana? —gritó Reinaldo.
—Sí, mañana.
—¿Por Madrid?
—Por Madrid.
—¡Salero! —se puso en pie en la bañera, entusiasmado, a escurrirse, y con movimientos serpenteantes y agilidad saltó afuera y se envolvió en la bata turca. Su criado William entró en seguida, cautelosamente; se arrodilló, le cogió un pie entre las manos, lo sacudió con cuidado y se dedicó respetuosamente a ponerle el calcetín de seda negro con espigas bordadas.
* * *
A la mañana siguiente, un poco antes del mediodía Juana fue a llamar discretamente en la puerta del cuarto de Luisa, y en voz baja (desde el día del desmayo le hablaba siempre bajo, como a una convaleciente):
—Ahí está el primo de la señora.
Luisa se quedó sorprendida. Estaba aún en bata y tenía los ojos encarnados de llorar; en un momento se dio polvos, alisó su pelo y entró en la sala.
Basilio, vestido de claro, habíase sentado melancólicamente en la banqueta del piano. Tenía un aspecto serio, y empezó a decir, sin transición, que, a pesar de haber huido ella la víspera, él lo consideraba todo «como antes». Había venido porque no podían separarse en aquel momento sin algunas explicaciones y, sobre todo, sin resolver definitivamente el caso de la carta… Y con un gesto triste, como conteniendo las lágrimas:
—¡Porque me veo forzado a salir de Lisboa, querida!
Luisa, sin mirarle, tuvo una sonrisa muda, muy desdeñosa. Basilio añadió en seguida:
—Por poco tiempo, naturalmente, tres semanas o un mes… Pero, en fin, tengo que marcharme… ¡Si se tratase solamente de mis intereses! —se encogió de hombros con desdén—. Pero son intereses ajenos… Aquí tienes lo que he recibido esta mañana —y le tendió un telegrama.
Ella lo sostuvo un momento, sin abrirlo. Su mano hacía temblar el papel.
—¡Lee, te ruego que leas!
—¿Para qué? —dijo ella.
Pero leyó en voz baja:
«Venga, graves complicaciones. Presencia suya absolutamente necesaria. Salga en seguida».
Dobló el papel, se lo devolvió.
—¿Y te vas, no?
—Es forzoso.
—¿Cuándo?
—Esta noche.
Luisa se levantó bruscamente, y, tendiéndole la mano:
—Bien; adiós.
Basilio murmuró:
—¡Eres cruel, Luisa!… ¡No importa! De todas maneras, hay un asunto que es preciso terminar. ¿Hablaste a esa mujer?
—Está todo arreglado —respondió ella, bajando la cabeza.
Basilio le cogió la mano, y casi solemne:
—Hija mía, sé que eres muy orgullosa, pero te suplico que digas la verdad. No quiero dejarte con dificultades. ¿Le hablaste?
Ella retiró la mano, y con una impaciencia creciente:
—¡Se arregló todo, se arregló todo!…
Basilio parecía muy azorado; estaba incluso un poco pálido. Por último, sacando una cartera del bolsillo, empezó a decir:
—En todo caso es posible, es natural (ya sabemos con quién tratamos), es natural, sí, que vengan otras exigencias… —y abrió la cartera y sacó un sobrecito abultado.
Luisa seguía los movimientos de Basilio, muy colorada.
—Por eso, para que puedas entenderte más fácilmente con ella, siempre será mejor dejarte algún dinero.
—¿Estás loco? —exclamó ella.
—Pero…
—¿Quieres darme dinero? —su voz era trémula.
—Pero en fin…
—¡Adiós! —y fue a salir de la sala, indignada.
—¡Luisa, por amor de Dios! No me has comprendido…
Ella se detuvo y dijo precipitadamente, como impaciente por acabar:
—Te he comprendido, Basilio; muchas gracias. Pero no es necesario. Lo que pasa es que estoy nerviosa… No prolonguemos más esto… Adiós.
—Pero ya sabes que vuelvo dentro de tres semanas…
—Bien, pues entonces nos veremos…
Él la cogió, diole un beso en la boca y encontró sus labios pasivos e inertes…
Aquella frialdad irritó su vanidad. La apretó contra su pecho y le dijo en voz baja, poniendo mucha pasión en la voz:
—¿No quieres darme ni un beso?
Por los ojos de Luisa pasó un leve resplandor; le besó rápidamente, y, retrocediendo:
—Adiós.
Basilio estuvo contemplándola un momento, y lanzando un leve suspiro:
—¡Adiós! —y desde la puerta, volviéndose con melancolía—: Escríbeme, al menos. Ya sabes mi dirección: calle Saint-Florentin, veintidós.
Luisa se acercó al balcón. Le vio encender el puro en la calle, hablar al cochero, saltar en el cupé, cerrar con fuerza la portezuela, ¡sin mirar siquiera hacia los balcones!
Rodó el coche: tenía el número diez… ¡No le vería nunca más! Habían palpitado con el mismo amor y cometido el mismo pecado. Él partía alegre, llevándose los recuerdos novelescos de la aventura; ella se quedaba con las amarguras permanentes de la culpa.
¡Así era el mundo!
La invadió un sentimiento punzante de soledad y de abandono. Estaba sola y la vida se le aparecía como una vasta planicie desconocida, ¡envuelta en una densa noche, erizada de peligros!
Entró despacio en el cuarto y fue a desplomarse en el sofá; vio al lado el maletín de piel que había preparado el día anterior para huir; lo abrió y empezó a sacar lentamente los pañuelos, una camiseta bordada; ¡encontró la fotografía de Jorge! Se quedó con ella en las manos, contemplando su mirada leal, su sonrisa bondadosa.
—¡No, no estaba sola en el mundo! ¡Le tenía a él! ¡Aquél la amaba, no la traicionaría, nunca la abandonaría! —y aplastando sus labios sobre el retrata humedeciéndolo con besos convulsivos, se echó de bruces sobre el sofá, bañada en lágrimas, diciendo:
—¡Perdóname, Jorge, mi Jorge, mi querido Jorge, Jorge de mi alma!
* * *
Después de comer, Juana vino a decirle, tímidamente:
—¿No le parece a la señora que estaría bien ir a buscar noticias de Juliana?
—Pero ¿adonde quiere usted ir a buscarlas? —preguntó Luisa.
—Ella iba algunas veces a casa de una amiga, una comadrona por el lado del Carmen. Tal vez le haya dado algún arrechucho y esté mala. Pero también ¡no mandar recado desde ayer por la mañana!… ¡Es cosa rara! Podía yo ir a enterarme…
—Bueno, vaya, vaya.
Aquella brusca desaparición inquietaba también a Luisa. ¿Dónde estaría? ¿Qué hacía?
Parecíale que algo se tramaba en secreto, lejos de ella, algo que vendría a estallar de repente sobre su cabeza, de un modo terrible…
Anocheció. Encendió las velas. Tenía cierto miedo a estar sola así, en casa, y paseando por el cuarto pensaba que a aquella hora Basilio compraría alegremente su billete en Santa Apolonia, se instalaría en el vagón, encendería un puro ¡y al poco rato la máquina, jadeando, se le llevaría para siempre! ¡Porque ella no creía en aquella «separación de tres semanas, de un mes»! ¡Se iba para siempre, huía! Y a pesar de odiarle, sentía que algo dentro de ella se rompía con aquella separación ¡y sangraba dolorosamente!
Eran casi las nueve cuando sonó la campanilla, con prisa. Creyó que sería Juana, de vuelta ya. Fue a abrir con un candelabro y retrocedió al ver a Juliana, lívida, muy alterada.
—¿La señora quiere hacer el favor de contestarme a una palabra?
Entró en el cuarto detrás de Luisa, e inmediatamente estalló, gritando furiosa:
—¿Entonces la señora se imagina que esto va a quedar así? ¿La señora se figura que porque su amante se escape esto va a quedar así?
—¿Qué sucede, mujer? —dijo Luisa, petrificada.
—¿Cree la señora que porque su amante huya esto va a quedar en nada? —vociferó.
—¡Oh mujer, por amor de Dios!…
Su voz tenía tal angustia, que Juliana enmudeció. Pero después de un momento, más bajo:
—¡La señora sabe muy bien que si yo guardé las cartas era para algo! ¡Quería pedir al primo de la señora que me ayudase! Estoy cansada de trabajar y quiero mi descanso. No iba a armar escándalo. Lo que deseaba es que él me ayudase. Mandé al hotel esta tarde… ¡y el primo de la señora había levantado velas! ¡Se había marchado hacia los Olivares o hacia el infierno! Y el criado salía por la noche con los baúles. ¿Pero la señora cree que me engañan?
E invadida de nuevo por la cólera y golpeando furiosamente con el puño sobre la mesa, prosiguió:
—¡Que me parta un rayo si no hay una desgracia en esta casa de la que se va a hablar en todo Portugal!
—¿Cuánto quiere usted por las cartas, ladrona? —dijo Luisa, irguiéndose ante ella.
Juliana se quedó un momento parada.
—¡O me da la señora dos mil duros o no entrego los papeles! —respondió con ímpetu.
—¡Dos mil duros! ¿Y dónde quiere usted que vaya a buscar dos mil duros?
—¡Al infierno! —gritó Juliana—. ¡O me da los dos mil duros o tan cierto como estoy aquí que va a leer su marido las cartas!
Luisa se dejó caer en una silla, aniquilada.
—¿Qué he hecho yo para esto, Dios mío, que he hecho yo para esto?
Juliana se plantó delante de Luisa, muy insolente:
—La señora dice bien, soy una ladrona, es cierto; cogí la carta de la papelera y saqué las otras del cajón. ¡Es verdad! ¡Y lo hice para esto, para que me las pagasen! —y ciñéndose y desciñéndose el chal, con frenética excitación—: ¡Como que no iba a llegar mi vez! ¡He sufrido mucho! ¡Estoy harta! Vaya usted a buscar el dinero donde quiera. ¡Ni cinco céntimos menos! ¡He pasado años y años de tormentos! Para ganar un duro al mes tenía que trabajar desde la madrugada hasta la noche, ¡mientras la señora estaba holgazaneando! Tengo que levantarme a las seis de la mañana, y después, venga dar betún, barrer, arreglar, azacanarme, y la señora muy cómoda entre ricas sábanas, sin preocupaciones ni fatigas. ¡Un mes llevo levantándome con el sol para meter en almidón la ropa y lavar y planchar! La señora ensucia, ensucia, quiere ir a ver a quien le parece, enseñar adornos por abajo, y aquí está la negra con su punzada en el corazón, ¡matándose con la plancha en la mano! Y la señora vengan paseos, coches, buenas sedas, todo cuanto se la antoja. ¿Y la negra? ¡La negra extenuándose!
Luisa, abatida, sin fuerza para contestar, se encogía bajo aquella cólera como un pájaro bajo el aguacero. Juliana se iba exaltando con la propia violencia de su voz. Y el recuerdo de las fatigas, de las humillaciones, atizaba su rabia como leña en una hoguera.
—¿Qué le parece? —exclamó—. ¡Yo comiendo las sobras y la señora los buenos bocados! Después de trabajar todo el día si quiero una gota de vino, ¿quién me lo da? ¡Tengo que comprármela! ¿Ha ido la señora a mi cuarto? ¡Es una mazmorra! Hay tantas chinches que tengo que dormir casi vestida. Y la señora si nota una picadura tiene a la negra para desarmar la cama y para limpiarla, agujero por agujero. ¡Una criada! La criada es la bestia de carga. Trabaja si puede, y si no a la calle, al hospital. Pero me llegó la vez —y se daba palmadas en el pecho, fulgurante de venganza—. ¡La que manda ahora soy yo!
Luisa sollozaba quedamente.
—¡La señora llora! ¡También yo he llorado muchas lágrimas! ¡Ay! ¡Yo no la quiero mal, señora, ciertamente que no! ¡Que se divierta, que goce! Lo que yo quiero es mi dinero. Lo que quiero es mi dinero sudado aquí. ¡O se va a hablar de estos papeles! ¡Así me aplaste este techo si no me voy a enseñar la carta a su hombre, a sus amigos, a toda la vecindad, y va usted a andar arrastrada por las calles de la amargura!
Calló, exhausta, y con voz entrecortada de fatiga:
—¡Pero déme la señora mi dinero, mi dinero rico, y aquí tiene los papeles; se acabó el asunto y yo desaparezco! ¡Pero venga aquí mi dinero! ¡Y le digo también que me mate ahora mismo un rayo si después de recibir el dinero vuelve a abrirse esta boca! —y se dio una palmada en los labios.
Luisa se levantó despacio, palidísima.
—Pues bien —dijo, casi en un murmullo—; yo le proporcionaré el dinero. Espere unos días.
Se hizo un silencio que después de aquel alboroto pareció muy profundo, como si en el cuarto todo se tornase más inmóvil. El reloj daba apenas su tictac y dos velas que había sobre el tocador, al consumirse, esparcían una luz rojiza y recta.
Juliana cogió la sombrilla, se ciñó el chal y después de mirar un momento a Luisa:
—Bien, señora —dijo muy seca.
Y dando la vuelta, salió.
Luisa oyó el portazo de la cancela.
—¡Qué expiación, Santo Dios! —exclamó, cayendo sobre una silla, bañada en lágrimas otra vez.
Eran casi las diez cuando Juana volvió.
—No pude enterarme de nada, señora; ni la comadrona ni nadie sabe de ella.
—Bueno, traiga la lamparilla.
Y Juana, al desnudarse en su cuarto, murmuraba para sus adentros: «No me cabe duda. ¡La tal Juliana tiene su apaño; está liada por ahí con algún chulo!».
* * *
¡Qué noche para Luisa! A cada momento se despertaba sobresaltada, abría los ojos en la penumbra del cuarto y aquella obsesión punzante se le clavaba en el alma, como una puñalada ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo conseguir aquel dinero? ¡Dos mil duros! Sus joyas valían quizá eso. Pero ¿qué diría Jorge después? Tenía la plata… ¡Pero era lo mismo!
La noche estaba calurosa, y en su agitación se le escurrió la ropa, y no le quedó apenas más que la sábana sobre el cuerpo. A ratos la fatiga la volvía a adormecer en un sueño superficial, cortado por vivas pesadillas. Veía montones de monedas relucientes vagamente, fajos de billetes que se movían con suavidad en el aire. Se levantaba, saltaba para cogerlos, pero las monedas empezaban a rodar, a rodar como ruedecitas innumerables sobre un suelo liso, y los billetes desaparecían, volando muy ligeros, con un aleteo irónico. O también era alguien que entraba en la sala, se inclinaba respetuosamente y empezaba a saludar con el sombrero, dejándola caer en el regazo monedas muy diversas, en gran profusión: no conocía ella a aquel hombre; llevaba una peluca rojiza y una perilla llamativa. ¿Sería el diablo? ¡Qué la importaba! ¡Era rica, estaba salvada! Poníase a gritar, a llamar a Juliana, a correr detrás de ella por un corredor que no tenía fin y que empezaba a estrecharse hasta llegar a ser como una rendija por donde ella se arrastraba sesgadamente, respirando mal. Y apretando contra su pecho el montón de monedas que comunicaba la frialdad del metal a su pecho desnudo. Se despertó asustada y el contraste de su miseria real con aquellas riquezas del sueño fue el colmo de su amargura. ¿Quién podría ayudarla? ¡Sebastián era rico, era bueno! Pero mandarle llamar y decirle ella, Luisa, la mujer de Jorge: «Présteme dos mil duros». «¿Para qué, señora?». ¿Podía contestarle entonces para rescatar unas cartas que escribí a mi amante? ¿Era aquello posible? No. Estaba perdida. No le quedaba más que entrar en un convento.
A cada momento daba la vuelta a la almohada, que le abrasaba el rostro; se quitó el gorro, sus largos cabellos se soltaron y los recogió al azar, con una horquilla, y de espaldas, con la cabeza sobre los brazos desnudos, pensó amargamente en la novela de todo aquel verano: la llegada de Basilio, la excursión a Campo Grande, la primera visita al Paraíso…
¿Por dónde iría el infame? ¡Durmiendo tranquilamente recostado en los almohadones del vagón! ¡Y ella allí, en la agonía!
Apartó la sábana, se sofocaba. Y, descubierta, resaltando apenas sobre la blancura de la ropa, se durmió cuando empezaba a clarear.
Se despertó tarde, rendida. Pero, después, en el comedor, la belleza de aquella mañana espléndida la reanimó. El sol entraba a raudales, resplandeciente, por el balcón, abierto; los canarios trinaban a coro; de la forja vecina salía un alegre martilleo, y el amplio dosel azul intenso elevaba las almas. Aquella alegría de las cosas le dio como un valor inesperado. No debía abandonarse a una desesperación inerte… ¡Qué diablo! ¡Había que luchar!
Entonces vislumbró ciertas esperanzas. Sebastián era bueno y a Leopaldina se le ocurrían recursos. Existían otras posibilidades, la misma casualidad. ¡Y todo aquello podía, en definitiva, conseguirle los dos mil duros y salvarla! ¡Juliana desaparecería, Jorge regresaba! Y, alborozada, veía brillar perspectivas de posibles felicidades, en el futuro, deliciosamente.
Al mediodía apareció el criadito de Sebastián: el señor había llegado de Almada y deseaba saber cómo estaba la señora.
Corrió ella misma a la puerta ¡Le rogaba a don Sebastián que viniese en cuanto pudiera!
¡Se acabó! Sintióse resuelta, hablaría a Sebastián… A fin de cuentas, era el único recurso contárselo ella todo a Sebastián o que la otra se lo contase todo a su marido. ¡Imposible vacilar! Además, podía atenuarlo, decir que había sido solamente una correspondencia platónica… La marcha de Basilio, por otra parte, hacía de aquel desliz un hecho pasado, casi antiguo… ¡Y Sebastián era tan amigo de ella!
Llegó él a la una. Luisa, que estaba en su tocador, le oyó entrar, y sólo el ruido de sus fuertes pisadas por la alfombra de la sala le produjo una timidez, casi terror. Parecióle ahora aquello muy difícil, terrible de decir…
Había preparado frases, explicaciones; una historia de galanteo, de cartas cambiadas, y permaneció con la mano en el picaporte, temblando.
¡Le tenía miedo! Oíale pasear por la sala. Y temiendo que la impaciencia le enojase, entró.
Se le antojó más alto, más serio; ¡nunca su mirada le había parecido tan recta ni su barba tan imponente!
—¿Qué? ¿Necesita alguna cosa? —le preguntó él, después de las primeras palabras sobre Almada, sobre el tiempo.
Luisa sintió una cobardía irrefrenable y contestó en seguida:
—¡Es a causa de Jorge!
—¡Apuesto a que no le ha escrito!
—No.
—A mi también ha estado mucho tiempo sin escribirme —y riendo—: Pero hoy he recibido dos cartas, al por mayor.
Rebuscó entre otros papeles que sacó del bolsillo. Luisa fue a sentarse en el sofá; le miraba con el corazón palpitante y sus uñas impacientes arañaban despacio la tela.
—Es verdad —dijo Sebastián, revolviendo el fajo de papeles—. Recibí dos suyas: habla de volver, dice que está muy alicaído… —y tendiendo una carta a Luisa—: Puede verla.
Luisa la desdobló y empezó a leer; pero Sebastián, alargando la mano precipitadamente:
—¡Perdón, no es ésa!
—No, déjeme ver…
—No dice nada, habla de negocios…
—¡Quiero verla!
Sebastián, sentado al borde de la silla, se rascaba la barbilla, mirándola muy contrariado. Y Luisa, de repente, alzando la cabeza:
—¿Cómo? —la lectura esparció por su rostro una sorpresa enojada—. ¡Verdaderamente!…
—¡Son tonterías, son tonterías! —murmuró Sebastián, muy colorado.
Luisa se puso entonces a leer alto, despacio: «¡Sabrás, amigo Sebastián, que he hecho aquí una conquista. No es lo que se llama una princesa; se trata, ni mas ni menos, que de la mujer del estanquero. Parece estar abrasada en el fuego más impuro por este servidor. Dios me perdone; temo que me cobra un real por los puros de peseta, haciendo así a Carlos, su digno esposo, la doble faena de arruinarle la felicidad y la tienda!». ¡Qué gracioso! —murmuró Luisa, furiosa—. «Temo grandemente que se repita conmigo el caso bíblico de la mujer de Putifar. Créeme que tiene cierto mérito el resistirla, porque la mujer, pese a su condición de estanquera, es lindísima. Y tengo miedo de que le pase algún percance a mi pobre virtud…».
Luisa se interrumpió, mirando a Sebastián con ojos terribles.
—¡Son bromas! —balbució él.
Ella siguió leyendo: «¡Mira que si Luisa supiera esta aventura! Por lo demás, mi éxito no para aquí; ¡la mujer del delegado me hace la rosca descaradamente! Es de Lisboa, de una familia Gamacho, que al parecer vive en Belem. ¿Los conoces? Y aparenta morirse de tedio, en la tristeza provinciana de la localidad. Dio una soirée en honor mío y también en honor mío, según creo, se escotó. Muy bonito pecho».
Luisa se puso encarnadísima. «¡Es una mujer endemoniada!…».
—¡Está loco! —exclamó ella—. «Y aquí tienes a tu amigo hecho un Don Juan de Alentejo ¡y dejando un rastro de hogueras sentimentales, ardiendo por esta lejana provincia! Pimentel me encarga…».
Luisa leyó aún algunas líneas, y, levantándose bruscamente y devolviendo la carta a Sebastián:
—¡Muy bien, veo que se divierte! —dijo con voz sibilante.
—¡Son bromas! No debe usted tomarlas en serio…
—¡Yo! —exclamó ella—. ¡Hasta las encuentro muy naturales!
Sentóse y empezó a hablar con volubilidad de otras cosas, de doña Felicidad, de Julián…
—Trabaja ahora mucho para el concurso —dijo Sebastián—. A quien no he visto es al consejero.
—Pero ¿quiénes son esos Gamachos, de Belem?
Sebastián se encogió de hombros, y en tono casi de reproche:
—Vamos, lo ha tomado usted en serio…
Luisa le interrumpió.
—¡Ah! ¿No sabe? Se marchó mi primo Basilio.
Sebastián se mostró alborozado.
—¿Sí?
—Se ha ido a París y no creo que vuelva —y después de una pausa, como si se hubiera olvidado de Jorge y de la carta—: Sólo en París se encuentra a gusto… Estaba deseando marcharse —y añadió, dando unos toques ligeros a los pliegues de su vestido—: Necesitaba casarse ese muchacho.
—Para sentar la cabeza —agregó Sebastián.
Pero Luisa no creía que un hombre a quien le gustaban tanto los viajes, los caballos, las aventuras, pudiera resultar un buen marido.
Sebastián opinó que esa clase de hombres algunas veces se volvían serios y eran hombres de hogar.
—Tiene más experiencia —dijo.
—Pero un fondo ligero —observó ella.
Y después de estas palabras se callaron cohibidos.
—Yo, la verdad —dijo entonces Luisa—, he preferido que mi primo se marchase… Como hubo esas tonterías en la vecindad… Últimamente, incluso, no le he visto casi. Estuvo aquí ayer a despedirse y me dejó sorprendida…
Estaba haciendo imposible la historia de un galanteo platónico, con unas cartas cambiadas, pero un sentimiento más fuerte que ella misma le impulsó a atenuar, a distanciar sus relaciones con Basilio. Añadió entonces:
—Mantenemos una amistad, pero somos muy distintos… Basilio es egoísta y poco afectuoso… Por lo demás, nuestra intimidad no fue nunca grande…
Calló bruscamente, al notar que se escurría…
Sebastián recordaba haberle oído decir «que se habían criado juntos de pequeños»; pero, en fin, aquella manera de hablar del primo le pareció la prueba mejor de que «no había habido nada». ¡Casi se censuró por sus dudas, tan injustas!…
—¿Y volverá? —preguntó.
—No me lo dijo, pero creo que no. ¡Estando en París!…
Y con la idea de la carta, preguntó de pronto:
—Entonces, Sebastián, ¿es usted el confidente de Jorge?
El se echó a reir:
—¡Oh, señora! Él asegura…
—Y a mí, cuando me escribe, me dice que se aburre de estar solo, que no soporta el Alentejo… —y viendo a Sebastián mirar el reloj—: ¿Se marcha ya? Es pronto.
Pero él tenía que estar en la Baixa antes de las tres, le dijo.
Luisa quiso retenerle. No sabía para qué, pues a cada momento sentía disminuir su resolución, desvanecerse como el agua de un río que se absorbe en su lecho. Se puso a hablarle de las obras de Almada.
Sebastián las empezó pensando que con dos o tres mil pesetas se harían las restauraciones necesarias; pero después unas cosas habían traído otras, y, como él decía: «¡Se me está convirtiendo aquello en un tragaduros!».
Luisa rió forzosamente:
—¡Vamos, cuando es uno un rico propietario!…
—¡Ya lo creo! Parece que no es nada; pero la pintura de una puerta, de una ventana nueva, una habitación empapelada, un solado y esto y lo de más allá, ¡y se van mil duros, al final!
Se levantó, y despidiéndose:
—Espero que ese bribón no se retrase mucho…
—Si la estanquera le da permiso…
Se quedó paseando por la sala, nerviosa con aquella idea. ¡Dejarse querer por la estanquera, la mujer del delegado y las otras!… Realmente tenía confianza en él, ¡aunque los hombres!… De repente se imaginó a la estanquera estrechándole en sus brazos detrás del mostrador, ¡o a Jorge besando en alguna entrevista nocturna el hermoso escote de la mujer del delegado!… Y se le aparecieron tumultuosamente todas las razones que probaban indiscutiblemente la traición de Jorge: ¡Estaba fuera hacía dos meses! ¡Sentíase cansado de su viudez! ¡Encontraba una mujer bonita, y tomaba aquello como un placer pasajero, sin importancia!… ¡Qué infame! Decidió escribirle una carta digna y ofendida: «Que viniera inmediatamente o se marchaba ella». Entró en el cuarto muy excitada. La fotografía de Jorge, que había sacado el día anterior del maletín de piel quedó sobre el tocador. Se puso a mirarla; no le sorprendió que le quisiesen, era guapo, agradable… Sintió una oleada de celos que le oscureció la mirada; si él la engañase, si tuviera la certeza de la «más pequeña cosa», se separaría, iría refugiarse a un convento, se moriría seguramente, ¡le mataba!
—Señora —entró a decir Juana—, es un mozo con esta carta. Espera contestación.
¡Qué espanto! ¡Era de Juliana! Escrita en papel rayado, con una letra horrible, llena de faltas de ortografía, decía así:
Señora: Bien sé que estuve imprudente, lo cual debe achacar la señora tanto a mi desgracia como a la falta de salud, lo cual hace que algunas veces se tengan arrebatos repentinos. Pero si la señora quiere que yo vuelva y que haga el mismo servicio de antes, a lo cual creo que la señora no puede oponerse, tendré mucho gusto en servirla, en la seguridad de que nunca más se hablará de eso hasta que la señora quiera y cumpla lo que prometió. Prometo hacer mi trabajo y deseo que la señora acceda a esto, puesto que es en bien de todos. Ya que fue cosa del genio, y, naturalmente, todos tienen sus repentes, y con esto no canso más, y queda su obediente servidora la criada,
JULIANA COUCEIRO TAVEIRA
¡Se quedó con la carta en la mano, sin decidirse! Su primer impulso fue decir ¡no! ¡Volver a admitirla, verla, con su cara horrible y su moño enorme! ¡Saber que tenía en el bolsillo su carta, su deshonra, y llamarla, pedirle agua, la lamparilla, estar servida por ella! ¡No! Pero la acometió un terror: si se negaba, irritaría a aquella mujer, ¡y Dios sabe lo que haría! Estaba en sus manos, tenía que pasar por todo. Era un castigo… Vaciló todavía un momento:
—Que sí, que venga, es la contestación.
* * *
Juliana llegó, en efecto a las ocho. Subió cautelosamente hacia el desván, se puso la ropa de casa y las zapatillas y bajó al cuarto de la plancha, en donde Juana, sentada en una silla, cosía a la luz del quinqué.
Juana, llena de curiosidad, la abrumó en seguida a preguntas: «¿Dónde había estado? ¿Qué le había sucedido? ¿Por qué no dio noticias?…». Juliana contó que estando de visita en casa de una amiga, en el paseo de Márquez de Abrantes, le dio de repente un flato y el dolor… No quiso avisar, porque creyó que podría volver. ¡Pero no! Estuvo un día y medio en la cama…
Quiso saber entonces lo que había hecho la señora, si salió, quién vino…
—La señora ha estado de mal humor —dijo Juana.
—Es cosa del tiempo —observó Juliana. Había traído su costura, y las dos, calladas, siguieron trabajando.
A las diez, Luisa oyó llamar suavemente a la puerta del cuarto. ¡Era ella, seguramente!
—Entre…
La voz de Juliana dijo con naturalidad:
—Está servido el té.
Pero Luisa no se atrevía a ir a la sala, ¡con un miedo horroroso a verla! Dio unas vueltas por el cuarto, demorando el momento; fue al fin, toda trémula. Juliana llegaba justamente por el corredor; arrimándose a la pared, le dijo con respeto:
—¿Quiere la señora que vaya por la lamparilla?
Luisa dijo que sí con la cabeza, sin mirarla.
Cuando volvió al cuarto, Juliana llenaba el jarro, y después de haber abierto la cama y cerrado las puertas, casi de puntillas:
—¿La señora no necesita nada? —preguntó.
—No.
—Muy buenas noches, señora.
Y no hubo entre ellas más palabras.
«¡Parece un sueño! —pensaba Luisa al desnudarse melancólicamente—. ¡Esta mujer, con mis cartas, alojada en mi casa para torturarme, para robarme!». ¿Cómo podía encontrarse ella, Luisa, en aquella situación? No lo sabía. ¡Las cosas habían sucedido tan bruscamente, con la furiosa precipitación de una tormenta que estalla! No tuvo ella tiempo de raciocinar, de defenderse: había sido arrollada. ¡Y allí estaba casi sin dar fe, en su casa, bajo el dominio de su criada! ¡Ah, si hubiese hablado a Sebastián! Tendría ahora el dinero, seguramente, billetes, oro… ¡Con qué frenesí se lo arrojaría y la expulsaría luego con su baúl, sus trapos, su moño!… ¡Se juró a sí misma hablar a Sebastián, decirle todo! ¡Iría, incluso, a casa de él, para impresionarle más!
Al poco rato, rendida de la agitación del día, se adormeció. ¡Y soñó que un extraño pájaro negro penetraba en su cuarto, produciendo un vendaval, con sus alas negras de murciélago! ¡Era Juliana! Corría ella aterrada al despacho, gritando: «¡Jorge!». Pero no veía ni libros, ni estantes, ni mesa; había una anaquelería ordinaria de estanco, y, detrás del mostrador, Jorge acariciaba sobre sus rodillas a una bella mujer de formas prietas, en camisa basta, que le preguntaba con una voz desfalleciente de voluptuosidad y unos ojos llenos de pasión: «¿Corrientes o habanos?». Huía ella entonces de allí indignada, y, a través de sucesos confusos, se veía al lado de Basilio, por una calle sin fin, en la que los palacios tenían fachadas de catedrales y los carruajes rodaban, rodaban soberbiamente con pompa de cortejo. Contaba sollozando a Basilio la traición de Jorge. Y Basilio, brincando alrededor de ella con gracia de payaso, rasgueaba en una guitarra, cantando:
Mandé, una carta a Cupido
queriéndole preguntar
si un corazón ofendido
¡tiene obligación de amar!
—¡No la tiene! —gritaba la voz de Ernestito, blandiendo triunfante un rollo de papel.
Y todo se oscurecía de repente en los amplios vuelos circulares que hacía Juliana con sus alas de murciélago.