Por aquel tiempo, una mañana en que Luisa iba hacia el Paraíso, vio de pronto salir de un portal, un poco pasada la explanada de Santa Bárbara, la figura afanosa de Ernestito.
—¡Tú por aquí, prima Luisa! —exclamó él entonces, muy sorprendido—. ¡Por estos barrios! ¿Qué haces por aquí? ¡Gran milagro!
Venía todo colorado, con los bordes de la chaqueta de alpaca echados hacia atrás, y agitaba con excitación un grueso rollo de papeles.
Luisa se quedó un poco cohibida; le dijo que iba a visitar a una amiga. ¡Oh! Él no la conocía, acababa de llegar de Oporto…
—¡Ah, bien, bien! ¿Y qué has hecho, cómo lo pasas? ¿Cuándo vuelve Jorge? —se disculpó después, por no haber ido a verla; ¡pero es que no tenía ni un minuto libre! Por la mañana, la Aduana; por la noche, los ensayos…
—Entonces, ¿siguen bien las cosas?
—Siguen bien.
Y entusiasmado:
—¡Y cómo siguen! ¡Un primor! ¡Pero cuánto trabajo, cuánto trabajo! Venía ahora de casa del actor Pinto, que hacía el papel de amante, de conde Monte Redondo; habíale oído declamar las palabras finales del acto tercero: «¡Maldición, el Destino funesto me aplasta! Pues bien, ¡lucharé a brazo partido con el Destino! ¡A la lucha!». ¡Era una maravilla! Acababa también de decirle que alterase el monólogo del acto segundo. El empresario lo encontraba largo…
—Entonces, ¿sigue entremetiéndose el empresario?
—Un poco… —y con una cara radiante—: ¡Pero está entusiasmado! ¡Están todos entusiasmados! Ayer me decía: «Lesmiña. Es el nombre que me han puesto por broma. ¿Tiene gracia, verdad? Pues me decía: Lesmiña: ¡El día del estreno se descuelga aquí todo Lisboa! ¡Usted los entierra a todos!». ¡Es un buen hombre! Y ahora voy a casa de Bastos, el folletinista de «La Verdad». ¿No le conoces?
Luisa no se acordaba bien.
—¡Bastos, el de «La Verdad»! —insistió él.
Y viendo que a Luisa érale extraño aquel nombre y aquel individuo:
—¡Pues ahora es de lo más conocido! —e iba a describir sus rasgos, a citar sus obras.
Pero Luisa, impaciente, para terminar:
—¡Ah, sí! Ahora le recuerdo perfectamente… ¡Ya sé!
—Pues sí, voy a su casa —adoptó un tono convencido—. Somos íntimos, ¡es muy buen muchacho y tiene un pequeñuelo hermoso! —y apretándole mucho la mano—: Adiós, prima; no puedo perder un momento. ¿Quieres que te acompañe?
—No, es aquí cerca.
—¡Adiós, recuerdos a Jorge!
Iba a alejarse presuroso, pero volviéndose rápidamente, corrió detrás de ella.
—¡Ah! Se me olvidaba decírtelo… ¿Sabes que la perdoné?
Luisa abrió muchos los ojos.
—¡A la condesa, a mi heroína! —exclamó Ernestito.
—¡Ah!
—Sí; el marido la perdona, obtiene una embajada y se va a vivir al extranjero. Es más natural…
—¡Sin duda! —dijo Luisa, distraída.
—Y la obra acaba diciendo el amante, el conde de Monte Redondo: «¡Y me iré a un desierto a morir de esta pasión funesta!». ¡Será de mucho efecto! —estuvo mirándola un momento, y, bruscamente—: ¡Adiós, Luisa; recuerdos a Jorge!
Y se alejó precipitadamente.
Luisa entró en el Paraíso muy contrariada. Contó aquel encuentro a Basilio. ¡Ernestito era tan estúpido! Podía hablar más adelante de aquello, citar la hora, preguntar a Jorge quién era la amiga de Oporto.
Y, quitándose el velo y el sombrero:
—No, realmente es una imprudencia venir así tantas veces. Sería mejor no repetirlo tanto. Pueden enterarse…
Basilio se encogió de hombros, contrariado:
—Pues si te parece, no vengas.
Luisa le miró un momento, y, haciendo una gran reverencia:
—¡Muchas gracias!
Y fue a ponerse el sombrero; pero él le sujetó las manos y, abrazándola, murmuro:
—¡Es que has hablado de no venir! Y yo, ¿qué? Yo, que estoy en Lisboa por tu causa…
—No; realmente, dices a veces unas cosas… Tienes ciertos modales…
Basilio le ahogó las palabras con sus besos.
—¡Bah, bah, bah! ¡Nada de riñas! Perdóname. Estás tan bonita…
Luisa, al volver hacía su casa, pensaba en aquella «escena». «No —se decía—, no era ya la primera vez que mostraba él un despego muy marcado con ella, por su reputación, por su salud. La quería allí todos los días, egoístamente. Que las malas lenguas hablasen, que los corrillos la desgarrasen, ¿qué le importaba a él? ¿Y por qué?… Porque, en fin, ello saltaba a la vista, la amaba menos… ¡Sus palabras, sus besos se enfriaban cada día un poco más!… Ya no tenía él aquellos arrebatos del deseo en que la envolvía toda con una caricia palpitante, ni aquella abundancia de sensación ¡que le hacía caer de rodillas con las manos trémulas como las de un viejo!… Ya no se precipitaba hacia ella, apenas Luisa aparecía en la puerta, ¡como sobre una presa estremecida!… Ya no empleaba aquellas conversaciones pueriles, llenas de risas, divagadoras y locas, a las que se entregaban, olvidados de todo, después de la hora ardiente y física, ¡cuando ella se quedaba en una lasitud con la sangre fresca y la cabeza recostada sobre sus brazos desnudos! ¡Pero ahora! ¡Cambiado el último beso, Basilio encendía su puro, como en un restaurante al terminar la comida! Iba después ante el espejito que había sobre el lavabo a peinarse con un peinecito de bolsillo. (¡Lo que ella odiaba aquel peinecito!). ¡A veces hasta consultaba el reloj!… Y mientras ella se arreglaba, no iba, como en los primeros tiempos, a ayudarle a ponerse el cuello, a pincharse con sus alfileres, a reír en torno de ella, a despedirse con besos apresurados de la desnudez de sus hombros antes que se abrochase el vestido. Iba sólo a tamborilear en los cristales o a sentarse, con un aire taciturno, ¡y a balancear la pierna!».
Además, realmente, no la respetaba ni la consideraba… Tratábala por encima del hombro, como a una burguesilla poco educada y obtusa, que apenas si conoce su barrio. ¡Y tenía un modo de pasear, fumando, con la cabeza alta, hablando del «ingenio de la señora tal», de las toilettes de la «condesa cual»! ¡Como si ella fuera estúpida y sus vestidos unos harapos! ¡Ah, era importuno! Y parecía, Dios la perdonase, parecía hacerle un honor, un gran honor en poseerla… E inmediatamente recordó a Jorge, ¡a Jorge, que la amaba con tanto respeto! ¡Jorge, para quien ella era seguramente la más bonita, la más elegante, la más inteligente, la más seductora!… ¡Y pensaba, ya un poco, en que había sacrificado su feliz tranquilidad a un amor muy incierto!
Finalmente, un día que le vio más distraído, más frío, tuvo una franca explicación con él. Erguida, sentada en el canapé de paja, habló con buen sentido, despacio, con un aire digno y estudiado: «Notaba claramente que él se aburría, que su gran amor había pasado, que era, por tanto, humillante para ella que se viesen en aquellas condiciones y que juzgaba más digno terminar…».
Basilio la miraba sorprendido de su solemnidad; percibía una preparación, un fingimiento en aquellas frases, y dijo con mucha tranquilidad, sonriendo:
—¡Traías eso preparado!
Luisa se levantó bruscamente, y, mirándole con fijeza, hizo un gesto desdeñoso de labios.
—¿Estás loca, Luisa?
—Estoy harta. Hago todos los sacrificios por ti, vengo aquí todos los días, me comprometo, y ¿para qué? Para verte muy indiferente, muy seco…
—Pero, amor mío…
Ella tuvo una sonrisa de escarnio.
—¡Amor mío! ¡Oh, son ridículos estos fingimientos!
Basilio se impacientó.
—¡No me faltaba más que esta escena! —exclamó, impetuosamente. Y cruzándose de brazos delante de ella—: Pero tú ¿qué quieres?… ¿Quieres que te ame como en el teatro, como en la ópera? ¡Sois todas lo mismo! Cuando un pobre diablo ama con naturalidad, como todo el mundo, con su corazón, pero sin gestos de tenor, juráis que es frío, que se aburre, que es un ingrato… Pero ¿qué quieres? ¿Quieres que caiga de rodillas, que declame, que revuelva los ojos, que haga juramentos y demás tonterías?…
—Son tonterías que tú hacías…
—¡Al principio! —respondió él, brutalmente—. Nos conocemos ya mucho para eso, rica mía…
¡Y habían transcurrido apenas cinco semanas!
—¡Adiós! —dijo Luisa.
—Bien. ¿Te vas enfadada?
Ella contestó con los ojos bajos, poniéndose nerviosamente los guantes:
—No.
Basilio se colocó ante la puerta y, extendiendo los brazos:
—Pero sé razonable, querida. Una unión como la nuestra no es el dueto del Fausto. Yo te amo; tú, creo yo, me quieres. Hacemos los sacrificios necesarios, nos vemos, somos felices… ¿Qué diablos deseas más? ¿De qué te quejas?
Ella respondió con una sonrisa irónica y triste:
—No me quejo. Tienes razón.
—Entonces, ¿no te vas enfadada?
—No…
—¿Palabra?
—Sí.
Basilio le cogió las manos.
—Dale entonces un beso a Bibí…
Luisa le besó ligeramente en la cara.
—¡En la boquita, en la boquita! —y amenazándola con el dedo y mirándola fijamente—. ¡Ah, qué geniecillo! Llevas realmente la sangre de don Antonio Brito, nuestro apasionado tío, ¡que agarraba a las criadas por los pelos! —y sacudiéndole la barbilla—: ¿Vendrás mañana?
Luisa vaciló un momento:
—Vendré.
Entró en su casa, furiosa, humillada. Eran las seis. Juliana vino a decirle muy enojada que Juana había salido a las cuatro, no había vuelto y la comida estaba sin hacer…
—¿Adonde ha ido?
Juliana se encogió de hombros con una sonrisita. Luisa comprendió. Habría ido con algún novio, con algún amorío… Tuvo un gesto de compasión desdeñosa.
—¡Sí que ganará mucho con eso! Buena tonta —dijo.
Juliana la miró espantada.
«¡Está borracha!», pensó.
—Bueno, ¡qué se le va a hacer! —exclamó Luisa—. Esperaré.
Y paseándose por el cuarto, excitada, removiendo su despecho:
—¡Qué egoísta, qué grosero, qué infame! ¡Y que se pierda una mujer por un hombre así! ¡Es estúpido! ¡Cómo suplicaba él, cómo se empequeñecía y aparentaba ser humilde al principio! ¡Lo que son los amores de los hombres! ¡Que fácilmente se cansan!
E inmediatamente se le apareció la idea de Jorge. ¡Éste, no! Vivía con ella hacía tres años ¡y su amor era siempre el mismo, vivo, tierno, sacrificado! ¡Pero el otro! ¡Qué indigno! ¡La conocía ya hacía tiempo! ¡Ah! ¡Estaba ahora bien segura de que él no la había amado nunca! ¡La quiso por vanidad por capricho, por distracción, para tener una mujer en Lisboa! ¡Así era! ¿Pero amor? ¡Quia!
¿Y ella misma, en fin? ¿Le amaba ella? Se concentró, se interrogó… Imaginó casos, circunstancias: Si él quisiera llevarla lejos, a Francia, ¿iría? ¡No! Y si enviudaba, por desgracia, ¿preveía alguna felicidad casándose con él? ¡No!
¡Pues entonces!… Y como una persona que destapa un frasco muy guardado y se asombra de ver que el perfume ha desaparecido, se quedó toda pasmada de hallar vacío su corazón. ¿Qué la impulsó entonces hacia él?… Ni ella misma lo sabía: el estar ociosa, la curiosidad novelesca y morbosa de tener un amante, mil pequeñas vanidades exaltadas, cierto deseo físico… ¿Sintió, por ventura, aquella felicidad que dan los amores ilegales de que tanto se habla en las novelas y en las óperas, que hacen olvidar todo en la vida, afrontar la muerte y hacerla casi atractiva? ¡Nunca! Todo el placer que sintió al principio, que le pareció ser el amor, provenía de la novedad, del saborcillo delicioso de comer la manzana prohibida, de las condiciones misteriosas del Paraíso, de otras circunstancias tal vez ¡que no quería confesarse a sí misma y que le hacían llorar por dentro!
Pero ¿qué cosa extraordinaria sentía ahora? ¡Dios Santo, empezaba a notarse menos conmovida junto a su amante que junto a su marido! ¡Un beso de Jorge la trastornaba más, y eso viviendo juntos hacía tres años! ¡Nunca se hastió al lado de Jorge, nunca! ¡Y se hastiaba realmente al lado de Basilio! ¿En qué se había convertido, finalmente, Basilio para ella? ¡Era como un marido poco amado al que iba a amar fuera de casa! Pero entonces, ¿valía la pena? ¿Dónde estaba el defecto? ¡En el amor mismo, quizá! Porque, en fin, ella y Basilio estaban en las mejores condiciones para conseguir una felicidad excepcional: eran jóvenes, los rodeaba el misterio, los excitaba la dificultad. ¿Por qué, entonces, bostezaba casi? Es que el amor es esencialmente perecedero y en el momento de nacer empieza ya a morir.
Sólo los comienzos son buenos. Hay entonces un delirio, un entusiasmo, un trocito de cielo. ¡Pero después!… ¿Sería, pues, necesario estar continuamente comenzando para poder sentir siempre?… Era lo que hacía Leopoldina. Y se le apareció entonces clara la explicación de aquella vida de Leopoldina, inconstante, echándose un amante, conservándole una semana, abandonándole como un limón exprimido ¡y renovando así constantemente la flor de la sensación! Y con la lógica tortuosa de los amores ilegales, ¡su primer amante le hacía pensar vagamente en el segundo!
Luego, al día siguiente, empezó a decirse ¡que estaba muy lejos el Paraíso! ¡Qué pesadez, vestirse y salir con aquel calor! Mandó a Juliana a preguntar por doña Felicidad y se quedó en casa, con una bata blanca, perezosa, saboreando su holganza.
Aquella tarde recibió una carta de Jorge. «Se retrasaría aún, pero su viudez empezaba a pesarle ¿Cuándo se verían por fin en su casita, en su alcobita?…». Se quedó muy conmovida. Un sentimiento de vergüenza, de remordimiento, una tierna compasión hacia Jorge ¡tan bueno, el infeliz!, un deseo infinito de verle y de besarle, el recuerdo de pasadas dichas la trastornaron hasta las profundidades de su ser. Fue a contestarle en seguida, jurándole «que también ella estaba harta de verse sola, que volviese, que era estúpida semejante separación…». Y en aquel momento era sincera.
Había cerrado el sobre cuando Juliana vino a traerle «una carta del hotel». Basilio se mostraba desesperado:
… Como no viniste, veo que estás enfadada; pero es seguramente tu orgullo y no tu amor el que te domina; no puedes imaginar lo que sentí al ver que no venías hoy. Esperé hasta las cinco. ¡Qué suplicio! Fui tal vez seco, pero tú también estabas agresiva. Debemos perdonarnos los dos, arrodillarnos uno delante del otro y olvidar todo despecho en el mismo amor… Ven mañana. ¡Te adoro tanto! ¿Qué más prueba quieres que ésta que te doy abandonando mis intereses, mis relaciones, mis gustos, enterrándome aquí en Lisboa?, etc.
Luisa se quedó muy nerviosa, sin saber qué debía hacer, qué debía querer. Aquello era cierto. ¿Por qué estaba en Lisboa? Por ella. ¡Pero notaba ahora que no le amaba o que le quería tan poco! Además era una vileza traicionar así a Jorge, tan bueno, tan enamorado, que vivía íntegramente sólo para ella.
¡Pero si Basilio estaba realmente tan apasionado!… Sus ideas remolineaban como hojas de otoño, agitadas por vientos contrarios. Deseaba ella estar tranquila, «que no la persiguiesen». ¿Para qué volvía aquel hombre? ¡Jesús! ¿Que debía hacer? Sus pensamientos, sus sentimientos se hallaban en un doloroso enredo.
Y a la mañana siguiente se encontró en la misma duda. ¿Iría, no iría? Afuera, el calor, la polvareda de la calle, ¡hacíanla apetecer más su casa! Pero también, ¡qué desilusión para el pobre muchacho! Tiró al aire una moneda. Salió cruz; debía ir. Se vistió, apática, sin ganas, sintiendo aún cierto deseo de esos refinamientos de placer que dan las expansiones de la reconciliación…
Pero ¡qué sorpresa tuvo! Esperaba encontrarle humilde, de rodillas, y le halló con la cabeza erguida, muy áspero.
—Luisa, parece increíble. ¿Por qué no viniste ayer?
El día anterior, cuando vio que ella faltaba, un gran despecho y un miedo mayor aún: su concupiscencia temió perder aquel lindo cuerpo de muchacha y su orgullo se escandalizó de ver libertarse aquella esclavita dócil. Resolvió, por tanto, «llamarla al buen camino» a toda costa. Le escribió mostrándose sumiso para atraerla; decidió ser severo para castigarla. Y añadió:
—Es una niñería ridícula ¿Por que no viniste?
Aquella actitud la irritó.
—Porque no quise.
Aunque intentó enmendarlo después:
—Porque no pude.
—¡Ah! ¿Y es ésta la manera de contestar a mi carta, Luisa?
—¿Y es ésta tu manera de recibirme?
Se miraron un momento, odiándose.
—¡Bueno, quieres provocar una cuestión! Eres como las otras.
—¿Qué otras?
Y toda escandalizada:
—¡Ah, esto es intolerable! ¡Adiós!
Fue a salir.
—¿Te vas, Luisa?
—Me voy. Es mejor que acabemos de una vez…
El corrió el pasador de la puerta rápidamente:
—¿Hablas en serio, Luisa?
—Sin duda. ¡Estoy harta!
—Bien. Adiós.
Abrió la puerta para dejarla pasar y se inclinó en silencio. Ella dio un paso y Basilio, con voz un poco trémula:
—¿Entonces es para siempre? ¿Nunca más?…
Luisa se detuvo, blanca. Aquella triste palabra nunca más le produjo una nostalgia, una conmoción. Rompió a llorar. Las lágrimas la embellecían siempre ¡Parecía tan apenada, tan frágil, tan desamparada!
Basilio cayó a sus pies: él también tenía los ojos húmedos.
—¡Si me dejaras, moriría!
Sus labios se juntaron en un beso profundo, largo, penetrante. La excitación nerviosa les dio momentáneamente la sinceridad de la pasión y fue aquella una mañana deliciosa.
Ella le cogía entre sus brazos desnudos, pálida como la cera, y balbucía:
—¿No me dejarás nunca, no?
—¡Te lo juro! ¡Nunca, amor mío!
Pero se hacía tarde. ¡Era necesario irse! Y la misma idea se les ocurrió, seguramente, porque se miraron con avidez, y Basilio murmuró:
—¡Si pudieras pasar aquí la noche!
Ella dijo, aterrada, casi suplicante:
—¡Oh, no me tientes, no me tientes!…
Basilio suspiro y dijo:
—No; era una tontería. Vete.
Luisa empezó a arreglarse de prisa. Y de repente se detuvo, con una sonrisa:
—¿Sabes una cosa?
—¿El qué, amor mío?
—¡Estoy muerta de hambre! No almorcé apenas. ¡Me caigo!
El se quedó desolado.
—¡Pobrecita, rica mía! Si yo supiese…
—¿Qué hora es, hijo?
Basilio consultó el reloj y dijo casi avergonzado:
—¡Las siete!
—¡Ay, Santo Dios!
Se puso el sombrero y el velo, apresuradamente.
—¡Qué tarde, Jesús! ¡Qué tarde!
—¿Y mañana, cuándo?
—A la una.
—¿Seguro?
—Seguro.
Al otro día fue muy puntual. Basilio salió a esperarla a la escalera, y apenas entraron en el cuarto, devorándola a besos:
—¿Qué me has dado? ¡Desde ayer estoy loco!
Pero a Luisa la tenía muy intrigada un cesto que vio encima de la cama:
—¿Qué es eso?
El sonrió, la llevó de la mano hasta allí y, abriendo el cesto, con una seria cortesía:
—¡Provisiones, festines, bacanales! ¡No volverás a decir que tienes hambre!
Era un lunch. Había sandwichs, un pâté de foie-gras, una botella de champaña, y, envuelto en franela, hielo.
—¡Es magnífico! —dijo ella, con una sonrisa cálida, sonrosada de placer.
—¡Ha sido lo que pude encontrar, mi querida prima! ¡Como ves, he pensado en ti!
Puso el cesto en el suelo y yendo hacia ella con los brazos abiertos:
—¿Y tú, has pensado en mí, nena?
Sus ojos, la presión apasionada de sus brazos, contestaron por ella.
A las tres merendaron. Fue delicioso. Extendieron un mantel sobre la cama; la vajilla llevaba la marca del Hotel Central: aquello parecíale a Luisa una locura adorable, y reía con sensualidad haciendo tintinear los trocitos de hielo contra el cristal de la copa, llena de champaña. Sentía una felicidad exuberante que se traducía en grititos, en besos, en toda clase de gestos bulliciosos. Comió con gula, y resultaban adorables sus brazos desnudos moviéndose por encima de los platos.
Nunca había encontrado tan guapo a Basilio; el cuarto mismo parecíale muy adecuado para aquellas intimidades de la pasión; casi juzgaba posible vivir allí, en aquel cuchitril, años enteros, feliz con él, en un amor permanente, con lunchs a las tres… Hicieron las boberías clásicas: metíanse pedacitos en la boca; ella se reía mostrando sus dientecillos blancos; bebían en la misma copa, se devoraban a besos, y él quiso entonces enseñarla la verdadera forma de beber champaña. ¡Tal vez ella no lo sabía!
—¿Cómo es? —preguntó Luisa, levantando la copa.
—¡No es con la copa! ¡Qué horror! Nadie que se precie bebe champaña en copa. La copa es buena para el collares.
Tomó un sorbo de champaña, y, en un beso, lo pasó a la boca de ella Luisa se rió mucho, lo encontró «divino», quiso beber más así. Iba poniéndose arrebatada y le brillaban los ojos.
Habían quitado los platos de la cama; y sentada al borde del lecho, sus piececitos y sus piernas enfundadas en unas medias color rosa, colgaban, se movían, mientras un poco doblada, con los codos sobre el regazo y la cabecita de lado, tenía toda su persona la gracia lánguida de una paloma fatigada.
Basilio la encontraba irresistible ¿Quién hubiera dicho que una burguesita podía tener tanto chic, tanta seducción? Se arrodilló y, cogiéndole los piececitos, se los besó después, criticando las ligas, «tan feas con los broches de metal», le besó respetuosamente las rodillas y, muy bajito, le hizo una petición.
Ella se sonrojó, diciendo sonriente: «¡No! ¡No!». Y cuando salió de su delirio se tapó la cara con las manos, toda arrebolada, y murmuró en tono de reproche:
—¡Oh, Basilio!
Él se retorcía el bigote, muy satisfecho. Habíale enseñado una nueva sensación: ¡la tenía en su mano!
Sólo a las seis se desprendió de sus brazos. Luisa le hizo jurar que había de pensar en ella toda la noche. ¡No quería que saliera; tenía celos del casino, del aire, de todo! Y ya en el rellano se volvía, le besaba locamente y repetía:
—Hasta mañana temprano, ¿verdad? Para estarnos aquí todo el día.
—¿No vas a ver a doña Felicidad?
—¡Qué me importa doña Felicidad! ¡No me importa nadie! ¡Te quiero a ti y sólo a ti!
—¿Al mediodía?
—¡Al mediodía!
* * *
¡Cuánto le pesó aquella noche la soledad de su cuarto! Sentía una impaciencia que la impulsaba a prolongar la excitación de la tarde, a moverse. Intentó leer, pero bien pronto tiró el libro; las dos velas encendidas sobre el tocador la parecían lúgubres; fue a contemplar la noche, que era tibia y serena. Llamó a Juliana.
—Tráigame un chal; vamos a casa de doña Leopoldina.
Cuando llegaron abrió Justina la puerta, después de una gran tardanza, desgreñada, en chambra blanca. Pareció muy asustada:
—¡La señora marchó a Oporto!
—¿A Oporto?
Sí. Permanecería allí quince días. Luisa se quedó muy desconsolada. Pero no quiso volver a casa; su cuarto solitario la aterraba.
—Vamos un poco hasta allá abajo, Juliana. ¡Está tan hermosa la noche!
—¡Soberbia, señora!
Fueron por la calle de San Roque. Y como guiadas por las dos líneas de puntos de gas, que seguían la calle de Alecrim, su pensamiento, su deseo, volaron en seguida hacia el Hotel Central.
¿Estaría él allí? ¿Pensaría en ella? Si hubiese podido ir a sorprenderle de pronto, arrojarse en sus brazos, curiosear sus baúles… Aquella idea hizo palpitar su corazón. Entraron en la plaza de Camoens. La gente paseaba despacio sobre la sombra más oscura que formaban los árboles; cuchicheaba en los bancos; bebía agua fresca; crudas claridades de las ventanas, de puertas de tiendas resaltaban alrededor del tono oscuro de la noche, y entre el rumor lento de las calles circundantes sobresalían las voces agudas de los vendedores de diarios.
Entonces un individuo con sombrero de paja pasó tan cerca de ella, tan intencionadamente, que Luisa tuvo miedo.
—Era mejor que volviésemos —dijo.
Pero en medio de la calle de San Roque el sombrero de paja reapareció, rozó casi el hombro de Luisa; unos ojos saltones se clavaron en ella.
Luisa iba desesperada: el tictac de sus zapatitos sonaban ágilmente en las losas del paseo; de repente, junto a San Pedro de Alcántara, de debajo del sombrero de paja salió una voz melosa y brasileña, diciendo junto a su cuello:
—¿Dónde vive la niña?
Se agarró, aterrada, al brazo de Juliana.
La voz repitió:
—No se enfade, niña. ¿Dónde vive?
—¡Mal educado! —rugió Juliana.
El sombrero de paja desapareció inmediatamente entre los árboles.
Llegaron a casa jadeantes. Luisa tenía ganas de llorar; se dejó caer en la causeuse, extenuada, entristecida. ¡Qué imprudencia la suya yendo a pasear por las calles, de noche, con una criada! Estaba loca, se desconocía. ¡Qué día aquel! Y lo recordaba desde la mañana: el lunch, el champaña bebido en los besos de Basilio, sus delirios repentinos, ¡qué vergüenza! Ir a casa de Leopoldina por la noche ¡y verse tomada en la calle por una mujerzuela del Barrio Alto!… De repente se acordó de Jorge, en el Alentejo, trabajando para ella, pensando en ella… Ocultó el rostro en las manos, se odió y sus ojos se humedecieron.
* * *
Pero a la mañana siguiente despertó muy alegre. Sentía, sí, un vago sonrojo por todas sus «tonterías» de la víspera, y como la sensación indefinida, corazonada o presentimiento, de que no debía ir al Paraíso. Su deseo, sin embargo, que la empujaba hacia allí vivamente, le proporcionó en seguida varias razones; era desilusionar a Basilio; de no ir hoy no debía volver más y terminar entonces… Además, la mañana, muy hermosa, la atraía hacia la calle; llovió aquella noche y el calor amenguó; había en los tonos de la luz y del azul un frescor lavado y suave.
Y a las once y media bajaba por el Molino de Viento, cuando vio la figura, digna del consejero Acacio que subía por la calle de la Rosa, despacio, con el quitasol cerrado y la cabeza alta.
Apenas la divisó, se precipitó, e inclinándose profundamente:
—¡Qué encuentro más feliz!…
—¿Cómo está, consejero? ¡Dichosos los ojos que le ven!
—¿Y usted, señora mía? ¡Le encuentro un aspecto excelente!…
Se colocó a la izquierda, con un movimiento solemne, y se puso a andar al lado de ella.
—¿Me permite usted que la acompañe en su paseo?
—Ya lo creo, con mucho gusto. Pero ¿qué ha sido de usted? ¡Tengo que regañarle mucho!
—Estuve en Cintra, querida señora —y deteniéndose—: ¿No lo sabía? ¡Lo publicó el «Diario de Noticias»!
—Pero ¿y después de volver de Cintra?
El replicó:
—¡Ah! He estado ocupadísimo. ¡Ocupadísimo! Completamente absorto en la compilación de ciertos documentos que me eran indispensables para mi libro… —y después de una pausa—: …cuyo título no ignora usted, me parece.
Luisa no se acordaba bien. El consejero, entonces, expuso el título, los fines, los nombres de algunos capítulos, la utilidad de la obra: era la Descripción pintoresca de las principales ciudades de Portugal y de sus más famosos establecimientos.
—Es una guía, pero una guía científica. Lo ilustraré con un ejemplo: ¿Quiere usted ir a Braganza? Sin mi libro es muy natural (seguro diré mejor) que vuelva sin haber gozado de las curiosidades locales; con mi libro recorre usted los edificios más notables, consigue un fondo muy sólido de instrucción y obtiene al mismo tiempo un placer.
Luisa le escuchaba apenas; sonriendo vagamente bajo su velillo blanco.
—¡Hoy está muy agradable! —dijo ella.
—¡Agradabilísimo! ¡Un día vivificador!
—¡Qué buen fresco hace aquí!
Habían entrado en San Pedro de Alcántara: un aire suave corría entre los árboles más verdes; el suelo, compacto, sin polvo, conservaba todavía una ligera humedad y, a pesar del fuerte sol, el cielo azul parecía ligero y muy lejano.
El consejero habló entonces del verano. ¡Había sido tórrido! ¡En su comedor llegó a tener cuarenta y ocho grados a la sombra!, ¡cuarenta y ocho grados! —y campechanamente, queriendo en seguida disculpar a la habitación de aquel exceso canicular—: ¡Pero es que está expuesto al sol, hay que hacerle esa justicia! ¡Queda orientado a mediodía! Hoy, sin embargo, hace un día que restaura, verdaderamente.
La invitó, incluso, a dar una vuelta, abajo, por el jardín. Luisa titubeó. Y el consejero, sacando el reloj y mirándolo desde muy lejos, declaró que no era aún mediodía. Estaba puesto por el Arsenal, era un reloj inglés.
—¡Son muy preferibles a los suizos! —añadió en tono solemne.
Cobardemente, por inercia, enervada por la voz pomposa del consejero, Luisa fue bajando, contrariada, las gradas hacia el jardín. «Además —pensó—, tenía tiempo, tomaría un coche…».
Fueron a apoyarse en las verjas. A través de los barrotes veían, bajando en declive, tejados oscuros, huecos de patios, crestas de muros con alguna mísera verdura de huerta reseca; después, al fondo del valle, el Paseo extendía su masa de follaje, larga y oblonga, donde blanqueaban, a trechos, trozos de la calle enarenada. Allá lejos erguíanse las fachadas inexpresivas de la calle Oriental, bañadas por una luz fuerte que hacía centellear los cristales; por detrás, se iban elevando en el mismo plano terrenos de un verde requemado cercados por gruesos muros sombrosos; la pétrea arquitectura de la Encarnación, de un amarillo triste; otras construcciones separadas, hasta el alto de Gracia lleno de edificios eclesiásticos, con hileras de ventanitas conventuales y torres de iglesias, muy blancas sobre el azul, y la Peña de Francia, más a lo lejos, hacía resaltar la crudeza del muro encalado, del que sobresalía una franja verde de arboleda. A la derecha, sobre el monte pelado se asentaba el castillo achaparrado, innoblemente sucio. Y la línea muy quebrada de tejados, de esquinas de casas de la Morería y de Alfama, descendía en ángulos bruscos hasta las dos pesadas torres de la catedral, de aspecto abacial y secular. Veíase después un trozo del río, bañado por la luz; dos velas blancas pasaban despacio; y en la otra orilla, al pie de una colina baja que el aire distante azuleaba, extendíase la hilera de casas entre una polvareda de un blanco de yeso brillante. Subía de la ciudad un rumor fuerte y lento en el que se mezclaban el rodar de los coches, el pesado rechinar de las carretas de bueyes, la vibración metálica de los carros que transportaban hierro y algún grito agudo de pregón.
—¡Gran panorama! —dijo el consejero con énfasis.
Y emprendió entonces el elogio de la ciudad. Era una de las más bellas de Europa, sin duda. ¡Y en cuanto a entrada, sólo Constantinopla! Los extranjeros la envidiaban enormemente. Había sido en otro tiempo un gran emporio. ¡Y era una pena que la canalización fuese tan mala y la edificación tan negligente!
—¡Esto debía estar en manos de los ingleses, mi querida señora! —dijo.
Pero se arrepintió prontamente de aquella frase antipatriótica. Juró que «había sido un decir». Quería la independencia de su país; moriría por ella si fuera necesario; ¡ni ingleses ni castellanos!…
—¡Nosotros solos, señora mía! —y agregó con voz respetuosa—: ¡Y Dios!
—¡Qué bonito está el río! —dijo Luisa.
Acacio se enderezó, murmurando en tono profundo:
—¡El Tajo!
Quiso entonces dar una vuelta por el jardín. Sobre los arriates revoloteaban mariposas blancas, amarillas; un gotear de agua producía en el estanque una cadencia de jardín burgués; predominaba un aroma de vainilla; sobre las cabezas de los bustos de mármol que se alzaban entre los macizos y las matas de dalias se posaban unos pájaros.
A Luisa le agradaba aquel jardincillo, pero detestaba sus verjas tan altas…
—¡Es a causa de los suicidios! —replicó el consejero.
Aunque, en opinión suya, los suicidios en Lisboa disminuían considerablemente, atribuía aquello a la manera severa y muy loable con que la prensa los condenaba.
—Porque en Portugal, créame, señora, ¡la prensa es una fuerza!
—¡Si fuéramos andando!… —apuntó Luisa.
El consejero se inclinó, pero viéndole coger una flor, contuvo con viveza su brazo:
—¡Ah, mi querida señora, por ser usted quien es! ¡Los reglamentos son muy explícitos! No los infrinjamos, no los infrinjamos —y añadió—: El ejemplo debe venir de arriba.
Fueron saliendo y Luisa pensó:
«Va hacia su casa, me dejará en el Loreto».
En la calle de San Roque echó un vistazo al reloj de una confitería: ¡eran las doce y media! ¡Basilio esperaba ya!
Apresuró el paso, y se detuvo en el Loreto. El consejero la miró, sonriente, esperando.
—¡Ah, creí que iba usted a su casa, consejero!
—Ahora quiero acompañarla, si usted me lo permite. ¿No seré, ciertamente, indiscreto?
—¡Vamos! De ningún modo.
Pasó un carruaje oficial, seguido de un lacayo, al trote.
El consejero, con un movimiento ansioso, se quitó con amplio ademán el sombrero.
—Es el presidente del Consejo. ¿No lo vio? Me hizo una seña desde dentro.
Comenzó en seguida su elogio. Era nuestro primer parlamentario. ¡Vastísimo talento, oratoria muy trabajada! E iba seguramente a hablar de las cosas públicas; pero Luisa cruzó hacia los Mártires, recogiéndose un poco el vestido a causa del barro que allí quedaba. Se detuvo a la puerta de la iglesia, y, sonriendo:
—Voy a rezar aquí un poco. No quiero hacerle esperar. Adiós, consejero, que vaya por casa.
Cerró la sombrilla y le tendió la mano.
—¡Vamos, mi querida señora! Esperaré, si veo que no se detiene mucho. Esperaré, no tengo prisa —y, respetuoso—: ¡Es muy loable ese fervor!
Luisa entró en la iglesia, desesperada. Se quedó en pie, debajo del coro, calculando:
—¡Me detengo aquí y, cansado de esperar, se marchará!
Encima de su cabeza relucían suavemente los colgantes de cristal de las arañas. Había una luz velada, igual, un poco débil. Y las cornisas encaladas, la madera muy fregada del suelo, las balustradas laterales de piedra daban una tonalidad clara, blanquecina, en la que resaltaban los dorados de la capilla, los frontales rojos de los púlpitos, al fondo dos reposteros de un rojo más oscuro, y bajo el dosel, color morado, los oros del Trono. Un silencio alto y fresco sosegaba. Delante del Baptisterio, un joven arrodillado, con un cubo de cinc al lado, fregaba el suelo con una bayeta discretamente; espaldas de beatas, con mantones o chales ceñidos, se curvaban aquí y allá, ante el altar, y un viejo con chaqueta de gruesa lana, postrado en medio de la iglesia, musitaba oraciones en una melopea lúgubre: veíase su cabeza calva, las tachuelas enormes de sus zapatos, y a cada momento, inclinándose, se golpeaba el pecho con desesperación.
Luisa fue hacia el altar mayor. Basilio se impacientaría seguramente. ¡Pobre chico! Preguntó entonces, tímidamente la hora a un sacristán que pasaba. El individuo alzó su rostro color sidra hacia una ventana de la cúpula, y mirando a Luisa de soslayo:
—Serán las dos.
¡Las dos! ¡Basilio era capaz de no esperar! Le invadió el temor de perder su mañana amorosa, ¡un áspero deseo de verse en el Paraíso, en brazos de él! Y contempló vagamente los santos, las vírgenes traspasadas de puñales, los Cristos llagados, ¡llena de impaciencias voluptuosas, rememorando el cuarto, la camita de hierro, el bigotillo de Basilio!… Pero siguió allí, quería «cansar al consejero, dejar que se marchase». Cuando creyó que se habría ido, salió despacito. Le vio en seguida en la puerta, erguido, con las manos en la espalda leyendo la lista de los jurados.
Empezó él inmediatamente a ensalzar su devoción. No había entrado porque no quiso perturbar su recogimiento. ¡Pero la aprobaba con toda su alma! La falta de religión era la causa de toda la inmoralidad que se propagaba…
—Y, además, es de buena educación. Habrá usted advertido que toda la nobleza practica…
Se calló; erguía su estatura, muy satisfecho de bajar por el Chiado con aquella linda señora, tan admirada. E incluso, al pasar por un grupo, se inclinó hacia ella misteriosamente y le dijo al oído, sonriendo:
—¡Es un día notable!
Y la ofreció pasteles, ante la puerta de Baltreschi. Luisa los rechazó.
—Lo comprendo. Encuentro todavía muy sensata la regularidad en las comidas.
Su voz llegaba ahora hasta Luisa con la impertinencia de un zumbido; a pesar de no hacer calor, jadeaba, le hervía la sangre en el cuerpo; sentía deseos de echar a correr de repente, y seguía andando despacio, sintiéndose desgraciada, como sonámbula, con muchas ganas de llorar.
Sin razón, al azar, entró en la tienda de Valente. ¡Las dos y media! Después de titubear pidió corbatas de fotilará a un tendero rubio y jovial.
—¿Blancas? ¿De color? ¿A listas? ¿De pintitas?
—Sí; ya veré, surtidas.
No le gustaron. Las desdoblaba, las estiraba, poníalas de lado y miraba alrededor, vagamente pálida… El tendero le preguntó si se sentía mal; le ofreció agua, cualquier cosa…
No era nada; el aire la sentaría bien; ya volvería. Salió. El consejero, muy solícito, se brindó a acompañarla a una buena farmacia a tomar agua de azahar… Bajaban entonces por la calle Nueva del Carmen y el consejero iba afirmando que el tendero estuvo muy atento: no le sorprendía, porque en el comercio había hijos de buenas familias y citó ejemplos.
Pero viéndola callada:
—¿Se siente aún molesta?
—No, estoy bien.
—¡Hemos dado un paseo delicioso!
Fueron a lo largo del Rocío, hasta el final. Dieron allí la vuelta, lo cruzaron en diagonal. Y por el lado del Arco de Bandeira se acercaron a la calle del Ouro. Luisa miraba alrededor, afligida, buscando una idea, una ocasión, un acontecimiento; el consejero, a su lado, serio, disertaba. A la vista del teatro de Doña María, la emprendió con las cuestiones de arte dramático: le parecía que la obra de Ernestito era quizá demasiado fuerte. Además, a él sólo le gustaban las comedias. ¡No era que no se entusiasmase con las bellezas de un Fray Luis de Sousa![41] Pero su salud no le permitía las emociones fuertes. Así, por ejemplo…
Pero Luisa tuvo una idea, e inmediatamente:
—¡Ah, me olvidaba! Tengo que ir a Vitry. Me van a empastar una muela.
El consejero, interrumpido, la miró. Y Luisa, tendiéndole la mano, con voz apresurada:
—Adiós, que vaya usted, ¿eh? —y se precipitó en el portal de Vitry.
Subió hasta el piso primero, corriendo, recogiéndose las faldas; se paró jadeante; esperó; bajó luego despacio y acechó a la puerta… La figura del consejero se alejaba erguida, digna, hacia los ministerios.
Llamó un coche.
—¡A toda prisa! —exclamó.
El carruaje entró casi al galope por la calleja del Paraíso. Unas caras asombradas aparecieron en la ventana. Subió palpitante. La puerta estaba cerrada, y en seguida se abrió la de al lado, y la voz meliflua de la dueña musitó:
—Ya se marchó. Hará una media hora.
Bajó. Dio las señas de su casa al cochero, y, arrojándose en el fondo del cupé, rompió a llorar histéricamente. Bajó las cortinillas para esconderse, se arrancó el velillo, rasgó un guante, sintiendo en su interior violencias inesperadas. ¡Entonces le acometió un deseo frenético de ver a Basilio! Golpeó en los cristales desesperadamente y gritó:
—¡Al Hotel Central!
Pues estaba en uno de esos momentos en que los temperamentos sensibles tienen impulsos indomables; existe una delicia colérica en despedazar los deberes y las conveniencias, ¡y el alma busca ansiosamente el mal con estremecimientos de sensualidad!
El tronco se paró, resbalando, a la puerta del hotel.
El señor Brito no estaba; el señor vizconde Reinaldo, sí.
—Bien. ¡A casa, adonde le dije antes!
El cochero arrancó. Y Luisa, agitada por una irritabilidad febril, insultaba al consejero, ¡aquel estafermo, aquel imbécil! ¡Maldecía la vida que le había hecho conocerle a él y a todos los amigos de la casa! ¡Sentía un deseo áspero de mandar el matrimonio al diablo, de hacer lo que se le antojase!
Al llegar a su puerta no tenía cambio para el cochero.
—¡Espere! —dijo subiendo furiosa—. ¡Ahora le pagarán!
«¡Qué fiera!», pensó el cochero.
Fue Juana la que salió a abrir, y retrocedió casi, viéndola tan encendida, tan excitada.
Luisa fue al cuarto en derechura, el cuco dio las tres. Estaba allí todo desarreglado: unos floreros en el suelo, el tocador cubierto con una sabanilla vieja, ropa sucia por las sillas. Y Juliana, con un pañuelo atado a la cabeza, barría tranquilamente, canturreando.
—¡Entonces, no ha arreglado usted aún el cuarto! —gritó Luisa.
Juliana se estremeció ante aquella cólera inesperada.
—¡Estaba ahora haciéndolo, señora!
—¡Que está usted haciéndolo, ya lo veo! —estalló—: Luisa ¡Son las tres de la tarde y todavía el cuarto en este estado!
Había tirado el sombrero y la sombrilla.
—Como la señora suele venir siempre más tarde… —dijo Juliana.
Y sus labios palidecieron.
—¿Qué le importa a usted la hora a que yo vengo? ¿Qué tiene usted que ver con esto? Su obligación es arreglarlo en cuanto me levante. ¡Y si no le conviene, la cuenta y a la calle!
Juliana se puso escarlata y, clavando en Luisa unos ojos inyectados:
—Mire, ¿sabe lo que le digo? ¡Que se me acabó el aguante!
Y empujó violentamente la basura.
—¡Salga! —chilló Luisa—. ¡Salga inmediatamente! ¡No siga un momento más en esta casa!
Juliana se puso delante de ella, y dándose palmadas convulsivas en el pecho y con voz ronca:
—¡Saldré si quiero! ¡Si quiero!
—¡Juana! —gritó Luisa.
¡Quería llamar a la cocinera, a un hombre, a un guardia, a alguien! Pero Juliana, descompuesta, con el puño alzado, temblando toda:
—¡No me saque de mis casillas, señora! ¡No me haga perder la cabeza, señora! —y con voz estrangulada, a través de los dientes cerrados—: ¡Mire, que no todos los papeles fueron a la basura!
Luisa gritó, retrocediendo:
—¿Qué dice usted?
—¡Que las cartas que la señora escribe a sus amantes las tengo aquí! —y se golpeó en el bolsillo, ferozmente.
Luisa se quedó un momento con los ojos desvariados, y se desplomó después en el suelo, junto a la caúsense, desmayada.