Capítulo VI

Fue Juliana la que, a la mañana siguiente, vino a despertar a Luisa, diciendo desde la puerta de la alcoba con voz sofocada, confidencialmente:

—¡Señora! ¡Señora! Es un criado con esta carta; dice que viene del hotel.

Fue a abrir una de las ventanas, de puntillas, y volviendo a la alcoba con misteriosa cautela:

—Está en la puerta esperando la contestación.

Luisa, adormilada, abrió el ancho sobre azul con un monograma, dos BB, una roja y otra dorada, bajo una corona condal.

—Bien, no tiene contestación.

—No tiene contestación —fue a decir Juliana al criado, que esperaba recostado en la barandilla, fumando un gran puro y acariciándose las patillas negras.

—¿No tiene contestación? Bien, muy buenos días —levantó un dedo secamente hasta el borde de la gorra y bajó tambaleándose.

«¡Guapo hombre!», iba pensando Juliana por la escalera de la cocina.

—¿Quién ha llamado, señora Juliana? —le preguntó en seguida, la cocinera.

Juliana rezongó:

—Nadie; un recado de la modista.

Desde por la mañana, Juana le había encontrado un «aspecto exquisito». La oyó barrer a las siete, limpiar el polvo, sacudir, lavar los cristales del comedor, colocar la vajilla en el aparador. ¡Y con qué prisa! La oyó cantar la Carta adorada, al mismo tiempo que los canarios, en los balcones abiertos, trinaban estridentemente al sol. Cuando vino a tomar su café a la cocina no charló como de costumbre; parecía preocupada y ausente.

Juana le preguntó incluso:

—¿Se siente usted peor, señora Juliana?

—¿Yo? Gracias a Dios nunca me he sentido tan bien.

—Como la veo tan callada…

—Estoy pensando por dentro… La gente no siempre tiene ganas de parlar…

A pesar de ser las nueve, no quiso despertar a la señora.

—¡Había que dejar descansar a la pobre! —dijo.

Fue de puntillas a llenar despacio la gran bañera en el tocador; para no hacer ruido, sacudió en el corredor las sayas, el vestido del día anterior. ¡Y sus ojos brillaron ávidamente al notar en el bolsillo un papel arrugado! Era el billete que Luisa había escrito a Basilio: «¿Por qué no vienes?… ¡Si supieras lo que me haces sufrir!…». Lo retuvo un momento, mordiéndose el labio, con la mirada fija, en un agudo cálculo; por fin, volvió a meterlo en el bolsillo de Luisa, dobló el vestido y fue a extenderlo con mucho cuidado en la causease.

Por último, más tarde, oyó al cuco dar la hora y se decidió a ir a decir a Luisa con una voz cariñosa:

—¡Son las diez y media, señora!

Luisa, en la cama, había leído y releído la carta de Basilio: «No había podido —escribía él— estar más tiempo sin decirle que la adoraba. ¡Apenas durmió! Se levantó muy temprano para jurarle que estaba loco y que ponía su vida a los pies de ella». Redactó aquella prosa la víspera, en el Casino, a las tres, después de algunos robbers de whist, un bistec, dos vasos de cerveza y una lectura perezosa de La Ilustración. Y terminaba diciendo: «Que otros deseen la riqueza, la gloria, los honores; yo te deseo a ti, paloma mía, porque eres el único lazo que me une a la vida, y si mañana perdiese tu amor, ¡te juro que pondría fin de un buen balazo a esta existencia inútil!». Pidió más cerveza y se llevó la carta para meterla en casa en un sobre con su monograma, «porque siempre hacía mas efecto».

¡Luisa suspiró, besando el papel devotamente! Era la primera vez que le escribían aquellos sentimentalismos, y su orgullo se dilataba al calor amoroso que de ella salía, como un cuerpo reseco que se estira en un baño tibio; sentía un acrecimiento de su propia estimación y le parecía que entraba al fin en una existencia muy superior en interés, ¡en donde cada hora tenía un encanto diferente, cada paso conducía a un éxtasis y el alma se cubría de un lujo radiante de sensaciones!

Levantóse de un salto, se echó rápidamente una bata y fue a alzar los visillos… ¡Qué bonita mañana! Era uno de esos días finales de agosto, en que el verano hacía una pausa; hay prematuramente, en el calor y en la luz, cierta tranquilidad otoñal; el sol cae ampliamente, resplandeciente, pero sin sofocar; el aire tiene ese empañado canicular, y el azul, muy alto, brilla con una nitidez lavada. Se respira más libremente, y ya no se ve en la gente ese blando desfallecimiento de la calma debilitante.

La invadió una alegría: sentíase ligera, había dormido con un solo sueño, continuo, y todas las agitaciones y las impaciencias de los días pasados parecían disipadas con aquel reposo. Fue a mirarse al espejo: se encontró la piel más clara, más fresca y una ternura húmeda en la mirada; ¿era verdad, entonces, lo que decía Leopoldina, de «que no había como una pequeña maldad para embellecer a la gente»?

¡Tenía ella un amante!

E inmóvil en medio del cuarto, con los brazos cruzados y la mirada fija, repitió: «¡Tengo un amante!». Recordaba la sala el día anterior, la llama aguda de las velas y ciertos silencios extraordinarios en que le pareció que la vida se había detenido, mientras los ojos del retrato de la madre de Jorge, negros en la cara pálida, le lanzaban desde la pared su mirada fija, pintada. Pero Juliana entró con una bandeja de ropa limpia. Era hora de vestirse…

¡Qué cuidado puso en su arreglo aquella mañana! ¡Perfumó el agua con un chorrito de Lubin, escogió la camisita de mejores encajes! ¡Y suspiró por ser rica! Deseaba los lienzos y las holandas más caros, los muebles más suntuosos, valiosas joyas inglesas, un cupé forrado de raso… Porque en los temperamentos sensibles las alegrías del corazón tienden a completarse con las sensualidades del lujo; el primer error que se asienta en un alma defendida hasta entonces facilita en seguida a los otros entradas tortuosas; así, un ladrón que se introduce en una casa va abriendo de pronto las puertas a su cuadrilla hambrienta.

Subió a desayunar muy lozana, con el pelo en dos trenzas y una bata blanca. Juliana se precipitó a cerrar los balcones, «¡porque, a pesar de no hacer calor, las habitaciones cerradas daban más fresco!». Y viendo que se le había olvidado el pañuelo, corrió a buscarle uno que perfumó con agua de Colonia. La servía con ternura. Y viéndola comer muchos higos:

—¡No vayan a hacerle daño, señora! —exclamó casi lacrimosamente.

Se movía alrededor de ella con una sonrisa servil, sin ruido, o frente a la mesa, con los brazos cruzados, parecía admirarla con orgullo, como un ser precioso y querido, suyo todo. ¡Su ama!

La mirada de sus ojos saltones se clavaba en ella.

Y se decía: «¡Gran cabra! ¡Gran pelandusca!».

Luisa, después del desayuno, fue al cuarto a tumbarse en la causeuse, con su Diario de Noticias. Pero no podía leer. Los recuerdos de la víspera remolineaban en su alma, como las hojas que un viento otoñal levanta a trechos de un suelo tranquilo: ciertas palabras de él, ciertos ímpetus, toda su manera de amar… Y se quedaba inmóvil, con la mirada llena de un fluido, sintiendo cómo vibraban aquellas reminiscencias largo tiempo, suavemente, en los nervios de la memoria. El recuerdo de Jorge no la abandonaba aún; le tenía siempre en el espíritu desde el día anterior, no la asustaba, ni la atormentaba; estaba allí, inmóvil, aunque presente, sin causarle miedo ni producirle remordimiento; ¡era como si él hubiese muerto o estuviera tan lejos que no pudiese volver! ¡O como si la hubiera abandonado! A ella misma le espantaba sentirse tan tranquila. Y le impacientaba tener constantemente aquella idea en el espíritu, impasible, con una obstinación espectral; poníase instintivamente a acumular justificaciones: no había sido de ella la culpa. ¡No abrió los brazos a Basilio voluntariamente!… Había sido una fatalidad: el calor de la hora, el crepúsculo, una pizca de vino tal vez… Estaba loca, sin duda. Y repetía las atenuantes tradicionales: no era la primera que engañaba a su marido; en muchas era apenas por vicio y en ella había sido por pasión… ¡Cuántas mujeres vivían con un amor ilegítimo y eran ilustres, admiradas! Hasta había reinas que tenían amantes.

¡Y él la amaba tanto! ¡Sería tan fiel, tan discreto! ¡Sus palabras resultaban tan cautivadoras, sus besos tan aturdidores!… ¡En fin, qué se le iba a hacer ahora! ¡Ahora, ya!

Y decidió contestarle. Se dirigió al despacho. Nada más entrar, su mirada chocó con la fotografía de Jorge —la cabeza de tamaño natural—, en su marco barnizado de negro. Una conmoción le oprimió el corazón; se quedó como acometida por una parálisis, igual que una persona sofocada por haber corrido que entra en la frialdad de un subterráneo, y examinó su pelo rizado, la negra barba, la corbata de pintas, dos sables cruzados, que relucían encima. ¡Si él lo supiera, la mataba!… Se puso muy pálida. Vio vagamente alrededor el batín de terciopelo para trabajar colgando de una percha, la manta en que él se envolvía los pies doblada a un lado, las grandes hojas de papel de dibujo en la otra mesa del fondo, el pote del tabaco ¡y la caja con las pistolas!… ¡La mataba, sin duda alguna!

Aquella habitación estaba tan impregnada de la personalidad de Jorge, que le parecía que él iba a regresar, a entrar al poco rato… ¡Si llegara él de repente!… Hacía ya tres días que no recibía carta. ¡Y cuando ella estuviese allí escribiendo a su amante podía aparecer de un momento a otro y cogerla!… Pero eran tonterías, pensó. El vapor del Barreiro llegaba solamente a las cinco, y, además, él anunciaba en su última carta que se retrasaría aún un mes, o más, tal vez…

Sentóse, escogió una hoja de papel y empezó a escribir con su letra un poco gruesa:

«Mi adorado Basilio…». Pero un terror importuno la sobrecogió; sentía como la corazonada de que él iba a entrar… ¡Era mejor quizá no ponerse a escribir!… Se levantó, fue despacio a la sala y se sentó en el diván, y como si el contacto de aquel amplio sofá y el ardor de los recuerdos de la víspera que le traía le dieran el valor de los actos amorosos y culpables, volvió muy decidida al despacho y escribió rápidamente.

«No puedes imaginarte con qué alegría recibí esta mañana tu carta…».

La pluma escribía mal; la mojó más, y al sacudirla, como le temblaba un poco la mano, cayó un negro borrón sobre el papel. Se quedó muy contrariada y le pareció aquello de mal agüero. Vaciló un momento, y rascándose la cabeza, de codos sobre la mesa, oyó a Juliana barrer fuera el descansillo, canturreando la Carta adorada. Al fin, impaciente, rompió la hoja muchas veces en pedacitos, y los arrojó a una papelera barnizada, con dos argollas metálicas, que estaba junto a la mesa, donde Jorge tiraba los dibujos en borrador y los papeles inútiles: la llamaban el sarcófago. Juliana seguramente habíase descuidado en vaciarla en la basura, porque rebosaba de papeles.

Escogió otra hoja, volvió a empezar:

«Mi adorado Basilio: No puedes imaginarte cómo me quedé cuando recibí tu carta esta mañana, al despertarme. La cubrí de besos…».

Pero se alzó la cortina con blando pliegue y la voz de Juliana dijo discretamente:

—Está aquí la costurera, señora.

Luisa, sobresaltada, había tapado la hoja de papel con la mano:

—Que espere.

Y continuó:

… ¡Qué tristeza que fuese la carta y no tú quien vinieras aquí! Estoy asombrada de mí misma y de cómo en tan poco tiempo te has asentado en mi corazón, aunque la verdad es que nunca he dejado de quererte. No me juzgues ligera por esto ni pienses mal de mí, porque yo deseo tu estimación; pero es que nunca dejé de quererte, y cuando te vi de nuevo, después de aquel estúpido viaje a un sitio tan lejano, no pude superar el sentimiento que me empujaba hacia ti, mi adorado Basilio. Ayer, cuando la maldita criada me dijo que venías a despedirte, Basilio, me quedé como muerta; pero cuando vi que no, ¡ni yo lo sé, te adoré! Y si me hubieras pedido la vida, te la daría, porque te amo, y yo misma me desconozco… Pero ¿para qué aquella mentira y por qué viniste tú? ¡Malo! ¡Tenía el propósito de decirte adiós para siempre, pero no puedo, mi adorado Basilio! Es superior a mí. Siempre te amé, y ahora que soy tuya, que te pertenezco en cuerpo y alma, me parece que te amo más aún, si es posible.

—¿Dónde está ella? ¿Dónde está? —dijo una voz en la sala.

Luisa se levantó de un salto, lívida. ¡Era Jorge! ¡Estrujó convulsivamente la carta, quiso esconderla en el bolsillo, pero la bata no tenía bolsillos! Y, aturdida, sin reflexionar, la metió en el sarcófago. Se quedó en pie, esperando, con las dos manos apoyadas en la mesa y la vida suspensa.

Se alzó la cortina y reconoció en seguida el sombrero de terciopelo azul de doña Felicidad.

—¡Aquí metida, la bribona! ¿Qué estabas tú haciendo? ¿Qué tienes, hija mía? Estás como la cal…

Luisa se dejó caer en el sillón, blanca y fría, y dijo con una sonrisa cansada:

—Estaba escribiendo, me dio un vahído…

—¡Ay, para vahídos, yo! —replicó doña Felicidad—. Es una desgracia; a cada momento tengo que agarrarme a los muebles, hasta me da miedo andar sola. ¡Falta de purgas!

—¡Vamos hacia mi cuarto! —dijo Luisa rápidamente—. Estaremos mejor allí.

Al levantarse, le temblaban las piernas. Cruzaron la sala; Juliana empezaba a arreglarla. Luisa, al pasar, vio sobre el mármol de la consola, debajo del espejo ovalado, un poco de ceniza: ¡era del día anterior, del puro de él! La sacudió, y al levantar los ojos se quedó asombrada de verse tan pálida.

La costurera, vestida de negro, con un sombrero de cintas rojas, esperaba sentada al borde de la caúsense, con una mirada infeliz y su paquete sobre las rodillas. Venía a probarle el corpiño de un vestido, arreglado; asentó, plegó, rectificó, hablando bajo, con una humildad triste y una tosecilla seca; y apenas salió ligera, con su andar de sombra, el chal teñido muy ajustado a los flacos omoplatos, doña Felicidad empezó en seguida a hablar de él, del consejero. Se lo había encontrado en el Molino de Viento. ¡Y no vino a hablarle! Le hizo una reverencia seca por demás ¡y salió con una prisa que parecía huir!

—¿Qué te parece?

¡Ay! Aquellas indiferencias la mataban. Y no las comprendía, no, realmente, no las comprendía…

—Porque, en fin —exclamó—, sé muy bien que no soy ninguna niña; pero ¡tampoco soy ningún desecho! ¿No es verdad?

—Sin duda —dijo Luisa, distraída. Se acordaba de la carta.

—Mira, aquí donde me ves con mis cuarenta, escotada, ¡aún valgo! ¡Unos hombros y un cuello de lo mejor!

Luisa fue a levantarse. Pero doña Felicidad repitió:

—¡De lo mejor! ¡Me los envidian muchas jóvenes!

—Lo creo —asintió Luisa, sonriendo vagamente.

—Y él no es tampoco ningún muchachito…

—No…

—Pero ¡está muy bien conservado! —y le relucieron los ojos—. ¡Para hacer aún muy feliz a una mujer!

—Mucho…

—¡Un hombre apetecible! —suspiró doña Felicidad.

Y Luisa entonces:

—¿Me esperas un momento? Voy ahí dentro y en seguida vuelvo.

—Ve, hija mía, ve.

Luisa corrió al despacho, fue derecha al sarcófago. ¡Estaba vacío! ¿Y su carta, santo Dios?

Llamó en el acto a Juliana, aterrada:

—¿Ha vaciado usted la papelera?

—La vacié, si, señora —respondió muy tranquila. Y con interés—: ¿Por qué? ¿Se ha perdido algún papel?

Luisa se ponía pálida:

—Es un papel que tiré al cesto. ¿Dónde lo ha vaciado usted?

—En la basura, como de costumbre, señora; creí que nada serviría…

—¡Ah, déjeme ver!

Subió rápidamente a la cocina; Juliana, detrás, iba diciendo:

—¡Vaya! ¡Pues no hará ni cinco minutos! La papelera estaba muy llena… Fui a hacer un último arreglillo al despacho… ¡Válgame Dios, si la señora lo hubiese dicho!

Pero la lata de la basura estaba vacía. Juana había ido a desocuparla abajo en aquel momento, y viendo la inquietud de Luisa:

—¿Por qué? ¿Se perdió algo?

—Un papel —dijo Luisa, que miraba alrededor, por el suelo, muy blanca.

—Iban unos pedacitos de papel, señora —dijo la joven—; lo tiré todo por la atarjea.

—Puede haberse caído alguno fuera, Juana —apuntó tímidamente Juliana.

—Vaya a ver, vaya a ver —ordenó Luisa, con una esperanza.

Juliana parecía afligida:

—¡Jesús, Señor! ¡Cómo podía yo adivinar! Pero ¿por qué no lo dijo la señora?…

—Bien, bien; la culpa no es suya, mujer…

—Vaya, hasta se me está revolviendo el estómago… ¿Y era cosa de importancia, señora?

—No, es una factura…

—¡Válgame Dios!…

Volvió Juana sacudiendo un papel sucio. Luisa lo agarró y leyó: «… el diámetro del primer pozo de exploración…».

—¡No, no es esto! —exclamó, toda contrariada.

—Entonces se fue por la alcantarilla señora; no hay nada más.

—¿Miró usted bien?

—Lo rebusqué todo…

Y Juliana continuaba, desconsolada:

—¡Antes hubiera querido perder veinte duros! ¡Qué cosa! ¡Cómo podía yo adivinar, señora…!

—¡Bien, bien! —murmuró Luisa, bajando.

Pero estaba asustada, sentía incluso una sospecha indefinida… Se acordó del papel que escribió la víspera a Basilio y que metió todo estrujado en el bolsillo del vestido… Entró en el cuarto, agitada.

Doña Felicidad se había quitado el sombrero y acomodado en la caúsense.

—¿Me perdonas, eh? —dijo Luisa.

—¡Vamos, hija, vamos! ¿Qué era?

—Perdí una factura —respondió.

Fue al guadarropa y encontró en seguida el papel en el bolsillo…

Aquello la tranquilizó. La carta habría ido a la alcantarilla, seguramente. Pero ¡qué imprudencia!

—¡Bueno, se acabó! —dijo, sentándose, resignada.

Y doña Felicidad, acto seguido, bajando la voz muy confidencialmente:

—Venía a hablarte de una cosa. Pero ¡fíjate que es un secreto!

Luisa se quedó sobresaltada.

—Tú ya sabes —continuó doña Felicidad despacio, con pausas—, que mi criada, Josefa, está para casarse con un gallego… El hombre es de al lado de Tuy y dice que en su tierra hay una mujer que posee una virtud para hacer casamientos que es algo milagroso… Dice que es de lo que no hay… En echando el hechizo a un hombre, le entra a este hombre una pasión tal que se arregla en seguida el matrimonio y es de lo más feliz…

Luisa, tranquilizada, sonrió.

—Escucha —añadió doña Felicidad— no empieces ya con tus cosas…

En su tono grave había un respeto supersticioso.

—Dicen que ha hecho milagros. Hombres que habían abandonado a muchachas, otros que no las hacían caso, maridos que tenían amigas; en fin, toda clase de ingratitudes… En cuanto esa mujer lanzó el hechizo, los hombres empezaron a desfallecer, a arrepentirse, a enamorarse, a caérseles la baba… La muchacha me lo ha contado… Pensé entonces…

—¡En lanzar un hechizo al consejero! —exclamó Luisa.

—¿Qué te parece?

Luisa soltó una risotada. Pero doña Felicidad se escandalizó casi. Contó otros casos: un noble que había deshonrado a una lavandera, un individuo que abandonó a su mujer y a sus hijos y huyó con una golfa… En todos el hechizo obró de un modo fulminante, produciendo un amor súbito y fogoso hacia la persona desdeñada. Aparecían en seguida, sumisos, si estaban cerca, y si estaban lejos volvían afanosos, a pie, a caballo, en coche de postas, presurosos, abrasados… Y se entregaban, mansos y humildes, como esclavos voluntarios…

—Pero el gallego —continuó ella, muy excitada— dice que para ir a su tierra, hablar a la mujer, llevar el retrato de consejero, es necesario el retrato de él, el mío, ir, hablar, volver, ¡y quiere cincuenta duros!…

—¡Oh, doña Felicidad! —dijo Luisa en tono de reproche.

—¡No me digas nada; no me vengas con tus cosas! Mira que yo sé de casos…

Y levantándose:

—Pero ¡son cincuenta duros! ¡Cincuenta! —exclamó, abriendo mucho los ojos.

Juliana apareció en la puerta y muy bajito, con una sonrisa:

—¿Hace el favor la señora?

La llamó hacia el pasillo en secreto:

—Esta carta. Que viene del hotel.

Luisa se puso encarnadísima:

—¡Vaya, mujer; no es necesario andar con tantos misterios!

Pero no entró en su cuarto, la abrió allí mismo, en el pasillo; estaba escrita a lápiz, muy de prisa:

Amor mío —decía Basilio—: por una feliz casualidad he descubierto lo que necesitábamos: un nido discreto para vernos…

E indicaba la calle, el número, las señas, el camino más cercano…

¿Cuándo vendrás, amor mío? Ven mañana. He bautizado esta casa con el nombre de Paraíso; para mí, adorada mía, es, en efecto, el paraíso. Te esperaré allí desde mediodía. En cuanto te vea, bajaré.

Aquella precipitación amorosa en arreglar el nido —que demostraba una pasión impaciente, ocupada toda por ella— le produjo una dulce oleada de orgullo, al mismo, tiempo que aquel Paraíso secreto, como en una novela, le daba la ilusión de unas dichas excepcionales, y todas sus inquietudes, el susto de la carta perdida se disiparon de repente bajo una sensación cálida, como jirones de niebla bajo el sol que se levanta. Volvió al cuarto con la mirada risueña.

—¿Qué te parece, eh? —preguntó en seguida doña Felicidad, a quien su idea obsesionaba tiránicamente.

—¿El qué?

—¿Crees que debo mandar a ese hombre a Tuy?

Luisa se encogió de hombros; sintió tedio ante aquellos enredos de brujería, mezclados con amores ridículos. En la vanidad de su intriga romántica parecíale repugnante aquel sentimentalismo senil.

—¡Tonterías! —dijo con mucho desdén.

—¡Ay, hija, no me digas, no me digas! —interrumpió, desconsolada, doña Felicidad.

—¡Bueno, entonces mándale, mándale! —dijo Luisa, ya impaciente.

—Pero ¡es que son cincuenta duros! —exclamó doña Felicidad, casi llorando.

Luisa se echó a reír:

—¿Por un marido? Me parece barato.

—¿Y si falla el hechizo?

—¡Entonces es caro!

Doña Felicidad lanzó un gran ¡ay! Sentíase muy desgraciada ante aquella indecisión entre los impulsos de la concupiscencia y las contenciones de la economía. Luisa tuvo compasión de ella, y sacando un vestido del ropero:

—¡Déjalo, hija! ¡No se necesitan brujerías!…

Doña Felicidad levantó los ojos al cielo.

—¿Vas a salir? —preguntó melancólicamente.

—No.

Doña Felicidad le propuso entonces que fuera con ella a la Encarnación. ¡Visitarían a Silveria, la pobre, que tenía un furúnculo! Y verían el adorno de la iglesia para la fiesta; se iba a estrenar el frontal nuevo, un primor.

—Y tengo también el propósito de ir a rezar una estacioncilla para serenarme por dentro —añadió, suspirando.

Luisa aceptó. Le apetecía ir a ver altares iluminados, oir el murmullo de los rezos en el coro, como si aquellas superaciones devotas armonizasen con sus disposiciones sentimentales. Empezó a vestirse de prisa.

—¡Qué gruesa estás, hija! —exclamó doña Felicidad, admirada, viéndole los hombros y el cuello.

Luisa se miraba al espejo, y sonreía con su cálida sonrisa, satisfecha de sus líneas, acariciando despacio, voluptuosamente, la piel blanca y fina.

—Redondita —dijo, halagada.

—¿Redondita? ¡Te vas a poner como una bola!

Y agregó tristemente:

—Claro es, con tu vida, un marido como el tuyo, sin hijos ni preocupaciones…

—Vamos, rica —dijo Luisa—, que las penas no te han hecho envejecer…

—¡Pues sí, pues sí! Pero… —y pareció desconsolada, como doblegada bajo sus propias minas—. Por dentro es una desdicha, el estómago, el hígado…

—¡Si la mujer de Tuy hace el milagro se te pone todo eso como nuevo!

Doña Felicidad sonrió, con una duda afligida.

—¿Sabes que tengo un bonito sombrero? —exclamó Luisa, de repente—. ¿No lo has visto? ¡Es bonito realmente!

Fue a buscarlo al guardarropa. Era de paja fina, guarnecido de miosotis.

—¿Qué te parece?

—¡Es un primor!

Luisa lo examinaba dando toquecitos con las puntas de los dedos en las florecillas azules.

—Da fresco —dijo doña Felicidad.

—¿No es verdad?

Se lo puso con gran cuidado muy seria. ¡Le sentaba bien! Si la viese Basilio le gustaría, pensó. Era muy posible que se lo encontrasen…

La invadió, sin motivo, una dicha exuberante; ¡encontraba tan delicioso vivir, salir, ir a la Encarnación, pensar en su amante!… Y muy animada buscaba por su cuarto las llavecitas del tocador.

¿Dónde había dejado las llaves? ¡En el comedor quizá! ¡Iba a ver! Salió corriendo, alegre, canturreando.

Amici, la notte é bella…

La ra la la…

Chocó casi con Juliana, que barría el pasillo.

—¡No deje usted de planchar la enagua bordada para mañana!

—Sí, señora. ¡Está almidonada!

Y siguiéndola con una mirada feroz:

—¡Canta, mujerzuela, canta, cabrita, canta, sinvergüencita!…

Y ella misma, acometida súbitamente de un júbilo agudo barriendo a escobazos rápidos, lanzó con su voz cascada:

Mañana termina la campaña,

según dicen por aquí…

Que sea cierto y no patraña…

Y con un trémolo enfático:

¡Y así seré yo muy feliz!

* * *

Al otro día, hacia las dos de la tarde, Sebastián y Julián paseaban por San Pedro de Alcántara.

Sebastián le estaba contando su «escena» con Luisa y cómo desde entonces había aumentado la estimación que por ella sentía. Al principio se enfadó, sí…

—Pero ¡es que tenía razón! ¡Oír una cosa así, por sorpresa! Yo llevé la cosa mal, fui brutal.

Después la pobre estuvo de acuerdo, se mostró muy angustiada, celosa de su pudor, le pidió consejo… ¡Hasta tenía lágrimas en los ojos!

—Le dije entonces que lo mejor era hablarle al primo, decirle lo que pasaba… ¿Qué te parece?

—Bien —dijo, vagamente, Julián.

Habíale escuchado distraído, chupando la punta del cigarro. Su rostro, macilento, se afilaba con un color más bilioso.

—Entonces, no crees que hice bien ¿eh?

Y después de una pausa:

—¡Ella es una señora honrada, como la que más! ¡Cómo la que más, Julián!

Se quedaron callados. El día estaba nublado y sofocante, con un aire de tormenta; gruesas nubes, pesadas y pardas, se iban acumulando, ennegreciendo, del lado de Gracia, por detrás de las colinas; un viento rastrero corría a ratos, haciendo estremecer el follaje de los árboles.

—De modo que ahora ya estoy tranquilo —resumió Sebastián—. ¿No te parece?

Julián se encogió de hombros, con una sonrisita triste:

—¡Quién me diera tus inquietudes, hombre! —dijo.

Y habló entonces, con amargura, de sus preocupaciones. Hacía una semana que se anunció el concurso para una plaza de auxiliar en la Escuela y se preparaba para ella. Era su tabla de salvación dijo; si lograba aquel puesto, obtendría en seguida nombre y podría hacerse una clientela, una fortuna… ¡Qué diablo! La cuestión era estar dentro… Pero la certeza de su superioridad no le tranquilizaba, porque, en fin, en Portugal, ¿no era verdad?, en aquellas cuestiones la ciencia, el estudio, el talento no servían de nada; ¡lo principal estaba en tener padrinos! Él no los tenía, y su contrincante, un mediocre, era sobrino de un director general, contaba con parientes en la Cámara, ¡era un personaje! Por eso él trabajaba a conciencia, pero ¡le parecía indispensable buscarse también sus apoyos! Pero ¿quiénes podían ser?

—¿Tú no conoces a nadie, Sebastián?

Sebastián se acordó de cierto primo suyo, diputado por el Alentejo; uno grueso, de la mayoría, un poco gangoso. Si Julián quería, él le hablaba… Aunque siempre había oído decir que la Escuela no era sitio de recomendaciones ni de intrigas… Además, tenía al consejero Acacio…

—¡Es un bestia! —exclamó Julián—. ¡Un fanfarrón! ¿Quién va a hacerle caso? Tu primo, ¿eh? ¡Tu primo me parece bien! Se necesita alguien que hable, que trabaje… —porque él fiaba mucho en las influencias de los recomendantes, en el poder de los «personajes», en las ayudas de la suerte, apoyadas en los manejos de la intriga. Y con un orgullo, mezclado de amenazas:

—¡Yo les demostraré lo que es saber las cosas, Sebastián!

Iba a explicarle el tema de su tesis pero Sebastián le interrumpió:

—Ahí viene.

—¿Quién?

—Luisa.

Pasaba ella, en efecto, por el Paseo; sola, toda vestida de negro. Contestó al saludo de los dos hombres con una sonrisa y unos adioses con la mano, un poco sonrojada.

Y Sebastián, inmóvil, siguiéndola devotamente con los ojos:

—¡Es que respira honradez! Va de tiendas… ¡Santa muchacha!

* * *

Iba en busca de Basilio, al Paraíso, por primera vez.

Y estaba muy nerviosa; no podía dominar, desde por la mañana, un miedo indefinido, que le hizo ponerse un velillo muy tupido y que latiese apresuradamente su corazón al encontrarse a Sebastián. Pero al mismo tiempo una curiosidad intensa, múltiple, la impulsaba, con un leve escalofrío de placer. ¡Iba, por fin, a tener ella, en persona, aquella aventura, que había leído tantas veces en las novelas amorosas! ¡Era una forma nueva del amor la que iba a experimentar, unas sensaciones excepcionales! ¡Lo reunía todo: la casita misteriosa, el secreto ilegítimo, todas las sensaciones del peligro! ¡Porque el aparato la impresionaba más que el sentimiento y la casa en sí le interesaba, le atraía más que Basilio! ¿Cómo sería? Estaba del lado de los Arroyos, frente a la explanada de Santa Bárbara; recordaba vagamente que había allí una hilera de casas viejas… Preferiría que hubiera estado en el campo, en una pequeña quinta, con arboledas rumorosas y blandos céspedes; pasearían entonces, con las manos entrelazadas, en un silencio poético, y luego, el ruido del agua, cayendo en los pilones de piedra, daría un ritmo lánguido a los sueños amorosos… Pero, en lugar de aquello, era en un tercer piso; ¿quién sabe cómo sería por dentro? Recordó una novela de Paul Féval[37] en que el héroe, poeta y duque, hace forrar con rasos y tapices el interior de una choza y se reúne allí con su amante; los viandantes, viendo aquella casucha ruinosa, dedican un pensamiento compasivo a la miseria que debe reinar allí, sin duda, ¡mientras adentro, muy secretamente, las flores se deshojan en los búcaros de Sèvres, y los pies, descalzos, pisan sobre Gobelinos venerables! Conocía el gusto de Basilio y el Paraíso sería, seguramente, como en aquella novela de Paul Féval. Pero en la explanada de Camoens notó que el individuo de la perilla corta, aquel de la noche del Paseo, la venía siguiendo, con una obstinación de gallo. Tomó entonces un cupé y al bajar en el Chiado experimentaba una sensación deliciosa de ser llevada rápidamente hacia su amante, e incluso miraba con cierto desdén a los transeúntes en el movimiento de la vida trivial, ¡mientras ella iba hacia una hora tan novelesca de la vida amorosa! Todavía, a medida que se aproximaba, la invadía una timidez, una contracción de apocamiento, como el plebeyo que tiene que subir, entre solemnes alabarderos, la escalinata de un palacio. Se imaginaba a Basilio esperándola, tumbado en un diván forrado de seda, y casi temía que su sencillez burguesa, poco al corriente, no encontrase palabras suficientemente finas o caricias bastante apasionadas. ¡El debía de haber conocido mujeres tan bellas, tan ricas, tan educadas para el amor! Hubiera deseado ella llegar en un coche suyo, con encajes de miles de pesetas y frases tan espirituales como las de los libros…

El carruaje paró junto a una casa amarillenta, con una puertecilla. Luego, al entrar, un olor denso y salobre la molestó. La escalera, de peldaños desgastados, subía, empinada, entre unas paredes de las cuales se caía la cal y la humedad formaba manchones. En el rellano del entresuelo, una ventana, con enrejado de alambre, parda de polvo acumulado, cubierta de telarañas, dejaba pasar la luz sucia del zaguán. Y detrás de una puertecilla, al lado, oíase el crujir de una cuna y el lloro doloroso de una criatura.

Pero Basilio bajó en seguida, con el puro en la boca, diciendo bajo:

—¡Qué tarde! ¡Sube! Creí que no venías. ¿Qué te sucedió?

La escalera era tan estrecha que no pudieron subir juntos. Y Basilio iba delante, de costado:

—¡Llevo aquí una hora, hija! Creí que habías olvidado la calle…

Empujó una cancela y la hizo entrar en un cuartito, empapelado con listas azules y blancas.

Luisa vio en seguida, al fondo, una cama de hierro, con una colcha amarilla, hecha de trozos de telas distintas; las sábanas bastas, de un blanco grisáceo y mal lavado, estaban impúdicamente entreabiertas…

Se puso encarnadísima y se sentó, callada, cohibida. Sus ojos, muy abiertos, se fueron fijando en unos raspones innobles de cabezas de fósforos, junto a la cama; en la estera, deshilachada, deslucida con un manchón de tinta; en las cortinas, de un encaje rojo, rameado; en una litografía, en la que una figura, con una túnica flotante, esparcía flores, volando… Sobre todo, una fotografía grande, encima del viejo canapé de paja, la fascinó; era un individuo achaparrado, de cara jovial y estúpida, con sotabarba y aspecto de piloto endomingado: sentado con pantalón blanco y las piernas muy separadas, tenía una mano sobre la rodilla, y la otra, muy abierta, se apoyaba en una columna truncada, y debajo del marco, como sobre la piedra de un túmulo, colgaba de un clavo, de cabeza dorada, ¡una corona de siemprevivas!

—Es lo que he podido encontrar —le dijo Basilio—. Y ha sido una casualidad; es muy retirado y muy discreto… Aunque no muy lujoso…

—No —dijo ella, bajo. Se levantó, fue a la ventana, alzó una punta del visillo de muselina, que pendía ante el cristal. Enfrente había unas casas pobres; un zapatero, canoso, martilleaba suela en un portal; en la entrada de una tiendecita se balanceaba un manojo de retama, junto a un mazo de puros, colgado de un bramante, y en una ventana, una muchacha, desgreñada, mecía tristemente en brazos a una criatura enfermiza, que mostraba gruesas costras de llagas en su cabecita color melón.

Luisa se mordió los labios, invadida por la tristeza.

Entonces golpearon discretamente con los nudillos en la puerta. Ella, asustada, se bajó rápidamente el velo. Basilio fue a abrir. Una voz dulzona, de melifluos ceceos, habló bajito. Luisa oyó, vagamente:

—Quietecitos; son sus llavecitas…

—¡Bien, bien! —dijo Basilio, presuroso, cerrando la puerta.

—¿Quién es?

—La dueña.

El cielo empezó a oscurecerse; ya, a trechos, gruesas gotas de lluvia se aplastaban sobre las piedras de la calle, y un tono crepuscular hacía aquel cuarto más melodramático.

—¿Cómo descubriste esto? —preguntó Luisa, triste.

—Me lo recomendaron.

«Entonces, ¿otras gentes habían estado allí, se habían “amado” allí», pensó ella. La cama le pareció repugnante.

—Quítate el sombrero —dijo Basilio, casi impaciente—; me entristece verte con ese sombrero puesto.

Ella soltó despacio la goma que lo sostenía, y fue a dejarlo, desconsolada, sobre el canapé de paja. Basilio le cogió las manos, y, atrayéndola, sentándose en la cama:

—¡Estás tan bonita! —la besuqueó en el cuello y recostó la cabeza sobre el pecho de ella. Y con la mirada muy lánguida:

—¡Lo que soñé esta noche contigo! Pero de repente, un violento ramalazo de lluvia azotó los cristales. E inmediatamente llamaron en la puerta, con prisa.

—¿Qué es? —gritó Basilio, furioso.

La voz ceceante explicó que había olvidado una colcha, puesta a secar en el balcón. ¡Sería una pena que se mojase!…

—Yo le pagaré la colcha; ¡déjeme! —vociferó Basilio.

—Dale la colcha…

—¡Que se la lleve el diablo!

Y Luisa, sintiendo un estremecimiento de frío en sus hombros, desnudos, se entregaba, con una vaga resignación, en las rodillas de Basilio, viendo constantemente vuelta hacia ella la cara estúpida del piloto.

Lo mismo que un yate, que apareja noblemente para un viaje novelesco, y encalla, al partir, en el lodazal de la ría baja, y el capitán aventurero, que soñaba con los perfumes y los almizcles de las florestas aromadas, inmóvil sobre su toldilla, se tapa la nariz ante el olor de los sumideros.

* * *

Apenas Luisa empezó a salir todos los días, Juliana pensó en seguida: «¡Bueno; ya va a reunirse con el perdis!».

Y su actitud se tornó más servil aún. Corría a abrir la puerta, con una sonrisa de bajeza, alborozada, cuando Luisa volvía a las cinco. ¡Y qué celo, qué puntualidad! Un botón que faltase, una cinta que se extraviase y eran «Mil perdones, señora». «Perdone por esta vez»; muchas lamentaciones humildes. Se interesaba con fervor por la salud de ella, por su ropa, por lo que iba a comer…

Aunque desde que empezaron las visitas al Paraíso su trabajo había aumentado: ahora tenía que planchar a diario; muchas veces érale preciso lavar por la noche collarines, puntillas, puños, en un barreño, hasta las once. A las seis de la mañana, y más temprano, estaba ya con «la plancha a vueltas». Y no se quejaba; decía, incluso, a Juana:

—¡Ay! ¡Es una gloria ver una señora así de limpia!… Las hay que ¡vámonos! No es por decirlo, pero es que hasta me da gusto. ¡Además, gracias a Dios, ahora tengo salud y el trabajo no me asusta!

No volvió a murmurar de «la señora». E, incluso, afirmaba, repetidamente ante Juana:

—¡La señora! ¡Ay, es una santa! Se la soporta muy bien… ¡No la hay mejor!

Su rostro perdió algo de aquel tono bilioso, de su contracción amarga. A veces, en el almuerzo, o por la noche, cosiendo, callada, junto a Juana, a la luz del quinqué, veníanle sonrisas repentinas, y la mirada se le iluminaba con una bondad jovial.

—Señora Juliana, tiene usted cara de estar pensando en cosas buenas…

—¡Ando pensando por dentro, señora Juana! —respondía, con satisfacción.

Parecía desprenderse de la envidia; oyó, incluso, hablar con tranquilidad del vestido de seda que estrenó en un día de fiesta, aquel septiembre, Gertrudis, la criada del doctor. Apenas dijo:

—¡También yo algún día estrenaré vestidos, y de los buenos! ¡De los de la modista!

Y otras veces reveló con palabras vagas la idea de una abundancia próxima. Hasta Juana le dijo:

—¿Espera usted alguna herencia, señora Juliana?

—¡Tal vez! —respondió, secamente.

Y cada día detestaba más a Luisa. Cuando por las mañanas la veía acicalarse, perfumarse, mirarse en el tocador, canturreando, se marchaba del cuarto. ¡Porque la acometían accesos de odio, tenía miedo de estallar! La odiaba por sus toilettes, por su aire alegre, por su ropa blanca, por el hombre al que iba a ver, por todos sus regalos de señora. ¡La muy «cabra»! Cuando salía iba a espiarla; la veía bajar por la calle, y cerrando los cristales, con una risita rencorosa:

—¡Diviértete, cochinita, diviértete, que ya llegará mi día! ¡Vaya si llegará!

Luisa, en efecto, se divertía. Marchábase todos los días a las dos. En la calle ya se decía que «la del ingeniero tenía su San Miguel».

Apenas doblaba ella la esquina el conciliábulo se juntaba en seguida a murmurar. Tenían la certeza de que iba a reunirse con el «gomoso». ¿Dónde sería? Era la gran curiosidad de la carbonera.

—En un hotel —afirmaba Pablo—. En los hoteles es un escándalo, de los gordos. O tal vez —agregaba con desdén— ¡en alguna de esas pocilgas de la Baja!

La estanquera la compadecía:

—¡Una señora tan sensata!

—El buey suelto bien se lame, señora Elena —rezongó Pablo—. ¡Son todas lo mismo!

—¡Cuidado! —protestó la estanquera—. ¡Que yo he sido siempre honrada!

—¿Y ella? —observó la carbonera—. ¡Nadie hubiera podido decirle nada!

—Hablo de la alta sociedad, de los nobles, ¡de los que arrastran sedas! ¡Es una canalla! ¡Lo sé muy bien! —y añadió, gravemente—: En el pueblo hay más moralidad. ¡El pueblo es de otra raza! —y con las manos metidas en los bolsillos, las piernas muy abiertas, se quedó absorto, con la cabeza baja y la mirada fija en el suelo—. ¡Vaya si lo sé! —murmuró—. ¡Vaya si lo sé! —como si estuviese realmente notando que las piedras de la calle ¡eran menos numerosas que las virtudes del pueblo!

* * *

Sebastián, que había pasado en la quinta de Almada casi dos semanas, se quedó aterrado cuando, al regreso, Juana le comunicó las grandes «novedades»: que Luisa salía ahora todos los días a las dos y que el primo no había vuelto; se lo contó Gertrudis, no se hablaba en la calle de otro cosa…

—¡Entonces la pobre señora ni siquiera puede ir a las tiendas, a sus quehaceres! —exclamó Sebastián—. Gertrudis en una desvergonzada y no sé cómo la tía Juana consiente que ponga aquí los pies. Vivir entre estos chismorreos…

—¡Vaya! ¡Valiente disparate! —replicó, muy escandalizada, la tía Juana—. ¡Ah, hijo mío, realmente!… ¡La pobre mujer dice lo que oyó en la calle! ¡Que ella, incluso, la defiende! ¡Es ella quien la defiende! ¡Hasta estuvo quejándose de lo que se habla! ¡Se habla! ¡Vaya! —y la tía Juana, al salir, rezongó—: ¡Miren qué disparate!

Sebastián la llamó; quiso aplacarla:

—Pero ¿quién habla, tía Juana?

—¿Quién? —y muy enfáticamente—: ¡Toda la calle! ¡Toda la calle! ¡Toda!

Sebastián se quedó aniquilado. ¡Toda la calle! ¡Caray! Si ella se dedicaba ahora a marcharse todos los días, ¡una señora que, estando Jorge, no salía de su agujero! La vecindad, que murmuraba de las visitas del otro, ¡empezaba, naturalmente, a comentar aquellas salidas de ella! ¡Se estaba desacreditando! ¡Y él no podía hacer nada! ¿Ir a avisarla? ¿Tener otra «escena»? No podía.

La buscó. No quería, realmente, tocar aquella cuestión, iba solo a verla. No estaba. Volvió a los dos días. Juliana vino a decirle a la cancela, con su sonrisa enfermiza:

—Se acaba de marchar hace un momento. La coge usted aún por la Patriarcal.

Por fin, un día se la encontró, al comienzo de la calle de San Roque. Luisa pareció muy contenta de verle:

¿Por qué se había quedado tanto tiempo en Almada? ¡Qué ingrato!

Tenía allí carpinteros, era necesario vigilar las obras. ¿Y ella?

—Bien. Un poco aburrida. Jorge dice que tardará aún. He estado muy sola. ¡Ni Julián, ni el consejero, nadie! Doña Felicidad es la que ha venido algunas veces, de pasada. Está ahora siempre metida en la Encarnación… ¡Esta gente devota! —y se reía.

—Entonces, ¿adonde iba?

—A unas pequeñas compras y a la modista después… Que vaya usted ahora, ¿eh, Sebastián?

—Iré.

—Hasta la noche. ¡Estoy tan sola! He tocado mucho. ¡Lo que me consuela es el piano!

Aquella misma tarde Sebastián recibió una carta de Jorge: «¿Has visto a Luisa? Me ha tenido casi inquieto, pues he estado más de cinco días sin carta de ella. Además, es perezosa como una monja; cuando escribe, son solo cuatro líneas, porque no va a coger el correo. ¡Vete a decir al correo que espere, qué diablo! Se queja de aburrimiento, de que está sola, de que todos la abandonan, de que vive como en un desierto. Procura hacerle compañía a la pobre», etc.

Al día siguiente, anochecido, fue a verla a su casa. Apareció muy encarnada, con ojos soñolientos, en bata blanca. Venía muy cansada, de la calle; le había dado sueño después de comer y se quedó adormilada en la caúsense.

—¿Qué había de nuevo? —y bostezaba.

Hablaron de las obras de Almada, del consejero, de Julián, y se quedaron callados. Hubo una pausa embarazosa.

Luisa encendió, entonces, las velas del piano, y le enseñó la música nueva que estudiaba, la Medje, de Gounod; pero había un pasaje en que se embarullaba siempre; pidió a Sebastián que lo tocase, y, junto al piano, siguiendo el compás con el pie, acompañó, bajito, la melodía, a la que prestaba un encanto penetrante la ejecución de Sebastián. Quiso probar ella después, pero se equivocó, e, irritada, tiro la música a un lado y fue a sentarse en el sofá, diciendo:

—¡No toco casi nunca! ¡Se me están entorpeciendo los dedos!…

Sebastián no se atrevió a preguntar por el primo Basilio. Luisa no pronunció su nombre siquiera. Y él, viendo en aquella reserva una falta de confianza o un resto persistente de despecho, dijo que tenía que ir a la Asociación General de Agricultura. Y salió, muy desconsolado.

Cada día de los que se sucedieron le trajo una inquietud.

Algunas veces era la tía Juana quien le decía por la tarde «¡Luisita ha salido hoy otra vez! ¡Hasta puede coger algo con este calor! ¡Vaya!». Otras era el conciliábulo de los vecinos, a los que veía de lejos, ¡y que seguramente «estaban despellejando a la pobre señora»!

Parecíale todo aquello exactamente el aria de la calumnia de El barbero de Sevilla. La calumnia, leve al principio como el temblor de las alas de un pájaro, subía en un crescendo aterrador ¡hasta estallar como un trueno!

Daba ahora rodeos, para no pasar por la calle, por delante de Pablo y de la estanquera ¡sentía vergüenza de ellos! Se encontró a Teixeira Acevedo, que le preguntó:

—Qué, ¿cuando vuelve Jorge? ¡Diablo, se va a quedar por allí ese muchacho!

Y aquella observación trivial le aterró. Finalmente, un día, más preocupado, fue en busca de Julián. Se lo encontró en su cuarto piso, en mangas de camisa y zapatillas, sucio y desgreñado, entre papelotes, con una cafeterita al lado, trabajando. El suelo negro estaba sembrado de colillas; en un rincón había un montón de ropa sucia; sobre la cama deshecha, unos libros abiertos, y un olor húmedo salía de las cosas, desordenadas. La ventana daba sobre el zaguán, de donde llegaba el canto estridente de una criada y el ruido arenoso del fregado de cacharros.

Apenas entró él, Julián se levantó, y desperezándose, encendió un cigarro, diciéndole que estaba trabajando ¡desde las siete!… ¿Eh? ¡Era bonito! ¡Para que se enterase don Sebastián!

—Por lo demás has llegado oportunamente. Estaba para ir a tu casa… Tenía que recibir un dinero y no ha llegado. Dame unos duros.

E inmediatamente empezó a hablar de su tesis. ¡Le iba saliendo bien la cosa!

Le leyó unos párrafos del prólogo, con paternal delectación, y, muy satisfecho en esa plétora de confianza que da la excitación del trabajo, dando grandes zancadas por la habitación:

—¡Quiero demostrarles que todavía quedan portugueses en Portugal, Sebastián! ¡Les voy a dejar con la boca abierta! ¡Ya verás!

Sentóse y se puso a numerar las hojas escritas, silbando. Sebastián, entonces, con timidez, casi molesto de perturbar con sus preocupaciones domésticas aquellos intereses científicos, dijo, en tono bajo:

—Pues yo venía a hablarte respecto a nuestra gente…

Pero la puerta se abrió con violencia, y un joven, de barba revuelta y mirada un poco alocada, entró; era un estudiante de la Escuela, amigo de Julián, y casi inmediatamente los dos reanudaron una discusión, entablada por la mañana, y que quedó interrumpida, a las once, cuando aquel joven bajó a almorzar a Áurea.

—¡No, chico! —exclamó el estudiante, exaltado—. ¡Me ratifico en mi idea! ¡La Medicina es media ciencia y la Fisiología la otra media! Son ciencias conjeturales, porque se nos escapa la base: ¡conoces el principio de la vida!

Y, cruzando los brazos, frente a Sebastián, le gritó:

—¿Qué sabemos nosotros del principio de la vida?

Sebastián, humillado, bajó los ojos. Pero Julián se indignó:

—¡Estás desmoralizado por la doctrina vitalista, miserable!

Clamó contra el vitalismo, que declaró «contrario al espíritu científico».

—Una teoría que pretende que las leyes que rigen los cuerpos brutos no son iguales a las que rigen los cuerpos vivos ¡es una herejía grotesca! —exclamó—. ¡Y Bichat, que la proclama, una bestia!

El estudiante, fuera de sí, vociferó que llamar bestia a Bichat era, sencillamente, ser cerril. Pero Julián despreció la injuria, y continuó exaltado con sus ideas.

—¿Qué nos importa a nosotros el principio de la vida? ¡Me importa lo mismo que la primera camisa que usé! ¡El principio de la vida es como otro principio cualquiera!, ¡un secreto! ¡Lo ignoraremos eternamente! No podemos conocer ningún principio. La vida, la muerte, los orígenes, los fines, ¡misterios! ¡Son causas primarias, con las que no tenemos nada que ver, nada! Ya podemos luchar siglos y más siglos, que no avanzamos una pulgada. Al fisiólogo, al químico, no les importa nada el principio de las cosas; ¡lo que les importa son los fenómenos! Ahora bien: los fenómenos y sus causas inmediatas, mi querido amigo, pueden ser determinados con tanto rigor en los cuerpos brutos como en los cuerpos vivos, ¡en una piedra como en un magistrado! ¡Y la Fisiología y la Medicina son ciencias tan exactas como la Química! ¡Esto viene ya desde Descartes!

Armaron entonces urna trifulca sobre Descartes. E inmediatamente, sin que Sebastián, atónito, hubiera notado la transición, se encarnizaron con la idea de Dios.

El estudiante parecía necesitar a Dios para explicar el Universo. Pero Julián atacaba a Dios coléricamente: ¡llamábale una «hipótesis gastada» y «una vieja manía del partido miguelista»! Y comenzaron a acometerse por la cuestión social, como dos gallos enemigos.

El estudiante, con los ojos desorbitados, sostenía, dando puñetazos sobre la mesa, el principio de autoridad. ¡Julián defendía a voces la «anarquía individual»! Y después de citar, con furia, a Proudhon, Bastiat, Jouffroy,[38] empezaron a personalizar. Julián, que dominaba la discusión con su voz estridente, censuró violentamente al estudiante sus valores al seis por ciento, lo ridículo de ser hijo de un agente de Bolsa ¡y el bistec de ricachón que acababa de comer en el Áurea!

Se miraron, entonces, con rencor. Pero a los pocos momentos el estudiante dejó caer, con desdén, unas palabras sobre Claude Bernard y volvió a iniciarse furiosamente la disputa.

Sebastián cogió su sombrero.

—Adiós —dijo en voz baja.

—Adiós, Sebastián, adiós —dijo en seguida Julián.

Y le acompañó hasta el rellano.

—Y cuando quieras que hable yo a mi primo… —murmuró Sebastián.

—Bueno, ya veremos; lo pensaré —dijo Julián, con indiferencia, como si el orgullo del trabajo le hubiera quitado el temor a la injusticia.

Sebastián fue pensando, mientras bajaba la escalera: «¡No se le puede hablar de nada ahora!».

De repente se le ocurrió una idea: ¡Si fuera a ver a doña Felicidad, a franquearse con ella! Doña Felicidad era charlatana, algo tonta, pero mujer de edad e íntima de Luisa; tenía más autoridad, más habilidad incluso…

Se decidió entonces; tomó un coche y fue a la calle de San Benito. La criada de doña Felicidad apareció, desconsolada y llorosa:

—¿No está usted enterado?

—No.

—¡Ay! ¡Es raro!

—Pero ¿el qué?

—¡La señora! ¡Una desgracia así! Se torció un pie en la Encarnación, y cayó al suelo. Ha estado muy mal.

—¿Aquí?

—En la Encarnación. No puede salir. Está con doña Ana Silveira. ¡Una desgracia así! ¡Y está en un grito!

—Pero ¿cuándo ha sido?

—Anteanoche.

Sebastián saltó al coche, y mandó arrear hacia casa de Luisa.

¡Doña Felicidad, enferma en la Encarnación! ¡Pero entonces Luisa podía salir todos los días! ¡Iría a verla, a hacerla compañía, a charlar con ella!… ¡La vecindad no tendría por qué murmurar! Iba a visitar a la pobre lisiada…

Eran las dos cuando el tronco se detuvo ante la puerta de Luisa. La encontró cuando bajaba la escalera, vestida de negro, con guantes gris perla y velillo, negro también.

—¡Ah, suba, Sebastián, suba! ¿Quiere subir?

Se paró en los escalones, con el rostro levemente sonrojado, un poco cohibida.

—No gracias. Venía a decirle… ¿No sabe usted? Doña Felicidad…

—¿Qué?

—Se ha torcido un pie. Está muy mal.

—¿Qué me dice?

Sebastián le dio los detalles.

—Voy allá.

—Debe ir. Yo no puedo, porque no dejan entrar hombres. ¡Pobre! Dicen que está mal —la acompañó hasta la esquina de la calle, le ofreció, incluso, su coche—: ¡Muchos recuerdos; que siento de verdad no verla!… ¡Pobre señora! ¡Y dicen que está en un grito!

La vio alejarse hacia la Patriarcal, y, admirando la gracia de su figura, se restregó las manos, satisfecho. ¡Estaban justificadas, incluso santificadas aquellas salidas diarias! ¡Iba a ser enfermera de la pobre doña Felicidad! Era necesario que lo supiesen todos —Pablo, la estanquera, Gertrudis, los Acevedos, todos—; de modo que cuando la viesen subir la calle, por la mañana, dijesen: «¡Va a hacer compañía a la enferma! ¡Santa señora!».

Pablo estaba a la puerta de su tienda y Sebastián entró con una idea súbita. ¡Le enorgulleció considerarse tan fecundo en recursos, tan hábil!

Se echó un poco el sombrero hacia atrás, y, señalando con su quitasol el cuadro que representaba a don Juan VI:

—¿Cuánto quiere usted por ese cuadro, señor Pablo?

Pablo se quedó sorprendido:

—¿Está usted bromeando, don Sebastián?

Sebastián exclamó:

—¿Bromeando yo? ¡Hablo muy en serio! Quería unos cuadros para el recibimiento, en Almada, pero antiguos, sin marco, para que casasen bien sobre el papel oscuro. ¡Como ése! ¡Que estoy bromeando! ¡Vamos, hombre!

—Perdone usted, don Sebastián… En ese caso quedan por ahí algunos cuadros a propósito.

—Este don Juan Sexto me gusta. ¿Cuánto pide usted?

Pablo dijo, sin vacilar:

—Sesenta duros. Pero es una obra maestra.

Era un lienzo descolorido de tonos esfumados, donde los restos de una cara, rojiza, con una cabellera arracimada, resaltaban confusamente sobre un fondo oscuro. Una mancha bermellón, empañada, denotaba el terciopelo de una casaca de corte; el vientre, saliente y ostentoso, hinchaba un chaleco verdoso. La parte de la tela mejor conservada era, en un lado, sobre un cojín, la corona real, que el artista había trabajado con entusiástica minuciosidad, o por necias preocupaciones, o por adulación cortesana.

Sebastián lo encontró caro; pero Pablo le enseñó el precio, marcado por detrás, en una tira de papel. Limpió el lienzo con mimo; señaló sus bellezas, habló de su honradez; censuró a otros prenderos, «que tenían la conciencia en los talones»; juró que el retrato aquel había pertenecido al palacio de Queluz,[39] e iba ya a atacar las cuestiones políticas cuando Sebastián dijo, resumiendo:

—Bien; pues mándemelo en seguida; me quedo con él. Y envíe la factura.

—¡Se lleva usted una obra soberbia!

Sebastián miró, entonces, a su alrededor. Quería hablar del «pie torcido de doña Felicidad», y buscaba una oportunidad. Examinó unas ánforas de la India, un tremó y al divisar un sillón de enfermo:

—¡Ese sería bueno para doña Felicidad! —exclamó en seguida—. ¡Aquella poltrona! ¡Buena poltrona!

Pablo abrió los ojos.

—Doña Felicidad Noroña —repitió Sebastián—. Para estar tumbada… ¿No lo sabía usted? Se rompió un pie y ha estado muy mal.

—¿Doña Felicidad, la amiga de allí? —y señaló con el pulgar la casa del ingeniero.

—¡Sí, hombre! Se rompió un pie en la Encarnación. No la pudieron trasladar. Doña Luisa va allí todos los días, a hacerla compañía. Ahora precisamente marchaba a verla…

—¡Ah! —dijo Pablo, lentamente. Y después de una pausa:

—Pues yo la vi entrar ahí no hará ocho días.

—Fue anteayer —tosió, y, volviendo la cara y mirando fijamente unos grabados, añadió—: Por lo demás, doña Luisa iba ya todos los días a la Encarnación, pero era para ver a Silveira, a doña Ana Silveira, que estaba enferma. Desde hace tres semanas la pobre lleva una vida de enfermera. ¡No sale de la Encarnación! Y ahora lo de doña Felicidad. ¡Es una pesadez!

—Pues yo no lo sabía, no lo sabía… —murmuró Pablo, con las manos en los bolsillos.

—Mándeme a don Juan Sexto, ¿eh?

—A sus órdenes don Sebastián.

Sebastián marchó a su casa. Subió a la sala, y tirando el sombrero sobre el sofá: «Bien —pensó—. ¡Ahora, al menos, están a cubierto las apariencias!». Paseó un rato con la cabeza baja; sentíase triste, porque el haber logrado, casualmente, justificar aquellos paseos ante la vecindad, hacíale parecer más cruel la idea de que no los podía justificar ante sus propios ojos. Los comentarios de los vecinos iban a cesar por algún tiempo, pero ¿y los suyos?… Quería encontrarlos falsos, pueriles, injustos, y, en contra de su voluntad, de su buen sentido y de su rectitud, estaban siempre resonando en su interior. ¡En fin, él había hecho lo que debía! Y con un gesto triste, hablando solo en el silencio de la sala:

—¡Lo demás es cosa de su conciencia!

Aquella tarde, en la calle, se sabía ya que doña Felicidad Noroña habíase torcido un pie en la Encarnación (otros dijeron que era una pierna rota), y que doña Luisa no se apartaba de su cabecera… Pablo declaró con curiosidad:

—¡Eso es ser buena muchacha, muy buena muchacha!

Gertrudis, la del doctor, fue después, al anochecer, a preguntar a la tía Juana «si era verdad lo de la pierna rota». La tía Juana lo rectificó: ¡era el pie, una torcedura del pie! Y Gertrudis dijo al doctor, a la hora del té, que doña Felicidad se había caído y estaba destrozada. Le ocurrió en la Encarnación, añadió. Dicen que está allí todo revolucionado. Duerme allí, incluso doña Luisita…

—¡Tonterías de beatas! —rezongó aburrido, el doctor.

Pero en la calle todos la elogiaban y hasta, a los pocos días, Teixeira Acevedo (que apenas saludaba a Luisa), al encontrársela en la calle de San Roque, la detuvo, y con un respetuoso saludo:

—Perdone usted, señora. ¿Cómo va su enferma?

—Mejor, muchas gracias.

—Pues revela usted, señora, gran solicitud yendo todos los días, con este calor, a la Encarnación…

Luisa se sonrojó.

—Revela usted, sí, una gran solicitud, señora —exclamó él con énfasis—. Así lo he dicho por todas partes. Una gran solicitud. ¡A su disposición, señora!

Y se alejó, conmovido.

* * *

Luisa fue, en efecto, aquel día a ver a doña Felicidad. Sufría una simple luxación, y acostada en casa de Silveira con el pie envuelto en compresas con árnica, aterrada ante la idea de «perder la pierna», se pasaba el día rodeada de amigas, lloriqueando, saboreando los chismes del barrio y comiendo golosinas.

Apenas entraba alguien a verla, redoblaba en sus exclamaciones y lamentos; venía luego la historia minuciosa, detallada, prolija de la «desgracia»: iba ella a bajar, a poner el pie en el escalón; resbaló, notó que se iba a caer; se sostuvo aún, y pudo decir: «¡Ay Virgen de la Salud!». Al principio, el dolor no fue muy grande, pero pudo haberse matado; ¡fue un milagro! Todas las señoras coincidían en que «era realmente un milagro». La miraban compungidas ¡e iban, por turno, a prosternarse y a pedir a los santos especiales la curación de la de Noroña!

La primera visita de Luisa fue para doña Felicidad un consuelo, «le dio un gran alivio», porque la afligía estar allí en la cama, ¡sin tener noticias de él, sin poder hablar de él!

Y en los días siguientes, apenas se quedaba sola en la alcoba con Luisa la hacía acercarse a la cabecera y con un murmullo misterioso le preguntaba: «¿Le había visto? ¿Sabía de él?». Su gran pena era que el consejero no supiese que estaba enferma, que no pudiera dedicarle los pensamientos compasivos a que su pie tenía derecho, ¡y que hubieran sido un consuelo para su corazón! Pero Luisa no le veía y doña Felicidad, removiéndose en el lecho, exhalaba hondos suspiros.

A las dos, Luisa salía de la Encarnación e iba a tomar un coche a la plaza del Rocío; para no parar a la puerta del Paraíso alborotando con el ruido del carruaje, se apeaba en la explanada de Santa Bárbara, y encogiéndose, pegada a la sombra de las casas, se apresuraba, con los ojos bajos y una vaga sonrisa de placer. Basilio la esperaba, tumbado en la cama, en mangas de camisa. Para no aburrirse a solas, había traído al Paraíso una botella de coñac, azúcar, limones y, con la puerta entornada, fumaba, haciéndose grogs fríos. El tiempo se arrastraba, miraba a cada momento la hora y, sin querer, escuchaba y seguía todos los ruidos íntimos de la familia de la dueña, que vivía en los cuartos interiores: el llanto irritado de una criatura, una voz catarrosa que regañaba y, de repente, una perrita que empezaba a ladrar furiosa. Basilio encontraba aquello burgués y ordinario; se impacientaba. Pero el frufrú del vestido rozaba la escalera, y tanto el tedio de él como los temores de ella se disipaban inmediatamente con el calor de los primeros besos. Luisa tenía siempre prisa; quería estar en su casa a las cinco «y tenía una buena tirada después». Entraba un poco sofocada y a Basilio le gustaba el leve sudor tibio que cubría sus hombros desnudos.

—¿Y tu marido? —le preguntaba—. ¿Cuándo llega?

—No habla de eso para nada —y otras veces—: No he recibido nada, no sé nada.

Parecía ser aquélla la preocupación de Basilio, en la alegría egoísta de la reciente posesión. Tenía entonces caricias muy extáticas; se arrodillaba a los pies de ella, y poniendo una voz de niño:

Lili no quiere a Bibí.

Ella reía medio desnuda, con una risa cantarína y licenciosa.

Lili adora a Bibí… ¡Está loca por Bibi!

Y quería saber si pensaba en ella, lo que había hecho la víspera. Fue al Casino, jugó un poco, volvió a su casa temprano, soñó con ella…

—¡Vivo sólo para ti, amor mío, créeme!

Y recostó la cabeza en su regazo, como abrumado por una felicidad excesiva.

Otras veces, más serio, le daba ciertos consejos sobre toilette u orientaba su gusto; le pidió que no se pusiese postizos en el pelo, que no usase botas de elástico.

Luisa admiraba mucho su experiencia del lujo; le obedecía, se amoldaba a sus ideas, hasta afectar, sin sentirlo, un desdén por la gente virtuosa, para imitar sus opiniones libertinas.

Y lentamente, viendo aquella docilidad, Basilio no se tomaba la molestia de coartarse, gozaba de ella ¡como si la pagase! ¡Hubo una mañana en que le escribió dos líneas a lápiz diciéndole que «no podía ir al Paraíso», sin más explicaciones! En una ocasión, incluso no acudió sin avisarla, y Luisa encontró la puerta cerrada. Llamó tímidamente, miró por la cerradura, esperó palpitante y volvió muy desconsolada, rendida de calor, con los ojos irritados por la polvareda y ganas de llorar.

No se tomaba el menor trabajo ni para darle un gusto. Luisa le había pedido que fuese de cuando en cuando los domingos a su casa, a pasar la velada; estarían Sebastián, el consejero y doña Felicidad, cuando se encontrase mejor; sería una satisfacción para ella, y asistiendo daría además a sus relaciones un aire familiar, más íntimo.

Pero Basilio saltó:

—¿Cómo? Ir a cabecear de sueño entre cuatro entes… ¡Ah, no!…

—Pero si charlamos, hacemos música…

Merci! ¡Conozco la música de las soirées de Lisboa! ¡El vals del Beso y El trovador! ¡Quita!

Después habló dos o tres veces de Jorge, con desdén. Aquello la ofendió. E incluso últimamente, cuando ella entraba en el Paraíso, no tenía ya la delicadeza amorosa de levantarse alborozado: se incorporaba apenas en la cama y, quitándose indolentemente el puro de la boca:

—¡Viva mi flor! —decía.

¡Y qué aire de superioridad el suyo cuando le hablaba!

Qué modo de encogerse de hombros, de exclamar: «¡Tú no comprendes nada de esto!». Llegó a tener palabras crudas, gestos brutales. Y Luisa empezó a desconfiar de que Basilio la amase; ¡apenas si la deseaba!

Al principio lloró. Decidió tener una explicación con él, romper si era necesario. Pero lo aplazó, no se atrevía; la cara de Basilio, su voz, su mirada, la dominaban, y avivando su pasión, le quitaban valor para irle con quejas. Porque estaba convencida aún de que le adoraba; ¿qué era lo que daba tanta exaltación a su deseo sino la grandeza del sentimiento?… ¡Gozaba tanto porque le amaba mucho!… Y su natural honestidad, sus pudores se amparaban en aquel raciocinio sutil.

El tenía a veces una áspera sequedad de maneras, era cierto; ciertos tonos de indiferencia, realmente… Pero en otros momentos, ¡cuántos mimos, qué temblores en la voz, qué frenesí en las caricias!… La amaba también, no cabía duda. Aquella certeza era su disculpa. Y como era el amor el que las producía, ¡no se avergonzaba de las alegrías voluptuosas con que iba todas las mañanas al Paraíso!

Dos o tres veces, al regreso, habíase encontrado a Juliana, que subía también presurosa por el Molino de Viento.

—¿De dónde venía usted? —la preguntó, ya en casa.

—Del médico, señora; he ido al médico.

Se quejaba de punzadas, de palpitaciones, de falta de aire.

—¡Flatos! ¡Flatos!

* * *

En efecto, Juliana hacía ahora todas sus tareas por la mañana; después, apenas Luisa, hacia la una, doblaba la esquina, se iba a vestir, y muy ceñida en su vestido de merino, con sombrero y sombrilla, venía a decir a Juana:

—Hasta luego, voy al médico.

—Hasta luego, señora Juliana —decía la cocinera, radiante.

E iba en seguida a hacer la seña al carpintero.

Juliana bajaba por San Pedro de Alcántara, y cruzando la explanada del Carmen, iba a la calleja enfrente del cuartel. Allí vivía, en un tercer piso, su íntima amiga la tía Victoria.

Aquella vieja había sido comadrona. Aún conservaba sobre la puerta una placa metálica, en la cual se leía en letras negras:

VICTORIA SUAREZ

COMADRONA

Pero en los últimos años su industria se hizo más complicada, más tortuosa.

La ejercía en una salita esterada, con mosquiteros de papel colgantes del techo sucio, iluminada por dos tristes ventanas con antepecho. Un amplio sofá ocupaba casi la pared del fondo: había sido seguramente de reps verde, pero la estofa, desgastada, rota, remendada, tenía ahora, bajo las grandes manchas, un vago color pardusco; los muelles partidos, rechinaban con estallidos metálicos; en uno de los bordes, dentro de un hoyo abierto por el uso, dormía un gato todo el día, y uno de los lados de la madera quemada revelaba que había sido salvado de un incendio. Encima del sofá colgaba la litografía de don Pedro IV.[40] Entre las dos ventanas había una cómoda alta, y sobre ella, entre un San Antonio y una cajita hecha de conchas, un tití disecado con ojos de cristal se sostenía sobre una rama. Al entrar, veíase lo primero, junto a la ventana frontera a la puerta, encima de una mesa cubierta de hule, una espalda flaca y encorvada y un gorro de seda con una borla tiesa. Era el señor Gouvea, el escribiente. El aire sofocante tenía un olor complejo, indefinido, mezcla de cuadra, de grasa y de rehogado. Había allí gente siempre: gruesas matronas de mantón y pañuelo, cara gordiflona y bozo; cocheros con el pelo aplastado, reluciente de pomada, y chaquetas listadas; pesados gallegos color greda, de paso retumbante y forma basta; criaditas pálidas, con ojeras, sombrilla de puño de hueso y guantes de piel con zurzidos en las puntas de los dedos.

Frente a la sala se abría un cuarto que daba al zaguán, por cuya puertecilla verde se veían a veces desaparecer espaldas respetables de ricachones o colas rumorosas de vestidos sospechosos.

En ciertas ocasiones, los sábados, reuníanse allí cinco o seis personas; las viejas hablaban bajo, con gestos misteriosos; se oía una disputa apenas sofocada en el descansillo; unas jovencitas rompían a llorar de repente, y el señor Gouvea, impasible, escribía en sus registros, lanzando hacia un lado escupitinajos melancólicos.

La tía Victoria, mientras tanto, con su toca de encaje negro y su vestido rojo, iba y venía, cuchicheaba, hacia tintinear el dinero, sacando a cada momento del bolsillo pedacitos de culantrillo para el catarro.

La tía Victoria era de gran utilidad; ¡se convertía en el centro de una serie de actividades! La servidumbre baja e incluso la fina acudía allí, a su despacho, para todo. Prestaba ella dinero a los cesantes; guardaba los ahorros de los previsores; mandaba escribir al señor Gouvea la correspondencia amorosa o doméstica de los que no habían ido a la escuela; vendía vestidos de segunda mano; alquilaba trajes; aconsejaba colocaciones; recibía confidencias; dirigía intrigas; entendía de partos. Ningún criado era recomendado por ella; pero admitidos o despedidos, nunca dejaban de subir y de bajar las escaleras de la tía Victoria. Tenía además muchas relaciones, infinitas condescendencias. Solteros maduros iban a entenderse con ella, para encontrar el consuelo de una cocinera joven y de buenas carnes; era ella quien proporcionaba criadas a las mujeres vigiladas; conocía a ciertos usureros discretos. Y la gente decía: «¡La tía Victoria tiene más mañas que pelos!».

Pero últimamente, a pesar de sus «negocios», apenas entraba Juliana la conducía hacia su cuarto de la parte posterior, cerraba la puerta ¡y «había para media hora»!

Juliana salía siempre colorada, con los ojos relucientes, ¡feliz! ¡Volvía rápido a casa, y apenas entraba!:

—¿No ha vuelto aún la señora?

—Todavía no.

—Estará en la Encarnación. ¡Pobrecilla! ¡No tiene mala cruz ir a aguantar a la vieja! Y luego, se da su paseo, naturalmente. ¡Hace muy bien en distraerse!

Juana era seguramente simple y obtusa; además, su pasión animal por el jovenzuelo la embrutecía más. Sin embargo, notó que la señora Juliana andaba «muy derretida» por la señora. Le dijo, incluso, un día:

—Parece que ahora le entra a usted más la señora.

—¿Que me entra más?

—Sí, quiero decir que es usted más… más…

—¿Más apegada a ella, quizá?

—Eso, más apegada.

—Siempre lo he sido. Pero ¡vaya! A veces la gente tiene sus repentes… Mire, señora Juana, no hay nada mejor que esto. Una señora de muy buen genio, nada de rarezas, ninguna sujeción… ¡Ay! ¡Es para dar gracias al Cielo por vivir en tal sosiego!

—¡Sí que es para dárselas!

La casa, realmente, tenía un aspecto jovial de felicidad tranquila. Luisa salía a diario y lo encontraba todo bien; no se impacientaba nunca; su antipatía por Juliana parecía haber desaparecido. ¡La consideraba una infeliz! Juliana tomaba sus calditos, daba sus paseos, meditaba. Juana, con mucha libertad, sola casi siempre en la casa, se deleitaba con el carpintero. No venían visitas. Doña Felicidad, en la Encarnación, se empapaba en árnica. Sebastián habíase marchado a Almada para vigilar las obras. El consejero partió hacia Cintra «a dar unas vacaciones al espíritu —según dijo a Luisa—, y a deleitarse con las maravillas de aquel edén». Julián «el doctor», como decía Juana, trabajaba en su tesis.

Las horas transcurrían con toda regularidad; había allí siempre un silencio apaciguador. Un día, en la cocina Juliana, impresionada por aquel recogimiento feliz de toda la casa, exclamó dirigiéndose a Juana:

—¡No se puede estar mejor! ¡La barca va por un mar de rosas!

Y añadió con una risita:

—¡Y yo al timón!