La mañana era sofocante. Pero después del mediodía, Juana, tumbada en un viejo sillón de mimbre de la isla de Madeira que había en la cocina, dormía la siesta. Como madrugaba mucho, aquella hora tranquila le producía siempre sopor.
Las ventanas estaban cerradas al sol centelleante; las ollas hacían un runrún adormecedor en la lumbre; y toda la casa, muy silenciosa, parecía amodorrada en la pereza del calor tórrido, cuando Juliana entró como una tromba, arrojó al suelo, furiosa, un montón de ropa sucia y gritó:
—¡Que me parta un rayo si no se arma en esta casa un escándalo que lo va a arrasar todo!
Juana dio un brinco, sobresaltada.
—¡El que quiere las cosas en orden que cuide de ellas! —chilló la otra con los ojos inyectados—. ¡No se está una todo el día en la sala charlando con las visitas!
La cocinera fue a cerrar la puerta precipitadamente, asustada ya.
—¿Qué ha sido, Juliana, qué ha sido?
—¡Está con la desazón, le hierve la sangre! ¡Unas sangrías, unas sangrías! ¡Molesta sin cesar! ¡No puedo aguantarla, no puedo!
Y pateaba, frenética.
—Pero ¿qué ha sido, qué ha sido?
—¡Dice que los cuellos estaban poco almidonados y se ha puesto desatinada! ¡Estoy harta de aguantarla! ¡Harta! ¡Estoy hasta aquí! —vociferó, estirando la piel arrugada de la garganta—. ¡Que no me saque de quicio! ¡Porque me marcho y le suelto en su cara por qué! ¡Desde que tenemos aquí un hombre y poca vergüenza, nos hemos lucido!… Que no se meta en líos…
—¡Oh Juliana, por amor de Dios! ¡Jesús! —y Juana se apretó la cabeza con las manos—. ¡Ay, si lo oye la señora!
—¡Que lo oiga, se lo digo en su cara! ¡Estoy harta! ¡Harta!
Pero, de repente, se puso palidísima y cayó sobre un sillón de mimbre con las manos en el corazón y los ojos en blanco.
—¡Juliana! —gritó Juana—. ¡Juliana! ¡Hable usted!
La roció con agua y la removió ansiosamente.
—¡Válganos la Santísima Virgen! ¿Está mejor? ¡Hable!
Juliana exhaló un largo suspiro de alivio y cerró los párpados. Y jadeaba despacio, muy postrada.
—¿Cómo se siente? ¿Quiere un caldito? Es debilidad, sí, debe de ser debilidad…
—Ha sido la punzada —murmuró Juliana.
¡Ay! Aquellos trastornos la mataban, decía la cocinera, moviendo el caldo, muy pálida también. ¡Había que aguantar a los amos! ¡Que se tomase el caldo, que se tranquilizara!…
En aquel momento Luisa abrió la puerta. Venía en chambra y enaguas. ¿Qué jaleo era aquel?
—Le ha dado un sofoco a Juliana, casi se desmayó…
—Ha sido la punzada —balbuceó Juliana.
Y levantóse con mucho esfuerzo.
—Si no necesita nada la señora, voy al médico…
—¡Vaya, vaya! —dijo Luisa en seguida. Y bajó.
Juliana empezó a tomar el caldo con una mirada moribunda.
Juana la consolaba en voz baja. También Juliana se sofocaba por cualquier cosa. Y cuando se tenía poca salud no había nada peor que exaltarse…
—¡Es que usted no puede imaginarse! —y bajaba la voz, abriendo mucho los ojos—. ¡No se la puede aguantar! ¡Se viste como para una recepción! ¡Arrugó unos cuellos y los tiró al suelo diciendo que yo planchaba horrorosamente, que no servía para nada!… ¡Ay, estoy harta! —replicó—. ¡Harta!
—¡Hay que tener paciencia! ¡Todos llevamos nuestra cruz!
Juliana tuvo una sonrisa lívida, se levantó con un gran ¡ay!, enseñó los dientes y, cogiendo la ropa sucia, subió al desván.
Al poco rato salió con guantes negros, muy pálida. Al doblar la esquina de la calle, frente al estanco, se detuvo indecisa. ¡Había un buen trecho hasta el médico!…
¡Y le temblaban las piernas!… ¡Pero gastarse casi una peseta en el tranvía!
—¡Chis, chis! —hizo a su lado una voz suave.
Era la estanquera, con su largo vestido teñido de negro y su sonrisa triste.
¿Qué era de la señora Juliana? ¿A darse un paseíto, no?
Alabó su sombrilla negra de puño de hueso.
—Es de muy buen gusto —dijo—. ¿Y qué tal de salud?
Mal. Le había dado la punzada, iba al médico… Pero la estanquera no tenía fe en los médicos. Era tirar el dinero a la calle…
Habló de la enfermedad de su hombre, de los gastos, un montón de dinero. ¿Y para qué? ¡Para verle sufrir y morirse como si nada! Todavía estaba llorando aquel dinero.
Y suspiró. En fin, ¡que se hiciera la voluntad de Dios!
—¿Y por casa del señor ingeniero?
—No hay novedad.
—Oiga, Juliana: ¿quién es ese joven que viene ahora por aquí todos los días?
Juliana contestó vivamente:
—Es el primo de la señora.
—Se ven a menudo…
—Eso parece.
Tosió, y con un frío saludo:
—Pues buenas tardes, señora Elena.
Y se fue, rezongando:
—¡Ahora quédate chupando el dedo, charlatana!
Juliana detestaba a la vecindad; sabía que la escarnecían, que la imitaban, que la llamaban ¡Tripa vieja!… ¡Pues por ella no sabrían nada! ¡Ya podían reventar de curiosidad! ¡Bueno! ¡Todo lo que viera u oliese se lo guardaría muy adentro! ¡En busca de una ocasión!…, pensó con rencor, moviendo las caderas.
La estanquera se quedó en la puerta, despechada. Y Pablo, el prendero, que las había visto hablar, se acercó a aquélla en seguida, arrastrando despacio sus zapatillas de moqueta:
—¿Qué, se ha escurrido en algo Tripa vieja?
—¡Ay! ¡No se la saca nada!
Pablo sepultó sus manos en los bolsillos, aburrido:
—La del ingeniero le unta… Es ella la que lleva cartitas, la que abre la puerta de noche…
—¡No diré que tanto! ¡Vamos, vamos!
Pablo la miró con aire de superioridad:
—Usted, señora Elena, está ahí en su mostrador… ¡Pero yo conozco a estas señoronas del gran mundo! ¡Las conozco al dedillo! ¡Son unas tías!
Citó en seguida nombres, algunos ilustres; tenían infinitos amantes, ¡hasta lacayos! Unas fumaban, otras se emborrachaban. ¡Eran de lo peor, de lo peor!
¡Y se paseaban por ahí, muy repanchigadas en sus coches, en las mismas narices de la gente de bien!
—¡Falta de religión! —suspiró la estanquera.
Pablo se encogió de hombros:
—¡La religión no tiene que ver, señora Elena! ¡La culpa es de los curas!
Y agitando furioso el puño cerrado:
—¡Los curas son una piara de cerdos!
—¡Vamos, señor Pablo, no diga cosas malas!
Y la cara descolorida de la estanquera mostró una severidad devota ofendida.
—¡Déjese de historias, señora Elena! —exclamó el individuo con desprecio. Y de pronto—: ¿Por qué han acabado los conventos, dígame? ¡Porque era una vergüenza lo que sucedía allí dentro!
—¡Oh, señor Pablo! ¡Oh, señor Pablo! —balbuceó Elena, retrocediendo, encogida.
Pero Pablo lanzaba sus impiedades como puñaladas.
—¡Una vergüenza! De noche, iban las monjas por un subterráneo a estar con los frailes. ¡Y vengan borracheras y borracheras! ¡Bailaban el fandango en camisa! Todos los libros lo traen.
Y poniéndose de puntillas:
—¿Y qué me dice usted de los jesuítas? ¡Sí! ¿Qué me dice usted?
Pero retrocedió, y llevándose la mano a la visera de la gorra:
—¡Servidor de usted, señora! —dijo con respeto.
Era Luisa, que pasaba, vestida de negro, con el velillo bajado. Se quedaron callados, mirándola.
—¡Es muy guapa! —murmuró la estanquera con admiración.
Pablo inclinó la cabeza:
—No es mal bocado… —dijo. Y añadió con desdén—: ¡Para quien le gusten éstas!…
Hubo un silencio. Y Pablo murmuró:
—¡No serán unas faldas las que me quiten el tiempo o esto!…
Y se golpeó en el bolsillo del chaleco haciendo sonar el dinero. Tosió luego, escupió y dijo con acritud:
—No valen todas juntas dos perras.
Fue hacia la puerta del estanco a liar su pitillo, silbando; pero sus ojos se abrieron, indignados. En una de las ventanas del último piso de la casa del ingeniero había divisado, entre los cristales abiertos, la cara enfermiza de Pedro, el carpintero.
Volvióse hacia la estanquera y cruzando dramáticamente los brazos:
—¡Y mientras la señora se va de picos pardos, ahí está el mozo entendiéndose con la criada!
Soltó una larga bocanada de humo, y con voz lúgubre:
—¡Esa casa se está convirtiendo en un prostíbulo!
—¿En qué, señor Pablo?
—¡En un prostíbulo, señora Elena! ¡Es como si dijese en una mancebía!
Y el patriota se alejó con pasos escandalizados.
* * *
Luisa iba, por fin, al campo con Basilio. Había accedido el día anterior, declarando al mismo tiempo «que era solo un paseo de media hora en coche, sin apearse». Basilio insistió aún, hablando «de las sombrosas alamedas, de una merienda sobre el césped…». Pero ella se negó, muy temerosa, riendo:
—¡Nada de céspedes!…
Y quedaron citados en la plaza de la Alegría. Llegó tarde, dadas ya las dos y media, con su sombrillita muy echada sobre el rostro, toda asustada.
Basilio la esperaba, fumando en un cupé, en la esquina, debajo de un árbol. Abrió rápidamente la portezuela y Luisa entró, cerrando atropelladamente la sombrilla; se le enganchó la falda en el estribo, se le desgarró el dobladillo de seda y se encontró junto a él, muy nerviosa, con la cara sofocada murmurando:
—¡Qué locura, qué locura!
No podía hablar apenas. El cupé partió en seguida al trote largo. El cochero era un tal Pínteos, ex batidor en la Milicia.
—¡Qué cansada está la pobrecita! —dijo Basilio, con mucha ternura.
Le levantó el velillo; estaba sudorosa: sus grandes ojos brillaban con la excitación, la prisa y el miedo…
—¡Qué calor, Basilio!
—Quiso bajar uno de los cristales del cupé ¡No, eso no! ¡Podrían verlos! Cuando pasasen las puertas de las afueras…
—¿Hacia dónde vamos?
Y escudriñaba, levantando la cortinilla.
—Vamos hacia Lumiar; es el mejor sitio. ¿No quieres?
Se encogió de hombros. ¿Qué le importaba? Se iba tranquilizando; habíase quitado el velo y los guantes; sonreía, abanicándose con el pañuelo, del que se desprendía un fresco aroma. Basilio le cogió una muñeca y puso muchos besos largos, delicados, en la piel fina, azulosa de venitas.
—¡Has prometido tener juicio! —dijo ella con cálida sonrisa, mirándole de lado.
¡Vaya! ¡Un beso en el brazo! ¿Qué mal había en aquello? ¡No tenía que ser gazmoña! Y la miraba con avidez.
Las viejas cortinillas del cupé, echadas, eran de seda roja, y la luz que las atravesaba la envolvía en un tono igual, sonrosado y cálido. Sus labios tenían un escarlata húmedo, la sana tersura de un pétalo de rosa, y en la esquina del ojo movíase un punto luminoso, con suave fluido.
Él no pudo contenerse y le pasó los dedos un poco trémulos por las sienes, por el pelo, en una caricia fugaz y tímida, y con voz humilde:
—¿Ni un beso en la cara, uno sólo?
—¿Uno solo?… —dijo ella.
Se lo dio delicadamente, junto a la oreja. Pero aquel contacto exasperó brutalmente el deseo; tuvo un tono de voz sollozante; la asió con ansia, disparándole besos locos en el cuello, en la cara, en el sombrero…
—¡No! ¡No! —balbuceó ella, resistiéndose—. ¡Quiero bajar! ¡Dile que pare!
Golpeó en los cristales, esforzándose en bajar uno, desesperada, magullándose los dedos en la dura correa sucia. Basilio le suplicó que lo perdonase. ¡Qué tontería, enfadarse por un beso! ¡Estaba tan bonita!… Le volvía loco. Pero le juraba estarse quieto, muy quieto…
El carruaje, cerca ya de las puertas, rodaba con sacudidas por la estrecha carretera; en las tierras de los lados, los olivos, de un verde polvoriento, estaban inmóviles en la luz blanca, y sobre la hierba requemada el sol caía duramente en una fulguración continua. Basilio había bajado uno de los cristales: la cortinilla echada ondeaba blandamente; se puso entonces a hablarle tiernamente de él, de sus proyectos. Estaba decidido a establecerse en Lisboa, dijo. No pensaba casarse, la amaba y no comprendía nada mejor que vivir junto a ella siempre. Se declaró desilusionado, aburrido. ¿Qué más podía ofrecerle la vida? Había experimentado las sensaciones de los amores efímeros, las aventuras de los largos viajes. Tenía ahorrado algo y se sentía viejo. Y repitió mirándola fijamente y cogiéndole las manos:
—¿No es verdad que estoy viejo?
—No mucho —y sus ojos se humedecieron.
¡Ah! ¡Lo estaba, lo estaba! Y ahora sólo ansiaba vivir para ella, venir a descansar en las dulzuras de su intimidad. Ella era su única familia. Se declaraba muy pariente suyo. La familia, a fin de cuentas, era lo mejor que quedaba todavía.
—¿No te molesta que fume? —y añadió, rascando la cerilla—: En la vida lo bueno es un afecto hondo como el nuestro. ¿No es cierto? Yo me contento con poco, además. Verte todos los días, conversar contigo, saber que me estimas… ¡Por dentro del Campo, Pinteos! —gritó con fuerza por la portezuela.
El cupé entró al paso por el Campo Grande. Basilio alzó las cortinillas, penetró un aire más fresco. El sol daba sobre la arboleda, traspasándola con una luz centelleante, formando sobre el suelo polvoriento y blanquecino sombras cálidas de ramajes. Todo tenía alrededor un aspecto reseco y exhausto. En la tierra agrietada, la hierba corta, abrasada, tenía tonos cenicientos. Al lado de la carretera se arrastraba una polvareda amarillenta. Pasaban aldeanos amodorrados sobre la albarda, balanceando las piernas, resguardados bajo los amplios quitasoles rojos, y la luz que venía de un cielo azul turquí, abrumador, hacía rebrillar con una cruda reverberación los muros enjalbegados, las aguas de algún lebrillo olvidado en una puerta, el blancor de las piedras. Y Basilio continuó:
—Vendo todo lo que tengo fuera, alquilo aquí en Lisboa una casita, en Buenos Aires, quizá… ¿No te agrada, di?…
Ella calló. Aquellas palabras, las promesas a las que la voz de él, metálica y velada, daba un vigor más enamorado, la iban trastornando como la embriaguez de un licor fuerte. Su seno palpitaba.
—Cuando estoy junto a ti, ¡me siento tan feliz, me parece todo tan bueno!…
—¡Si fuera eso verdad! —suspiró ella, recostándose al fondo del cupé.
Basilio la cogió del talle ¡jurándole que sí! Iba a colocar su fortuna en valores. Comenzó a darle pruebas: había hablado ya con un procurador —y citó su nombre—, uno flaco, de nariz ganchuda… Y apretándola contra él y con los ojos llenos de deseo:
—Y si fuera verdad, dime, ¿qué harías?
—No lo sé —murmuró ella.
Iban entrando en el Lumiar y, por prudencia, bajaron las cortinillas. Ella apartó una y, acechando, vio pasar afuera, rápidamente, al lado del tranvía, los árboles polvorientos, el muro de una quinta de un color rosa sucio, fachadas de casas mezquinas, un ómnibus desenganchado; mujeres sentadas en el portal, a la sombra, despiojando a sus hijos, y un sujeto vestido de blanco, con sombrero de paja, que se paró, mirando con ojos muy abiertos hacia las cortinillas echadas del cupé. Sentía deseos de vivir allí, en una quinta, lejos de la carretera; tendría una casita fresca, con plantas trepadoras rodeando las ventanas, emparrados sobre unos pilares de piedra, rosales, agradables callecitas bajo los árboles entrelazados, un estanque junto a unos tilos y en donde por las mañanas las criadas enjabonarían y golpearían la ropa blanca, charlando. Y al oscurecer, ella y él, un poco enlanguidecidos por los goces de la siesta, se irían por los campos, oyendo bajo el cielo estrellado el triste croar de las ranas.
Cerró los ojos. El movimiento muy bamboleante del cupé, el calor, la presencia de él, el contacto de su mano, de su rodilla, la enervaban. Sentía que un deseo le henchía el pecho.
—¿En qué vas pensando? —le preguntó, muy bajito, con gran ternura.
Luisa se puso arrebolada. No respondió. Tenía miedo de hablar, de decírselo… Basilio le cogió la mano muy despacio, con respeto, con cuidado, como una cosa preciada y santa, y se la besó levemente, con el servilismo de un negro y la unción de un devoto. Aquella caricia tan humilde, tan enternecedora, la dejó desfalleciente; sus nervios se distendieron, se recostó en el rincón del cupé y rompió a llorar…
¿Qué era aquello? ¿Qué tenía? La cogió en sus brazos y besándola, le dijo palabras enloquecidas.
—¿Quieres que huyamos?
Sus lagrimitas redondas y luminosas, rodando lentamente sobre aquella cara mimosa, le enternecían y daban a sus deseos una vibración casi dolorosa.
—¡Huye conmigo, ven, te llevo! ¡Vámonos al fin del mundo!
Ella, sollozante, murmuró, dolida:
—No digas locuras.
Enmudeció el joven; se puso una mano sobre los ojos en una actitud melancólica, pensando: «¡Estoy diciendo locuras, no hay más que verlo!».
Luisa se enjugó las lágrimas, sonándose despacio.
—Es nervioso —dijo— es nervioso. Volvamos, ¿quieres? No me siento bien. Dile que dé la vuelta.
Basilio mandó «arrear» hacia Lisboa. Ella se quejaba de un comienzo de jaqueca. Él habíale cogido la mano y le repetía las mismas ternezas: la llamaba «su paloma», «su ideal». Y pensaba: «¡Has caído!».
Pararon en la plaza de la Alegría. Luisa espió con atención y se apeó deprisa, diciendo:
—Hasta mañana; no faltes, ¿eh?
Abrió la sombrilla, la inclinó sobre su rostro y subió rápidamente hacia la Patriarcal. Basilio bajó entonces los cristales y respiró con satisfacción. Encendió otro puro y estirando las piernas gritó: ¡Al Casino, Pínteos!
En la sala de lectura su amigo el vizconde Reinaldo, que hacía años vivía en Londres y también mucho en París, leía el Times, lánguidamente, hundido en un sillón. Habían venido juntos de París, prometiéndose volver los dos por Madrid. Pero el calor desconsolaba a Reinaldo; encontraba «ordinaria» la temperatura de Lisboa; usaba gafas ahumadas e iba impregnado de perfume a causa del «olor innoble de Portugal». Apenas vio a Basilio soltó el Times sobre el tapete, y con los brazos lasos y la voz desfallecida:
—¿Qué, el asunto de la prima, marcha o no marcha? ¡Esto es horrible, chico! ¡Yo me muero! ¡Necesito el Norte! ¡Escocia! ¡Vámonos! Termina con esa prima. Debes violarla. Y si se resiste, ¡mátala!
Basilio, que se había arrellanado en un sillón, dijo, estirando mucho los brazos:
—¡Oh! ¡Ha caído casi!
—¡Pues date prisa, chico, date prisa!
Cogió con ademán moribundo el Times, bostezó y pidió soda, ¡soda inglesa!
«No había», vino a decirle el criado.
Reinaldo miró a Basilio con espanto aterrado, y murmuró en tono lúgubre:
—¡Qué asco de país!
* * *
Cuando Luisa entró en su casa, Juliana, vestida aún de paseo, le dijo en la puerta:
—Don Sebastián está en la sala. Lleva un horror de tiempo esperando… Estaba ya cuando llegué.
Había entrado, en efecto, hacía media hora. Cuando Juana bajó a abrirle, muy colorada, con aire amodorrado, y rezongó «que la señora estaba fuera». Sebastián pensó marcharse, con el alivio delicioso de una dificultad aplazada. Pero reaccionó, hizo un esfuerzo de voluntad, entró y se dispuso a esperar… El día anterior decidió hablarle, advertirla de que aquellas visitas del primo, tan repetidas, muy sonadas, en una calle maliciosa, podían comprometerla… ¡Era una papeleta decírselo!… ¡Pero era, también, un deber! ¡Por ella, por su marido, por respeto a la casa! ¡Era forzoso prevenirla! Ante las exigencias del deber, sentía las energías de aquella decisión. El corazón se le alborotaba un poco, sí, y estaba pálido… Pero ¡qué diablo, tenía que decírselo!…
Y paseando por la sala con las manos en los bolsillos, iba arreglando sus frases, buscándolas muy delicadas y amistosas…
Pero tintineó la campanilla, el frufrú de un vestido rozó el pasillo y su valor se encogió como un globo agujereado. Fue a sentarse al piano y se puso a teclear nerviosamente. Cuando Luisa entró, sin sombrero, quitándose los guantes, él se levantó y dijo azorado:
—He estado aquí toqueteando un poco… La esperaba… ¿De dónde viene?
Ella se sentó, cansada. Venía de la modista, dijo. ¡Qué calor hacía! ¿Por qué no pasó las otras veces? ¡No estaba con visitas de cumplido! Era alguien de la familia, su primo, que acababa de llegar de fuera.
—¿Está bien su primo?
—Bien. Ha venido aquí bastante. ¡Se aburre mucho en Lisboa el pobre! ¡Figúrese, viviendo en el extranjero!
Sebastián repitió, frotándose despacio las rodillas:
—¡Claro, viviendo en el extranjero!
—¿Y le ha escrito a usted Jorge?
—Recibí carta suya ayer.
Ella también. Hablaron de Jorge, del cansancio del viaje, de lo que contaba del fantástico pariente, de Sebastián, del probable retraso…
—¡Qué falta nos hace ese tunante! —dijo Sebastián.
Luisa tosió. Estaba un poco pálida ahora. Se pasaba a veces la mano por la cabeza, cerrando los ojos. Sebastián tuvo de repente una decisión:
—Pues yo venía, mi querida amiga… —comenzó.
Pero la vio al borde del sofá con la cabeza baja y la mano sobre los ojos.
—¿Qué tiene? ¿Está mala?
—Es la jaqueca, que me dio de pronto. Ya en la calle empezó a amenazarme. ¡Y con tal fuerza!…
Sebastián cogió en seguida el sombrero.
—¡Y yo dándole la lata! ¿Necesita usted algo? ¿Quiere que vaya a buscar al médico?
—¡No! Voy a echarme un rato y se me pasará.
Que no se resfriase al menos, le recomendó. Tal vez le convendrían sinapismos o rodajas de limón en las sienes… Y en todo caso, si no se encontraba mejor, que le mandase llamar…
—¡Esto pasará! ¡Y venga por aquí, Sebastián! No se esconda…
Sebastián bajó la escalera, respirando ampliamente, y pensó: «¡Yo no me atrevo, Santo Dios!…». Pero ya en la puerta, al levantar los ojos vio en el fondo oscuro de la carbonería el enorme bulto de la carbonera, en bata blanca, toda ojos, espiando, y encima, tres de las Acevedo, entre las viejas cortinas de su casa, juntaban sus cabecillas rizadas, en algún conciliábulo malicioso; detrás de los cristales, la criada del doctor cosía, con miradas de reojo continuas que lamían la calle; al lado, en la prendería oíanse las expectoraciones del patriota.
«¡No se le pasa una mosca a esa gente! —pensó Sebastián—. ¡Y qué lenguas! ¡Qué lenguas! ¡Tengo que hacerlo, aunque estalle! ¡Si está mejor mañana se lo suelto todo!».
* * *
Estaba, en efecto, ya bien a las nueve del día siguiente, cuando Juliana vino a despertarla con «una cartita de doña Leopoldina».
La criada de esta señora, Justina, una delgadita muy morena, con bozo y bizca, esperaba en el comedor. Era amiga de Juliana, se besuqueaban mucho, diciéndose siempre finezas. Después de haber guardado la contestación de Luisa en un cestillo que llevaba al brazo, se cerró la toquilla, y muy risueña:
—¿Y qué hay de nuevo por aquí, señora Juliana?
—Todo es viejo, señora Justina.
Y más bajo:
—El primo de la señora viene ahora todos los días. ¡Guapo joven!
Tosieron ambas, quedamente, con picardía.
—¿Y por allí quién va, señora Justina?
Justina hizo un gesto de desprecio:
—Un chiquilicuatro, estudiante. ¡Poca cosa!…
—Siempre dejará algo… —dijo Juliana con una risita.
La otra exclamó:
—¿Quién? ¡Ese crío presumido! ¡Ni una perra!
Y alzando los ojos con nostalgia:
—¡Ay! ¡Como Gama no los hay! ¡En tiempos de él, sí! No venía nunca que no me diese mi durito y a veces dos. ¡Ay, debo decirle que fue él quien me ayudó para poder comprarme mi vestido de seda! ¡Pero éste de ahora es una criatura! ¡No sé cómo la señora le aguanta! ¡Paliducho, blandengue! ¡No puede servir para nada!
Juliana dijo entonces:
—Pues mire, señora Justina; yo ahora pienso que donde se está bien ¡es en las casas en que hay líos! Encontré ayer a Agustina, la que sirve en casa del comendador, en el Rato… Pues no puede usted imaginarse. ¡Hay allí toda clase de obsequios! ¡Sortijas, vestidos de seda, sombrilla, sombrero! Y de ropa blanca dice que es un verdadero ajuar. Todo sale de Couceiro, el que está con la señora. Y por Pascuas su regalo. Dice que es un hombre rumboso. Verdad es que ella también tiene su trabajito: le hace entrar por el jardín y después tiene que esperar, para que pueda salir.
—¡Aquí, no! —observó Justina—. Aquí es por la escalera.
Rieron bajito, saboreando el escándalo.
—Eso va en caracteres… —dijo Juliana.
—¡Ay, el nuestro tiene una epidermis! —afirmó Justina—. Nos encuentra en la escalera y le da lo mismo…
Y muy afectuosamente, recogiéndose la toquilla:
—Y ahora, adiós, que se hace tarde, señora Juliana. Hoy viene a comer la señora. He estado toda la mañana planchando una enagua, ¡desde las siete!…
—También yo —dijo Juliana—. Es lo que les pasa, en teniendo amante, siempre hay más que planchar.
—Tiran más ropa blanca —observó Justina.
—¡Las que la tiran! —exclamó Juliana con desprecio.
Pero Luisa tiró desde dentro de la campanilla.
—Adiós, señora Juliana —dijo entonces la otra.
—Adiós, señora Justina.
La acompañó hasta el descansillo. Se besuquearon. Juliana volvió presurosa al cuarto de Luisa; estaba ya en pie, vistiéndose muy alegre, canturreando. La carta de Leopoldina decía con su letra oblicua:
«Mi marido se marcha hoy al campo. Iré a pedirte de comer, pero no podré llegar antes de las seis. ¿Te conviene?».
Se puso muy contenta. Hacía semanas que no la veía… ¡Lo que iban a reír y charlar! Y Basilio debía de venir a las dos. Se presentaba un día divertido, muy atareado…
Fue a la cocina a dar órdenes para la comida. Cuando bajaba, el criadito de Sebastián tocaba la campanilla, con un ramo de rosas, «para saber si la señora estaba mejor».
—¡Que sí, que sí! —gritó Luisa. Y para tranquilizarle, para que no viniese—: Que estaba ya bien y que es posible incluso que salga…
Las rosas sí que llegaban con oportunidad. Fue ella misma a ponerlas en los floreros, siempre canturreando, con la mirada viva, satisfecha de sí misma, de su vida, que se hacía interesante, llena de incidentes…
Y a las dos, ya vestida, fue a la sala y se puso a estudiar al piano la Medje de Gounod, que le trajo Basilio y que ahora la gustaba mucho, con sus acentos suspirantes y cálidos.
A las dos y media, sin embargo, empezó a impacientarse: los dedos se le embrollaban en el teclado. «¡Debía ya estar allí Basilio!», pensaba.
Fue a abrir los balcones y se asomó a la calle; pero la criada del doctor, que cosía detrás de los cristales, alzó en seguida unos ojos tan curiosos hacia ella que Luisa cerró rápidamente los cristales. Volvió a empezar la melodía, ya nerviosa.
Se oyó rodar un coche. Se levantó agitada, con el corazón palpitante. El carruaje pasó…
¡Las tres! El calor parecíale mayor, insoportable; sentíase abrasada, y fue a darse polvos. ¡Si estaría enfermo Basilio! ¡Y en un cuarto de hotel! ¡Solo, con unos criados desidiosos! ¡Pero no, le habría escrito en ese caso!…
¡No venía, ni le importaba! ¡Qué grosero, qué egoísta!
Era bien tonta en afligirse. ¡Mejor! ¡Pero se ahogaba, realmente! Fue a buscar un abanico, y sus manos enfurecidas sacudieron frenéticas el cajón, que no se abrió en seguida, un poco hinchado. ¡Pues bien, no volvería a recibirle! ¡Así se acababa todo!
Y su gran amor desapareció de repente, ¡como el humo que una ráfaga disipa! Sintió un alivio, un gran deseo de tranquilidad. Era realmente absurdo, con un marido como Jorge, pensar en otro hombre, ¡en un inconstante, un alocado!…
Dieron las cuatro. Le invadió una aguda desesperación: corrió al despacho de Jorge, y, cogiendo una hoja de papel, escribió, de prisa:
«Querido Basilio: ¿Por qué no vienes? ¿Estás enfermo? Si supieras los tormentos que me haces pasar…».
Repiqueteó la campanilla. ¡Era él! Estrujó el papel, se lo metió en el bolsillo del vestido y se quedó esperando, palpitante. Unos pasos de hombre hollaron la alfombra de la sala. Entró con la mirada centelleante… Era Sebastián. Éste, un poco pálido, le estrechó las manos con fuerza. ¿Estaba mejor? ¿Había dormido bien?
Sí, muchas gracias; estaba mejor. Sentóse en el sofá, muy encamada. No sabía qué decir. Repitió con una sonrisa vaga:
—¡Estoy mucho mejor! —y pensó: «¡Ahora no se marcha este pelma!».
—Entonces, ¿no ha salido? —preguntó Sebastián, sentado en el sillón, con el sombrero de ala caída en las manos.
—No; estaba un poco fatigada todavía.
Sebastián se pasó la mano despacio por el pelo, y con una voz enronquecida por el azoramiento:
—Ahora tiene usted siempre también compañía por la mañana…
—Sí, ha venido mi primo Basilio. ¡Hacía tanto tiempo que no nos veíamos! Nos hemos criado juntos… Le he visto casi todos los días.
Sebastián arrimó un poco su sillón, e inclinándose y bajando la voz:
—Yo había venido para hablarle sobre eso…
Luisa abrió los ojos, sorprendida:
—¿Sobre qué?
—Es que se fijan… La vecindad es lo peor que hay, mi querida amiga. Se fija en todo. Ya lo han comentado. La criada del profesor y Pablo. Incluso han visitado ya a la tía Juana. Y como no está Jorge… Netto también lo ha notado. Como ignoran el parentesco… y le ven aquí todos los días…
Luisa se levantó bruscamente, con el rostro alterado:
—Entonces, ¿no puedo recibir a mis parientes sin ser insultada? —exclamó.
Sebastián se levantó también. Aquella cólera súbita en ella, una persona tan afable, le aturdió como un trueno que estalla en un cielo claro de verano. Y empezó a decir, casi afanoso:
—¡Oh mi querida amiga! Pero… fíjese…, yo no digo… ¡Es a causa de la vecindad!…
—Pero ¿qué puede decir la vecindad?
Su voz tenía una aguda vibración. Y golpeándose las manos, apretándoselas, exaltada:
—¡Esto es curioso! ¡Tengo un solo pariente con quien me crié, al que no veo hace unos años, viene a hacerme tres o cuatro visitas, está un momento y piensan ya maldades!
Hablaba convencida, olvidando las palabras de Basilio, los besos, el cupé… Sebastián, abrumado, enrollaba su sombrero con manos trémulas. Y con voz sofocada:
—He creído prudente avisarla. También Julián…
—¡Julián! —exclamó ella—. Pero ¿qué tiene que ver Julián con esto? ¿Con qué derecho se mete Julián en lo que sucede en mi casa?
La intervención, las decisiones de Julián le parecían el colmo de la afrenta. Se dejó caer en una silla, con las manos en el seno y los ojos en el techo.
—¡Oh si estuviera aquí Jorge! ¡Si estuviera él, Santo Dios!
Sebastián balbució, aniquilado:
—Era por su bien…
—Pero ¿qué mal puede ocurrirme?
Y levantándose y yendo de un mueble a otro, toda excitada:
—Es mi único pariente. Nos hemos criado juntos, jugábamos de niños. En casa de mamá, en la calle de la Magdalena, estaba él allí siempre. Es como si fuéramos hermanos. De pequeña, me llevaba en brazos…
Y amontonó detalles de aquella fraternidad, exagerando unos, inventando otros, al azar, en la improvisación de la cólera:
—Viene aquí —añadió—, está un rato, hacemos música, porque él toca admirablemente, fuma un cigarro, se marcha…
Instintivamente, se justificaba. Sebastián habíase quedado sin ideas, sin resolución. Parecíale aquella otra Luisa diferente, que le asustaba, y se doblaba casi bajo los estridores de su voz, que nunca había oído con tal fuerza, vibrando con una locuacidad trapalona. Se levantó al fin y dijo con una dignidad melancólica.
—Creí que era un deber mío, señora.
Hubo un grave silencio. Aquel tono sobrio, casi severo, la obligó a sonrojarse un poco de su verbosidad; bajó los ojos y dijo, cohibida:
—¡Perdone, Sebastián! ¡Pero realmente!… ¡No, créame, se lo juro!; le estoy muy agradecida por avisarme. ¡Ha hecho usted muy bien, Sebastián!
Él exclamó vivamente:
—¡Para evitar cualquier calumnia de esas malditas lenguas! ¿No es verdad?
Justificó entonces su intervención, con gran amistad: a veces, por una palabra, se arma un enredo, y cuando una persona está prevenida…
—¡Indudablemente, Sebastián! —repitió ella—. Ha hecho perfectamente en avisarme. ¡Indudablemente!
Se había sentado; le brillaba la mirada, febrilmente, y a cada momento se limpiaba con el pañuelo las secas comisuras de la boca.
—Pero ¿qué he de hacer, Sebastián? ¡Dígame!
A él le conmovía ahora verla ceder así, pedirle consejo; lamentaba casi haber venido con la gravedad de sus advertencias a perturbar la alegría de sus intimidades.
Dijo:
—Claro es que debe usted ver a su primo, recibirle… Pero ¡en fin, conviene siempre tener cierto cuidado con esta vecindad! Yo, en su caso, le contaría, le explicaría…
—Pero, en fin, ¿qué dice esa gente, Sebastián?
—Se fijan: ¿Quién será, quién no será? Que si viene, que si va, ¡un demonio!
Luisa se levantó impetuosamente:
—¡Ya se lo he dicho a Jorge! ¡Se lo he dicho tantas veces! ¡Esta es una calle imposible! ¡No mueve una un dedo sin que estén acechando, murmurando!
—No tienen nada que hacer…
Hubo un silencio. Luisa se paseaba por la sala, con la cabeza erguida, fruncido el ceño; se paró, y mirando casi con ansiedad a Sebastián:
—¡Si Jorge lo supiera tendría un gran disgusto, Santo Dios!
—¡Se ahorrará el saberlo! —exclamó entonces Sebastián—. ¡Esto quedará entre nosotros!
—¿Para no apenarle, verdad? —intervino ella.
—¡Claro es! Esto queda entre nosotros.
Y Sebastián ofreciéndole su mano, casi humildemente:
—Entonces, no está enfadada conmigo, ¿eh?
—¡Yo, Sebastián! ¡Qué tontería!
—Bien, bien. ¡Entendido! —y puso su mano sobre el pecho—: Creí que era un deber mío. Porque, en fin, mi querida amiga, usted no sabía nada…
—¡Estaba tan lejos de suponerlo!
—Sin duda. Bien, adiós. No la quiero molestar más —y con una voz honda, conmovida—: ¡Allí estoy a sus órdenes, eh!
—Adiós, Sebastián… Pero ¡qué gente! ¡Porque han visto entrar al pobre muchacho tres o cuatro veces!…
—¡Una canalla, una canalla! —dijo Sebastián, abriendo los ojos. Y salió.
Apenas cerró él la puerta:
—¡Qué ultraje! —exclamó Luisa—. ¡Esto solo a mí me ocurre!
Porque la intervención de Sebastián ¡irritábala, en el fondo, más que los chismes de la vecindad! ¡Su vida, sus visitas, el interior de su casa, eran discutidos y resueltos por Sebastián, por Julián, por tutti quanti! ¡Tenía mentores a los veinticinco años! ¡No estaba mal! ¿Y por qué, Santo Dios? ¡Porque su primo, su único pariente, venía a verla!
Pero entonces, de pronto, enmudeció interiormente. Recordaba las miradas de Basilio, sus palabras exaltadas, aquellos besos, el paseo al Lumiar. Su alma se abochornaba íntimamente, pero su despecho seguía diciendo en voz alta: «¡Existía, sin duda, un sentimiento, pero era honesto, ideal, enteramente platónico…! ¡Nunca sería otra cosa…! Podía ella tener allí dentro, en el fondo, una debilidad… Pero sería siempre una mujer de bien, fiel, ¡sólo de uno!…».
¡Y aquella certeza la irritaba entonces contra las «murmuraciones» de la calle! ¿Cómo era posible que sólo por ver entrar a Basilio, cuatro o cinco veces, a las dos de la tarde, empezasen en seguida a chismear, a cortarles tiras de piel?… ¡Sebastián era un ridículo, con terrores de ermitaño! ¡Y qué idea la de ir a consultar a Julián! ¡Era él, seguramente, quien le instigó a venir a engañarla, a asustarla, a humillarla! ¿Por qué? ¡Amargura, envidia! ¡Porque Basilio era guapo, elegante, distinguido, adinerado! ¡Vaya si lo era!
Las cualidades de Basilio se le aparecieron entonces magníficas y abundantes como los atributos de un dios. ¡Y estaba loco por ella! ¡Y quería vivir junto a ella! El amor de aquel hombre, que había agotado tantas sensaciones, abandonado seguramente a tantas mujeres, parecíale como la afirmación gloriosa de su belleza, de lo irresistible de su seducción.
La alegría que le ocasionaba aquel culto le traía el recelo de perderle. No quería verlo disminuir; lo quería siempre presente, creciendo, ¡agitando sin cesar ante ella el lánguido murmullo de las ternezas humildes! Podía separarse de Basilio; pero ¿y si la vecindad, sus amistades, empezaban a comentar, a murmurar?… ¡Jorge podía enterarse!… Ante aquella suposición se le helaba el corazón… ¡Tenía razón Sebastián: en el fondo, era evidente!
En una calle pequeña, de doce casas, venir todos los días aquel guapo joven, tan elegante, ahora que no estaba su marido… ¡Era terrible! ¿Qué debía hacer, Santo Dios?
La campanilla sonó con fuerza; entró Leopoldina. Venía furiosa con el cochero ¿A que no sabía por qué? Habíase parado en Correos y el individuo pretendió cobrarle dos carreras. ¡Qué canalla!…
—¡Y qué calor, uf!
Tiró la sombrilla y los guantes; agitó las manos en el aire para que bajase la sangre y se pusieran pálidas, y ante el tocador, arreglándose ligeramente los rizos, con su piel de un tono rosado, muy encorsetada, admirable en su corpiño rígido:
—¿Qué tienes, hija? ¡Estás en Babia!
Nada. Habíase enfadado con las criadas…
—¡Ay! ¡Están insoportables! —contó las exigencias de Justina, sus descuidos—. Y muy agradecida todavía de que no se me marche. ¡Cuando la gente depende de ellas!…
Y poniéndose polvos, con voz lenta:
—Mi señor se fue al Campo Grande. Estuve por irme a comer fuera con… —se interrumpió, sonriendo, y vuelta hacia Luisa, pero bajo, con un tono alegre y muy sincero—: Pero mira, a decir verdad, no sabía adonde, ni tenía dinero… Pues al pobre no le alcanza apenas con su mensualidad. Y me dije: «Nada, me voy a ver a Luisa». ¡También los hombres siempre, siempre, cansan!… ¿Qué tienes para comer? ¿No habrás hecho extraordinarios, eh?
Y como una idea repentina:
—¿Tienes bacalao?
Debía haberlo, tal vez. ¡Qué extravagancia! ¿Por qué?
—¡Ay! —exclamó—. ¡Mándame asar un poco de bacalao! ¡Mi marido detesta el bacalao, el muy animal! Es una de mis pasiones. ¡Con aceite y ajo! —pero calló, contrariada—. ¡Diablo!
—¿Qué?
—Es que hoy no puedo comer ajo…
Y entró en la sala riendo. Fue a arrancar una rosa del ramo de Sebastián y se la puso en el ojal del corpiño. «Deseaba tener una sala así —pensó, mirando alrededor—. La quería de reps azul, con dos grandes espejos, una araña de gas y su retrato al óleo de cuerpo entero, escotada, junto a un suntuoso florero…». Sentóse al piano, golpeó con fuerza el teclado y tocó unos motivos de Barba Azul.
Y viendo entrar a Luisa:
—¿Mandaste preparar el bacalao?
—Lo mandé preparar.
—¿Asado?
—Sí.
—¡Gracias! —y atacó, con su voz gorgojeante su amada canción de La gran duquesa:
Oí decir que mi abuelo, de joven,
era un galán excepcional…
Pero Luisa encontraba aquella música «chillona»; quería alguna cosa triste, dulce. ¡El fado! ¡Que tocase el fado!
Leopoldina exclamó, en seguida:
—¡Ay, el fado nuevo! ¿No lo has oído? ¡Es bonito! ¡Y la letra, divina!
Preludió, cantando luego con un balanceo lánguido de cabeza y la mirada alta y empañada:
El mozo que yo vi ayer
era moreno y bien hecho…
—¿No lo conoces, Luisa? ¡Ay, hija! ¡Es lo último! ¡Hace llorar!
Volvió a empezar en tono muy suave. Era la historia rimada de un amor desgraciado. Hablábase de «la rabia de los celos, de las rocas de Cascaes, de las noches de luna, de los suspiros de nostalgia»; toda la fraseología mórbida del sentimentalismo lisboeta. Leopoldina daba tonos dolientes a su voz, revolvía los ojos, como moribunda; un cuarteto, sobre todo, la enternecía, y lo repitió con pasión:
Veo las nubes del cielo,
las olas del mar sin fin,
y por muy lejos que esté
¡le veo siempre junto a mí!…
—¡Bonito! —suspiró Luisa. Y Leopoldina terminaba con unos ¡ayes! en los que su voz se arrastraba con desafinada extensión.
Luisa, en pie junto al piano, percibía el olor a heno que ella usaba; el fado, los versos la entristecían un poco, y con la mirada nostálgica seguía sobre el teclado los dedos ágiles y delgados de Leopoldina, en los que refugian las piedras de las sortijas que le regalara Gama.
Pero entró Juliana, vestida de paseo, con su redecilla nueva. ¡La comida estaba en la mesa!
Leopoldina declaró que se estaba cayendo de hambre. Y el comedor, con los cristales abiertos; el verdor de los solares de enfrente; el azul del horizonte, en el que se apelotonaban nubecillas blancas, la alegró. ¡El comedor suyo le quitaba el apetito: era muy triste, la empujaba a la calle!
Se puso a pellizcar unas uvas, a mordisquear trocitos de conserva, y reparando en el retrato del padre de Jorge, mientras desdoblaba la servilleta:
—¡Debía de ser divertido tu suegro! ¡Tiene cara de juerguista!…
¡Hacía tiempo que no comían juntas! ¿Desde cuándo?
—Desde mi primer año de casada —respondió Luisa.
Leopoldina se sonrojó un poco. Veíanse mucho por aquella época; Jorge las dejaba ir juntas de tiendas, a las pastelerías, a Gracia… La evocación de aquella camaradería trajo los recuerdos más lejanos del colegio. Había vista, días antes, a Rita Pessoa, con su sobrino.
—¿Te acuerdas de él?
—¿De Espinaca?
Espinaca o no, era en el colegio el hombre, el ideal, el héroe; todas le escribían cartitas, le dibujaban corazones, de los que brotaban llamas; metíanle entre sus libros de texto ramos de flores de papel… Y cuando cogieron a Micaela en el cuarto de los baúles ¡comiéndoselo a besos!…
Luisa dijo:
—¡Qué horror!
—¡No, Micaela estaba loca!
¡Pobrecilla! Habíase casado con un alférez, un hombre que le pegaba. Tenía un montón de hijos…
—Esto es un valle de lágrimas —resumió Lopoldina, recostándose en la silla.
Estaba locuaz. Servíase mucho, con gula; después pinchaba un trocito con la punta del tenedor, lo probaba, poniéndose a comer cortezas de pan, untadas de manteca. ¡Y se deleitaba con los recuerdos del colegio! ¡Qué buenos tiempos!
—¿Te acuerdas de cuando estuvimos reñidas?
Luisa no se acordaba…
—Porque le diste un beso a Teresa, que era mi cariño —dijo Leopoldina. Se pusieron a hablar de los cariños. Leopoldina había tenido cuatro: la más bonita era Juanita, la de Freitas. ¡Qué ojos! ¡Y qué bien formada! ¡Le hizo la corte un mes!
—¡Qué tonterías! —dijo Luisa, sonrojándose un poco.
—¡Tonterías! ¿Por qué?
¡Ay! Hablaba ella siempre con nostalgia de los cariños. Habían sido sus primeras sensaciones, las más intensas. ¡Qué celos de muerte! ¡Qué delirio el de las reconciliaciones! ¡Y los besos robados! ¡Y las miraditas! ¡Y las carlitas y todas las palpitaciones del corazón, las primeras en la vida!
—¡Nunca —exclamó—, nunca he sentido después, ya mujer, por ningún hombre lo que sentí por Juanita!… Puedes creerlo…
Una mirada de Luisa la detuvo. ¡Juliana! ¡Demonio, se había olvidado! Las cohibía mucho con su sonrisita aviesa aquella figura de pecho liso, el tictac metálico de los tacones.
—¿Y qué fue de Juanita? —preguntó Luisa.
—Murió tísica —y la voz de Leopoldina sonó con melancolía—. Una enfermedad bien triste, ¿verdad? Aunque ella no le tenía miedo. Se golpeaba el pecho, bien formado:
—¡Esto es robusto y sano!
Juliana salió y Luisa observó en seguida:
—¡Fíjate en lo que hablas, hija! ¡Ten cuidado!
Leopoldina se inclinó:
—¡Ah, la respetabilidad de la casa! ¡Tienes razón! —murmuró.
Y como Juliana entraba con el bacalao asado, le hizo una ovación.
Lo tocó con la punta del dedo, glotona; estaba doradito, un poco tostado, servido a trocitos.
—Ya verás —dijo ella—. ¿No te animas? ¡Haces mal!
Tuvo entonces un movimiento decidido de valentía, y dijo:
—¡Tráigame un ajo, Juliana! ¡Un buen ajo!
Y apenas salió la sirvienta:
—¡Voy a tenerla luego con Fernando, pero no importa!… ¡Ah, gracias, Juliana! ¡No hay nada como el ajo!…
Lo aplastó alrededor del plato, roció los pedazos de bacalao con un chorrito blanco de aceite, muy seria.
—¡Divino! —exclamó.
Volvió a llenarse la copa; le parecía aquello un banquete.
—Pero ¿qué tienes?
Luisa parecía, en efecto, preocupada. Había suspirado quedamente. Por dos veces, irguiéndose en la silla, dijo con inquietud a Juliana:
—Parece que han tocado la campanilla; vaya a ver.
No era nadie.
—¿Quién va a ser? No esperas a tu marido, seguramente…
—¡Ah, no!
Y entonces Leopoldina, con los ojos en el plato, partiendo despacio, con mucha atención, trocitos de bacalao:
—¿Vino a verte tu primo?
Luisa se puso muy encarnada:
—Sí, ha venido. Ha estado varias veces.
—¡Ah!
Y después de un silencio:
—¿Está guapo todavía?
—No está feo…
—¡Ah!
Luisa se apresuró a preguntarle si se había encargado el vestido a cuadritos.
No. Y empezaron a hablar de toilettes, telas, tiendas y precios… Después, de las conocidas, de otras señoras, de los rumores, perdiéndose en una conversación de mujeres solas, frívola y deslavazada, semejante al murmullo del follaje.
Llegó el asado. Leopoldina iba teniendo ya un color arrebatado. Pidió a Juliana que le trajese un abanico, y recostada, abanicándose, ¡declaró que se encontraba como un príncipe! E iba beborroteando sorbitos de vino. ¡Qué buena idea la de comer juntas!… Apenas Juliana colocó los platos de postre, Luisa le dijo que «llamaría para el café, que podía marcharse». Fue ella misma a cerrar la puerta del comedor y a echar la cortina de cretona.
—¡Ahora estamos a gusto! ¡Sólo la mirada de esa mujer me envejece! ¡Me mata tenerla a cuestas!
—Pero ¿por qué no la despides?
Jorge no quería, que si no… Leopoldina protestó. ¡Vaya! ¡Los maridos no debían tener voluntad!… ¡Era lo que faltaba!…
—¿Y el tuyo, entonces? —dijo Luisa, riendo.
—¡Muchas gracias! —exclamó Leopoldina—. ¡Un hombre que tiene cuarto aparte!
Por lo demás, detestaba a los hombres que se ocupan de las criadas, de las cuentas del aceite y del vinagre…
—¡En casa mi caballero hasta pesa la carne! —sonrió, con odio—. La cocina me da náuseas…
Quiso echarse vino, pero la botella estaba vacía.
Luisa preguntó:
—¿Quieres champaña?
Lo tenía muy bueno; se lo enviaba a Jorge un español, propietario de unas minas.
Fue ella misma a buscar la botella, le quitó su papel azul y con risitas y sustos hicieron saltar el tapón. La espuma las encantó: miraban las copas, calladas, con un hondo bienestar. Leopoldina se jactó de saber descorchar muy bien el champaña; habló en vago de pasadas cenas…
—¡El miércoles de Ceniza, hace dos años!
Y muy recostada en la silla, con una cálida sonrisa, las aletas de la nariz dilatadas y las pupilas húmedas, miraba con sensualidad las vivas burbujas que subían, sin cesar, dentro de la fina copa.
—Si yo fuese rica, bebería siempre champaña —dijo.
Luisa, no; ambicionaba un cupé, y quería viajar, ir a París, a Sevilla, a Roma… Pero los deseos de Leopoldina eran más amplios, envidiaba una vida fácil, con carruajes, abono a palcos, una casa en Cintra, cenas, bailes, toilettes, juegos… Porque le gustaba el monte —dijo—; le hacía palpitar el corazón. Estaba convencida de que adoraría la ruleta.
—¡Ah! —exclamó—. ¡Los hombres son mucho más felices que nosotras! ¡Yo he nacido para hombre! ¡Las cosas que yo haría!
Se levantó y fue a echarse con mucha languidez en la poltrona, junto al balcón.
La tarde caía serenamente; por detrás de las casas, del lado de los solares, se redondeaban unas nubes amarillentas, orladas de tonos sangrientos o anaranjados.
Y volviendo a la misma idea de acción, de independencia:
—¡Un hombre puede hacerlo todo! ¡Nada parece mal en él! Puede viajar, correr aventuras… ¿Sabes? Yo fumaría ahora un cigarrillo…
Lo peor era que Juliana podía notar el olor. ¡Y lo encontraría tan mal!
—¡Esto es un convento! —murmuró Leopoldina—. ¡Buena cárcel la tuya, hija mía!
Luisa no contestó; tenía la cabeza apoyada en la mano, y con la mirada vaga, como prosiguiendo alguna idea:
—¡Moverse, viajar, son tonterías, a fin de cuentas! Lo mejor en este mundo para la gente es quedarse en su casa, con el hombre elegido, un hijo o dos…
Leopoldina dio un salto en el sillón. ¡Hijos! ¡Vaya, ni hablar de semejante cosa! Todos los días daba gracias al Señor por no tenerlos.
—¡Qué horror! —exclamó convencida—. ¡Lo molesta que está una todo el tiempo!… ¡Los gastos, los trabajos, las enfermedades! ¡Dios me libre! ¡Es estar aprisionada! Y después, cuando crecen, lo fisgan todo, charlan, van a contarlo… ¡Una mujer con hijos está inutilizada para todo, atada de pies y manos! No hay para ella placer en la vida. Tiene que estar allí aguantándolos… ¡Vamos! ¿Yo? ¡Que Dios no me castigue, pero si tuviera esa desgracia me parece que iría a buscar a la vieja del callejón de Palha!
—¿Qué vieja? —preguntó Luisa.
Leopoldina se lo explicó A Luisa le pareció una «infamia». La otra, encogiéndose de hombros, añadió:
—Y además, rica mía, una mujer se estropea; no hay belleza corporal que resista. Se pierde lo mejor. Cuando es una como tu amiga doña Felicidad, bueno… Pero ¡siendo tiesecita y agraciada!… ¡Nada, encanto! ¡Nunca faltan dificultades!
Debajo, en la calle, el organillo del barrio, en su vuelta de por la tarde, vino a tocar el final de La Traviata; iba oscureciendo; ya el verdor de las quintas tenía un tono uniforme, pardo, y las casas, allá lejos, se difuminaban en la sombra.
La Traviata recordó a Luisa La Dama de las Camelias; hablaron de la novela, evocaron algunos episodios…
—¡Qué pasión sentí yo por Armando de chiquilla! —dijo Leopoldina.
—Pues yo, por D’Artagnan —exclamó ingenuamente Luisa.
Se rieron largamente.
—Comenzamos pronto —observó Leopoldina—. Échame una gota más.
Bebió, dejó la copa, y, encogiéndose de hombros:
—¡Oh! ¿Comenzamos pronto? ¡Todas empiezan pronto! A los trece años ya la gente está en su cuarta pasión. ¡Todas son mujeres, todas sienten igual!
Y marcando el compás con el pie, cantó, en tono de fado:
Amor es una dolencia
que en el aire suele estar;
quien se asoma a la ventana,
¡Me da la fiebre de amar!
—¡Hoy me dio la manía amorosa! —y desperezándose con mucha languidez—: A fin de cuentas, es lo mejor que hay en este mundo; ¡lo demás es una pesadez! ¿No es verdad? Dime ¿no es verdad?
Luisa murmuró:
—¡Sí que lo es! —y añadió después—: ¡Eso creo yo!
Leopoldina se levantó, y burlándose:
—¡Lo cree ella! ¡Pobre inocentona! ¡Miren el angelito!
Fue a apoyarse en el balcón, se quedó viendo, detrás de los cristales, caer el crepúsculo; de repente, empezó a decir despacio:
—Realmente vale la pena de ser una mártir, de privarse de todo, de hacer una vida de mochuelo, de mortificarse, ¡para que un día venga una fiebre, un aire, una insolación, y buenas noches, sale una hacia el cementerio alto! ¡Valiente cosa!
El comedor estaba ahora un poco oscuro.
—¿No te parece? —preguntó ella.
Aquella conversación azoraba a Luisa, sentíase enrojecer; pero el anochecer y las palabras de Leopoldina le producían como la flaqueza de una tentación. Juzgó, sin embargo, inmoral semejante idea.
—¿Inmoral? ¿Por qué?
Luisa habló vagamente de nuestros deberes en la religión. Pero los deberes irritaban a Leopoldina. Si había algo que la sacase de quicio —dijo— ¡era oír hablar de deberes!…
—¿Deberes? ¿Con quién? ¿Con un canalla como mi marido?
Calló, y paseándose, excitada, por la habitación:
—En cuanto a la religión, ¡patrañas! A mí me decía el padre Esteban, ese de lentes, que tiene una bonita dentadura, ¡que me daba todas las absoluciones si iba con él a Carriche!
—¡Ah, los curas!… —murmuró Luisa.
—¿Los curas, qué? ¡Son la religión! Nunca vi otra. Y Dios, Él, rica mía, está lejos y no se ocupa de lo que hacen las mujeres.
Luisa encontraba horrible «aquel modo de pensar». La felicidad, la verdadera felicidad, según ella, estaba en ser honrada…
—¡Y en la brisa familiar! —rezongó Leopoldina, con odio.
Luisa dijo animada:
—Pues mira que tú con tus pasiones, una tras otra…
Leopoldina se paró:
—¿Qué?
—¡No pueden hacerte feliz!
—¡Claro que no! —exclamó la otra—. Pero… —buscó la palabra, no la quiso emplear seguramente, y dijo apenas con un tono seco—: ¡Me divierten!
Callaron. Luisa pidió el café. Juliana entró con la bandeja, trajo una luz; a poco se trasladaron a la sala.
—¿Sabes quién me habló ayer de ti? —dijo Leopoldina yendo a tumbarse en el diván.
—¿Quién?
—Castro.
—¿Qué Castro?
—El de las gafas, el banquero.
—¡Ah!
—Sigue siempre muy enamorado de ti.
Luisa rió.
—¡Loco, palabra! —afirmó Leopoldina.
La sala estaba a oscuras, con los balcones abiertos; la calle se esfumaba en el pardo anochecer. Un aire lánguido y suave refrescaba la noche.
Leopoldina estuvo un momento callada, pero el champaña y la semioscuridad le hicieron sentir prontamente la necesidad de musitar pequeñas confidencias. Estiróse más en el diván, con un gran abandono, y se puso a hablar de él. Se trataba nuevamente de Fernando, el poeta. La adoraba.
—¡Si tú supieras! —murmuró con aire arrobado—. ¡Es un amor de muchacho!
Su voz velada tenía inflexiones de una ternura cálida. Luisa sentía el hálito y el calor del cuerpo, casi echada también, enervada; su honda respiración tenía a veces un tono de suspiro, y ante ciertos detalles más pintorescos de Leopoldina, soltó una risita breve y ardorosa, como de cosquillas… Pero unas fuertes pisadas de botas claveteadas subieron de la calle y en el farol de enfrente brotó el gas como un tiro. Una blanda claridad pálida penetró en la sala.
Leopoldina se levantó entonces. Tenía que irse ya, una vez encendido el gas. ¡Estaba esperándola el pobre muchacho! Entró en el cuarto, a tientas, en busca de su sombrero y de su sombrilla. Se lo había prometido al pobre, no podía faltar. Pero realmente le molestaba ir sola. ¡Era tan lejos! Si Juliana pudiese acompañarla…
—¡Que vaya, sí, hija! —dijo Luisa.
Se levantó perezosamente, fue a abrir la puerta con un gran ¡ay! y se dio de bruces con Juliana en la sombra del pasillo.
—¡Vaya, mujer, qué susto!
—Venía a saber si querían luz…
—No. ¡Póngase una toquilla para acompañar a doña Leopoldina! ¡Deprisa!
Juliana se fue corriendo.
—¿Cuándo volverás, Leopoldina? —preguntó Luisa.
En cuanto pudiese. Aquella semana tenía el propósito de ir a Oporto a ver a su tía Figuereido, a pasar quince día en Foz… Se abrió la puerta.
—Cuando quiera la señora… —dijo Juliana.
Se despidieron con muchos adioses, besándose profundamente. Luisa dijo, riendo, al oído de Leopoldina:
—¡Sé feliz!
Se quedó sola. Cerró los balcones, encendió las velas, empezó a pasear por la sala restregándose despacio las manos. Y sin querer, ¡no podía apartar su pensamiento de Leopoldina, que iba a ver a su amante! ¡Su amante!
Seguíala mentalmente. Caminaba deprisa, seguramente, hablando con Juliana; llegaba, subía la escalera, nerviosa, empujaba la puerta, ¡y qué delicioso, qué ávido, qué profundo el primer beso! Suspiró. También ella amaba, y a uno, más guapo, más seductor. ¿Por qué no habría venido?
Sentóse al piano perezosamente; se puso a cantar bajo, triste, el fado de Leopoldina:
Y por muy lejos que esté
¡le veo siempre junto a mí!…
Pero un sentimiento de soledad, de abandono, vino a impacientarla. ¡Qué lata, estar allí tan sólita! Aquella noche cálida, bella y suave, la atraía, la llamaba afuera, hacia unos paseos sentimentales para contemplar el cielo, en un banco de jardín con las manos enlazadas. ¡Qué vida más estúpida la de ella! ¡Oh aquel Jorge! ¡Qué idea la suya marcharse al Alentejo!
La conversación de Leopoldina y el recuerdo de sus goces se le aparecían a cada momento; una pizca de champaña se agitaba en su sangre. El reloj del tocador empezó lentamente a dar las nueve, y de repente la campanilla repiqueteó.
Tuvo un sobresalto. ¡No podía ser Juliana aún! Se puso a escuchar, asustada. Hablaron unas voces en la cancela.
—Señora —vino a decirle Juana, en voz baja—, es el primo de la señora que dice que viene a despedirse…
Sofocó ella un grito y balbució:
—¡Que entre!
Sus ojos dilatados se clavaron febrilmente en la puerta. Se alzó la cortina y entró Basilio, pálido, con una sonrisa fija.
—¡Te marchas! —exclamó ella sordamente, precipitándose hacia él.
—¡No! —y la cogió en sus brazos—. ¡No! Me figuré que no me recibirías a esta hora y utilicé ese pretexto.
La estrechó contra él, besándola; ella se dejaba hacer, entregada toda; sus ojos no se apartaban de los de él. Basilio echó una rápida mirada alrededor por la sala y la fue llevando abrazada, murmurando: «¡Amor mío! ¡Mi nena!». Hasta tropezó en la piel de tigre, extendida al pie del diván.
—¡Te adoro!
—¡Qué susto he pasado! —suspiró Luisa.
—¿Pasó ya?
Ella no respondió; iba perdiendo la percepción clara de las cosas; sentíase como adormecida; balbució: «¡Jesús! ¡No! ¡No!». Sus ojos se cerraron.
* * *
Cuando la campanilla sonó con fuerza a las diez Luisa habíase sentado, hacía unos instantes, al borde del diván. Apenas tuvo fuerza para decir a Basilio:
—Debe de ser Juliana, ha salido…
Basilio se atusó el bigote, dio dos vueltas por la sala y fue a encender un veguero. Para romper el silencio, se sentó al piano; tocó unos compases al azar, y alzando un poco la voz, empezó a canturrear el aria del acto tercero del Fausto.
Al pálido fulgor
del astro de oro…
Luisa, después de las últimas vibraciones de sus nervios, iba entrando en la realidad. Le temblaban las rodillas. Y entonces, oyendo aquella melodía, se fue formando un recuerdo en su espíritu, adormecido aún:
Fue una noche, hacía años, en la sala del San Carlos, en un palco, estando con Jorge; una luz eléctrica daba al jardín, en el escenario, un tono lívido de claro de luna legendario, y en una actitud extática y suspirante el tenor invocaba a las estrellas; Jorge se había vuelto para decirle: «¡Qué bonito!». Y su mirada la devoraba. Fue en el segundo mes de su casamiento. Ella llevaba un vestido azul oscuro. Y al regreso, en el coche, Jorge, pasándole la mano por el talle, repetía:
Al pálido fulgor
el astro de oro…
Y la estrechaba contra él.
Permaneció inmóvil al borde del diván, escurriéndose casi, con los brazos caídos, la mirada fija, la cara envejecida, el pelo revuelto. Basilio fue entonces a sentarse despacio junto a ella.
—¿En qué estabas pensando?
—En nada.
El le pasó el brazo por el talle y empezó a decir que buscaría una casita donde se viesen mejor y estuviesen más a gusto; no era siquiera prudente en casa de ella. Y hablando volvía a cada instante el rostro y soplaba hacia un lado el humo del puro.
—¿No te parece que pueden notarlo si vengo aquí todos los días?
Luisa se levantó bruscamente, ¡acordándose de Sebastián!… Y con una voz un poco alterada:
—¡Ya es tarde! —dijo.
—Tienes razón.
Fue a buscar el sombrero de puntilla, la besó mucho y salió.
Luisa le oyó encender un fósforo y cerrar muy despacio la cancela.
Estaba sola; se quedó mirando a su alrededor, como idiotizada.
El silencio de la sala le pareció enorme. Las velas tenían una llama rojiza. Guiñó los ojos, tenía la boca seca. Uno de los almohadones del diván estaba en el suelo. Lo recogió.
Y con aire sonámbulo entró en el dormitorio. Juliana vino a traer la cuenta. Y volvía ya con la lamparilla, estaba arreglándola… Se había quitado la redecilla; subió a la cocina casi corriendo. Juana, que estaba adormilada, se desperezó con grandes bostezos. Juliana se puso a arreglar la mecha de la lamparilla; le temblaban los dedos; tenía un agudo brillo en la mirada, y después de toser, despacio, con una sonrisa hacia Juana:
—Entonces, ¿a qué hora vino el primo de la señora?
—En cuanto salió usted; estaban dando las nueve.
—¡Ah!
Bajó con la lamparilla, y oyendo a Luisa en la alcoba, desnudándose:
—¿No quiere el té la señora? —preguntó con mucho interés.
—No.
Fue a la sala, cerró el piano. Había un fuerte olor a puro. Se puso a mirar alrededor, despacio, andando con un paso menudo… De repente, se agachó ansiosamente: al pie del diván relucía una cosa. Era un peinecillo de Luisa, de concha, con el borde dorado. Volvió a entrar en el cuarto de puntillas, lo dejó en el tocador, entre los postizos del pelo.
—¿Quién anda ahí? —preguntó desde la alcoba la voz soñolienta de Luisa.
—Soy yo, señora, soy yo; estaba cerrando la sala. ¡Muy buenas noches señora!
* * *
A aquella hora Basilio entraba en el Casino. Buscó por los salones. Estaban casi desiertos. Dos individuos con las caras apoyadas en las manos, inclinados en actitudes lúgubres, repasaban los periódicos; aquí y allá, junto a unas mesitas redondas, unos señores de pantalón blanco comían tostadas con plácida satisfacción; los balcones estaban cerrados, la noche calurosa y el calor blando del gas sofocaba. Iba a bajar cuando, desde una salita de juego, oyó de repente el ruido furioso de un altercado; se cambiaban injurias, gritaban:
—¡Miente! ¡El asno lo será usted!
Basilio se paró, escuchando. Pero, súbitamente, se hizo un gran silencio; una de las voces dijo con suavidad:
—¡Bastos!
La otra respondió con benevolencia:
—Es lo que debía haber hecho antes.
E inmediatamente la cuestión estalló de nuevo, estridente.
Se insultaban, decían obscenidades. Basilio se dirigió a los billares. El vizconde Reinaldo, en pie, apoyado en el taco, seguía con grave inmovilidad el juego de su compañero, pero apenas vio a Basilio fue hacia él rápidamente y con mucho interés:
—¿Qué?
—Ahora mismo —dijo Basilio, mordiendo el puro.
—¿Al fin, eh? —exclamó Reinaldo, abriendo los ojos con gran alegría.
—¡Al fin!
—¡Anda con cuidado, chico, anda con cuidado!
Y le golpeó en el hombro, conmovido. Pero le llamaron para que jugase, y tendido completamente sobre la mesa, con una pierna en el aire, para dar el efecto con más seguridad, dijo con la voz alterada por la postura:
—Me alegro, me alegro, porque la cosa empezaba a prolongarse…
¡Tac! ¡Falló la carambola!
—¡No doy ni una! —murmuró con rencor. Y acercándose a Basilio, y dando tiza al taco: Óyeme…
Le habló al oído.
—¡Como un ángel, chico! —suspiró Basilio.