Hacia las tres de la tarde Juliana entró en la cocina y se dejó caer en una silla, rendida. ¡No la sostenían las piernas, de debilidad! ¡Desde las dos estaba de arreglos en la sala! Era una pocilga. ¡El gomoso dejó, incluso, el día anterior ceniza de tabaco encima de las mesas! Y la esclava era quien lo pagaba. ¡Qué calor! ¡Era derretirse! ¡Uf!
—El caldito estará pronto, ¿verdad? —dijo dulcificando la voz—. Sáquelo, señora Juana, por favor.
—Tiene usted hoy otra cara —observó la cocinera.
—¡Ay! ¡Me siento otra, señora Juana! Y eso que me dormí al amanecer. ¡Alumbraba ya el sol!
—¡Pues y yo! ¡Había tenido cada sueño! ¡Vaya!
¡Una ola de fuego se le paseaba por encima del cuerpo, aplastándole el estómago, como quien pisa uvas en un lagar!
—Eso es un atasco —dijo, sentenciosamente, Juliana, y repitió—: Pues yo me siento otra. Hace meses que no me sentía tan bien.
Sonrió con sus dientes amarillentos. El caldo que Juana echaba en el sopero, con un oloroso vaho a hortalizas, le daba una alegría glotona. Extendió los pies y se recostó feliz, con la buena sensación de la tarde, cálida y luminosa, que penetraba ampliamente por los dos balcones, abiertos.
El sol se retiraba ya del balcón, y sobre la piedra, en macetas de barro, unas míseras plantas encogían su follaje, seco por el calor; en un rincón, sobre una tabla, en un viejo puchero panzudo, verdeaba un ramito de perejil, muy manoseado. El gato dormía sobre una estera; unos paños de cocina se secaban en una cuerda; a lo lejos, se ensanchaba el azul fuerte, como un metal candente; los árboles de las quintas tenías unos tonos ardientes bajo el sol; los tejados, parduscos, con sus vegetaciones silvestres, se abrasaban con el calor, y lienzos de paredes encaladas despedían una dura reverberación.
—¡Está sabroso, señora Juana; está sabroso! —dijo Juliana, moviendo el caldo despacio, con gula.
La cocinera, en pie, con los brazos cruzados sobre su abultado pecho, se regocijó:
—¡Lo que quiero es que lo tome a gusto!
—¡Está de primera!
Sonreían, contentas de la intimidad, de las buenas palabras. Y la campanilla de la puerta, que había sonado ya, repiqueteó de nuevo discretamente.
Juliana no se movió. Entraban ráfagas calientes. Oíase hervir la olla en el fogón, y fuera, en la calle, el martilleo incesante de la forja. Y, a veces, el triste arrullo de dos tórtolas, que estaban en el balcón, en una jaula de mimbre, ponía en la tarde, calurosa, una sensación de suavidad.
La campanilla repiqueteó, agitada por un tirón impaciente.
—¡Con la cabeza, burro! —dijo Juliana.
Rieron. Juana fue a sentarse ante la ventana, en una silla baja; extendió sus gruesos pies, calzados con zapatillas de orillo; se rascó el sobaco, despacio, con toda calma.
La campanilla resonó con violencia.
—¡Fuera, bestia! —murmuró Juliana, muy tranquila.
Pero la voz irritada de Luisa llamó desde abajo:
—¡Juliana!
—¡Que no pueda tomar una persona su caldo tranquila! ¡Maldita casa! ¡Caray!
—¡Juliana! —gritó Luisa.
La cocinera se volvió, asustada ya:
—La señora se pone furiosa, Juliana.
—¡Que se la lleve el diablo!
Se limpió los labios grasientos en el delantal y bajó enfurruñada.
—No oye usted, mujer. ¡Están llamando hace una hora!
Juliana abrió los ojos, asustada. ¡Luisa tenía puesta la bata nueva de foulard, color castaño, con lunares amarillos!
¡Hay novedad! ¡Bueno va!, pensó Juana por el pasillo.
La campanilla repiqueteaba. ¡Y en el descansillo, vestido de claro, con una rosa en el ojal y un paquete debajo del brazo, estaba el individuo del asunto de minas!
—¡El señor de ayer! —vino a decir, muy asombrada.
—Hágale pasar…
«¡Viva!», pensó.
Subió escapada la escalera de la cocina, y dijo desde la puerta, con voz vibrante de júbilo:
—¡Está ahí el gomoso de ayer! ¡Otra vez! ¡Trae un paquete! ¿Qué le parece, señora Juana? ¿Qué le parece?
—Visitas… —dijo la cocinera.
Juliana tuvo una risita seca. Se sentó y terminó su caldo, de prisa.
Juana, indiferente, canturreaba por la cocina; el arrullo de las tórtolas seguía oyéndose, lánguido y débil.
—¡Pues señor, esto se pone bueno! —dijo Juliana.
Estuvo un momento limpiándose los dientes con la lengua, fija la mirada, reflexionando. Sacudió el delantal y bajó al cuarto tocador de Luisa; su mirada escudriñadora divisó en seguida sobre el tocador las llaves, olvidadas de la despensa; podía subir, beberse un trago de vino bueno, engullir dos trozos de mermelada… Pero la consumía una curiosidad apremiante; y fue de puntillas a agacharse ante la puerta que daba a la sala, espiando. La cortina estaba corrida por dentro; apenas podía oír la voz, gruesa y jovial, del individuo. Fue rápida por el corredor a la otra puerta, al pie de la escalera; pegó el ojo a la cerradura y el oído a la juntura. La cortina estaba también echada por dentro.
«¡Los condenados se han encerrado bien!», pensó.
Parecióle que arrastraban una silla, y después que se cerraba un balcón. Le relucían los ojos. Una carcajada de Luisa sonó más alta, y hubo después un silencio, y las voces volvieron a oírse en un tono sereno y continuo. De repente el individuo levantó la voz, y entre las palabras que dijo, seguramente en pie, paseando, Juliana oyó claramente: «¡Fuiste tú!».
—¡Qué desahogada!
Un tintineo tímido de la campanilla a su lado, la asustó. Fue a abrir. Era Sebastián, muy colorado del sol, con las botas llenas de polvo.
—¿Está? —preguntó, secándose el sudor de la cabeza.
—¡Está con una visita, don Sebastián!
Y, cerrando la puerta con el cuerpo, más quedamente:
—¡Un señorito joven, que estuvo aquí ayer, un gomoso! ¿Quiere que le pase recado?
—No, no; muchas gracias. Adiós.
Bajó discretamente. Juliana volvió en seguida a recostarse en la puerta, con la oreja sobre la madera y las manos a la espalda; pero la conversación, sin voces que sobresalieran, tenía un rumor tranquilo y confuso. Subió a la cocina.
—¡Se tutean! —exclamó—. ¡Se tutean, señora Juana!
Y muy excitada:
—¡Esto es de abrigo! ¡Caray! ¡Así son todas ellas!
El individuo salió a las cinco. Apenas oyó que se abría la puerta, Juliana acudió corriendo; vio a Luisa en el descansillo, asomada al hueco de la escalera, diciendo hacia abajo, con mucha confianza:
—Bueno, no faltaré. Adiós.
Se quedó consumida por una curiosidad que la alteraba como una fiebre. Toda la tarde, en el comedor, en la alcoba, escudriñó a Luisa con miradas de reojo. Pero Luisa, con una bata de hilo más vieja, parecía tranquila, muy indiferente.
—¡Qué astuta!
Aquella naturalidad despertaba su afán de intrigante.
—Yo te pescaré, sinvergüenza —y calculaba.
Le pareció que Luisa tenía los ojos algo hinchados. Estudió sus posturas, sus tonos de voz. Viendo que repetía del asado, comentó en seguida.
—¡Le ha abierto el apetito!
Y cuando Luisa, al terminar la comida, se tumbó en la poltrona con aire fatigado:
—Se ha quedado rendida.
Luisa, que no tomaba nunca café, quiso aquella tarde «media taza, pero cargado, muy cargado».
—¡Quiere café! —vino ella a decir a la cocinera, toda excitada—. ¡Todo a lo grande! ¡Y cargado! ¡Lo quiere cargado! ¡Que se vaya al diablo!
Estaba furiosa.
—¡Son todas lo mismo! ¡Una recua de cabras!
* * *
Al otro día era domingo. Por la mañana temprano, cuando Juliana iba a misa, Luisa la llamó desde la puerta de su cuarto, para darle una carta que debía entregar a doña Felicidad. Generalmente le mandaba un recado de palabra, y la curiosidad de Juliana se excitó inmediatamente ante aquel sobre cerrado y lacrado con el sello de Luisa, una L gótica dentro de una guirnalda de rosas.
—¿Espero contestación?
—Sí.
Cuando volvió, a las diez, con una esquela de doña Felicidad, Luisa quiso saber si hacía mucho calor, si había polvareda. Sobre la mesa se veía un sombrero de paja oscura, que adornaba ella con dos rosas de piel. Había un poquito de viento, pero seguramente se calmaría a la tarde. Y pensó entonces: «¡Hay paseíto; va a ir con ese tío!».
Pero durante todo el día Luisa, en bata, no salió del cuarto tocador o de la sala tumbada unas veces en la causease, leyendo a ratos, y otras, tocando distraídamente al piano trozos de valses. Comió a las cuatro. La cocinera salió y Juliana se dispuso a pasar la tarde en la ventana del comedor. Llevaba el vestido nuevo, las enaguas muy almidonadas, la cofia de los domingos y apoyaba solemnemente los codos, en un pañuelo, extendido sobre el antepecho. Enfrente, los pájaros chillaban en la higuera silvestre. A los dos lados de la valla que cercaba el solar se acurrucaban los tejados oscuros de las dos callejuelas paralelas: eran casas pobres, donde vivían mujeres que por la tarde, en chambra o delantal, con el pelo muy brillante, hacían punto en la ventana, hablando a los hombres, canturreando con un tedio triste. Al otro lado del terreno, verduras de huertas, muros blancos, daban a aquel sitio un aspecto adormecido de ciudad pacífica. No pasaba casi nadie. Había un silencio cansino y solo algunas veces el sonido lejano de un organillo que tocaba Norma o Lucía comunicaba cierta melancolía a la tarde. Y Juliana siguió allí inmóvil hasta que los tonos cálidos de la tarde empalidecieron y los murciélagos empezaron a revolotear.
Hacia las ocho entró en el cuarto de Luisa, ¡y se quedó asombrada al verla vestida toda de negro y con sombrero! Había encendido los candelabros de la pared y los del tocador, y sentada al borde de la causease, se ponía los guantes despacio, con la cara muy seria, levemente empolvada, y la mirada brillante.
—¿Se ha calmado el viento? —dijo.
—Está la noche muy hermosa, señora.
Poco antes de las nueve paró en la puerta un carruaje. Era doña Felicidad, muy sofocada. ¡Había estado ahogándose todo el día! ¡Y no corría ni un soplo por la noche! ¡Incluso mandó buscar un coche abierto, porque en un cupé se hubiera muerto!
Juliana arreglaba el cuarto, ordenándolo todo con curiosidad. ¿Adónde irían?, ¿adonde irían? Doña Felicidad, cómodamente sentada, con sombrero, parloteaba: una indigestión que había tenido la víspera, ocasionada por unas habas; la cocinera, que había querido sisarla unas pesetas; la visita que tuvo de la condesa de Armella…
Luisa dijo, al fin, bajándose el velillo blanco:
—Vamos, hija. Se hace tarde.
Juliana les fue a alumbrar, furiosa. ¡Qué absurdo ir dos mujeres por ahí solas, en un coche! ¡Y si una criada se retrasa en cambio, en la calle, media hora más, qué de gritos! ¡Qué par de descaradas!
Fue a la cocina a desahogarse con Juana. Pero la joven, tendida en una silla, dormitaba.
Había ido con su Pedro al Alto de San Juan. Pasearon toda la tarde por el cementerio, muy juntos, admirando las sepulturas, deletreando los epitafios, besuqueándose en los rincones, sombreados por los sauces, gozando del aire que venía de los cipreses y del césped de los muertos. Volvieron por casa de la Serena y entraron a beberse un cuartillo en la bodega de Espregueira… ¡Tarde completa! Estaba derrengada del calor, del polvo, de la admiración ante tanto sepulcro suntuoso, de su hombre y de los tragos de vino.
¡Se iba a meter inmediatamente en la cama!
—¡Vaya, señora Juana, se está usted haciendo una dormilona! ¡Vamos, qué mujer! ¡Con poco se cansa! ¡Caray!
Bajó al cuarto de Luisa, apagó las luces, abrió los balcones, puso la poltrona hacia la barandilla y, bien arrellanada, con los brazos cruzados, se dispuso a pasar la noche.
El estanco no estaba aún cerrado, y su lucecita, tan lúgubre como la estanquera, esparcíase tristemente sobre las piedras menudas de la calle; los balcones contiguos estaban abiertos; por algunos, mal iluminados, veíanse dentro reuniones melancólicas, en otros, donde había bultos inmóviles, brillaba a veces la punta de un cigarro; aquí y allá se oían toses, y el mozo de la panadería, en el silencio caluroso de la noche, rasgueaba bajito en la guitarra.
Juliana llevaba un vestido claro de indiana; dos individuos que estaban en la puerta del estanco reían, alzando de cuando en cuando los ojos hacia el balcón, hacia aquel bulto blanco de mujer. ¡Juliana entonces se sintió satisfecha! La tomaban seguramente por la señora del ingeniero; no despegaban de allí sus miradas, chicoleándola… Uno de ellos llevaba pantalón blanco y sombrero; eran unos señoritos… Y con las piernas muy estiradas, los brazos cruzados y la cabeza ladeada, saboreó largamente aquel homenaje.
Unas fuertes pisadas sonaron en la calle y se detuvieron en la puerta; la campanilla repiqueteó ligeramente.
—¿Quién es? —preguntó ella, muy impaciente.
—¿Está la señora? —dijo la voz gruesa de Sebastián.
—Salió con doña Felicidad, se marcharon en coche.
—¡Ah! —dijo él.
Y añadió:
—¡Hermosa noche!
—¡Magnífica, don Sebastián, magnífica! —exclamó ella con fuerza.
Y cuando le vio bajar por la calle, gritó con afectación:
—¡Recuerdos a Juana! ¡No se olvide! —mostrándose íntima, señorial, con una mirada tierna hacia los dos hombres.
* * *
A aquella misma hora, doña Felicidad y Luisa llegaban al Paseo. Era noche de moda; ya desde afuera se oía un rumor lento y monótono y se veía una alta neblina de polvo amarillento y luminoso.
Entraron. En seguida, junto al estanque, encontraron a Basilio. Se quedó muy sorprendido, y dijo:
—¡Qué feliz casualidad!
Luisa se sonrojó y le presentó a doña Felicidad. La excelente señora tuvo muchas sonrisas para él. Le recordaba, ¡pero si no se lo hubieran dicho quizá no le habría conocido! ¡Estaba muy cambiado!
—El trabajo, señora… —dijo Basilio, inclinándose. Y añadió, riendo y golpeando con su bastón la piedra del estanque—: ¡Y la vejez! ¡La vejez sobre todo!
En el agua oscura y sucia las luces del gas cabrilleaban hasta una gran profundidad. Los follajes de alrededor estaban inmóviles en el aire quieto, con tonos de un verde lívido y artificial. Entre las dos largas filas paralelas de árboles enfermizos bordeadas de faroles de gas se apretaba, en una polvareda de macadam, una multitud compacta y oscura, y a través del continuo ruido, los estridores metálicos de la música traían, en el aire pesado, vivos compases de un vals.
Estuvieron parados, conversando ¿Qué calor, eh? ¡Pero la noche era hermosa!
¡Ni una ráfaga!, ¡qué gentío!
Y miraban al público que entraba: jóvenes muy rizados, con pantalones color flor de romero, fumando ceremoniosamente los puros del día festivo; un cadete, con la cintura muy ajustada y el pecho levantado; dos muchachas de pelo ondulado y movimientos oscilantes que les marcaban los huesos de los omoplatos bajo la tela del vestido mal cortado; un cura, color de sidra, con un aire indolente, el cigarro en la boca y gafas ahumadas; una española con dos metros de falda blanca muy tiesa, que frufruteaba en la polvareda; el triste Xavier, un poeta, un aristócrata de levita y bastón, con el sombrero hacia atrás y unos ojos alcoholizados. Y Basilio se rió de dos niños a quienes llevaba su padre con aire risueño y digno, vestidos de azul claro, con la cintura abrazada por una faja escarlata, chacos de lanceros, botas a la húngara, cretinos y amodorrados.
Un individuo alto pasó cerca de ellos, y volviéndose clavó en Luisa unos ojos lánguidos y brillantes: llevaba una perilla larga y aguzada; el cuello escotado mostraba el arranque carnoso del pecho; fumaba en una boquilla enorme representando un zuavo.
Luisa quiso sentarse. Un golfillo de blusa, sucio como un trapo de cocina, corrió a ponerles unas sillas, y se acomodaron al lado de una familia aburrida y taciturna.
—¿Qué has hecho hoy, Basilio? —preguntó Luisa.
Había estado en los toros.
—¿Y qué tal, te han gustado?
—Una tabarra. Si no hubiera sido por el garrochista Peixinho me habría muerto de aburrimiento. ¡Ganado flaco, rejoneadores malos, ni una sola suerte! ¡Para toros, España! ¡Allí sí que eran buenos!
Doña Felicidad protestó. ¡Qué horror! Los había visto en Badajoz, cuando estuvo de visita en Elvas, en casa de la tía Francisca de Noroña, y casi se desmayó. La sangre, las tripas de los caballos… ¡Puaf! ¡Resultaba aquello muy cruel!
Basilio con una sonrisa:
—¡Qué pasaría si viese las riñas de gallos, señora!
Doña Felicidad había oído hablar de ellas, pero encontraba todas aquellas diversiones bárbaras, antirreligiosas. Y recordando con un gozo que dibujaba una sonrisa en su gruesa cara:
—¡Para mí no hay nada como una buena noche de teatro! ¡Nada!
—¡Pero aquí representan tan mal! —replicó Basilio, con voz desolada—. ¡Tan mal, señora mía!
Doña Felicidad no respondió; medio levantada en su silla, reanimadas las pupilas por un brillo húmedo, saludó desesperadamente con la mano.
—No me ha visto —dijo, desconsolada.
—¿Era el consejero? —preguntó Luisa.
—No. Era la condesa de Alviella. ¡No me ha visto! Va mucho a la Encarnación, soy íntima de ella. ¡Es un ángel! ¡No me ha visto! Iba con el suegro.
Basilio no apartaba los ojos de Luisa. Bajo el velillo blanco a la luz falsa del gas, en el aire neblinoso de la polvareda, su rostro tenía una forma blanca y suave donde los ojos que la noche oscurecía ponían una expresión apasionada; su pelo rubio y rizado empequeñecía la cabeza, dándole una gracia aniñada y amorosa, y los guantes grisperla hacían resaltar sobre el vestido negro el dibujo elegante de las manos posadas sobre el regazo, sosteniendo el abanico, con un encaje blanco que ceñía sus finas muñecas.
—¿Y tú, qué hiciste hoy? —le preguntó Basilio.
Aburrirse mucho. Se pasó todo el santo día leyendo. También Basilio pasó la mañana tumbado en el sofá leyendo La mujer de fuego, de Belot. ¿La conocía ella?
—No, ¿qué es?
—Una novela, la última novedad.
Y añadió, sonriendo:
—Tal vez un poco picante. ¡No te la aconsejo!
Doña Felicidad estaba leyendo Rocambole. ¡Se lo habían ponderado tanto! ¡Pero era un lío! Se embrollaba, se olvidaba… Lo iba a dejar, porque había notado que la lectura aumentaba sus malas digestiones.
—¿Padece usted de eso? —preguntó Basilio con un fino interés.
Doña Felicidad contó entonces su dispepsia. Basilio le aconsejó que usase el hielo.
Por otra parte, la felicitó, porque las dolencias del estómago habían adquirido, últimamente, un gran chic. Se interesó por la enfermedad y le pidió detalles. Doña Felicidad los prodigó, y hablando, veíase cómo aumentaba en la mirada, en la voz, su simpatía hacia Basilio. ¡Usaría el hielo!
—¿Con vino, claro es?
—¡Con vino, señora!
—¡Pudiera muy bien resultarle eficaz! —exclamó doña Felicidad, dando con el abanico en el brazo de Luisa ilusionada ya.
Luisa sonrió, iba a responder, pero vio al individuo pálido de la perilla larga que fijaba en ella sus lánguidos ojos con obstinación. Volvió la cara importunada. El individuo se alejó, retorciéndose la punta de la perilla.
Luisa sentíase enervada; el movimiento ruidoso y monótono, la noche cálida, la aglomeración de gente, la sensación de verdor en torno suyo, daban a su cuerpo de mujer hogareña un torpor agradable, un bienestar de inercia, la envolvían en una dulzura emoliente de baño tibio. Miraba con una vaga sonrisa, con ojos perezosos; sentíase casi incapaz de mover las manos, de abrir el abanico.
Basilio notó su silencio. ¿Tenía sueño? Doña Felicidad sonrió finalmente.
—¡Es que ahora se ve sin su maridito! Desde que se ha marchado está así esta chica.
Luisa contestó, mirando a Basilio instintivamente:
—¡Qué tontería! ¡Pues estos días he estado muy alegre!
Pero doña Felicidad insistió:
—¡Vaya, ya lo sabemos, ya lo sabemos! ¡Ese corazoncito está en el Alentejo!
Luisa dijo con impaciencia:
—No querrás que me ponga a dar saltos y carcajadas en el Paseo.
—¡Bueno, no te enfades! —exclamó doña Felicidad. Y dirigiéndose a Basilio—: ¡Qué geniecito, eh!
Basilio se echó a reír.
—La prima Luisa era en otros tiempos una víbora. Ahora no sé.
Doña Felicidad intervino:
—¡Es una paloma, la pobre, una paloma! No; nada de eso, es una paloma.
Y la envolvió en una mirada maternal. La familia taciturna se levantó sin hacer ruido y, las chicas delante y los padres detrás, se alejaron lúgubremente, como desfallecidos.
Basilio, inmediatamente, colocó su silla junto a la de Luisa, y viendo que doña Felicidad se distraía mirando:
—Estuve por ir a verte esta mañana —dijo quedamente a Luisa.
Ella alzó la voz con mucha naturalidad, con indiferencia.
—¿Y por qué no fuiste? Hubiéramos hecho música. Hiciste mal. Debías haber venido…
Doña Felicidad quiso saber entonces la hora. Empezaba a aburrirse. Esperó encontrar allí al consejero; por él, por agradarle, hizo el sacrificio de encorsetarse; Acacio no había venido y los gases empezaban a ahogarla, y el despecho de aquella ausencia aumentaba la tortura de su digestión. Recostada en su silla, con el cuerpo blando, iba siguiendo la multitud que giraba incesantemente, en una neblina polvorienta.
Pero la música, en el templete, sonó de pronto, vibrante, con un gran ruido de cobres, interpretando los primeros compases, muy vigorosos, de la marcha de Fausto. Aquello la reanimó. Era un pot-pourri de la ópera y no había música que le gustase más. ¿Estaría Basilio para la apertura de San Carlos?
Y aquél dijo, con intención, volviéndose hacia Luisa:
—No lo sé, señora; depende…
Luisa miraba en silencio. La multitud aumentaba. En las calles laterales, más espaciosas y frescas, paseaban solamente, bajo la penumbra de los árboles, los tímidos, las personas de luto, los que llevaban ropas raídas. Toda la burguesía dominguera venía a amontonarse en la calle del centro, en el pasillo formado por las filas cerradas de sillas del Municipio. Y allí se movía apretada, con la densa lentitud de una masa mal derretida, arrastrando los pies, raspando el macadam en un aplastamiento plebeyo, con la garganta seca, los brazos caídos y escasas palabras. Iban y venían incesantemente, de arriba para abajo, con blando bamboleo y gran ruido, sin alegría ni naturalidad, con el arrobamiento pasivo grato a las razas perezosas; en medio de la profusión de luces y del regocijo de la música un aburrimiento taciturno flotaba y lo impregnaba todo como una bruma; la polvareda fina envolvía las caras, dándoles un tono empañado, y en los rostros que pasaban bajo los faroles, en las zonas más directas de luz, se pintaba el desconsuelo ocasionado por la fatiga y el aburrimiento del día festivo.
Enfrente, las casas de la calle Occidental mostraban en sus fachadas el reflejo claro de las luces del Paseo; algunos balcones estaban abiertos; las cortinas de tela oscura resaltaban sobre la claridad interior de las lámparas. Luisa sentía como una nostalgia de otras noches veraniegas, de otras veladas recogidas. ¿Dónde? No recordaba. El movimiento entonces desaparecía, y veía ante ella, mirándola con una actitud lúgubre, al individuo de la larga perilla. Debajo del velo sentía un escozor en los ojos, producido por la polvareda; en tomo suyo, la gente bostezaba.
Doña Felicidad propuso que dieran una vuelta. Se levantaron, y fueron abriéndose paso despacio, las hileras de sillas se apretaban compactas y una infinidad de rostros, a los que la luz del gas daba el mismo tono amarillento, miraban de un modo fijo y cansino, en una inquietud extática. Aquel aspecto irritó a Basilio, y como era difícil andar por allí, decidió «que era mejor marcharse de aquella pesadez».
Salieron. Mientras iba él a comprar los billetes, doña Felicidad, dejándose caer en un banco, bajo el follaje de un sauce llorón, exclamó, apenada:
—¡Ay hija! ¡Estoy que reviento!
Se pasó la mano por el estómago, con la cara aviejada.
—¿Y qué me dices del consejero? ¡Mira que es mala suerte! Hoy que he venido yo al Paseo…
Suspiró, abanicándose. Y con su sonrisa bonachona:
—¡Es muy simpático tu primo! ¡Y qué maneras! Un verdadero noble. ¡Se les conoce en seguida, hija mía!
Declaró hallarse muy cansada apenas salieron de allí. Era mejor tomar un tranvía. Basilio encontraba preferible subir a pie hasta la explanada del Loreto. ¡Estaba la noche tan agradable! ¡Y aquel paseo le sentaría bien a doña Felicidad!
Después, al pasar por delante de Martinho, propuso ir a tomar un sorbete; pero doña Felicidad temía la frialdad y a Luisa le daba vergüenza. Por las puertas del café, abiertas de par en par, veíanse sobre las mesas periódicos sucios; algún raro individuo, de pantalón blanco, tomaba plácidamente un sorbete de fresa.
En el Rocío, la gente paseaba bajo los árboles; en los bancos, algunos transeúntes inmóviles parecían dormitar; aquí y allá brillaban puntas de cigarros; pasaban individuos con el sombrero en la mano, abanicándose, con el cuello desabrochado; en cada esquina voceaban agua fresca «del Arsenal»; en torno a la explanada, unos carruajes abiertos rodaban lentamente. El cielo sofocaba, y en la noche oscura la columna de la estatua de don Pedro[32] tenía el tono pálido y empañado de una vela colosal de estearina, apagada.
Basilio iba callado, junto a Luisa. «¡Qué horror de ciudad! —pensaba—. ¡Qué tristeza!». Y se acordaba de París en verano; allí paseaba él, de noche, en su faetón, despacio, por los Campos Elíseos; centenares de victorias subían rápidamente con un trote discreto y alegre, y los faroles ponían en toda la avenida un movimiento jovial de puntos luminosos; bultos blancos y mimosos de mujeres se reclinaban en los asientos, balanceadas sobre los blandos ejes; el aire, alrededor, tenía una suavidad aterciopelada, y los castaños difundían un aroma sutil. Por los dos lados, entre la arboleda, brotaban las luces violentas de los cafés cantantes, llenos de la algarabía de las multitudes alegres y de los bríos estimulantes de las orquestas; los restaurantes llameaban; sentíase allí una intensa vida amorosa y feliz, y más allá salía de los balcones de los palacetes a través de los stores de seda, la luz sobria y velada de las existencias adineradas.
¡Ah si él estuviera allí! Pero al pasar junto a los faroles miraba de soslayó hacia Luisa: su fino perfil tenía una gran dulzura bajo el blanco velillo; el vestido marcaba bien la curva de su pecho, y había en su paso una lasitud que le quebraba la línea del talle de un modo lánguido y prometedor.
Se le ocurrió una idea apremiante, y empezó a decir:
—¡Qué lástima que no hubiese en toda Lisboa un restaurante donde se pudiera ir a tomar un alón de perdiz y a beber una botella de champaña frappé!
Luisa no contestó. «Debía de ser delicioso», pensó. Pero doña Felicidad dijo:
—¡Perdiz a esta hora!
—Perdiz o cualquier otra cosa.
¡Fuese lo que fuese, era para reventar! ¡Pues sí! Subieron por la calle Nueva del Carmen. Los faroles daban una luz mortecina; las altas casas de ambos lados apagadas, apretaban, densaban la sombra, y la patrulla, armada de punta en blanco, bajaba lentamente, sin ruido, siniestra y sutil.
En el Chiado, un golfillo de gorra azul los persiguió con billetes de lotería; su voz aguda y quejumbrosa prometía la fortuna, muchos miles de duros. Doña Felicidad se paró entonces, sintiendo una tentación… Pero una pandilla de muchachos bebidos que bajaba por allí con los sombreros en la nuca, hablando a gritos, dando tropezones, asustó mucho a las dos señoras. Luisa se encogió contra Basilio y doña Felicidad, pálida, se agarró con ansiedad a su brazo y quiso tomar un coche; hasta el Loreto fue explicando su miedo a los borrachos, con voz estremecida, contándoles sucesos, riñas a cuchilladas, sin soltar el brazo de Basilio. De la hilera de coches, junto a las verjas de la plaza de Camoens, un cochero hizo arrancar su vehículo abierto, en pie en el pescante, asiendo bruscamente las riendas con grandes latigazos al tronco, gritando muy excitado:
—¡Va, caballero, va!
Se detuvieron todavía un momento, conversando. Un hombre pasó entonces como rondando, y Luisa, desesperada, reconoció los ojos de carnero del individuo de la perilla.
Subieron al coche. Luisa se volvió aún para ver a Basilio, inmóvil en la plaza, con el sombrero en la mano; después se acomodó, puso los piececitos en el asiento delantero y balanceada por el trote largo vio desfilar, callada, las casas apagadas de la calle de San Roque, los árboles de San Pedro de Alcántara, las fachadas estrechas del Molino de Viento, los pájaros adormecidos en la Patriarcal.
La noche permanecía inmóvil, de un blando calor, y deseó ella, sin saber por qué, rodar así siempre, sin fin, entre calles, ante las verjas coronadas de follaje de los palacios aristocráticos, sin destino, sin preocupaciones, ¡hacia alguna cosa feliz que no distinguía bien! Frente a la Escuela, un grupo iba tocando el fado de Vimioso; aquellos sonidos penetraron en su alma como un viento suave, que agitó con dulzura muchas sensaciones pasadas; suspiró quedamente.
—Un suspiro que va hacia el Alentejo —dijo doña Felicidad, tocándola en el brazo.
Luisa sintió que toda su sangre le abrasaba el rostro. Daban las once cuando entró en su casa. Juliana vino a alumbrarla. El té estaba preparado; cuando la señora quisiera…
Luisa subió al poco rato con una larga bata blanca, muy fatigada; se tendió en la poltrona: sentíase invadida por una somnolencia; se le doblaba la cabeza, se le cerraban los párpados…
¡Y Juliana tardaba tanto con el té! La llamó. ¿Dónde estaba? ¡Pues vaya!
La criada había bajado, cautelosamente, al tocador de Luisa. Y allí cogió el vestido, las enaguas almidonadas que su señora acababa de quitarse y de tirar encima de la causeuse, las desdobló, las dio vueltas, examinándolas, ¡y con un idea determinada, las olió! Desprendía el vago aroma de un cuerpo limpio y cálido, con un leve efluvio de sudor y de agua de Colonia. Cuando la oyó llamar e impacientarse arriba, subió corriendo. Había ido abajo a arreglar un poco. ¿Quería el té? Estaba preparado…
Y entrando con las tostadas:
—Vino don Sebastián, a eso de las nueve…
—¿Qué le dijo usted?
—Que la señora había salido con doña Felicidad. Como no sabía, no dije adonde.
Y añadió:
—Estuvo hablando conmigo don Sebastián… ¡Más de media hora!…
* * *
Luisa recibió, a la mañana siguiente, de parte de Sebastián, un ramo de rosas color rojo oscuro, magníficas. Las cultivaba él en la quinta de Almada y se llamaban rosas de don Sebastián. Las mandó ella poner en los búcaros de la sala, y como el día estaba nublado y hacía un calor denso y sofocante:
—Mire —dijo a Juliana—, abra los balcones.
«Bueno —pensó Juliana—, ya tenemos por aquí al marrajo».
El marrajo llegó, en efecto, a las tres. Luisa estaba en la sala, sentada al piano.
—Ahí está el individuo de costumbre —fue a decirle Juliana.
Luisa se volvió, encendida, escandalizada de aquel término:
—¡Ah! ¿Mi primo don Basilio? Hágale pasar.
Y llamándola:
—¡Oiga! Si viene don Sebastián o alguien, que entre.
¡Era su primo! El individuo, sus visitas perdieron de repente para ella todo interés picaresco. Su malicia desatada, envanecida hasta entonces, se desplomó, se arrugó como una vela falta de viento. ¡Adiós! ¡Era su primo!
Subió a la cocina, despacio, desilusionada.
—¡Gran novedad, señora Juana! El tal gomoso es el primo. Dice que es su primo Basilio.
Y con una risita:
—¡Basilio! ¡Vaya con Basilio! ¡Nos ha salido un primo a última hora! ¡El diablo las urde!
—¿Y qué iba a ser ese hombre sino un pariente? —observó Juana.
Juliana no respondió. Quiso saber si estaba preparada la plancha, pues tenía un montón de ropa que planchar. Y se sentó en el balcón, esperando. El cielo, bajo y pardusco, estaba cargado de electricidad; a veces una ráfaga súbita y fina ponía en los follajes de las huertas un escalofrío trémulo.
—¡Es el primo! —meditaba ella—. Y viene solo cuando el marido se ha ido. ¡Bueno! Y ella se queda pasmada cuando él se marcha, ¡y venga ropa blanca y más ropa blanca, y bata nueva, y coche para pasear, y suspiros y ojeras! ¡Buena descarada! ¡Así todo se queda en la familia!
Le relucían los ojos. Ya no se sentía tan engañada. Había allí mucho «que ver y que oír». ¿Estaba ya la plancha?
Pero sonó abajo la campanilla.
—¡Vaya! ¡Esto es una lata! ¡Estamos en la casa de Tócame Roque!
Bajó, y exclamó en seguida viendo a Julián con un libro debajo del brazo:
—¡Haga el favor de pasar, don Julián! La señora está con su primo, pero ha dicho que entrase usted.
Abrió la puerta de la sala bruscamente, por sorpresa.
—Aquí está don Julián —dijo con satisfacción.
Luisa presentó a los dos hombres. Basilio se levantó del sofá lánguidamente y recorrió, de un solo vistazo, la figura de Julián, desde el pelo desgreñado hasta las botas sucias, con una mirada casi despavorida.
«¡Qué adán!», pensó.
Luisa, muy fina, lo notó y se puso colorada, avergonzándose de Julián.
¡Aquel hombre de cuello medio desabrochado, con un viejo chaquetón de paño negro mal cortado, qué idea le daría a Basilio de las relaciones, de los amigos de su casa! Sentía ya su chic disminuido. ¡E instintivamente su fisonomía se tornó muy reservada, como si semejante visita la sorprendiese y aquella toilette la indignase! Julián notó el azoramiento de ella y dijo, ya cohibido, agitando sus gafas:
—Pasaba por aquí casualmente y he entrado a saber si había ya algunas noticias de Jorge…
—Muchas gracias. Sí, ha escrito. Está bien…
Basilio, recostado en el sofá, como un pariente íntimo, examinaba sus calcetines de seda con estrellitas rojas bordadas y se atusaba indolente el bigote, levantando un poco el dedo meñique, en el que brillaban, engastados en dos gruesos anillos de oro, un zafiro y un rubí. La afectación de su actitud y el chispear de las alhajas irritaron a Julián. Quiso mostrar también su intimidad y sus derechos, y dijo:
—No he venido antes a hacerle un rato de compañía, porque he estado ocupadísimo…
Luisa intervino para desautorizar aquella familiaridad:
—Tampoco yo he estado buena. No he recibido a nadie, ¡no siendo a mi primo, naturalmente!
¡Julián se sintió despreciado! Y todo rojo de sorpresa e indignación, se quedó callado, balanceando la pierna, con el libro sobre las rodillas; como el pantalón le estaba corto, se veía el elástico deteriorado de sus botas viejas. Hubo un silencio difícil.
—¡Bonitas rosas! —dijo al fin Basilio, perezosamente.
—Muy bonitas —respondió Luisa.
Estaba ahora compadecida de Julián y buscaba una palabra; dijo por último con precipitación:
—¡Qué calor! ¡Es para morirse! ¿Hay mucha enfermedad?
—Colerines —respondió Julián—. A causa de las frutas. Dolencias intestinales.
Luisa bajó los ojos. Basilio comenzó entonces a hablar de la condesita de Azeias. La había encontrado acabada. ¿Y qué fue de la hermana mayor?
Aquella conversación sobre aristócratas que él no conocía aisló más a Julián; sentía el sudor humedecerle el cuello; buscaba una frase, una ironía, una agudeza, y maquinalmente abría y cerraba su grueso libro, de cubierta amarilla.
—¿Es alguna novela? —le preguntó Luisa.
—No. Es el tratado del doctor Lee sobre enfermedades del útero.
Luisa se puso roja; Julián también, furioso de que se le hubiera escapado aquella palabra. Y Basilio, después de sonreír, preguntó por una tal doña Rafaela Grijó, que solía ir a la calle de la Magdalena, que usaba impertinentes y que tenía un cuñado tartamudo…
—Se le murió el marido. Y se casó con el cuñado.
—¿Con el tartamudo?
—Sí. Ha tenido un niño con él, tartamudo también.
¡Qué conversación la suya, en familia! ¿Y doña Eugenia, la de Braga?
Julián, exasperado, se levantó, y con una voz de garganta seca:
—Tengo prisa, no puedo entretenerme más. Cuando escriba a Jorge déle mis recuerdos, ¿eh?
Inclinó bruscamente la cabeza ante Basilio. Pero no encontraba su sombrero que había rodado debajo de una silla. Se embarulló entre la cortina, chocó violentamente con la puerta cerrada y salió, al fin, desesperado, deseando vengarse, odiando a Luisa, a Jorge, al lujo, a la vida, rebosante ahora de ironías, de frases, de réplicas. Debió haberlos aplastado, al burro y a la estúpida… ¡Y no se le había ocurrido nada!
Pero apenas cerró él la puerta Basilio se puso en pie, y cruzando los brazos:
—¿Quién es este adán?
Luisa, muy colorada, balbució:
—Un chico médico…
—¡Es un hombre imposible, una especie de estudiante!
—Pobre, no tiene muchos medios…
¡Pero no era necesario tener medios para cepillarse la chaqueta y quitarse la caspa! ¡No debía recibir a semejante tipo! Era una vergüenza para la casa. ¡Si a su marido le gustaba, que lo recibiese en su despacho!…
Paseaba por la sala, excitado, con las manos en los bolsillos, haciendo tintinear el dinero y las llaves.
—¡Pues sí que son buenos los amigos de la casa!… —prosiguió—. ¡Qué diablo! Tú no has sido educada así. Nunca recibiste a gente de esta catadura en la calle de la Magdalena.
No la había recibido y le pareció que los lazos matrimoniales le habían traído cierta plebeyez con la convivencia. Pero un respeto hacia las opiniones y las simpatías de Jorge le hizo replicar:
—Dicen que tiene mucho talento…
—Mejor sería que tuviese botas.
Luisa asintió por cobardía:
—¡Tampoco yo lo encuentro exquisito! —dijo.
—¡Horrible, hija mía!
Aquella última palabra hizo latir apresuradamente su corazón. ¡Así era como la llamaba él en otro tiempo! Hubo un momento de silencio y la campanilla de la puerta repiqueteó con fuerza. Luisa se quedó asustada. ¡Jesús, si fuese Sebastián! ¡Basilio lo encontraría más ordinario aún! Pero Juliana vino diciendo:
—Es el señor consejero. ¿Le paso aquí?
—Ahora mismo —exclamó ella.
Y la alta figura de Acacio se adelantó, con los bordes de su levita de alpaca echados hacia atrás, el pantalón blanco muy almidonado cayendo sobre los zapatos de boca escotada, con cintas.
Apenas Luisa le presentó al primo Basilio, dijo él, respetuoso:
—Ya sabía que había usted llegado; lo vi entre las noticias más interesantes de nuestra high-life. ¿Qué hay de nuestro Jorge?
Jorge estaba ahora en Beja… Según decía en su carta, se aburría mucho… Basilio, más agradable, dejó caer:
—No tengo realmente la menor idea de lo que se puede hacer en Beja. ¡Debe de ser horroroso!
El consejero, pasando sobre el bigote su mano blanca, en la que resaltaba la sortija de sello, con sus armas, observó:
—¡Pues es la capital de la provincia!
—¡Pero si aun en Lisboa no se podía hacer nada!, ¡y era la capital del reino! —y Basilio, recostado hacia atrás, se tiraba de los puños de la camisa—. ¡Se moría uno allí, verdaderamente, de tedio!
Luisa, muy contenta con la afabilidad de Basilio, se echó a reír:
—No digas eso delante del consejero. Es un gran admirador de Lisboa.
Acacio se inclinó:
—He nacido en Lisboa y la quiero, mi estimada señora.
Y con gran campechanía:
—Reconozco, sin embargo, que no se puede comparar con París, ni con Londres, ni con Madrid…
—Sin duda —dijo Luisa.
Y el consejero prosiguió, con solemnidad:
—¡Lisboa posee, no obstante, bellezas sin igual! La entrada, según me han dicho (yo no entré nunca por la barra), ofrece un panorama grandioso, rival de Constantinopla y de Nápoles. ¡Digno de la pluma de un Garrett o de un Lamartine! ¡Muy propio para inspirar a un gran ingenio!…
Luisa, temiendo citas o apreciaciones literarias, le interrumpió para preguntarle qué había hecho aquellos días. ¡Estuvieron el domingo en el Paseo doña Felicidad y ella, esperando verle, y nada!
Él nunca iba al Paseo, en domingo, declaró. Reconocía que era muy agradable, pero la multitud le aturdía. Había notado —y su voz tomó el tono pausado de una revelación—, había notado que la aglomeración de gente en un sitio producía vértigos a los hombres de estudio. Además, se quejó de su salud y del peso de sus trabajos. Estaba preparando un libro y tomaba las aguas de Vichy.
—Puedes fumar —dijo Luisa de repente, sonriendo, a Basilio—. ¿Quieres lumbre?
Ella misma fue a buscar los fósforos, muy ligera y feliz. Llevaba un vestido claro, un poco transparente, muy fresco. Sus cabellos parecían más rubios; su piel, más fina.
Basilio sopló el humo de su habano y afirmó, muy recostado:
—El Paseo en domingo está sencillamente idiota…
El consejero reflexionó, y luego:
—¡No sea usted tan severo, señor Brito!
Aunque le parecía, en efecto, que antiguamente era aquella diversión más agradable.
—En primer lugar —prosiguió muy convencido, irguiéndose—, ¡nada, nada ya absolutamente nada, puede sustituir a la charanga de la Armada!
Además de eso había la cuestión de precios… ¡Ah, tenía muy estudiado el asunto! Los precios bajos favorecían la aglomeración de las clases inferiores… Nada más lejos de su pensamiento que lanzar el menor desdoro sobre esta parte de la población… Eran muy conocidas sus ideas liberales.
—Apelo al testimonio de doña Luisa —dijo.
Pero, en fin, siempre era más agradable encontrarse una reunión escogida. Entre tanto, él, por su parte, no iba nunca al Paseo. ¡Tal vez no lo creyesen, pero ni siquiera cuando había fuegos artificiales! Ni aun esos días, sí, se asomaba siquiera a la verja. ¡No por economía! No, evidentemente. No era rico, pero podía permitirse aquella pequeña contribución. ¡Pero es que temía los accidentes! ¡Los temía mucho! Contó la historia de un individuo, cuyo nombre no recordaba, a quien le cayó encima la caña de un cohete horadándole el cráneo. Además de eso, nada más fácil que cayese una chispa en la cara, en un paleto nuevo…
—Es conveniente tener prudencia —resumió, muy digno, limpiándose los labios con el pañuelo de seda de la India, cuidadosamente doblado.
Hablaron entonces de la temporada: mucha gente habíase marchado a Cintra. ¡Realmente, Lisboa era sofocante en verano!… Y el consejero afirmó que Lisboa era solo imponente, imponente en verdad, ¡cuando estaban abiertas las Cámaras y la Opera de San Carlos!
—¿Qué estabas tocando cuando entré? —preguntó Basilio.
El consejero intervino entonces:
—Si estaban haciendo música, sigan, por Dios… Soy un antiguo abonado de San Carlos desde hace dieciocho años…
Basilio interrumpió:
—¿Toca usted?
—Tocaba. No lo oculto. De joven fui aficionado a la flauta.
Y agregó con gesto benévolo:
—¡Chiquilladas!… ¿Es alguna novedad lo que estaba usted tocando, doña Luisa?
—¡No! Era una música muy conocida, ya antigua: La hija del pescador, de Meyerbeer. Tengo la letra traducida.
Cerró los cristales y después se sentó al piano…
—Sebastián es el que toca esto bien, ¿verdad, consejero?
—Nuestro Sebastián, —dijo el consejero con autoridad— es un rival de los Thalberg y de los Liszt. ¿Conoce usted a nuestro Sebastián? —preguntó a Basilio.
—No; no lo conozco.
—¡Una perla!
Basilio se había acercado despacio al piano, rizándose el bigote.
—¿Tú cantas todavía? —le preguntó Luisa, sonriendo.
—Cuando estoy solo.
Pero el consejero le pidió en seguida un «trozo». Basilio se reía. Le daba miedo escandalizar a un antiguo abonado a San Carlos… El consejero le animó; dijo incluso paternalmente:
—¡Animo, señor Brito, ánimo!
Luisa entonces preludió. Y Basilio lanzó de pronto su voz llena, bien timbrada, de barítono; sus notas altas resonaban en la sala. El consejero, erguido en su sillón, escuchaba concentrado; su cabeza, con la frente marcada por una arruga meditabunda, parecía inclinarse bajo su responsabilidad de juez, y las gafas ahumadas resaltaban, con reflejos oscuros, en aquella fisonomía de calvo, que el calor empalidecía más.
Basilio entonaba con grave melancolía la primera frase, tan larga, de la canción:
Igual que el mar sombrío
es mi hondo corazón…
Un poeta, con oscuro fervor, había traducido la letra en el Almanaque de las Damas; Luisa la copió con su propia mano en el interlineado de la partitura. Y Basilio, inclinado sobre el papel, retorciéndose siempre las guías del bigote:
Tiene tormentas, cóleras,
¡mas en su fondo hay perlas!
Los grandes ojos de Luisa se clavaban en el cuaderno, aunque a veces, en un rápido movimiento, se alzaban hacia Basilio. Cuando en la nota final, prolongada como la suprema petición de un amor implorante, Basilio lanzó su voz en una llamada:
¡Ven! Ven
a posar, dulce amada,
tu pecho sobre mí…
sus ojos se clavaron en ella con tal expresión de deseo, que el pecho de Luisa palpitó y sus dedos se embarullaron sobre el teclado. El consejero aplaudió.
—¡Una voz admirable! —exclamó—. ¡Una voz admirable!
Basilio se declaró avergonzado…
—¡No, señor; no, señor! —protestó Acacio, levantándose—. ¡Unas facultades excelentes! ¡Hasta diré que las mejores facultades de nuestra sociedad!
Basilio rió. Ya que les gustaba, iba a cantarles una romanza brasileña de Bahía. Sentóse al piano, y después de haber preludiado una melodía muy lánguida, de un arrullo tropical, cantó:
Soy negrita, aunque mi pecho
siente más que un pecho blanco.
E interrumpiéndose:
—Esto hacía furor en las reuniones de Bahía cuando salí de allí.
Era la historia de una negrita, nacida en la plantación, y que con lirismos de almanaque cantaba su pasión por un intendente blanco.
Basilio parodiaba el tono sentimental de alguna muchacha de Bahía, y su voz tenía un preciosismo cómico al decir el ritornello doliente:
Y la negra hacia los mares
sus grandes ojos dirige,
y en el alto cocotero
canta la dulce araponga
El consejero la encontró «deliciosa» y, en pie, en la sala lamentó, a propósito del canto, la condición de los esclavos, aunque le aseguraban amigos suyos del Brasil que los negros eran muy bien tratados. ¡Pero, en fin, la civilización era la civilización! ¡Y la esclavitud, un estigma! Tenía aún mucha confianza en el emperador…
—Monarca de singular ilustración[33] —agregó respetuosamente.
Fue a buscar su sombrero, y abrochándose la levita, e inclinada la cabeza, juró que hacía mucho tiempo no había pasado una mañana tan completa. Pues para él no existía nada como la buena conversación y la buena música…
—¿En dónde se aloja usted, señor Brito?
¡Por amor de Dios! ¡Que no se molestase! Estaba en el Hotel Central.
No había consideraciones que le impidiesen cumplir con su deber —declaró—. ¡Lo cumpliría! Él era un ser inútil, doña Luisa lo sabía muy bien. Pero si necesitaba alguna cosa, un informe, una presentación en las esferas oficiales, un permiso para visitar algún establecimiento público —agregó—, ¡sepa usted que me tiene a sus órdenes!
Y reteniendo en la suya la mano de Basilio:
—Calle del Ferregial de Cima, número tres, tercero. El modesto tugurio de un eremita.
Volvió a inclinarse ante Luisa:
—Cuando escriba usted a nuestro viajero dígale que hago sinceros votos por la prosperidad de sus empresas. ¡Por ser él quien es! ¡A sus órdenes!
Y salió, erguido y grave.
—Éste al menos es limpio —rezongó Basilio, con el puro en la comisura de la boca.
Sentóse otra vez al piano y dejó correr sus dedos por el teclado. Luisa se acercó:
—¡Canta algo, Basilio!
Basilio la miró entonces largamente. Luisa, arrebolada, sonrió; a través del encaje claro y transparente del vestido se entreveía la blancura tersa y lechosa del cuello y de los brazos, y en sus ojos, en el color cálido del rostro, había una animación, como una vitalidad amorosa. Basilio le dijo en voz baja:
—Estás hoy en uno de tus mejores días, Luisa.
La mirada de él, tan ávida, la perturbó e insistió:
—Canta alguna cosa.
Su seno palpitaba.
—Canta tú —murmuró Basilio.
Y muy despacio le cogió la mano. Las dos palmas, un poco húmedas y un poco trémulas, se unieron.
La campanilla repiqueteó fuera. Luisa desprendió la mano bruscamente.
—¡Es alguien! —dijo, agitada.
Unas voces cuchicheaban en la cancela. Basilio tuvo un movimiento de hombros contrariado y fue a buscar el sombrero.
—¿Te vas? —exclamó ella muy desconsolada.
—¡Ojalá pudiera quedarme! ¡No puedo estar contigo, a solas, un momento!
La cancela se cerró ruidosamente.
—No era nadie, se ha ido —dijo Luisa.
Estaban en pie, en medio de la sala.
—¡No te vayas, Basilio!
Sus ojos profundos tenían una dulce súplica. Basilio dejó el sombrero sobre el piano; se mordía el bigote un poco nervioso.
—¿Y para qué quieres estar a solas conmigo? —dijo ella—. ¿Qué te importa que haya gente? —y se arrepintió en seguida de aquellas palabras.
Pero Basilio, con un movimiento brusco, la abrazó por los hombros, y asiéndole la cabeza la besó en la cara, en los ojos, en el pelo, vorazmente.
Ella se soltó toda trémula, sonrojadísima.
—Perdóname —exclamó él después, con un ímpetu apasionado—. Perdóname. Lo he hecho sin pensar. ¡Pero es porque te adoro, Luisa!
Le cogió las manos, dominante, casi con derecho.
—No, has de oírme. Desde el primer día en que te volví a ver estoy loco por ti, como antes, del mismo modo. Nunca he dejado de morirme por ti. Pero no tenía fortuna, tú bien lo sabes, y quería verte rica, feliz. No podía llevarte al Brasil. ¡Era matarte, amor mío! ¡Imagínate lo que aquello es! ¡Por eso te escribí aquella carta, pero lo que yo sufrí, las lágrimas que lloré!…
Luisa le escuchaba inmóvil, con la cabeza baja y la mirada perdida: aquella voz cálida y fuerte la dominaba, la vencía, las manos de Basilio penetraban con su calor febril en la sustancia de las suyas, e invadida por una lasitud, sentíase como adormecida.
—¡Habla, responde! —dijo él con ansiedad, sacudiéndole las manos, buscando su mirada ávidamente.
—¿Qué quieres que te diga? —murmuró ella. Su voz tenía un tono vago, sin firmeza. Y soltándose despacio y volviendo el rostro:
—¡Hablemos de otras cosas!
El balbució con los brazos extendidos:
—¡Luisa! ¡Luisa!
—¡No, Basilio, no!
Y en su voz había la opresión de una queja y la blandura de una caricia. Él entonces no vaciló más y la cogió en sus brazos. Luisa se quedó inerte, con los labios exangües y los ojos cerrados. Y Basilio, colocándole la mano sobre la cabeza, inclinó esta hacia atrás y la besó despacio en los párpados, en el rostro, y después, muy hondamente, en los labios; ella entreabrió la boca y sus rodillas se doblaron.
Pero, de repente, todo su cuerpo se irguió; con un pudor indignado, separó el rostro y exclamó dolorida:
—¡Déjame! ¡Déjame!
Se sintió penetrada de una fuerza nerviosa; se desprendió empujándole con violencia, y pasándose las manos abiertas por la cabeza, por el pelo:
—¡Oh Dios mío! ¡Es horrible! —murmuró—. ¡Déjame! ¡Es horrible!
Él se adelantó con los dientes cerrados; mientras, Luisa retrocedía, diciéndole:
—Vete. ¿Qué quieres? ¡Vete! ¿Qué haces aquí? ¡Déjame!
Él entonces la tranquilizó con una voz súbitamente serena y humilde. No comprendía. ¿Por qué se enojaba? ¿Qué importaba un beso? Él no pedía más. ¿Qué se había ella imaginado, entonces? La adoraba, era cierto, pero con toda pureza.
—¡Te lo juro! —dijo con energía, golpeándose el pecho.
La obligó a sentarse en el sofá y se colocó a su lado. Le habló sensatamente. Se daba cuenta de las circunstancias y se resignaría. Sería la suya como una amistad fraternal, y nada más.
Ella le escuchaba aturdida.
Seguramente, le dijo él, aquella pasión era una tortura inmensa. Pero él era fuerte y la dominaría. Sólo deseaba venir a verla, hablarle. Sería un sentimiento ideal. Y los ojos la devoraban. Le volvió la mano, inclinóse y puso un beso ruidoso en la palma. Ella se estremeció, y levantándose en seguida:
—¡No! ¡Vete!
—Bien, adiós.
Se levantó con un movimiento resignado y triste. Y limpiando despacio la seda del sombrero:
—Bien, adiós —repitió el melancólicamente.
—Adiós.
Basilio dijo entonces con mucha ternura:
—¿Estás enfadada?
—¡No!
—Escucha —murmuró, adelantándose. Luisa golpeó el suelo con el pie.
—¡Oh, qué hombre! ¡Déjame! Hasta mañana. Adiós. ¡Vete! ¡Hasta mañana!
—¡Hasta mañana! —dijo él en voz baja. Y salió rápidamente.
Luisa entró en su tocador toda nerviosa. Y al pasar ante el espejo se quedó sorprendida: ¡nunca se había visto tan linda! Dio unos pasos en silencio.
Juliana ordenaba ropa blanca en un cajón del armario ropero.
—¿Quién llamó hace un momento? —preguntó Luisa.
—Era don Sebastián. No quiso entrar; dijo que volvería.
* * *
Había dicho, en efecto, «que volvería». Pero empezaba casi a avergonzarse de venir así todos los días ¡para encontrarla siempre «con una visita»!
El primer día se quedó muy sorprendido cuando Juliana le dijo: «¡Está con un señor! ¡Un joven que estuvo ya ayer!». ¿Quién sería? Él conocía a todos los amigos de la casa… Sería algún empleado de la secretaría o algún propietario de minas, el hijo de Alonso, quizá; algún asunto de Jorge, seguramente…
Después, el domingo por la noche, le trajo la partitura de Romeo y Julieta de Gounod, que ella deseaba tanto oír, y cuando Juliana le dijo desde el balcón «que había salido con doña Felicidad en coche», se quedó muy azorado con el grueso volumen debajo del brazo, rascándose despacio la barbilla. ¿Adonde habrían ido? Recordó el entusiasmo de Doña Felicidad por el teatro de Doña María. ¡Pero ir solas, con aquel calor de julio, al teatro! En fin, era posible. Fue al Doña María.
El teatro, casi vacío, resultaba lúgubre; aquí y allá, en algún palco, una familia poco agraciada, de pelo negrísimo, lleno de postizos, gozaba taciturna de su noche dominguera; en el patio, a lo largo de las filas de butacas vacías, personas aviejadas e inexpresivas escuchaban con aire sofocado y harto, secándose a ratos con pañuelos de seda el sudor de sus cuellos; en la entrada general, la gente baja abría mucho unos ojos negros en caras morenas y brillantes; la luz tenía un tono adormecido; oíanse bostezos. Y en la escena, que representaba un salón de baile amarillo, un vejete condecorado hablaba a una delgaducha de cabellos rizados, sin cesar, con el tono diluido de un agua densa y triste que gotea.
Sebastián se marchó del teatro. ¿En dónde estarían? Lo supo a la mañana siguiente. Bajaba por Molino de Viento cuando un vecino suyo, Netto, que subía encorvado bajo su quitasol, con el cigarro en la esquina del bigote canoso, le detuvo bruscamente, para decirle:
—Amigo Sebastián, venga aquí. Vi anoche en el Paseo a doña Luisa con un joven que conozco. Pero ¿de dónde conozco yo esa cara? ¿Quién diablos es?
Sebastián se encogió de hombros.
—Un muchacho alto, guapo, con aspecto de extranjero. Yo le conozco. El otro día le vi entrar en la casa. ¿No sabe usted quién es?
No lo sabía.
—Pues yo conozco esa cara. He estado intentando ver si me acordaba —y se pasó la mano por la cabeza—. ¡Yo conozco esa cara! Es de Lisboa. ¡De Lisboa tiene que ser!
Y después de un silencio, haciendo girar su quitasol:
—¿Y qué hay de nuevo, Sebastián?
Tampoco sabía nada.
—¡Ni yo!
Y bostezando con fuerza:
—¡Esto es una tabarra, hombre!
Aquella tarde, a las cuatro, Sebastián volvió a casa de Luisa. ¡Estaba con el «individuo»! Se quedó entonces preocupado. Seguramente era algún asunto de Jorge, porque no comprendía que ella hablase, sintiese ni viviese no siendo en interés de la casa y para mayor felicidad de Jorge. Pero debía de ser grave entonces, cuando requería visitas, encuentros, tanto trato. ¡Tenían, pues, intereses importantes que él no conocía! Y aquello parecíale una ingratitud, como una falta de amistad. La tía Juana había encontrado también aquello «deplorable». Al otro día fue cuando supo que el individuo era el primo Basilio, Basilio Brito. Su vago disgusto se disipó, pero un temor más definido vino a inquietarle.
Sebastián no conocía a Basilio personalmente, pero sabía la historia de su juventud. No había en ella, ciertamente, ni escándalo excepcional ni novela picaresca. Basilio había sido apenas un juerguista, y, como tal, pasó metódicamente por todos los episodios clásicos de la extravagancia lisbonense: partidas de monte hasta la madrugada, con ricachos del Alentejo; un coche destrozado un sábado de toros; cenas repetidas con alguna vieja Lola y una rancia ensalada de langosta; unas cuantas peleas aplaudidas en Salvaterra o en la Alhambra; banquetes de bacalao en Collares, en tabernas de fadistas; mucha guitarra. Unos puñetazos bien dados en la cara atónita de un policía, y una profusión de yemas de huevo en las fiestas de Carnaval. Las únicas mujeres que aparecían en su historia, además de las Lolas y de las Cármenes habituales, eran la Pistelli, una bailarina alemana cuyas piernas tenían una musculatura atlética, y la condesita de Alvim, una loca, gran amazona, que se separó de su marido después de haberle azotado con su fusta, y que se vestía de hombre para pelearse en el tranvía de la plaza del Rocío al Dafundo. Pero aquello bastaba para que a Sebastián le pareciera un calavera, un perdido; le dijeron que había marchado al Brasil para huir de los acreedores; que se enriqueció casualmente, en una especulación, en el Paraguay; que, incluso, en Bahía, con el agua al cuello, no fue nunca trabajador, y suponía que la posesión de una fortuna era para aquel joven un medio de desarrollar sus vicios. Y aquel hombre venía ahora a ver a Luisa todos los días, estaba allí horas y horas y la acompañaba en el Paseo… ¿Para qué?… ¡Para intranquilizarla, claro era!
Iba precisamente bajando la calle, encorvado bajo el pesado desconsuelo de aquellas ideas, cuando una voz catarrosa dijo con respeto:
—¡Don Sebastián!
Era Pablo, el prendero.
—¡Me alegro verle!
Pablo lanzó hacia el empedrado de la calle un salivazo oscuro, y con las manos cruzadas por debajo del largo chaquetón, en tono grave:
—Don Sebastián, ¿hay enfermos en casa del señor ingeniero?
Sebastián contestó, todo sorprendido:
—No. ¿Por qué?
Pablo carraspeó, y escupiendo de nuevo:
—Es que he visto entrar en la casa todos estos días a un sujeto. Creo que era el médico.
Y en voz ronca:
—¡De esos jóvenes de la homeopatía!
Sebastián se puso muy colorado.
—No —dijo—. Es el primo de doña Luisa.
—¡Ah! —exclamó Pablo—. Pues creí… Perdone usted, don Sebastián.
Y se inclinó respetuosamente.
—¡Ya tenemos murmuración! —fue pensando Sebastián.
Vivía al final de la calle, en una casa suya, de construcción antigua, con huerta. Sebastián era solo. Tenía una pequeña fortuna en papel y en tierras de labor hacia Seixal y una quinta en Almada, en el Rozegal. Sus dos criadas llevaban mucho tiempo en la casa. Vicenta, la cocinera, era una negra de Santo Tomé, en tiempos ya de la madre. La tía Juana, el ama de llaves, servíale hacía treinta y cinco años; llamaba todavía a Sebastián el «nene»; tenía ya tonteras infantiles y la trataban como a una abuela. Era de Oporto, de «Poarto», como ella decía, porque no perdió nunca su acento del Miño. Los amigos de Sebastián decían que era una vieja de comedia. Bajita y gorda, tenía una sonrisa muy bondadosa y el pelo blanco prendido en lo alto en un moño, con una antigua peineta de concha; llevaba siempre un gran pañuelo blanco muy limpio, cruzado sobre el pecho. Y todo el día correteaba por la casa, con su pasito deslizante, haciendo tintinear los manojos de llaves, rezongando proverbios y tomando rapé de una caja redonda, en cuya tapa aparecía un dibujo estilizado del puente colgante de Oporto.
Toda la casa tenía un tono suave y afable: en la sala de visitas, casi siempre cerrada, las poltronas conservaban el aire apacible de la época de don José I,[34] y las telas, de damasco rojo pálido, recordaban la pompa de una corte decrépita; en las paredes del comedor colgaban los primeros grabados de las batallas de Napoleón, en los que se ve invariablemente, en una loma, el caballo blanco hacia el cual galopa desenfrenadamente, desde el primer plano, un húsar blandiendo un sable. Sebastián dormía sus siete horas sin sueños en una vieja cama de madera negra torneada, y en una salita oscura, sobre una cómoda de tiradores de metal amarillo, conservaban desde hacía años al patrón de la casa, San Sebastián, que se retorcía acribillado de flechas, entre las cuerdas que le ataban al tronco, a la luz de una lamparilla, muy atendida por la tía Juana, bajo los ruidos sutiles de los ratones, en el techo.
La casa armonizaba con el dueño. Sebastián tenía un temperamento anticuado. Era solitario y tímido. Ya en clase de latín le llamaban el Apocado, le ponían rabos y le robaban impunemente la merienda. Sebastián, que tenía la fuerza de un gimnasta, mostraba la resignación de un mártir.
Siempre le suspendieron en los primeros exámenes del Liceo. Era inteligente, pero una pregunta, el brillo de los anteojos de un profesor, la gran pizarra negra le inmovilizaban; se quedaba muy embelesado, con la cara roja e hinchada, rascándose las rodillas y con la mirada ausente.
Su madre, que era de una aldea en donde fue panadera, muy envanecida ahora con sus valores en papel, su quinta, su sillería de damasco, vestida siempre de seda y cargada de sortijas, solía decir:
—¡Vaya, tiene para comer y beber! ¡Estar atormentando a la criatura con los estudios! ¡Dejadle, dejadle!
Sebastián sentía afición por la música. Su madre, aconsejada por la madre de Jorge, su vecina y su íntima, le puso un maestro de piano; casi desde las primeras lecciones, a las que ella asistió con sus adornos de terciopelo rojo y llena de joyas, el viejo profesor Aquiles Bentes, de lentes redondos y cara de mochuelo, exclamó, excitado, con su voz nasal:
—¡Señora mía, su hijo es un genio! ¡Un genio! ¡Será un Rossini! ¡Hay que empujarle, sí, hay que empujarle!
Pero precisamente lo que ella no quería era empujar al pobre. Por eso no fue un Rossini. Y todavía el viejo Bentes seguía diciendo, por costumbre:
—¡Será un Rossini! ¡Será un Rossini! Sólo que en lugar de gritarlo, blandiendo los papeles de música, lo murmuraba con enormes bostezos de león aburrido.
Ya entonces los dos muchachos vecinos, Jorge y Sebastián, eran íntimos. Jorge, más vivo, con más inventiva, le dominaba. En la huerta, cuando jugaban, Sebastián era siempre «el caballo» al imitar las diligencias y «el vencido» en las guerras. Era Sebastián el que cargaba los pesos, el que ofrecía la espalda a Jorge cuando había que trepar; en las meriendas se comía todo el pan y dejaba a Jorge toda la fruta. Crecieron. Y aquella amistad siempre igual, sin enfados, se convirtió en las vidas de ambos en un afecto esencial y permanente. Cuando la madre de Jorge murió pensaron incluso en vivir juntos; habitarían en la casa de Sebastián, más amplia y que tenía jardín; Jorge quería comprar un caballo, pero conoció a Luisa en el Paseo, y al año de aquello se pasaba casi todo el día en la calle de la Magdalena.
Todo aquel proyecto jovial de la «Sociedad Sebastián y Jorge» —la denominaban así, riendo— se vino abajo como un castillo de naipes. Sebastián tuvo una gran pena.
Y era él, después, el que proporcionaba los ramos de rosas que Jorge llevaba a Luisa, sin espinas, con el mayor cuidado envueltos en un papel de seda. ¡Era él el que se ocupaba de los arreglos del «nido», el que iba a meter prisa a los tapiceros, a discutir los precios de las ropas, a vigilar el trabajo de los hombres que colocaban las alfombras, a conferenciar con la costurera, a cuidar de los papeles de la boda!
Y por la noche, fatigado como un administrador celoso, ¡tenía que escuchar aún, con una sonrisa, las expansiones felices de Jorge, que se paseaba por el cuarto hasta las dos de la madrugada en mangas de camisa, enamorado, locuaz, empuñando su cachimba!
Después del casamiento Sebastián se sintió muy solo. Fue a Portel a visitar a un tío suyo, un viejo exquisito, con mirada de loco, que se pasaba la vida combinando injertos en el pomar, y leyendo y releyendo el Eurico.[35] Cuando volvió, pasado un mes, Jorge le dijo, radiante:
—¿No sabes, eh? ¡Ésta es ahora tu casa! Aquí es donde vives.
Pero no consiguió nunca que Sebastián fuese a su casa con entera intimidad.
Sebastián llamaba a la puerta con timidez. Se ponía colorado delante de Luisa; el antiguo apocado de la clase de latín reaparecía. Jorge luchó para que cruzase las piernas con toda confianza, fumase en pipa delante de ella y no la llamase a cada momento señora o doña Luisa, medio levantándose de la silla.
No venía nunca a comer sino a la fuerza. Cuando Jorge no estaba, sus visitas eran cortas, llenas de silencios. ¡Se creía torpe, tenía miedo de molestar!
Aquella tarde, cuando iba hacia el comedor, la tía Juana le preguntó por Luisita.
La adoraba, parecíale un angelito, una azucena.
—¿Cómo está? ¿La vio?
Sebastián se sonrojó y no quiso decir, como el día anterior, «que tenía gente, que no había pasado»; inclinándose, se puso a jugar con las orejas de Trajano, su viejo perdiguero:
—Está bien, tía Juana; está bien.
¿Como iba a estar? ¡Magnífica!
* * *
A aquella misma hora, Luisa recibió una carta de Jorge. Estaba fechada en Portel y llena de quejas sobre el calor y los malos hospedajes, de detalles sobre el extraordinario pariente de Sebastián, de nostalgias y de besos…
No la esperaba, y aquella hoja de papel llena de una letra menuda que le hacía reaparecer vivamente a Jorge, su cara, su mirada y su ternura, le produjo una sensación casi dolorosa. Toda la vergüenza de sus cobardes desfallecimientos, bajo los besos de Basilio, vino a abrasarle la cara. ¡Qué horror, dejarse abrazar y besar! ¡Oír lo que le dijo en el sofá, ver con qué ojos la devoró!… Lo recordaba todo, su actitud, el calor de sus manos, el temblor de su voz… Y maquinalmente, poco a poco, íbase hundiendo en aquellos recuerdos, entregándose a ellos, hasta quedar perdida en la deliciosa lasitud qua le producían, con la mirada lánguida y los brazos sin fuerza. Pero la idea de Jorge vino entonces a fustigarla otra vez como un trallazo. Se levantó bruscamente y se puso a pasear por el cuarto toda nerviosa, con un vago deseo de llorar…
—¡Ah, no; es horroroso, horroroso! —decía sola, hablando alto—. ¡Es necesario acabar!
Decidió no recibir a Basilio, escribirle, ¡pedirle que no volviese, que se marchara! Pensó incluso las palabras: sería seca y fría; no pondría «mi querido primo», sino simplemente «primo Basilio». ¿Qué haría él cuando recibiese la carta? ¡Lloraría el pobre!
Le imaginaba solo en su cuarto del hotel, desgraciado y pálido, y de allí, deslizándose por los declives de la sensibilidad, pasaba a recordar su persona, su voz convincente, las agitaciones de su mirada dominante; y su memoria se recreaba en aquellos recuerdos con una sensación de felicidad, como la mano se recrea acariciando el plumaje suave de un pájaro exótico. Movía la cabeza con impaciencia, como si aquellas imaginaciones fuesen los aguijones de unos insectos importunos. Se esforzaba en pensar sólo en Jorge; pero las ideas volvían, la penetraban. Sentíase desgraciada, sin saber lo que quería, con deseos confusos de estar con Jorge, de consultar a Leopoldina, de huir lejos, al azar.
¡Dios mío, qué desdichada era! Y desde el fondo de su naturaleza indolente veníale una vaga indignación contra Jorge, contra Basilio, contra los sentimientos, contra los deberes, contra todo lo que la hacía agitarse y sufrir. ¡Que no la atormentasen, santo Dios!
Después de comer, en el balcón de la sala, se puso a releer la carta de Jorge. Empezó a recordar deliberadamente todo lo que en él le encantaba, lo mismo de su cuerpo que de sus cualidades. Y reunía al azar los argumentos, unos referentes al honor y otros al sentimiento, para amarle y respetarle ¡Todo era por estar él fuera, en provincias! ¡Si estuviese allí, junto a ella! ¡Pero tan lejos, retrasándose tanto! Y, al mismo tiempo, contra su voluntad, la certeza de aquella ausencia le daba una sensación de libertad; la idea de poder moverse a medida de sus deseos y de sus curiosidades, le henchían el pecho de una gran satisfacción como una ráfaga de independencia.
Pero, en fin, ¿de qué le servía estar libre, sola? Y, de repente, todo lo que podría hacer, sentir, poseer, se le aparecía en una larga perspectiva que fulguraba. Aquello era como una puerta, súbitamente abierta y cerrada, que deja entrever, en un relámpago, algo indefinido, maravilloso, que palpita y centellea. ¡Oh, estaba loca, sin duda!
Oscurecía. Fue hacia la sala, abrió el balcón; la noche era calurosa y densa, con un aire lleno de electricidad y de tormenta. Respiraba mal, miraba hacia el cielo, deseando ansiosamente algo, sin saber lo que era.
El mozo del panadero, abajo, tocaba como siempre el fado; aquellos sones vulgares penetraban ahora en su alma con la blandura de un soplo cálido y la melancolía de un gemido.
Apoyó la cabeza en la mano, llena de lasitud. Mil leves pensamientos corrían en su cerebro como los puntos de luz corren en un papel que ha ardido; se acordó de su madre, del sombrero nuevo que le había enviado madame Françoise, del tiempo que haría en Cintra, de la dulzura de las noches cálidas bajo la oscuridad de los follajes…
Cerró el balcón y se desperezó; sentada en la causease, en su tocador, permaneció allí inmóvil, pensando en Jorge, en escribirle, en pedirle que viniera. Pero muy pronto aquel pensamiento empezó a quebrarse a cada momento como una tela que se abre en anchos desgarrones, y detrás apareció en seguida, con una intensidad luminosa y fuerte, la imagen del primo Basilio.
Los viajes, los mares cruzados habíanle puesto más moreno. La melancolía de la separación dejó en su pelo hebras blancas. ¡Había sufrido por ella! —le dijo—. Y a fin de cuentas, ¿dónde estaba el mal? El le juró que aquel amor era casto, que sólo tenía lugar en el alma. Había venido de París el pobre muchacho, así lo juró también, para verla, una semana, quince días. ¿Y tenía que decirle: «No vuelvas, vete»?
—Cuando quiera la señora, tiene el té… —dijo desde la puerta del cuarto Juliana.
Luisa exhaló un suspiro alto, como si despertase. ¡No! Que trajese la lamparilla más tarde. Eran las diez. Juliana se fue a tomar su té en la cocina. La lumbre se iba apagando, el quinqué de petróleo difundía sobre los cobres de los cazos reflejos rojizos.
—Hoy hubo algo, señora Juana —dijo Juliana, sentándose—. ¡Está toda inquieta! ¡Y da cada suspiro! Allí ha pasado la gorda.
Juana, al otro lado, de codos sobre la mesa y con la cara apoyada en los puños, parpadeaba soñolienta.
—También usted, Juliana, ve mal en todo —dijo.
—¡Es que habría que ser tonta, señora Juana!
Enmudeció, acercando el azúcar. Era uno de sus disgustos; le gustaba muy refinado, y aquel azúcar ordinario y moreno, que daba al té un sabor a hormigas, la irritaba.
—¡Éste es peor que el del mes pasado! ¡Para una infeliz esclava todo es bueno! —murmuró con gran amargura. Y después de una pausa, repitió—: ¡Es que habría que ser tonta, señora Juana!
La cocinera entonces comentó perezosamente:
—Cada cual se conoce a sí mismo…
—Y Dios a todos —suspiró Juliana.
Se quedaron calladas. Luisa tocó la campanilla abajo.
—¿Qué querrá ahora? Está con el celo.
Bajó. Volvió con la jarra, muy irritada:
—¡Quiere más agua! ¡Miren que esta manía de chapuzarse a medianoche! ¡Hay que ver!
Fue a llenar la jarra, y mientras el agua caía en el fondo:
—Y dice que le haga usted mañana, para el almuerzo, un poco de jamón frito, del bueno. ¡Necesita picantes!
Y comentó con mucho escarnio:
—¡Siempre hay que ver grandes cosas! ¡Necesita picantes!
A medianoche la casa estaba dormida y apagada. Fuera, el cielo, más ennegrecido, relampagueaba; estalló un trueno, que se alejó rodando.
Luisa abrió los ojos, atontada; comenzaba a caer una lluvia densa y ruidosa; la tormenta cruzaba a lo largo. Estuvo un momento escuchando las goteras que sonaban sobre las losas; la alcoba estaba sofocante; se destapó; el sueño había huido, y de espaldas, con la mirada fija en la vaga claridad que daba desde fuera la lamparilla, seguía ella el tictac del reloj. Se desperezó, y una idea determinada, cierta visión, fue formándose en su cerebro, completándose tan nítida, tan visible casi, que se volvió en la cama despacio, estiró los brazos y rodeó con ellos el almohadón, adelantando los labios secos para besar un pelo negro en que brillaban hebras blancas.
* * *
Sebastián había dormido mal. Despertó a las seis y bajó a la huerta en zapatillas. La puerta acristalada del comedor daba sobre una terracita en donde apenas cabían tres sillas de hierro pintado y unas macetas de claveles; desde allí, cuatro escalones de piedra bajaban a la huerta, una huerta-jardín, muy poblada, con pequeños arriates de flores, lechugas muy regadas, vástagos de rosales junto al muro, un pozo y un estanque bajo una parrita y árboles; terminaba en otra terraza sombreada por un tilo, con un parapeto hacia una calle baja y solitaria; enfrente corría un muro de jardín muy encalado. Era un sitio recogido, de una paz aldeana. Muchas veces, de madrugada, Sebastián iba allí a fumar un cigarro.
Era una mañana deliciosa. El aire era transparente y fresco; el cielo se redondeaba a gran altura con el azulado de ciertas porcelanas viejas, y aquí y allá veíase una nubecilla algodonada, blandamente enrollada, lechosa; el follaje mostraba un verde lavado, el agua del estanque una fría nitidez; chillaban unos pájaros levemente con rápidos vuelos.
Sebastián estaba asomado a la calle cuando la puntera de un bastón y unos pasos lentos rompieron el fresco silencio. Era un vecino de Jorge, Cuña Rosado, el enfermo intestinal; se arrastraba, abrigado con una bufanda y un paleto color piñón, con la barba gris descuidada, crecida.
—¿Ya en pie, vecino? —dijo Sebastián.
El otro se detuvo y alzó la cabeza lentamente.
—¡Oh Sebastián! —dijo con voz quejumbrosa—. ¡Estoy paseando mis alifafes, hombre!
—¿A pie?
—Al principio iba en la borriquilla hasta el arranque del camino, pero dicen que me sienta bien este paseíto a pie…
Se encogió de hombros con un gesto triste de duda y desconsuelo.
—¿Y cómo va eso? —preguntó Sebastián, muy asomado hacia la calle.
Cuña sonrió, desconsolado, con sus labios exangües:
—¡Terminando poco a poco!
Sebastián tosió, cohibido, sin encontrar una frase de consuelo. Pero el enfermo, con las manos apoyadas en el bastón y una repentina expresión de interés en su mirada mortecina:
—Sebastián, un muchacho alto, que he visto entrar todos estos días en casa de Jorge, ¿es Basilio de Brito o no? ¿El primo de su mujer? ¿El hijo de Juan de Brito?
—Sí; ¿por qué?
Cuña exclamó: «¡Ah! ¡Ah!» con gran satisfacción.
—¡Ya lo decía yo! —replicó—. ¡Ya lo decía yo! ¡Y la terca aquella que no y que no!…
Y le explicó entonces, con súbita locuacidad y fatigas en la voz:
—Mi cuarto da a la calle, y todos los días, como estoy casi siempre en el balcón para distraerme, he visto a ese muchacho, de aspecto extranjero, entrar allí todos los días. «¡Éste es Basilio de Brito!», me dije. Pero mi mujer ¡que no y que no!… ¡Qué diablos, hombre! Yo tenía la certeza casi… ¡Le conozco muy bien! Si hasta estuvo para casarse con doña Luisa. ¡Oh! Me sé esa historia al dedillo… ¡Vivía allá, en la calle de la Magdalena!…
Sebastián dijo, distraídamente:
—Pues es Brito…
—¡Ya lo decía yo!
Se quedó un momento inmóvil, mirando al suelo, y prosiguió, con su voz doliente:
—Bueno; me voy, poquito a poco, hasta casa.
Suspiró. Y abriendo mucho los ojos:
—¡Quién me diera su salud, Sebastián!
Y diciendo adiós, con un gesto de su mano, enguantada de negro, se alejó, encorvado, a lo largo del muro, protegiéndose el vientre con el brazo, en su largo paleto color piñón.
Sebastián entró preocupado. ¡Todo el mundo empezaba a notarlo! ¡Pues vaya! ¡Un joven, elegante, llegar todos los días en el tranvía y pasarse allí dos o tres horas! ¡Con una vecindad tan cercana, tan mal pensada!…
Salió al comienzo de la tarde. Tuvo intención de buscar a Luisa; pero, sin saber por qué, sentía una gran timidez; temía encontrarla diferente o con otra expresión… Y subió por la calle, despacio, resguardado bajo el quitasol, vacilando, cuando un cupé, que descendía al trote largo, vino a pararse ante la puerta de Luisa.
Un individuo se apeó rápidamente, tiró el puro y entró. Era alto, con un bigote levantado y una flor en el ojal. «Debía de ser el primo Basilio», pensó. El cochero se limpió el sudor de la cabeza y, cruzando las piernas, se puso a liar un cigarrillo.
Al ruido, Pablo salió a su puerta con las manos en los bolsillos, mirando de soslayo; la carbonera de enfrente, inmunda, deforme de obesidad y de preñez, se quedó inmóvil en su puerta, con un necio asombro en su cara grasienta; la criada del doctor abrió precipitadamente los cristales. Entonces Pablo cruzó rápidamente la calle, brillante de sol, y entró en el estanco; al cabo de un momento apareció en la puerta con la estanquera viuda y cuchichearon, ¡clavando miradas perversas en los balcones de Luisa, en el cupé! Pablo fue desde allí, arrastrando sus zapatillas de moqueta, a secretear con la carbonera, provocando en ella una risotada, que le removió la masa del pecho, y vino, finalmente, a plantarse en su puerta, entre un retrato de don Juan VI[36] y dos viejas sillas de cuero, silbando satisfecho. En el silencio de la calle se oía, en un piano, en compás de estudio, la Oración de una virgen.
Sebastián miró maquinalmente, al pasar, hacia los balcones de Luisa.
—¡Rico calor, don Sebastián! —observó Pablo, inclinándose—. ¡Da gusto estar al fresco!
* * *
Luisa y Basilio estaban muy tranquilos, muy contentos, en la sala, con las maderas medio cerradas, en una suave penumbra. Luisa apareció con bata blanca, muy fresca, con un grato olor a agua de alhucema.
—He salido así, como me ves —dijo ella—. No hago cumplidos.
«¡Pero qué linda estaba así! ¡Así la quería ver siempre!» —exclamó Basilio para sí, muy encantado, como si aquella bata de mañana fuese ya una promesa de su desnudez.
Venía muy tranquilo y fingía un tono de pariente. No la inquietó con palabras vehementes ni con gestos de deseo; le habló del calor, de una zarzuela que había visto el día anterior, de antiguos amigos a quienes se encontró y apenas si le dijo que había soñado con ella.
¿Cómo fue aquel sueño? Estaban lejos, en una tierra distante, que debía de ser Italia, por las numerosas estatuas que había en las plazas y por las muchas fuentes sonoras que cantaban en los pilones de mármol; era en un jardín antiguo, sobre una clásica terraza; flores exóticas se abrían en ánforas florentinas; posados sobre las balaustradas, esculpidas, unos pavos reales abrían sus colas, y ella arrastraba despacio, sobre las losas cuadradas, la larga cola de su vestido de terciopelo azul. Por lo demás, dijo él, era una terraza como la de San Donato, en la villa del príncipe Demidov, porque recordaba siempre sus amistades ilustres y no dejaba de sacar a relucir la pompa de sus viajes. Y ella, ¿había soñado? Luisa se puso colorada.
—No; me dio mucho miedo la tormenta. ¿No la oíste tú?
—Estaba cenando en el Casino cuando tronaba.
—¿Acostumbras cenar?
El tuvo una sonrisa desventurada. ¡Cenar! ¡Si se podía llamar cenar a ir al Casino y roer allí una carne dura como el cuero y beber un collares venenoso!
Y, mirándola fijamente:
—¡Por causa tuya, ingrata!
¿Por causa suya?
—¿Por quién, entonces? ¿Por qué he venido a Lisboa? ¿Por qué he abandonado París?
—A causa de tus negocios…
El la miró con severidad:
—Muchas gracias —dijo, inclinándose hasta el suelo. Y recorriendo la sala a grandes pasos, exhalaba con violencia el humo de su habano. Vino a sentarse bruscamente junto a ella. No; realmente era injusta. Si estaba en Lisboa era por ella, sólo por ella.
Puso una voz muy tierna y le preguntó si le tenía en verdad un poquito de amor, un tanto así…, y señalaba el largo de la uña. Rieron.
—Un tanto así, quizá…
Y el pecho de Luisa palpitaba. Entonces él examinó las uñas, y, alabándolas, le aconsejó el barniz que usaban las cocottes, que les daba un brillo perfecto; se fue apoderando de su mano y dejó un beso en la punta de cada dedo; chupó el meñique, jurando que sabía muy dulce; le arregló, con un contacto tímido, unas hebras, que se le habían soltado, ¡y dijo que tenía que pedirle un favor! Y la miraba, suplicante.
—¿Qué es?
—Que vengas conmigo al campo. ¡Debe de estar precioso el campo!
Ella no respondió; se daba leves golpecitos en los blandos pliegues de la bata.
—Es muy sencillo —añadió él—. Podernos encontrarnos en cualquier parte; lejos de aquí, claro es. Yo te espero en un coche; tú saltas hacia adentro y… fouette, cocher!
Luisa vacilaba.
—No digas que no.
—Pero ¿adonde?
—Adonde quieras. A Pago d’Arcos, a Doires, a Queluz. Dime que sí.
Su voz era muy apremiante, se arrodillaba casi.
—¿Qué tiene de particular? Será un paseo de amigos, de hermanos.
—¡No! ¡Eso no!
Basilio se enfadó, llamándola beata. Quiso marcharse. Ella vino a quitarle el sombrero de la mano, muy cariñosa, casi vencida.
—Tal vez; ya veremos —dijo.
—¡Dime que sí! —insistió él—. ¡Sé buena chica!
—Bueno, sí; mañana veremos; mañana hablaremos.
Pero al día siguiente, con mucha habilidad, Basilio no habló del paseo ni del campo. Tampoco habló de su amor ni de sus deseos. Parecía muy alegre, muy frívolo; le había traído La mujer de fuego, la novela de Belot.
Y, sentándose después al piano, la obsequió con canciones de café-concert, muy picarescas; imitó la voz áspera y canalla de las cantantes; la hizo reír. Después habló mucho de París; le contó la moderna crónica amorosa, anécdotas, pasiones, chics. Todo sucedía con duquesas, princesas, de un modo dramático y sentimental; algunas veces jovial, lleno de delicias. Y, echándose hacia atrás, decía de todas las mujeres de quienes hablaba: «Era una mujer muy distinguida; tenía, naturalmente, su amante…».
El adulterio resultaba así como un deber aristocrático. Por lo demás, la virtud parecía ser, por lo que él contaba, el defecto de un espíritu mezquino o la ocupación ordinaria de un temperamento burgués…
Y, al marcharse, dijo, como si se acordase de repente:
—¿Sabes que sigo pensando en marcharme?…
Ella preguntó, un poco pálida:
—¿Por qué?
Basilio dijo, con mucha indiferencia:
—¿Qué diablos hago yo aquí?…
Se quedó un momento mirando la alfombra, suspiró, y como dominándose:
—Adiós, amor mío…
Y salió. Cuando aquella tarde Luisa entró en el comedor tenía los ojos enrojecidos. Fue ella la que, al día siguiente, habló del campo. Se quejó del constante calor, del homo de Lisboa. ¡Qué bonito sería estar en Cintra!
—Eres tú la que no quieres —interrumpió él—; podíamos dar un paseo adorable.
Pero ella tenía miedo; podían verlos…
—¿Cómo? ¿En un coche cerrado? ¿Con las cortinillas bajadas?
¡Pero entonces aquello era peor que estar en una sala; era ahogarse en un cajón!
—¡Nada de eso! ¡Irían a una quinta! Podían quedarse en Las Alegrías, la quinta de un amigo suyo, que estaba en Londres. ¡Sólo vivían allí los guardas; estaba junto a los Olivaes; era precioso aquello! Bonitas calles de laureles, de sombras adorables. Podían llevar hielo, champaña…
—¡Ven! —dijo bruscamente, cogiéndole las manos.
Ella se sonrojó. Tal vez el domingo, vería. Basilio seguía sin soltarle las manos. Sus ojos se encontraron, se humedecieron. Ella se sintió muy trastornada; desprendió las manos; fue a abrir los cristales de los dos balcones, dando a la sala una claridad, amplia como una publicidad; se sentó en una silla junto al piano, temiendo la penumbra, el sofá, todas las complicaciones, y le pidió que cantase alguna cosa, ¡porque temía las palabras tanto como los silencios! Basilio cantó Medjé, la melodía de Gounod, tan sensual y perturbadora. Aquellas notas cálidas penetraban en, su alma como ráfagas de una noche eléctrica. Y, al marcharse Basilio, se quedó sentada, rendida, como después de algún exceso.
* * *
Sebastián había estado durante los tres últimos días en Almada, en la quinta de Rozegal, en donde hacía unas obras.
Volvió el lunes temprano, y hacia las diez, sentado en el poyo de la ventana del comedor, que daba sobre la terracita, esperaba su desayuno, jugueteando con Rollito, su gato, amigo y confidente de la ilustre Vicenta, rollizo como un obispo e ingrato como un tirano.
La mañana empezaba a calentar; la huerta estaba llena de sol; en el agua del estanque, bajo la parra, luces espejeantes y trémulas centelleaban. En las dos jaulas los canarios cantaban, estridentes.
La tía Juana, que estaba disponiendo la mesa del almuerzo, muy callada, empezó a decir, con su vocecilla arrastrada y llena del acento de su tierra:
—¡Estuvo aquí, ayer, Gertrudis, la del doctor, con unas habladurías y unas simplezas!
—¿A propósito de qué, tía Juana? —preguntó Sebastián.
—A propósito de un muchacho que dice que va ahora todos los días a casa de Luisita.
Sebastián se levantó en seguida:
—¿Qué ha dicho, tía Juana?
La vieja aplastaba la servilleta, despacio, con su gruesa mano extendida:
—Estuvo ahí, charlando. ¿Quién sería, quién no sería? Dice que es un muchacho distinguido. Viene todos los días en el tranvía y se vuelve en el tranvía… El sábado estuvo hasta casi anochecido. Y cantó en la sala, dice que con una voz que ni en el teatro…
Sebastián la interrumpió, impaciente:
—Es su primo, tía Juana. ¿Quién iba a ser? Es el primo, que ha venido del Brasil.
La tía Juana tuvo una sonrisa bonachona.
—Vi en seguida que se trataba de un pariente. ¡Y dicen que es un buen muchacho! ¡Todo un elegante!
Y salió hacia la cocina, despacio.
—¡Vi en seguida que era algún pariente y se lo dije!…
Sebastián almorzó inquieto. ¡Realmente, la vecindad empezaba ya a chismear, a comentar! ¡Se estaba fraguando un escándalo! Y, asustado, decidió ir en seguida a consultar a Julián.
Bajaba la calle de San Roque, hacia casa de éste, cuando vio que subía, despacio, por la sombra, con un rollo de papel debajo del brazo, un pantalón blanco, sucio, y el aspecto sudoroso.
—¡A tu casa iba, hombre! —dijo Sebastián.
A Julián le extrañó la excitación de su voz. ¿Había alguna novedad? ¿Qué pasaba?
—¡Una de todos los diablos! —exclamó, quedamente, Sebastián.
Estaban, parados, junto a la confitería. En el escaparate, a su espalda, veíase una exposición de botellas de malvasía, con sus etiquetas de muchos colorines; las rojizas transparencias de las gelatinas, las amarilleces empachosas de los dulces de yema; las tartas, en cuyo remate estaban clavados unos mustios claveles de papel blanco o rosado. Viejas latas blancas se alineaban, junto a los grandes hojaldres; gruesos moldes de membrillo se derretían bajo el calor; las empanadas de pescado mostraban sus cortezas, resecas. Y en el centro, resaltando mucho en un anaquel, se enroscaba una anguila de huevos, horrible y abultada, con el vientre de un amarillo repugnante, el dorso manchado de arabescos de azúcar y la boca muy abierta; en su gruesa cabeza se abrían dos horribles ojos de chocolate; sus dientes, de almendra, se cerraban sobre una mandarina, rellena de batata, y alrededor del monstruo, hinchado, revoloteaban las moscas.
—Vamos hacia el café —dijo Julián—. ¡Aquí, en la calle, se asa uno!
—Estoy muy fastidiado —fue diciendo Sebastián—. ¡Muy fastidiado! Quiero hablarte.
En el café, el papel azul turquí y las puertas entornadas mitigaban la áspera intensidad de la luz y le daban una frescura silenciosa.
Fueron a sentarse al fondo. Al otro lado de la calle, las fachadas, muy enjalbegadas, brillaban con una radiación centelleante. Detrás del mostrador, donde relucían botellas, un dependiente, de blusa, aturdido y desgreñado, cabeceaba de sueño. Piaba dentro un pájaro; oíase el chocar espaciado de las bolas de billar, a través de una puerta forrada de paño verde; a veces, el pregón de un trapero, en la calle, sobresalía, estridente.
Y todos aquellos ruidos se apagaban en ciertos momentos con el estrépito de un tranvía que pasaba.
Frente a ellos, un individuo, de aspecto licencioso, leía un periódico; sus melenas, grises, se ceñían por detrás a un cráneo amarillento; el bigote mostraba unos tonos requemados por el cigarro, y de las noches en blanco le quedaba una rojez inflamada en los párpados. De cuando en cuando, alzaba perezosamente la cabeza, disparaba hacia el suelo, de arena, un salivazo oscuro; daba una triste sacudida al periódico, y volvía a clavar en él una mirada angustiada. Cuando estuvieron sentados y pidieron unas limonadas, el individuo los saludó gravemente, inclinando la cabeza.
—Pero ¿qué es ello? —preguntó en seguida Julián.
Sebastián se acercó más a él:
—Es a causa de nuestros amigos, a causa del primo —dijo, en voz baja. Y agregó—: Tú le has visto, ¿eh?
El recuerdo repentino de su humillación en la sala de Luisa sonrojó la cara de Julián. Pero, muy orgulloso, dijo, secamente:
—Le vi.
—¿Y qué?
—¡Me pareció un burro! —exclamó, sin poderse contener.
—Es un extravagante —dijo, asustado, Sebastián—. No te parece, ¿eh?
—Me pareció un burro —repitió—. Unas maneras, una afectación, unas monerías, muchas miradas a los calcetines, unos calcetines que parecían de mujer…
Y, con una sonrisa agria:
—Le metí por los ojos mis botas, éstas —dijo, señalando su calzado, sucio—, que llevo a mucho honor, porque son las de un trabajador…
Ya que él solía enorgullecerse públicamente de una pobreza que, en la intimidad, no cesaba de humillarle. Y moviendo, despacio, su limonada:
—¡Un bestia! —resumió.
—¿Sabes que fue novio de Luisa? —dijo Sebastián, en voz baja, como asustado de la gravedad de aquella revelación. Y en respuesta a la mirada sorprendida de Julián:
—Sí. Nadie lo sabe. Ni Jorge. Yo lo he sabido no hace mucho, hace unos meses. Fue su novio, estuvieron para casarse. Después, el padre quebró, él se marchó al Brasil y le escribió desde allí rompiendo el compromiso.
Julián sonrió, y apoyando la cabeza en la pared:
—¡Pero éste es el argumento de Eugenia Grandet, Sebastián! ¡Estás contándome la novela de Balzac! ¡Eso es Eugenia Grandet!
Sebastián le miró, espantado.
—¡Vamos! No se puede hablar contigo en serio. ¡Palabra! —añadió vivamente.
—Anda, Sebastián, anda; habla.
Hubo un silencio. El individuo calvo contemplaba ahora el estuco del techo, ennegrecido con el humo del tabaco y manchado por las moscas; y con la mano de sapo, pegajosa, se alisaba amorosamente los pelos. En el billar disputaban unas voces.
Sebastián, entonces, como impulsado por una resolución, dijo, bruscamente:
—¡Y ahora va allí todos los días, no sale de la casa!
Julián separó su banqueta, y mirándole fijamente:
—¿Tu quieres darme a entender alguna cosa, Sebastián?
Y con una viveza, casi jovial:
—¿El primo la corteja?
Aquella palabra escandalizó a Sebastián.
—¡Julián! —y severamente—: ¡Con estas cosas no se bromea!
Julián se encogió de hombros.
—¡Pues claro que la corteja! —exclamó—. ¡No está poco anticuado! ¡Claro que sí! ¡La enamoró de soltera y ahora la quiere de casada!
—Habla bajo —replicó Sebastián.
Pero el dependiente dormitaba y el individuo calvo se había sumido nuevamente en su lectura fúnebre. Julián bajó la voz:
—Siempre ocurre así, Sebastián. El primo Basilio tiene razón. ¡Quiere placeres sin responsabilidad!
Y casi al oído de él:
—¡Tiene gracia, amigo Sebastián! ¡Tiene gracia! ¡No puedes imaginar la influencia que eso tiene en el sentimiento!
Se echó a reír. Estaba radiante; las palabras, las agudezas picarescas le afluían con abundancia:
—Tiene un marido que la viste, que la calza, que la alimenta, que la envanece, que la vela cuando cae enferma, que la soporta si está nerviosa, que carga con todos los aburrimientos, con todos los hijos, con todo lo que venga, por imperativo legal… Por consiguiente, el primo no tiene más que llegar, batir el hierro, encontrarla aseada, fresca, apetitosa, a costa del marido, y…
Tuvo una risita, se recostó con gran satisfacción, y liando, encantado, un cigarrillo, regocijándose con el escandalo:
—¡Es magnífico! —añadió—. Todos los primos razonan así. Basilio es primo, luego… ¡Ya sabes el silogismo, Sebastián! ¡Ya sabes el silogismo, chico! —gritó, dándole una palmada en la pierna.
—¡Eres el demonio! —murmuró Sebastián, cabizbajo.
Pero rebelándose contra la sospecha que le iba dominando:
—Tú supones, entonces, que una muchacha buena…
—¡Yo no supongo nada! —repitió Julián.
—¡Habla bajo, hombre!
—¡Yo no supongo nada! —repitió Julián, bajito—. Yo afirmo lo que hace él. Ahora, ella…
Y añadió, con sequedad:
—Como es una muchacha honrada…
—¡Vaya si lo es! —exclamó Sebastián, dando un puñetazo sobre el mármol de la mesa.
—¡Voy! —dijo, perezosamente, el mozo.
El viejo calvo se levantó entonces, pero viendo que el criado se apoyaba en el mostrador, bostezando, y que los otros dos seguían moviendo sus limonadas se apoyó de codos sobre la mesa, escupió lejos, y, cogiendo el periódico, clavó en él unos ojos desolados. Sebastián dijo entonces, con tristeza:
—Lo malo no es por ella. Lo malo es por la vecindad.
Estuvieron un momento callados. El ruidoso altercado en el billar crecía.
—Pero… —dijo Julián, como saliendo de una meditación—. ¡La vecindad! ¿Cómo la vecindad?
—¡Sí, hombre! Ven entrar allí al joven. Llega en coche, arma un alboroto en la calle. Empiezan a hablar. Ya han venido con cuentos a la tía Juana. Hace días me encontré a Netto, que lo había notado. Y Cuña también. Al prendero de abajo no se le escapa nada. ¡Son unas lenguas para echarse a temblar! Hace días acerté a pasar cuando el primo se apeaba del carruaje para entrar, ¡y hubo en seguida conciábulos en la calle, miraditas al balcón, el diablo! Va allí todos los días. Saben que Jorge está en el Alentejo… Se queda dos o tres horas. ¡Es muy serio, muy serio!
—¡Pero ella es tonta, entonces!
—No ve el mal…
Julián se encogió de hombros, como dudando. Pero la puerta forrada del billar abrióse: salió bruscamente un hombre hercúleo, de bigote negro, muy colorado, y parándose, sosteniendo la puerta abierta, gritó hacia adentro:
—¡Me he quedado creyendo que iba a vérmelas con un hombre!
Una voz gruesa, desde el billar, le respondió con una obscenidad.
El individuo hercúleo dio un portazo, furioso; cruzó el café resoplando, apoplético; un muchacho flaco, con chaqueta de invierno y pantalón blanco, le seguía vacilante.
—¡Lo que yo debía hacer —exclamó el gigantón, alzando el puño— era romperle la cara a ese canalla!
El flaco dijo, con suavidad y servilismo, tambaleándose:
—¡Las riñas no sirven para nada, Correa!
—¡Es que soy muy prudente! —berreó el hombrón—. ¡Me acuerdo de que tengo mujer e hijos! ¡Que si no, me bebía su sangre!
Y salieron; su voz desafiadora se perdió entre el rumor de la calle. El mozo, muy pálido, temblaba al otro lado del mostrador, y el individuo calvo levantó la cabeza, tuvo una sonrisa de tedio y volvió a coger tristemente el periódico.
Sebastián dijo entonces, reflexionando:
—¿No te parece que haríamos bien en avisarla?
Julián se encogió de hombros, soltando una bocanada de humo.
—¡Di algo! —imploró Sebastián—. ¿No ibas tú a hablarle?
—¿Yo? —exclamó Julián, con un ademán que rechazaba aquella idea—. ¿Yo? ¡Estás loco!
—Pero ¿qué te parece, en fin?
Y la voz de Sebastián era casi angustiosa.
Julián vaciló.
—Ve, si quieres. Dile que han notado algo… ¡Bueno; yo no sé, amigo mío!
Y chupó furiosamente su cigarro. Aquel mutismo afectó a Sebastián. Dijo con desconsuelo:
—Hombre, he venido a pedirte consejo…
—Pero ¿qué demonios quieres? —y la voz de Julián se irritaba.
—¡La culpa es de ella! ¡Sí, de ella! —insistió al ver la mirada de Sebastián—. ¡Es una mujer de veinticinco años, casada hace cuatro, y debía saber que no se recibe todos los días a un bergante, en una calle pequeña, con la vecindad alerta! Si lo hace es porque le agrada.
—¡Vamos, Julián! —dijo con mucha, severidad Sebastián. Y, dominándose, con voz conmovida—: ¡No tienes razón, no tienes razón!
Y enmudeció, muy apenado. Julián se levantó:
—Amigo Sebastián, yo digo lo que pienso y tú lo que te parezca.
Llamó al mozo.
—Deja —dijo Sebastián, pagando con celeridad.
Iban a salir. Pero entonces el individuo calvo tirando el periódico, se precipitó hacia la puerta, la abrió, inclinóse y alargó a Sebastián un papel mugriento. Sebastián, sorprendido, leyó en voz alta, maquinalmente:
«El abajo firmante, antiguo funcionario del Estado, reducido a la miseria…».
—He sido íntimo amigo del noble duque de Saldaña… —gimió lloroso, con voz ronca, el sujeto calvo.
Sebastián enrojeció, y consolándole le puso unas monedas en la mano discretamente.
El individuo dobló profundamente el espinazo y declaró con voz cavernosa:
—¡Mil gracias, señor conde!